¿Cómo era el imperio francés?


[EXPANSIÓN] COLONIAL FRANCESA

Si hay un país que encarnaba el ambiente nacionalista e imperialista de la época, ese es Francia.

Al iniciarse la III República (1871), la presencia colonial de Francia se limitaba a enclaves pequeños y, sobre todo, dispersos. Algunas islas antillanas, parte de Guayana, Argelia, establecimientos en Senegal e Indochina, Camboya y Nueva Caledonia.

Tomando estos como punto de partida, llegaría a formar un imperio de primerísimo importancia en el contexto internacional. Para ello se conjugó la actividad de grupos colonizadores con el decidido apoyo de ciertos políticos, entre los que destaca la figura de Jules Ferry.

A partir de 1880 se puso en marcha el proyecto expansionista francés. El primer paso fue la expedición a Túnez, que acabó con la formación de un protectorado. A continuación, Ferry se propuso completar el dominio sobre Indochina, iniciado en la época de Napoleón III.
Se conquistaba Hanoi y se constituía un protectorado sobre Annam y Tonkin.

En 1888 se constituyó la Unión General Indochina, a la que en 1896 se incorporó el territorio del Alto Laos.

Es entonces, como consecuencia del avance francés, cuando Gran Bretaña se anexiona Birmania; especie de estado-tapón para defensa de sus posesiones.

También fue Jules Ferry el que dio orden de actuar sobre Madagascar, obligando a su soberano, mediante la fuerza, a aceptar el protectorado de Francia. La revuelta de 1896, de carácter nacionalista, fue la excusa aprovechada para convertir dicho protectorado en colonia. Utilizando un sistema parecido, se consiguió también la base estratégica de Djibuti, en Somalia.

Dado que el continente africano era el gran foco de interés de esos momentos, sobre él se proyectó también la ambición francesa, dando lugar a tensiones y conflictos con Gran Bretaña. A la presencia en Argelia y Túnez, se unió de manera paulatina la penetración francesa en los oasis saharianos. Mientras, por el río Senegal, se adentraban hacia el Sudán Occidental, conquistando la ciudad de Tombuctú en 1894. Dos años antes habían conquistado el reino de Dahomey, en la zona del Golfo de Guinea.

Por tanto, estaba claro que el centro del Imperio francés se estructuraba en el noroeste de África.

Para completar su dominio tan solo faltaba Marruecos, país que se mantenía independiente, aunque muy influido económicamente por Francia. Desde 1902, se inició una penetración pacífica, cuya consecuencia sería el establecimiento diez años más tarde de un protectorado compartido con España.

Trazada ya la política colonial en ese espacio africano, quedaba por unir estos territorios con los que Francia poseía en la costa del Índico. En este caso, el eje continuo de ocupación se trazaba de este a oeste del continente. En dos ocasiones a lo largo de este proceso, la rivalidad con Inglaterra por sus respectivas áreas de influencia había quedado patente.

Esa tensión saltó definitivamente en 1898.

El eje El Cairo-El Cabo de Inglaterra y el eje Este-Oeste de Francia por fuerza tenían que entrar en colisión en algún momento. En 1895, una expedición oficial dirigida por Marchand había partido del Congo, tomando posesión tres años más tarde de Fashoda, en el curso superior del Nilo.

Esta fue la primera ocasión en que Inglaterra vio seriamente amenazado su sueño imperial. El ejército colonial británico, comandado por Kitcherner, exigió a Marchand la evacuación de Fashoda. Tras un momento en que la política internacional se vio abocada a una crítica situación, Inglaterra impuso su criterio.

Al comenzar el siglo XX Francia se había convertido en una de las primeras potencias coloniales, dominando unos territorios catorce veces más extenso que la metrópoli.

Este imperio francés mantuvo unas características propias que lo personalizaban fuertemente. Francia era, dentro del continente europeo, el país donde menos se había dejado sentir la presión demográfica, debido a la temprana implantación de las normas de control. Esta situación le impedía crear colonias de poblamiento al modo británico.

Incluso los contingentes de población que se enviaron a lugares clave, como Túnez o Argelia eran relativamente pequeños. En contrapartida, la política de afrancesamiento de aquellos territorios fue importante y activa.

