Auge y caída del Imperio Napoleónico (1804-1815)


En esta etapa de la historia francesa culminó un proceso que había arrancado con el estallido de la Revolución de 1789: la configuración de la sociedad según el orden burgués. Pero, además, durante el mandato napoleónico se fue configurando un nueva nobleza, la aristocracia imperial.

El sistema de gobierno durante la época imperial apenas cambió con respecto a la del consulado vitalicio, simplemente se continuó el proceso de centralización progresiva que había arrancado tras el 18 Brumario.

Napoleón no solo estableció el modelo hereditario para la sucesión al frente del Imperio, sino que el emperador también acumuló cada vez más poderes: estableció un poder ejecutivo con autoridad ilimitada; vació de contenido el legislativo, que quedó como una simple; y se aseguró el control sobre el poder judicial.

La expansión del Imperio francés

Entre 1805 y 1812, el Imperio Napoleónico estuvo en constante expansión. En las batallas de Ulm y Austerlitz las tropas francesas consiguieron derrotar a los ejércitos coaligados de Rusia y Austria, consiguiendo la retirada de los primeros y la rendición de los segundos.

Con los austríacos, se firmó la paz de Presburgo, en virtud de la cual Austria cedió Venecia al reino de Italia, Istria y Dalmacia a Francia, Tirol y Trentino a Baviera, Suabia a Württemberg. Además, el monarca austríaco perdía también el título imperial germánico.

Tras Presburgo, Napoleón reestructuró el mapa europeo, situando a su hermano José como rey de Nápoles, a su hermana Elisa como soberana de Luca y Piombio, Holanda a su hermano Luis y nombró a Murat gran duque de Berg. Además, Baviera y Württemberg pasaban a ser reinos soberanos, Hess-Darmstadt y Baden se convertían en grandes ducados, y Hannover quedaba bajo la tutela prusiana.

Por último, Napoléon creó la Confederación del Rhin. Esta no sólo se situaba bajo el protectorado francés, sino que se establecía su total independencia con respecto a los Habsburgo.

La reacción de Rusia, Prusia e Inglaterra ante estos hechos no se hizo esperar: en 1806 formaban una nueva coalición antinapoleónica. Sin embargo, Prusia fue derrotada en Auerstadt y Jena. Además, tras su entrada en Berlín, Napoleón decretó el bloqueo a los productos británicos.

Esta fue, después de Trafalgar, el arma usada por el emperador para derrotar a los ingleses: dejarles sin recursos y hundir su economía. No obstante, ante el fracaso casi total de este primer decreto, promulgaría dos más: el de Fontainebleau y el de Milán. Aún así, ante la oposición de España, Portugal, los Estados Pontificios y Rusia, este bloqueo no fue efectivo. Esta será la principal causa de que Bonaparte emprenda nuevas campañas militares.

Las campañas militares de 1807 y 1809

En 1807 Napoléon inicia una campaña militar contra Rusia. El zar Alejandro I fue derrotado en Eylau y Friedland, viéndose obligado a firmar la paz en Tilsit. En virtud de este acuerdo, Rusia aceptaba el orden europeo napoleónico -dos grandes imperios, el francés y el ruso, que mantendrían el equilibrio continental-, se unía al bloqueo, cedía sus territorios más occidentales, y recibía autorización para expandirse por sus zonas de influencia.

Ese mismo año, Bonaparte ideó un plan para la invasión de Portugal. Los ejércitos napoleónicos, con la colaboración española, invadieron el país luso. Sin embargo, tras hacerse con Portugal, los franceses trataron de dominar también España. Así, en 1808, arrancó la guerra de la Independencia, en la que las tropas francesas serían derrotadas en la batalla de Bailén.

Ante la gravedad de la situación peninsular, y el desembarco inglés en Portugal y Galicia, Napoleón acudió con la Grande Armée y derrotó a sus enemigos. Solo la amenaza austríaca en 1809 impidió que el emperador derrotara totalmente a los españoles.

En 1809 los austriacos volvieron a enfrentarse a Napoleón con el mismo resultado: una derrota en la batalla de Wagram. De esta manera, se firmó un nuevo tratado en Schönbrunn, por el que Austria perdió aún más territorios: Salzburgo, Galitzia, Carintia, Carniola, Croacia, Trieste y Fiume.

Además, con el fin de legitimar al emperador francés y entroncarlo con la prestigiosa familia imperial austríaca, se concertó el matrimonio de Napoleón con María Luisa de Habsburgo.

La caída de Napoleón I

En 1812, a causa del debilitamiento de la alianza con Rusia, Napoleón invadió el Imperio de Alejandro I. No obstante, a pesar de su victoria en Borodino (septiembre) y su entrada en Moscú, la falta de víveres y el frío le obligaron a retirarse.

Fue precisamente esa retirada, en la que murieron casi 600.000 soldados franceses, la que consumó el desastre de la campaña rusa de Napoleón.

Mientras tanto, la guerra en España se alargaba, y el gasto humano y económico de los franceses en la misma, también. La guerrilla hispana y el apoyo británico a los invadidos permitieron que poco a poco la resistencia a los ejércitos bonapartistas se fortaleciera. Finalmente, los franceses fueron expulsados casi totalmente de la Península tras ser derrotados en las batallas de Arapiles, Vitoria y San Marcial.

Los enemigos de Napoléon se coaligaron en 1813, avanzando por Alemania hasta ser derrotadas en Lützen y Bautzen. A pesar de la victoria de las armas francesas, Austria entró en la guerra del lado de la coalición. Una vez reorganizados sus ejércitos, ésta consiguió vencer a Bonaparte en Leipzig.

