Francia bajo el consulado de Napoleón Bonaparte


A lo largo de toda la etapa revolucionaria, Francia vio ampliadas notablemente sus fronteras. De esta manera, ya antes del 18 de brumario, su expansión había alcanzado Bélgica, Renania, Saboya, Niza, Ginebra y numerosas repúblicas dependientes de reciente creación. Sin duda, este aumento de su mercado terrestre, contribuyó al desarrollo económico francés.

El principal mérito de Napoleón fue el establecimiento de una dirección única en el rumbo político francés, muy fragmentado e inestable durante los periodos anteriores de la Revolución. La consecuencia principal de esto fue, sencillamente, el logro de la estabilidad política y social de la nación, que favoreció su recuperación económica y su posterior expansión militar.

Además, hay que destacar que estas conquistas favorecieron enormemente la difusión de los principios revolucionarios por todo el continente.

En lo que se refiere a la figura de Bonaparte, es necesario señalar, en primer lugar, su genial habilidad para todo lo relativo a la guerra y la política. Además, nos encontramos ante un personaje ambicioso y con un enorme deseo de poder, que se fue acrecentando según se sucedían sus triunfos.

Por último, hay que destacar también su carácter contradictorio, que le llevó en numerosas ocasiones a variar sus planes o a tomar decisiones radicalmente opuestas en diversos campos.

La organización política del Consulado (1799-1802)

La forma de gobierno surgida tras el golpe de estado del 18 de brumario establecía un gobierno colegiado compuesto por tres cónsules y cuatro asambleas: Tribunado, Senado, Consejo de Estado y Cuerpo Legislativo. Sin embargo, de hecho, el poder recaía casi exclusivamente en la figura de Napoleón.

Desde agosto de 1800 hasta mayo de 1803, Napoleón impulsó desde París un intenso programa de reformas con el fin de erradicar la anarquía del suelo francés. Con este propósito, el 15 de diciembre de 1800 se aprobó la Constitución del año VIII, que, aunque recogía los principios esenciales de la Revolución, ponía fin a la República democrática.

Desde ese momento, todo dependía del primer cónsul; se mantenía la separación de poderes, pero los tres eran fácilmente manipulables por el mismo individuo.

La obra legislativa de época napoleónica arrancó en el año 1800 con la redacción del Código Civil, que fue renovado con las ampliaciones de 1804 y 1807. También destacan, ya de época imperial, el Código de Comercio (1806), el Derecho Procesal (1807), la Instrucción Criminal (1808) y el Código Penal (1810).

Napoleón logró mantener el orden interno y consolidó su autoridad mediante una eficaz policía secreta, y a través de una política centralizadora y restrictiva, que dejaba escasas competencias a las autoridades de los distintos departamentos. Esta centralización también afectó a la educación, campo en el que planificó y reguló un sistema bastante avanzado para la época, dentro del cual distinguió tres grandes bloques: educación primaria, secundaria y universitaria.

En lo referente a la política económica, hay que destacar que, aunque fiel a la doctrina liberal, el gobierno bonapartista se caracterizó por poseer un carácter proteccionista muy marcado. En líneas generales lo que buscaba Napoleón era sacar a la nación de la bancarrota en que llevaba sumida desde tiempos de Luis XVI.

Con este fin, fomentó el desarrollo agrícola, el progreso de la industria, y mejoró el comercio interior mediante una eficaz red viaria. También se perfeccionaron los métodos de contabilidad y de la recaudación de impuestos; y para organizar las finanzas se fundaron el Banco de Francia, el Tribunal de Cuentas y el de Casación.

La política exterior del Primer Cónsul

La política exterior francesa de finales de 1799 giró en torno a las propuestas de paz hechas por Napoleón a Gran Bretaña y Austria. Sin embargo, ante la negativa por parte de ambas potencias de negociar la paz, los franceses no tuvieron más remedio que continuar la guerra.

El primer objetivo de la política militar napoleónica fue Austria. Para derrotarla, Bonaparte abrió dos grandes frentes, uno en Alemania y otro en Italia. Finalmente, las victorias francesas de Marengo y Hohenlinden obligaron a los Habsburgo a pedir la paz, que se firmó en febrero de 1801 en Luneville.