A través de escuelas y misiones, difundieron su lengua, cultura, religión y forma de vida, constituyendo el legado más importante del colonialismo francés. Contrariamente a lo que ocurrió en el caso de Inglaterra, para Francia su Imperio no resultó rentable, pero constituyó su mayor orgullo.

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Dimensión internacional de la Revolución de los Jazmines

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la “Primavera Árabe” en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


El efecto dominó

La Revolución de los Jazmines fue seguida en todo el mundo, pero con especial atención por la población de los países árabes. Desde el inicio de las protestas, miles de ciudadanos de esas naciones se manifestaron en apoyo del pueblo tunecino. Más tarde, cuando este les mostró la ruta para terminar con las dictaduras, emprendieron ellos mismos el camino.

Las declaraciones de Amr Musa, secretario general de la Liga Árabe, a los pocas horas de la huida de Ben Alí resultaron proféticas: “La sociedad árabe tiene unos elementos de construcción, actuación y reacción similares, así que no podemos simplemente considerar a Túnez como un incidente aislado”.

En términos similares a los utilizados por Amr Musa se expresaba el intelectual argelino Iman Uenzar: “Quizás no habrá catarata de derrocamientos, pero la fiebre social se contagiará. Tendremos disturbios sociales más intensos y frecuentes que hasta la fecha”.

Por su parte, Mohamed Lagab, analista político y profesor de Políticas en la Universidad de Argel, afirmaba, en declaraciones a Reuters, que “Túnez es ahora el modelo a seguir para todos los árabes. La época de los dictadores y las dictaduras ha terminado”.

En Egipto, Hamdy Hassan, portavoz de los Hermanos Musulmanes, grupo islamista con más arraigo en el país, lanzaba un aviso a los regímenes del norte de África: “Intuimos de que habrá una explosión que impactará a los países árabes como ha sucedido en Túnez”.

Conscientes quizás de los peligros que traía consigo la Revolución de los Jazmines, muchos gobiernos árabes optaron por una política de silencio informativo.

Incluso en Marruecos, desde los primeros días de enero, las autoridades prohibieron la celebración de actos en apoyo a Túnez. Fue el único país que tomó una medida semejante. Por contra, como excepción que confirma la regla, el líder libio Muammar al-Gaddafi se solidarizó con las reivindicaciones del pueblo tunecino. Paradoja del destino, pues, hasta la fecha, es el único dictador del norte de África ejecutado como consecuencia de la Primavera Árabe.

Los medios de comunicación del mundo musulmán no secundaron ese silencio. En Líbano, el diario de izquierdas As Safir se mostró favorable a la expansión de la revolución a otros países del entorno: “deseamos que esta primera revolución popular del siglo XXI sea un modelo para el cambio en el mundo árabe esperado desde hace mucho tiempo”. Por su parte, el colaborador de Le Quotidien d`Oran, Kamel Daud, escogía un llamativo “Sueño con ser tunecino” como título para su columna.

En la misma línea se expresaba El Watan, periódico argelino de corte liberal, en un editorial titulado “¡Viva el efecto dominó!: Túnez es un sueño para millones de argelinos privados de libertad y democracia”. Por su parte, con un tono más moderado, el semanario marroquí Maroc Hebdo consideraba que Túnez no era un caso aislado.

La figura de Mohamed Bouazizi estuvo muy presente en las incipientes protestas de otros países del entorno. En Argelia, cuatro personas optaron por expresar su descontento quemándose a lo bonzo, si bien ninguno de ellos llegó a fallecer. El primero, registrado el miércoles 12 de enero en la localidad de Bordj Menaïel, era un padre de familia numerosa que trabajaba como agente de las fuerzas de seguridad.

H. Samir, natural de la ciudad de Jijel, eligió para inmolarse el mismo día de la huida de Ben Alí. Mohsen Bouterfif, lo hizo el día 15 de enero en Boujadra, una localidad cercana a la frontera con Túnez. Por último, el domingo día 16, Senuci Tuat se situó frente a la sede de las fuerzas de seguridad de Mostaganem, localidad situada a 350 kilómetros de Argel, y, derramando gasolina sobre sus piernas, se prendió fuego.

Las inmolaciones comenzaron en Egipto el día 17 de enero, con Abdou Abdel-Moneim Jaafar, natural de Shibin el Qanater, como protagonista.