Finalmente, las tropas coaligadas entraron en París, donde Napoleón fue depuesto y desterrado a la isla de Elba. Además, se firmó la Paz de París, que restablecía las fronteras de 1792, y se procedió a la restauración borbónica en la persona de Luis XVIII.

El Imperio de los Cien Días

En el año 1815, aprovechando un crisis en el nuevo gobierno monárquico francés, Napoleón regresó a París y se hizo con el poder. Para luchar contra el llamado gobierno de los Cien Días, las potencias europeas volvieron a coaligarse, derrotando a Napoleón en Waterloo.

Tras estos hechos, Bonaparte fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde murió en 1821. Además, como consecuencia de estos sucesos, se firmó la segunda paz de París, de la que Francia salió muy perjudicada: perdió su poder militar, numerosos territorios fronterizos, y tuvo que pagar una fuerte indemnización a las otras potencias.

Francia bajo el consulado de Napoleón Bonaparte


A lo largo de toda la etapa revolucionaria, Francia vio ampliadas notablemente sus fronteras. De esta manera, ya antes del 18 de brumario, su expansión había alcanzado Bélgica, Renania, Saboya, Niza, Ginebra y numerosas repúblicas dependientes de reciente creación. Sin duda, este aumento de su mercado terrestre, contribuyó al desarrollo económico francés.

El principal mérito de Napoleón fue el establecimiento de una dirección única en el rumbo político francés, muy fragmentado e inestable durante los periodos anteriores de la Revolución. La consecuencia principal de esto fue, sencillamente, el logro de la estabilidad política y social de la nación, que favoreció su recuperación económica y su posterior expansión militar.

Además, hay que destacar que estas conquistas favorecieron enormemente la difusión de los principios revolucionarios por todo el continente.

En lo que se refiere a la figura de Bonaparte, es necesario señalar, en primer lugar, su genial habilidad para todo lo relativo a la guerra y la política. Además, nos encontramos ante un personaje ambicioso y con un enorme deseo de poder, que se fue acrecentando según se sucedían sus triunfos.

Por último, hay que destacar también su carácter contradictorio, que le llevó en numerosas ocasiones a variar sus planes o a tomar decisiones radicalmente opuestas en diversos campos.

La organización política del Consulado (1799-1802)

La forma de gobierno surgida tras el golpe de estado del 18 de brumario establecía un gobierno colegiado compuesto por tres cónsules y cuatro asambleas: Tribunado, Senado, Consejo de Estado y Cuerpo Legislativo. Sin embargo, de hecho, el poder recaía casi exclusivamente en la figura de Napoleón.

Desde agosto de 1800 hasta mayo de 1803, Napoleón impulsó desde París un intenso programa de reformas con el fin de erradicar la anarquía del suelo francés. Con este propósito, el 15 de diciembre de 1800 se aprobó la Constitución del año VIII, que, aunque recogía los principios esenciales de la Revolución, ponía fin a la República democrática.

Desde ese momento, todo dependía del primer cónsul; se mantenía la separación de poderes, pero los tres eran fácilmente manipulables por el mismo individuo.

La obra legislativa de época napoleónica arrancó en el año 1800 con la redacción del Código Civil, que fue renovado con las ampliaciones de 1804 y 1807. También destacan, ya de época imperial, el Código de Comercio (1806), el Derecho Procesal (1807), la Instrucción Criminal (1808) y el Código Penal (1810).

Napoleón logró mantener el orden interno y consolidó su autoridad mediante una eficaz policía secreta, y a través de una política centralizadora y restrictiva, que dejaba escasas competencias a las autoridades de los distintos departamentos. Esta centralización también afectó a la educación, campo en el que planificó y reguló un sistema bastante avanzado para la época, dentro del cual distinguió tres grandes bloques: educación primaria, secundaria y universitaria.

En lo referente a la política económica, hay que destacar que, aunque fiel a la doctrina liberal, el gobierno bonapartista se caracterizó por poseer un carácter proteccionista muy marcado. En líneas generales lo que buscaba Napoleón era sacar a la nación de la bancarrota en que llevaba sumida desde tiempos de Luis XVI.

Con este fin, fomentó el desarrollo agrícola, el progreso de la industria, y mejoró el comercio interior mediante una eficaz red viaria. También se perfeccionaron los métodos de contabilidad y de la recaudación de impuestos; y para organizar las finanzas se fundaron el Banco de Francia, el Tribunal de Cuentas y el de Casación.

La política exterior del Primer Cónsul

La política exterior francesa de finales de 1799 giró en torno a las propuestas de paz hechas por Napoleón a Gran Bretaña y Austria. Sin embargo, ante la negativa por parte de ambas potencias de negociar la paz, los franceses no tuvieron más remedio que continuar la guerra.

El primer objetivo de la política militar napoleónica fue Austria. Para derrotarla, Bonaparte abrió dos grandes frentes, uno en Alemania y otro en Italia. Finalmente, las victorias francesas de Marengo y Hohenlinden obligaron a los Habsburgo a pedir la paz, que se firmó en febrero de 1801 en Luneville.

Este tratado franco-austríaco consolidó las conquistas francesas en el Continente, siendo reconocidas por Austria, y fortaleció el dominio napoleónico sobre Italia.

Con Gran Bretaña, sumida en dos grandes crisis, una de carácter político y la otra de tipo económico, se firmó la paz de Amiens (marzo 1802). En virtud de este acuerdo, Francia se comprometía a devolver Egipto a Turquía y, mientras que los británicos reconocían las conquistas francesas en el Continente.

El Consulado vitalicio (1802-1804)

El imparable crecimiento de la popularidad del Primer Cónsul, fruto de los éxitos cosechados -restablecimiento del orden interno, reorganización del Estado, paz religiosa y exterior-, propicio que en 1802 fuera proclamado por el Senado cónsul vitalicio.