Este tratado franco-austríaco consolidó las conquistas francesas en el Continente, siendo reconocidas por Austria, y fortaleció el dominio napoleónico sobre Italia.

Con Gran Bretaña, sumida en dos grandes crisis, una de carácter político y la otra de tipo económico, se firmó la paz de Amiens (marzo 1802). En virtud de este acuerdo, Francia se comprometía a devolver Egipto a Turquía y, mientras que los británicos reconocían las conquistas francesas en el Continente.

El Consulado vitalicio (1802-1804)

El imparable crecimiento de la popularidad del Primer Cónsul, fruto de los éxitos cosechados -restablecimiento del orden interno, reorganización del Estado, paz religiosa y exterior-, propicio que en 1802 fuera proclamado por el Senado cónsul vitalicio.

Los primeros momentos del nuevo consulado se caracterizaron por su continuidad con respecto a la etapa anterior. Sin embargo, en ese mismo año, se promulgó la Constitución del año X, que reforzó la centralización del poder en la figura de Napoleón.

Es decir, se redujo la influencia del Cuerpo Legislativo y Tribunado, y se otorgaron poderes dictatoriales al cónsul, que vio ampliadas sus facultades.

La política exterior de esta etapa viene marcada por su tendencia expansionista (Luisiana, Piamonte, Elba, Piombino, Parma, Holanda) e intervencionista (Alemania, Suiza). Esto hizo que entre las demás potencias cundiera la alarma, especialmente en Austria.

La reacción británica fue tal vez la más tajante: rompieron la paz de Amiens en mayo de 1803, enfrentándose así abiertamente a Napoleón. Este, a modo de respuesta, vendió la Luisiana a los EE.UU con el fin de financiar la invasión de las islas británicas. Sin embargo, los problemas en el continente y la derrota naval de Trafalgar impidieron que este proyecto se llevara a término.

Heroísmo

Los partidos políticos de hoy apelan a todas las ideas fuertes y a los nobles instintos de que dan fe Trafalgar y las Termópilas: disciplina, obediencia, sacrificio. Pero no les basta ya el vocablo deber. Enarbolan la bandera del heroísmo. “El principio del fascismo es heroísmo; el de la burguesía es egoísmo”. Eso decían los carteles electorales que cubrían las paredes en Italia durante la primavera de 1934. Es sencillo y elocuente como una proporción algebraica. Es cosa hecha y artículo de fe.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 141

San Martín, el libertador del sur

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 20 de abril de 2007.


“La vida de San Martín es un destacado ejemplo del efecto del desconsuelo de la España náufraga –de Trafalgar a la invasión napoleónica-, de cuyo hundimiento, que se consideró irremediable, trató de salvarse como argentino, aferrándose a una tabla de salvación americana”.

En la obra del profesor Ramos Pérez se percibe la vida de José de San Martín como dividida en dos etapas bien diferenciadas: aquella en la que sirve como militar a la Corona española, y el periodo en el que lucha por la independencia de su tierra natal. El viaje que le llevó, con escalas en Lisboa y Londres, de Cádiz a Buenos Aires en 1811 marcaría, pues, la frontera entre ambas.

La cita que se ofrece al principio del texto, extraída de la introducción de la biografía, justifica precisamente esta afirmación. En la primera parte de su vida San Martín es víctima del “desconsuelo de la España náufraga”, y en la segunda se aferra “a una tabla de salvación americana”. Sin embargo, no hemos de pensar, y así nos lo hace entender el autor, que en la vida de este gran personaje se produjo una enorme ruptura entre su servicio a España y su lucha por la independencia americana.

El desarrollo personal, ideológico y militar del “libertador del Sur” fue algo continuo: su experiencia española le facilitará su posterior tarea iberoamericana.

José de San Martín se forjó militarmente en las guerras de finales del siglo XVIII en las que España se vio inmersa. Hay que destacar también otra experiencia adquirida por el joven americano durante esos años: empezó a ser consciente de que el imperio hispánico se encontraba en plena decadencia, indefenso ante los ataques exteriores.