Al día siguiente, tres egipcios más decidieron quemarse a lo bonzo: Mohammed Farouk Hassan y Mohammed Ashour Sorour, en El Cairo, y Ahmed Hashim al-Sayyed, en Alejandría. Este último falleció en el acto. El 17 de enero fue también el día elegido por Yaghoub Uld Dahud para quemarse a lo bonzo frente al Senado de Nuakchot, capital de Mauritania. Este empresario de cuarenta años, cansado del trato discriminatorio que el gobierno daba a su tribu, decidió protestar rociando su coche con gasolina, encerrándose en él y prendiéndole fuego.

Situaciones similares a las citadas de Argelia, Egipto y Mauritania fueron repitiéndose en la mayor parte de los países árabes durante la segunda mitad del mes de enero. En líneas generales, todos estos sucesos tuvieron dos rasgos comunes: su cercanía temporal con el final del régimen de Ben Alí y una inmediata reacción favorable por parte de la población.

En definitiva, la Revolución de los Jazmines habían demostrado que los regímenes dictatoriales del mundo árabe eran más frágiles de lo esperado. A partir de entonces, no faltaron ciudadanos dispuestos a iniciar la protesta quemándose a lo bonzo, ni tampoco personas que secundaran sus actos con manifestaciones multitudinarias.

A partir del 25 de enero, Egipto se convirtió en el nuevo centro de la opinión pública internacional. Una manifestación convocada por diversas organizaciones a través de las redes sociales iba a dar lugar al segundo derrocamiento de la Primavera Árabe.

Los jóvenes egipcios que, el día 14 de enero, gritaban aquello de “Ben Alí, vete ya, y de paso llévate a Mubarak”, acabaron cumpliendo su objetivo apenas un mes después. Pero no sólo se produjeron revueltas “a la tunecina” en el país del Nilo, sino también en Palestina, Arabia Saudí, Jordania, Marruecos, Siria… Pocos días después de la manifestación en Egipto, miles de personas eran convocadas, mediante SMS, a una gran concentración en la ciudad de Yeda (Arabia Saudí).

Los manifestantes se enfrentaron a los agentes de seguridad que trataron de disolverlos, siendo detenidos más de cien ciudadanos. Al mismo tiempo, en Ammán, capital de Jordania, un gran número de ciudadanos acudían a la convocatoria de los Hermanos Musulmanes para pedir la bajada del precio de los productos alimenticios y elecciones libres.

Construyendo un nuevo paradigma revolucionario

Pocas semanas antes de la Revolución de los Jazmines, podían contarse con los dedos de una mano las personas que creían posible el fin inmediato del régimen tunecino. Los acontecimientos que tuvieron lugar en el país mediterráneo a caballo entre 2010 y 2011, han cambiado de forma decisiva nuestra percepción de la realidad social del Magreb.

Sin embargo, no sólo se ha visto afectado ese paradigma, sino también el propio concepto de revolución, así como la política exterior de buena parte de los países occidentales.

Hasta los acontecimientos de la Primavera Árabe, las dictaduras del Magreb eran percibidas como algo sólido e inamovible. La posibilidad de que fueran derrocadas por una revolución popular se veía como algo remoto, y, en todo caso protagonizado por grupos islamistas. En esa situación, Occidente prefería apoyar a los regímenes de esos países antes que verlos sometidos a la Sharia.

Los sucesos de Túnez acabaron con esa hipótesis. En enero de 2011, Ben Alí cayó con sorprendente facilidad, y no por la acción de los grupos islamistas –de hecho, la actividad del partido Ennahdha fue muy escasa durante esos días-, sino por el descontento de los ciudadanos de a pie.

Por tanto, las dictaduras del norte de África no eran ni tan sólidas como se decía, ni el último baluarte contra la expansión de la Sharia. Siendo así las cosas, parece evidente que Occidente, sosteniendo esos regímenes poco respetuosos con los derechos humanos, ha sido un obstáculo para la democracia en los países árabes.

Además, el nuevo paradigma se alimenta de dos elementos desconocidos hasta ahora en el norte de África: la autonomía del ejército y el uso de las nuevas tecnologías como medios de convocatoria y plataformas para la coordinación de la protesta.