Los primeros momentos del nuevo consulado se caracterizaron por su continuidad con respecto a la etapa anterior. Sin embargo, en ese mismo año, se promulgó la Constitución del año X, que reforzó la centralización del poder en la figura de Napoleón.

Es decir, se redujo la influencia del Cuerpo Legislativo y Tribunado, y se otorgaron poderes dictatoriales al cónsul, que vio ampliadas sus facultades.

La política exterior de esta etapa viene marcada por su tendencia expansionista (Luisiana, Piamonte, Elba, Piombino, Parma, Holanda) e intervencionista (Alemania, Suiza). Esto hizo que entre las demás potencias cundiera la alarma, especialmente en Austria.

La reacción británica fue tal vez la más tajante: rompieron la paz de Amiens en mayo de 1803, enfrentándose así abiertamente a Napoleón. Este, a modo de respuesta, vendió la Luisiana a los EE.UU con el fin de financiar la invasión de las islas británicas. Sin embargo, los problemas en el continente y la derrota naval de Trafalgar impidieron que este proyecto se llevara a término.

La independencia de Iberoamérica

El inmediato antecedente de la independencia de Iberoamérica fue, sin lugar a dudas, la rebelión de las Trece Colonias de Norteamérica. El ejemplo de sus vecinos septentrionales, y el propio descontento de la burguesía criolla iberoamericana ejercieron un impulso decisivo sobre el proceso secesionista.

Otra de las causas de la independencia de estos territorios fue el apoyo exterior del que gozaron los sublevados; especialmente británico y norteamericano.

Sin embargo, el factor desencadenante fue la invasión napoleónica de la península Ibérica y la caída de las instituciones monárquicas de la España ocupada, que sin duda dio mayor autonomía a unas colonias deseosas de lograr la independencia.

La emancipación del Cono Sur

Río de la Plata era, por su prosperidad mercantil e industrial, la mejor dispuesta, de entre las colonias españolas, para alcanzar la independencia. De esta manera, gracias a la forja de un hondo sentimiento nacional, y al descontento por la dependencia comercial con respecto a la metrópoli, prendió con facilidad el fuego de la sublevación.

En 1810 se constituyó la Junta Patriótica de Buenos Aires, que, tras destituir al virrey, declaró la independencia de Río de la Plata.

Posteriormente, el movimiento independentista se fue, poco a poco consolidando ante el fracaso de las fuerzas de la reacción fernandina. Finalmente, las victorias militares de San Martín culminaron un proceso que pronto se extendió a Chile.

La Gran Colombia, el sueño de Bolívar

Mientras todo eso sucedía en la actual Argentina, más al norte –en Venezuela- se desarrolló un movimiento que presenta ciertos paralelismo con el anterior. Así, también en 1810, la Junta de Caracas inició el proceso de independencia.

Sin embargo, al tiempo que dentro de la Junta iba destacando la figura de Simón Bolívar, los rebeldes fueron derrotados por la contraofensiva realista (1814), que echó por tierra los planes de independencia.

Fue precisamente en el exilio cuando Bolivar concibió su proyecto de una América unida e independiente. Así pues, a la menor oportunidad, los independentistas criollos volvieron a la carga, logrando una serie de victorias consecutivas sobre los ejércitos españoles, que a la postre les valió el control sobre Venezuela y Colombia. Por fin, Bolivar podía comenzar a construir su ansiada “Gran Colombia”.

Perú, la caída de la fortaleza española

Perú era el gran bastión de los españoles en América: el lugar desde el cual se habían sofocado todas las rebeliones hasta ese momento. Sin embargo, tras los triunfos de Bolivar al norte, y de San Martín al sur, el virreinato se encontraba en una posición comprometida: entre dos frentes.

Así, atacados por los dos frentes, y perjudicados también por la inestabilidad de la metrópoli, que vivía en plena efervescencia del Trienio Liberal, Perú fue atacado.

Por el norte llegaron los ejércitos de Bolivar, y por el sur los de San Martín, que, tras entrevistarse en Guayaquil, vencieron a los españoles en Ayacucho (1824).

La peculiar independencia de Nueva España

La peculiaridad de la independencia de Nueva España fue que, en un principio, no la protagonizó la oligarquía criolla, sino por las clases bajas indígenas. De hecho, la burguesía, por miedo a la revolución, se unió a la metrópoli en su empeño por someter a los sublevados.

No obstante, tras el triunfo del Trienio Liberal en la Península, esa misma oligarquía favorable hasta entonces a la metrópoli, desarrollo un intenso movimiento subversivo antiliberal, y, en consecuencia, antiespañol.

Encabezados por Agustín de Iturbide, y bajo los tres puntos del Plan de Iguala – defensa de la religión católica, independencia de Nueva España, y unión de los habitantes del virreinado, tanto peninsulares como criollos-, los rebeldes lograron su independencia en apenas seis meses (1822).

A este fenómeno secesionista se unió posteriormente el de los territorios centroamericanos -denominados también como Provincias Unidas de América Central- que se mantuvieron unidos a Colombia hasta 1905.

La independencia de las colonias portuguesas

El proceso independentista de Brasil presenta todavía más peculiaridades que el estudiado anteriormente. En primer lugar porque varía la metrópoli –Portugal-, y en segundo término porque, a finales del siglo XVIII, a causa del control comercial por parte de portugueses e ingleses (Tratado de Mathuen, 1703), apenas existía oligarquía autóctona. En definitiva, podemos afirmar que los protagonistas de la secesión fueron los portugueses residentes en la colonia.