Vio claramente como las demás potencias europeas, especialmente los británicos, esperaban sacar el mayor provecho de esa debilidad. Y lo que es más importante, los diplomáticos españoles estaban dispuestos a sacrificar los territorios americanos para salvar la integridad ibérica. Ejemplo de esto fue, en concreto, la cesión de Santo Domingo a Francia. Además, San Martín se sintió defraudado por la errática y extraña política exterior de España en la última década de siglo.

El naufragio español, cuya plasmación más evidente fue la delicada situación de Cádiz durante la segunda ofensiva francesa, encaminó al hombre de armas hacia el destino que le deparaba la Historia: buscar la salvación en América. No se trataba, pues, de una traición a la Corona que defendía, la de los borbones. San Martín se retira de la península con el afán de servir a la patria de la manera que él entiende que ha de hacerlo.

El “libertador del Sur” recibió durante los años de servicio a España una excelente preparación para la misión que le esperaba. Tanto los conocimientos adquiridos en el ejército español, como los aprendidos en la lucha contra la moderna maquinaria bélica napoleónica, le permitieron desempeñar exitosamente su tarea al servicio de la independencia americana.

Sin embargo, José de San Martín desembarcó en Buenos Aires en el año 1811 con otras lecciones bien sabidas. En primer lugar, era consciente de la estrecha conexión entre los acontecimientos peninsulares y los de sus virreinatos. Todo lo que sucedía en los territorios europeos tenía sus consecuencias en América: era como un espejo donde se reflejaban importantes hechos como la batalla de Trafalgar, el Motín de Aranjuez y las Cortes de Cádiz.

En segundo término, como ya hemos indicado anteriormente, este militar llegaba a Río de la Plata con la imagen de una España arruinada, perdida. Viajaba a su tierra natal, no como un traidor, sino como un superviviente que trata de salvar lo que se mantiene en pie después de un desastre. Miraba por el bien de América sin ir contra la Corona de los borbones. Es más, sólo se embarcó para Buenos Aires cuando la derrota española parecía inevitable. Por eso, no es de extrañar que, con el regreso de Fernando VII, buscase una solución monárquica de tipo borbónico para el ámbito rioplatense.

Durante su estancia en América San Martín se limitó a cumplir las misiones que, como alto mando de tipo militar, le eran encomendadas. Sus intervenciones en política fueron sorprendentemente escasas para lo habitual en un hombre de su prestigio y con semejante poder. Estaba convencido de que el ejército no debía intervenir en la vida pública. Por esa razón, tan sólo hizo uso de la fuerza contra las autoridades constituidas cuando entendió que esta era necesaria para la estabilidad política.

Es más, una vez finalizadas las operaciones –vease su temprana intervención contra Pueyrredón-, desaparecía de escena dejando el protagonismo de la reconstrucción a los profesionales de la política. La estabilidad nacional era un valor fundamental en la ideología de San Martín, por eso no dudó nunca en sacrificar sus deseos o planes con el fin de conseguirla para su tierra.

Quizás el punto culminante de esta forma de actuar fuese su exilio a Europa tras la entrevista con Simón Bolívar.

José de San Martín se nos presenta, al fin y al cabo, como un hombre cumplidor, sacrificado y fiel. Nos encontramos ante un buen militar que, sin llegar a ser genial en el campo de batalla, supo organizar a la perfección sus ejércitos para lograr una victoria tras otra. Prudente en el arte de la política y en cada movimiento estratégico de tipo bélico, era también capaz de arriesgar en los momentos en los que la situación lo requería.

Esa mezcla de trabajo incasable, cautela y actuaciones fugaces conformaron la personalidad de ese soldado que llegó a Buenos Aires en 1811 tras curtirse en las guerras hispánicas. Fueron también esas tres características, unidas a una sorprendente capacidad de autorrenuncia, las que unos años después le empujaron a abandonar las tierras donde conquistó la gloria.

Bibliografía:

[1] San Martín, el libertador del sur; Demetrio Ramos Pérez – Madrid – Anaya – 1988.

[2] Historia Universal Contemporánea I; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La emancipación de Hispanoamérica; Jaime Delgado Martín

[4] Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826; John Lynch – Barcelona – Ariel- 2008.