Analizando el caso tunecino, observamos que Ben Alí sólo optó por abandonar el poder cuando descubrió que no tenía el respaldo de los altos mandos militares. Por cierto, situación muy similar a la vivida por Hosni Mubarak un mes después en Egipto.

El ejército tunecino, al fin y al cabo, desempeñó un papel fundamental en la Revolución de los Jazmines; y no sólo eso, sino que también mostró un camino alternativo a los militares de otros países. En definitiva, se erigieron en árbitros de la pugna entre el régimen y el pueblo, inclinando la balanza, finalmente, del lado de este último.

El uso de las nuevas tecnologías, y muy especialmente las redes sociales, constituyó otro elemento novedoso de la revuelta tunecina. Sin lugar a dudas, su papel como medios de convocatoria, ha cambiado notablemente la noción de revolución que teníamos hasta la fecha.

Pero su rol no se limito a lo meramente organizativo. Gracias a la última generación de dispositivos móviles, los manifestantes pudieron grabar videos y hacer fotografías que, de forma inmediata, eran subidas a la red. De esta manera, en todo el país, y en el mundo entero, cualquiera podía acceder a ese material gráfico.

Ahora bien, si por algo se caracterizó la Revolución de los Jazmines fue por su carácter bloguero. Las bitácoras tuvieron, si cabe, una mayor importancia en los acontecimientos de Túnez que las redes sociales.

De entre ellas, cabe destacar A tunisian girl desde donde Lina Ben Mhenni, una joven de 27 años, combatió el régimen de Ben Alí. Incluso un año antes de la inmolación de Mohamed Bouazizi ya había empezado a desafiar al gobierno junto con otros blogueros del país. Por desempeñar esa labor fueron perseguidos, detenidos y torturados. Pero su perseverancia obtuvo sus frutos cuando, en diciembre de 2010, el pueblo tunecino se levantó contra el dictador.

Imperialismo: auge del predominio europeo


Como ocurre con frecuencia en la historia, para llegar a comprender en su totalidad un fenómeno planteado y desarrollado en un momento concreto, hay que dar marcha atrás en el tiempo y buscar las claves que lo han propiciado e impulsado. Esto ocurre, sin duda, en el proceso de expansión europea que se pone en marcha en torno a 1880.

En este caso, esa marcha atrás nos sitúa en el inicio de los años setenta, en ese momentos histórico que marca el comienzo de una nueva época para el mundo occidental.

En líneas generales, cabe afirmar que entre esa fecha (1870-1871) y el comienzo de la I Guerra Mundial (1914-1918), el continente europeo alcanzó su máxima plenitud en todos los sentidos: triunfo del liberalismo, reconocimiento de los derechos sociales, proceso de industrialización, desarrollo científico y técnico…

La expansión colonial durante la primera mitad del siglo XIX

En un principio la expansión colonial estuvo muy ligada al gusto por la aventura propio del romanticismo. Fue esa una época de claro protagonismo británico y, en menor medida francés. Sin embargo, ese no era todavía el momento del gran imperialismo, sino el de sentar las bases para el gran desarrollo del último tercio del siglo.

A partir de la década de 1870, y especialmente en la de 1880, las potencias europeas, los EE.UU. y Japón, se repartieron los territorios del mundo.

Únicamente los territorios de América Latina, que habían sido colonizados en los siglos XV y XVI, y emancipados a comienzos del XIX, quedaron al margen de este proceso.

Teorías sobre el imperialismo

En términos generales, las corrientes de análisis sobre el fenómeno imperialista pueden agruparse en torno a cuatro variables.

La primera de ellas hace hincapié en la proliferación de las políticas de prestigio impulsadas por el auge del nacionalismo.

Desde la perspectiva económica se explica el imperialismo como consecuencia de la crisis de 1873, surgida a raíz de la saturación de los mercados. Ante esta situación, las potencias comerciales comenzaron a buscar nuevos espacios para sus economías. No obstante, la objeción que comúnmente se ha lanzado contra esta teoría es que la ocupación de territorios coloniales no siempre rentable.

Las otras dos teorías sobre el fenómeno imperialista se basan en la demografía –la necesidad de dar salida a la superpoblación de la metrópoli- y en la ideología racista que sostenía la superioridad del hombre blanco y su responsabilidad en la instrucción de las restantes culturas y razas.