Los sucesos arrancaron con la huida de Juan VI, rey de Portugal, a Brasil durante la invasión napoleónica de la península Ibérica. En esa etapa, los dominios portugueses se gobernaron desde la colonia, que gracias a esto experimentó importante desarrollo económico, político y de las mentalidades.

Finalmente, tras el fin de la ocupación francesa y la vuelta del rey portugués a la metrópoli, Brasil se niega a volver a ser tratada como colonia. De esta manera, ante las pretensiones portuguesas, nombraron rey a Pedro I, hijo de Juan VI, y declararon su independencia.

Reflexiones sobre el #15M y los movimientos sociales del siglo XXI


Como consecuencia de las protestas de la primavera de 2011, he escrito esta serie de artículos que, desde una perspectiva analítica, tratan de arrojar algo de luz sobre la importancia de estos nuevos movimientos.

#15M. Los movimientos sociales del siglo XXI
#15M. El ocaso de la Indignación
De Sol a sol. Los siete pecados capitales de la Indignación
#15M. La hora de la moderación
Sobre el #15M y las redes sociales
#15M. La historia de la acampada de Sol
#15M. De Twitter a la calle
#15M ¿Cómo funcionan los movimientos sociales del siglo XXI
#15M. DemocraciaRealYa vs Movimientos Sociales del Siglo XXI
#15M. Breve historia de una protesta novedosa
#15M. Entre el consenso de mínimos y el maximalismo
#15M ¿A la revolución por el agotamiento?#15M 
#15M. La financiación de la JMJ
#JMJ. Un movimiento social del siglo XXI alternativo

#15M. Una protesta coordinada a través de Twitter


Los acontecimientos de la primavera de 2011 han terminado por consagrar el papel de las redes sociales como un elemento esencial en la sociedad del siglo XXI.

Hasta el momento conocíamos su valor como entretenimiento y base de gran cantidad de relaciones interpersonales. También sabíamos de su capacidad para generar dinero a través de la publicidad y el consumo.

Sin embargo, los sucesos del norte de África y el 15M español han acabado por abrir a estos instrumentos de Internet las puertas de la acción política. En el primero de estos casos fue Facebook el ámbito escogido para organizar la protesta, mientras que en los acontecimientos españoles el protagonismo correspondió, sin lugar a dudas, a Twitter.

El antecedente egipcio

La primera revolución organizada y coordinada a través de una red social fue la llevada a cabo por los jóvenes egipcios a finales del mes de enero.

Un ejecutivo de Google, Wael Ghonim logró organizar a través de Facebook un movimiento que acabó por derrocar al hasta entonces estable régimen de Hosni Mubarak.

Por tanto, aunque la primera de las revoluciones norteafricanas de 2011 fue la tunecina, Egipto fue el que sentó las bases del modus operandi común a todos los movimientos posteriores. Desde Wael Ghonim las redes sociales pasaron a convertirse en canalizadores de la protesta y plataformas de coordinación y asociación.

Twitter como la red del 15M

Los responsables del 15M tomaron buena nota de la experiencia egipcia, pero eligieron una red distinta a Facebook como plataforma para reivindicar cambios políticos. Twitter aparecía a los ojos de #democraciarealya, #juventudsinfuturo, #nolesvotes y #spanishrevolution como un instrumento mucho más eficaz para alcanzar sus objetivos.

Wael Ghonim había demostrado que la distancia entre el mundo virtual y el real era mínima: se podía organizar una revolución a través de internet. El 15M español, por su parte, logró que ambos caminaran por la misma senda: la revolución y la red eran uno, de tal modo que lo que acontecía en un lado del espejo tenía su consecuencia en el otro.

Twitter, con sus hashtags y trending topics, reflejó la realidad de la calle durante dos semanas, después ambos siguieron su camino.

La red continuó siendo una plataforma para organizar la protesta; sin embargo, la calle había tomado dos direcciones distintas entre sí y al margen de Internet. Buena parte de los que habían acogido el 15M con entusiasmo comenzaron a caer en la apatía; para ellos la protesta no fue más que una ilusión pasajera. Otros, los más apasionados de las ideas revolucionarias, prefirieron usar los métodos tradicionales de protesta, dejando de lado las facilidades que las nuevas tecnologías ofrecen en el ámbito de la comunicación.

Realidad virtual en la calle

Al margen del resultado de las protestas de primavera, lo que queda demostrado es que las opiniones que se vierten en la red pueden llegar fácilmente a convertirse en realidades de la calle.

Aquellos que ponían en duda la importancia de las redes sociales, los que las denominaban “realidades paralelas”, han tenido que rectificar y reconocer que, al menos, estas son una prolongación de la vida de las personas.

Tanto la experiencia egipcia con Facebook como la española con Twitter, han puesto de manifiesto que las críticas a la situación política, social o económica pueden encontrar en la red un importante aliado para su difusión. A partir de ahí, mediante la utilización de las nuevas tecnologías en una sociedad con un alto grado de comunicación, se puede llevar ese malestar a la calle.

En definitiva, los sucesos de esta primavera abren las puertas a un nuevo tipo de organización y protesta social: los llamados movimientos sociales del siglo XXI (#XXI). Estos, a través de las redes sociales y con los jóvenes como principales protagonistas, han demostrado ser la mejor manera de canalizar el descontento social.

Túnez después de Ben Alí

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la «Primavera Árabe» en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


La huida de Ben Alí y la formación, el 17 de enero, de un nuevo ejecutivo no marcaron el final de la Revolución de los Jazmines.

Apenas veinticuatro horas bastaron para que el pueblo tunecino retirara su confianza al gobierno de transición. En la base del rebrote de la protesta estaba la presencia en el ejecutivo de personalidades que habían ostentado cargos de alta responsabilidad durante el régimen –doce en el gabinete sobre un total de veinte miembros-, en especial el primer ministro Mohamed Ghanuchi, hombre de confianza del ex presidente.

De esta manera, convencidos de que se encontraban ante un gobierno continuista, los tunecinos volvieron a salir a la calle el día 18 de enero. Argumentaban que no habían hecho la revolución para terminar simplemente con Ben Alí, sino con el régimen en su conjunto.

Miles de personas llenaron la medina del centro de Túnez, sede de los principales edificios gubernamentales, para mostrar su rechazo al ejecutivo dirigido por Mohamed Ghanuchi. Ante la ventana de la oficina del primer ministro, en la plaza del Palacio de Gobierno, se formó, en pocas horas, un extenso campamento.

La capital de esta república Mediterránea inauguraba, por tanto, ese mecanismo de protesta, que más tarde se haría famoso en España y los EE.UU.

La mayor parte de los miembros de esa improvisada acampada eran habitantes del interior del país, de regiones como Gafsa, Kaserín, Gabes o Sidi Bouzid, ciudad natal de Mohamed Bouazizi. Personas, al fin y al cabo, que se habían trasladado a la capital para unirse a la protesta y que, a falta de un lugar donde hospedarse, habían echado mano de sus propias tiendas.

Los manifestantes se comprometieron a no marcharse de la plaza hasta que todos los colaboradores del régimen de Ben Alí abandonaran el gobierno. Sin embargo, ese mismo día, las fuerzas de seguridad consiguieron dispersar a los ciudadanos, obligándoles a levantar la acampada. La violencia policial, esta vez sin víctimas mortales, volvió ha hacer acto de presencia. En protesta contra estos actos, cuatro miembros del ejecutivo, todos ellos miembros de la oposición, presentaron su dimisión a Mohamed Ghanuchi.

La jornada del 18 de enero, con su gran manifestación, la actuación policial y la dimisión de cuatro ministros, había dejado herido de muerte al gobierno de transición.

Quizás por esa razón, el ejecutivo decidió tomar una serie de medidas para congraciarse con el pueblo. En primer lugar, declaró su intención de legalizar todos los partidos políticos salvo el islamista Ennahdha, al tiempo que se anunciaba la liberación de los presos políticos. En segundo término, con el fin de distanciarse lo máximo posible del huido presidente, las autoridades pidieron a Arabia Saudí su extradición. La diplomacia tunecina basaba sus exigencias en los crímenes cometidos por Ben Alí durante la revuelta de los días anteriores.

En concreto, se le acusaba de participar en varios delitos graves como “incitación al asesinato o fomento de la discordia entre los ciudadanos del país”. Además, a estos cargos había que añadir aquellos anteriores a la Revolución de los Jazmines: especulación ilegal, blanqueo de dinero, corrupción a gran escala… El documento de la embajada tunecina terminaba pidiendo a los saudíes información sobre el estado de salud de Ben Alí, puesto que, sobre la cuestión, circulaban rumores contradictorios, e incluso se hablaba de la posible muerte del dictador.

No obstante, las medidas tomadas por el gobierno de Ghanuchi no fueron suficientes para calmar al pueblo. En los días que siguieron al desalojo del 18 de enero, los manifestantes volvieron a ocupar la plaza, llenándola nuevamente con sus tiendas de campaña. Además, a partir del día 22, cientos de agentes de policía comenzaron a simpatizar con la protesta, hasta el punto de unirse a ella.

Finalmente, la llegada a la plaza de un gran grupo de universitarios y jóvenes de la capital, elevó el número de acampados a los tres mil en la tarde del jueves 24.

Con el fin de aprovechar la masa humana que se concentraba frente al Palacio de Gobierno, y percibiendo a su vez la fragilidad del ejecutivo, la oposición convocó para el viernes 25 de enero una nueva manifestación masiva por las calles del centro de la capital. Lo que comenzó siendo una marcha pacífica en pro de la dimisión de Ghanuchi, fue degenerando hasta terminar en una batalla campal entre un grupo de radicales y la policía.

El enfrentamiento tuvo su origen en la avenida Burguiba, donde los agentes de seguridad cortaron el paso a los manifestantes que se disponían a asaltar la sede del Ministerio del Interior. En respuesta a la acción policial, estos comenzaron a lanzarles piedras, al tiempo que prendían fuego al mobiliario urbano. En ese momento se produjo la carga policial, que dejó a su paso tres muertos. Escenas similares se vivieron en los aledaños del Parlamento, cuyo asalto fue también detenido por las fuerzas de seguridad.

La primera reacción del gobierno ante los acontecimientos de la jornada de protesta fue pedir calma a la población, al tiempo que apelaba a su responsabilidad, vital para llevar a buen puerto el proceso de transición. Pero, a pesar de esas recomendaciones, los disturbios continuaron a lo largo del 26 de enero, con un saldo de tres muerto y ochenta y cinco heridos.

Al día siguiente, con la situación totalmente fuera de control, el primer ministro Mohamed Ghanuchi presentaba su dimisión ante el presidente Fouad Mebaza. Desaparecía así de la escena política el sucesor de Ben Alí, un hombre que, a causa de su pasado ligado al régimen, no había podido llevar a buen puerto el cambio político en su país.

El elegido para sucederle fue Beji Caid-Essebsi, un veterano político de ochenta y cuatro años que, durante la etapa de Habib Burguiba, había desempeñado cargos ministeriales.

Tras el relevo gubernamental, las aguas volvieron a su cauce. Las manifestaciones cesaron, al tiempo que la acampada frente al Palacio de Gobierno fue perdiendo integrantes poco a poco hasta desaparecer a comienzos del mes de marzo. A todo esto contribuyó, sin lugar a dudas, la mejora de las relaciones entre el ejecutivo y las fuerzas de oposición agrupadas en el Alto Consejo para la Protección de la Revolución.

También influyó la dimisión de los ministros Aziz Chlabi y Mohamed Nuri Yuini. Estos, titulares de los departamentos de Industria y Cooperación Internacional respectivamente, pertenecían al partido Reagrupación Constitucional Democrática (RCD), vinculado al régimen de Ben Alí.

Otro símbolo del cambio político fue la legalización, tras veintitrés años en la clandestinidad, del partido islamista Ennahdha. El 1 de marzo, a las pocas horas de confirmarse la noticia, su líder, Rachid Ghanuchi, manifestaba su voluntad de aceptar y respetar las reglas del juego democrático, al tiempo que anunciaba su deseo de convocar un congreso nacional del partido.

El 3 de marzo, en un discurso televisado a la nación, Fouad Mebaza anunciaba que las elecciones a la Asamblea Constitucional se celebrarían el 24 de julio.

El presidente confirmó que el gobierno de transición se mantendría en el poder hasta que los nuevos representantes del pueblo estuvieran en situación de designar un nuevo ejecutivo. A su vez, Mebaza informó a los ciudadanos sobre la elaboración de una normativa electoral, cuya aprobación estaba prevista para finales de marzo. Terminaba su intervención asegurando que la gran misión del gobierno interino, así como de la asamblea elegida por el pueblo en julio era “consagrar las aspiraciones del pueblo tunecino y su revolución”.

Cuatro días después de este importante discurso, se legalizaban nueve partidos políticos, entre ellos Congreso para la República (CPR) del médico, escritor y opositor a Ben Alí, Moncef Marzouki. De igual modo, el 18 de marzo, el Partido Comunista de los Obreros de Túnez (PCOT) abandonaba la clandestinidad.

A comienzos de junio, el ejecutivo tunecino decidió retrasar las elecciones legislativas hasta el 23 de octubre. En una comparecencia pública, Beji Caid-Essebsi explicó detenidamente las razones por las que creían preferible convocar los comicios en otoño en lugar del 24 de julio.

A lo largo de su discurso, el octogenario primer ministro, puntualizó que la decisión se había tomado teniendo en cuenta la opinión de la Comisión Electoral. Este organismo era partidario de dar más tiempo a los partidos políticos para organizar sus estructuras y confeccionar las listas de candidatos. A su vez, Beji Caid-Essebi dejó entrever que la situación del país aún era demasiado tensa como para enfrentarse a una consulta popular.

El cambio de la fecha fue acogido con cierto malestar en el seno de las fuerzas opositoras. Sin embargo, la inmensa mayoría de los partidos políticos no dudó en reconocer que ese plus de tiempo otorgado por la Comisión Electoral les permitiría llegar mejor organizados a los comicios. De esta manera, salvo incidentes aislados protagonizados por simpatizantes del Tahrir, grupo político fundamentalista de carácter salafista, la noticia no provocó ningún tipo de reacción popular.

Además, los actos de protesta de ese grupo islamista, declarado ilegal por el gobierno de transición, eran más un intento de presión para estar presente en las urnas que una expresión de malestar por el cambio de fecha. Los incidentes de comienzos de junio, así como otros previos a la cita electoral, no influyeron en la decisión del ejecutivo: se mantuvo el carácter ilegal del partido Tahrir basándose en su rechazo a la democracia, así como en su intención de imponer el Sharia de forma integral.

Las pocas esperanzas del movimiento salafista se desvanecieron cuando, el 12 de septiembre, la Instancia Superior Independiente para las Elecciones publicó el registro de las listas autorizadas a participar en los comicios. Las candidaturas del partido Tahrir no se encontraban presentes entre las 11.618 admitidas. La comisión organizadora había seleccionado 1517 listas -148 del extranjero-, de las cuales 828 pertenecían a partidos políticos, 34 a coaliciones, y 655 a independientes.

Además, una cuarta parte de los candidatos no superaban los treinta años, mientras que únicamente un 7% de las listas estaban encabezadas por mujeres.

En los días previos a la cita electoral del 23 de octubre, comenzaron a circular un gran número de encuestas. La mayoría de ellas daba como vencedor, con un 30% de los votos, al partido islamista Ennahdha. Desde ese momento, algunos de sus rivales -Partido Democrático y Progresista (PDP) y el Foro Democrático para el Trabajo y las Libertades (FDLL)- comenzaron a explotar el argumento del miedo al establecimiento de un régimen fundamentalista en el país.

Sin embargo, el alto número de simpatizantes con los que contaba este grupo, así como el discurso moderado de su líder Rachid Ghanuchi, contrarrestaron con bastante eficacia el discurso de los demás partidos. A lo largo de la campaña, el Ennahdha trató de mostrarse como un partido respetuoso con la democracia y partidario de la línea política del islamismo moderado. Es decir, manifestaron su deseo de seguir los pasos del AKP turco de Recep Tayyip Erdogan.

Además, Rachib Ghanuchi no olvidó cuidar su imagen en el exterior, tal como se reflejó en la entrevista que concedió a The Guardian la semana previa a las elecciones. En ella, anunció su intención de estrechar las relaciones con la Unión Europea, al tiempo que apostaba por la vía democrática “dentro de la tendencia general del Islam político moderado”, con Turquía como modelo.

El Ennahdha también tuvo que hacer frente a las declaraciones de los grupos feministas, temerosos de que, con su victoria, el país retrocediera en el campo de la igualdad.

El líder del partido salió al paso de esas acusaciones en numerosas intervenciones y entrevistas, entre ellas la citada para The Guardian: «Nuestro manifiesto subraya nuestra defensa de los derechos de la mujer y el respaldo al sistema de participación que fija la igualdad de hombres y mujeres.

Las mujeres juegan un papel importante a todos los niveles de nuestro partido, como cabría esperarse de cualquier formación democrática». Las palabras de Ghanuchi estaban, además, respaldadas por los hechos. Un alto porcentaje de los candidatos de su partido eran mujeres, y la mayoría de ellas no usaba de manera habitual el velo.

El domingo 23 de octubre, los ciudadanos tunecinos acudieron a las urnas para elegir a los parlamentarios que iban a formar parte de la Asamblea Constituyente.

Además, tal como quedaba reflejado en la convocatoria electoral, si estos lo creían conveniente, estarían autorizados para nombrar un nuevo gobierno, así como un presidente de la república. El sistema electoral, diseñado por la Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, de la Reforma Política y de la Transición Democrática, contemplaba un modelo representativo proporcional mayoritario, a una vuelta y con listas cerradas.

A su vez, el país quedaba dividido en treinta y tres circunscripciones diferentes. Estas, en función de su población, se repartían ciento noventa y nueve de los doscientos diecisiete asientos parlamentarios, quedando los restantes dieciocho reservados para el voto emigrante. Yadh Ben Achour, director del citado organismo, aseguraba que, de este modo, se buscaba establecer “un panorama lo más representativo posible”, al tiempo que se evitaba la presencia de un partido hegemónico. Así, las distintas fuerzas políticas estaban obligadas a llegar a acuerdos, construyendo una Constitución basada en el consenso.

Si bien en la mañana del día 24 ya circulaban numerosos rumores, los resultados no fueron publicados por la Instancia Superior Independiente para las Elecciones hizo hasta el día 28 de octubre. El recuento final arrojó una participación del 86% -4.308.888 votos emitidos-, con un 3,6% de votos nulos y un 2,3% en blanco. El sistema electoral utilizado configuró un parlamento con doce fuerzas parlamentarias, de las cuales ninguna llegaba a la mayoría absoluta. En lo que se refiere a distribución de escaños por género, las mujeres alcanzaron un 27% frente al 73% de los varones. Porcentajes, por otro lado, muy similares al de los candidatos de cada sexo.

El triunfo fue para los islamistas del Ennahda, con el 37% de los votos. El partido de Rachib Ghanuchi obtuvo así 89 escaños, 42 de ellos ocupados por mujeres. El Partido Congreso para la República, liderado por Moncef Marzouki, se convirtió en la segunda fuerza política, con el 8,7% y un total de 29 representantes.

El 6,9% y tres parlamentarios menos obtuvo el grupo Al Aridha, y veinte, con un 7% de los sufragios, Ettakatol (Forum Democrático para el Trabajo y las Libertades). El Partido Democrático Progresista (PDP) obtuvo un 4% de los votos y 16 escaños, mientras que Polo Democrático Modernista (PDM) y Al Moubadara consiguieron 5 representantes cada uno, con un 2,8% el primero y un 3,2% el segundo. Por debajo del 2% se situaron Afek Tounis, con 4, Alternativa Revolucionaria, con 3 escaños, así como el Movimiento de los Socialdemócratas y Echaab, con 2 cada uno. A su vez, 16 independientes alcanzaron también representación parlamentaria.

La comparecencia pública del líder de Ennahda se produjo a las pocas horas de conocerse los resultados. Ghanuchi volvió a tranquilizar a la población y a las fuerzas políticas laicas, dando a entender de forma clara que su partido respetaría las conquistas democráticas de los tunecinos, así como el papel de la mujer y los derechos humanos: “La democracia es para todo el mundo, nuestros corazones están abiertos a todo el mundo y pedimos a nuestros hermanos, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas, que participen en la redacción de la Constitución y en la instauración de un régimen democrático (…) Ennahda no va a cambiar el modo de vida. Dejará el asunto en manos de las mujeres tunecinas. Habrá mujeres en el nuevo Gobierno que lleven o no lleven velo”.

A su vez, el líder islamista aprovechó para lanzar varios mensajes al exterior: “Ennahda se compromete (…) a respetar todos los compromisos de Túnez (…) La revolución no ha destruido al Estado, solo destruyó al régimen (…) Estamos abiertos a las inversiones de todas partes y nos comprometamos a respetar los intereses de los inversores”.

Hamadi Jebali, número dos de Ennahda, fue la persona designada por Rachib Ghanuchi para formar un nuevo gobierno. La negociación con los restantes partidos políticos no se cerró hasta finales de diciembre. De ella salió un ejecutivo de coalición con cuarenta y dos miembros, dieciocho de ellos islamistas. A su vez, Jebali fue nombrado primer ministro.

Previamente, con el apoyo de Ennahda, Congreso para la República y Ettakatol, el parlamento había aprobado una Constitución provisional que debía regir el país durante un año. Es decir, hasta la redacción de un texto definitivo. Sus veintiséis artículos, además de distribuir los poderes entre las distintas instituciones de la república, establecían el proceso para designar al presidente y al primer ministro.

A partir de lo establecido por el texto constitucional, los parlamentarios eligieron presidente de Túnez al líder del Congreso para la República. Moncef Marzouki, médico de profesión, comenzó su labor como opositor en la etapa de Habib Burguiba, poco tiempo después de licenciarse en la Universidad de Estrasburgo.

En 1980 se unió a la Liga Tunecina de Derecho Humanos, cuestión sobre la que publicó más de diez obras en francés y árabe. A sus sesenta y seis años, este polifacético personaje fue elegido presidente de su país con el apoyo de 153 parlamentarios, 3 votos en contra, 44 en blanco y 2 abstenciones.

De esta forma, con la designación de Marzouki y, posteriormente, con la formación del ejecutivo de Jebali, se iniciaba en Túnez una nueva etapa. El gobierno de transición, así como el presidente Mebaza, dejaban paso a los nuevos cargos electos, encargados de llevar a buen puerto el último reto de la Revolución de los Jazmines: la redacción de la Constitución.

Democratización y modernización en España

De todo lo anterior no cabe concluir que el estudio del cambio de régimen en España pueda prescindir del análisis de las transformaciones económicas, sociales y culturales acaecidas en los años sesenta y setenta, sino más bien que estas permitieron e incluso facilitaron –pero no determinaron- una salida democrática a la dictadura, en la cual desempeñaron un papel igualmente decisivo otros factores, de naturaleza esencialmente política, que también merecerán nuestra atención.

Charles Powell, España en democracia, 1975-2000, p. 21.

La verdadera reforma política V

De cara a las elecciones generales, el Gobierno tiene tres alternativas con respecto al PCE: legalizarlo, lo que provocaría las iras de gran parte del Ejército y de todas las fuerzas del Régimen anterior; dejarlo extramuros del nuevo sistema, lo que restaría legitimidad democrática, pues su reconocimiento legal se daba en casi todos los países europeos; o establecer una situación transitoria, de reconocimiento de facto, demorando la solución a su legalidad y permitiendo su presentación en listas electorales, como independientes. Esta última era la situación real en la que se encontraban los comunistas a principios del 77, tras las detenciones y la puesta en libertad, primero de López Raimundo en Barcelona y luego de Carrillo en Madrid, y era la que gustaba a mucha gente, menos a los comunistas, por supuesto. Yo sondeé esta alternativa con los líderes comunistas del PSUC catalán, López Raimundo y Gutiérrez Díaz, en una entrevista secreta en Barcelona, celebrada a mediados de febrero, y éstos rechazaron tajantemente la posibilidad de presentarse como independientes, pedían su legalización y ofrecían cooperar con un conjunto de medidas, que permitieran el saneamiento de la economía. Su respuesta se explica con más detalle en el capítulo 5.

Pocas semanas después, el 27 de febrero, el presidente del Gobierno se reunía secretamente, y por primera vez, con Santiago Carrillo, en un chalet en las afueras de Madrid propiedad de José Mario Armero, quien asistió a la entrevista. Suárez celebre este arriesgado encuentro, con la oposición de Fernández-Miranda, con serias reticencias de Alfonso Osorio y con el conocimiento y apoyo del Rey. Armero asegura que en aquella reunión no se pactó nada, aunque se habló de todos los puntos calientes. Quienes hemos escuchado a Suárez hablar de este encuentro llegamos a la conclusión de que el presidente salió convencido de que el PCE y Carrillo apoyarían tres puntos capitales: La Monarquía, la bandera roja y gualda, y la unidad de España, y a su vez reforzó su convencimiento de que el PCE debería ser legalizado antes de las elecciones, aunque Suárez no garantizó -porque no podía hacerlo- ni la fecha ni la forma en que esto se llevaría a cabo.

Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 167-168.

La apertura de las libertades III

La primera batalla política de la Transición se da en la calle y en las fábricas. Es un pulso a las estructuras del gobierno y de seguridad del Estado, lanzado por la oposición y dirigido por el Partido Comunista y por Comisiones Obreras, con una importante aportación de las organizaciones de extrema izquierda. La participación en esta lucha del PSOE y de la UGT no es significativa, por la escasa fuerza que tienen en ese momento el partido y el sindicato socialista.

Ya dos meses antes de la muerte de Franco, Santiago Carrillo, en una entrevista con Oriana Fallaci, afirmaba que el Régimen caería derribado por una huelga nacional, «una huelga que paralizará de improviso al país entero, de la fábrica a la universidad, del comercio a las comunicaciones. Una huelga que bloquee todo el mecanismo del Estado y contra la que el Régimen no podrá hacer nada. Todo deberá suceder en ese momento; todo. Y lo que estamos haciendo es crear las condiciones para ese momento».

La conflictividad laboral en España había ido creciendo desde 1970. Y ello, en función de la mayor presencia y penetración de Comisiones Obreras en las empresas y en la estructura de la organización del sindicato oficial, lo que conllevaba una mayor conciencia de clase y una más agresiva actitud reivindicativa. Prueba de ello es que, según los datos oficiales en 1971, hubo 616 conflictos colectivos, con un total de siete millones de horas perdidas, cifra que se duplicaba en 1975, con 3159 conflictos.

Pero la tensión laboral, que disminuyó en el segundo semestre del 75, pues todos -gobierno, oposición, sindicatos ilegales- enmudecieron ante la larga enfermedad y agonía de Franco, se disparó con el primer gobierno de la Monarquía, desde principios de 1976.

Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 80-81.

Los últimos tiempos de Franco VII

Finalmente, hay que resaltar la evolución de las fuerzas políticas de Cataluña en el ámbito de la oposición. En la primavera del 75, se organizaron unas sonadas conferencias, «Las terceras vías a Europa», en las que intervinieron líderes de los que poco después serían lo principales partidos de la oposición: Cañellas, democristiano; Trías Fargas, liberal; Pujol, nacionalista; Pallach, socialdemócrata; Reventós, socialista; y Solé Barberá, comunista. Este ciclo prefiguró lo que, meses depués, muerto Franco, se constituiría como Consell de Forces Polítiques de Catalunya.

Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p.  53.