Tipología de la colonización

Atendiendo a la ocupación del territorio, el gobierno del mismo y la explotación económica, podemos distinguir los siguiente tipos de colonización:
  • Colonia; territorio en el que se implanta un gobierno y una administración de la metrópoli; sometiéndose de esta manera totalmente la población nativa a estos nuevos organismos.
  • Bases económicas; lugares sobre los que se establece un control económico, pero no político.
  • Colonia de poblamiento; relativo al traslado de grandes contingentes humanos desde la metrópoli a los territorios coloniales a causa de la superpoblación del país colonizador.
  • Bases de carácter estratégico, generalmente pequeños enclaves destinados al mantenimiento de una guarnición militar; bien por razones estratégicas o comerciales.
  • Protectorado; territorio en el que, a pesar de la existencia de una estructura política y cultural de origen antiguo, se asientan tropas de las grandes potencias con el fin de prestar ayuda a esos regímenes. Esto supone por tanto el control militar y explotación económica de ese territorio.

La Conferencia de Berlín (1884-1885)

A medidos de siglo XIX los europeos, que hasta ese momento se habían contentado con el control de enclaves costeros, comenzaron a ocupar el interior del continente africano. Para ello utilizaron, como vías de penetración, los grandes ríos: los belgas el Congo, los franceses el Senegal, y los ingleses el Níger.

Mientras esto sucedía en el África central, el norte del continente también empezó a cobrar una enorme relevancia para las grandes potencias. Así, rivalidades en torno a las cuestiones de Argelia, Túnez, y el canal de Suéz, pasaron a un primer plano en las relaciones internacionales de la época.

Este proceso de ocupación de África dio lugar a la Conferencia de Berlín, que, bajo el patrocinio de Bismarck, trataba de dar respuesta a los roces surgidos entre las naciones europeas.

De esta manera, entre noviembre de 1884 y febrero de 1885, los europeos se repartieron África. Bajo la bandera del entendimiento mutuo, las potencias fijaron las zonas de influencia y las normas de las nuevas actuaciones en aquel continente.

La Primavera Árabe


A finales de 2010 comenzó en Túnez una oleada revolucionaria que, a lo largo de los meses siguientes, fue extendiéndose por varios países del norte de África y Asia Menor. Ese proceso, que conocemos con el nombre de “Primavera Árabe”, tuvo incluso su influencia en Occidente, con protestas y acampadas como la de la Puerta del Sol en Madrid o la de Wall Street en Nueva York.

Precisamente con motivo de la aparición del movimiento español #15M, escribí en este blog una serie de artículos sobre la cuestión. Textos que dieron lugar a un proyecto más amplio, tanto en contenido como en participantes, que nunca llegó a finalizarse. Del naufragio de ese libro que trataron de promocionar los responsables de Actually Notes, tan sólo llegué a completar dos capítulos, los referidos a Túnez y Egipto. Han pasado dos años desde que los terminé, y pienso que lo mejor es compartirlos en Historia en Comentarios:

Túnez: la Revolución de los Jazmines
Cincuenta y cuatro años de dictadura
Los comienzos de la Primavera Árabe
Dimensión internacional de la Revolución de los Jazmines
Túnez después de Ben Alí

La revolución egipcia: todos somos khaled Saeed
Nuevos faraones sobre el país del Nilo
Mi nombre es Khaled Said
El Día de la Ira
El pulso por el poder
El triunfo de la revolución
Wael Ghonim
Egipto en la era post-Mubarak

El triunfo de la revolución

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la “Primavera Árabe” en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


Una semana del mes de enero había bastado para demostrar tanto la importancia de las redes sociales como plataformas para la protesta como la indefensión del régimen egipcio ante semejante novedad.

Además, el movimiento iniciado el día 25 había ido ganando apoyos en las jornadas siguientes, hasta el punto de gozar de cierta simpatía en determinados ambientes del ejército. La caída de Mubarak parecía inminente, tan sólo hacía falta un último empujón.

Conscientes del estado de shock en el que se encontraba el régimen, los opositores se conjuraron para no dejar pasar la oportunidad: era necesario rematar la revolución cuanto antes. Con ese fin, se programó para el primero de febrero una marcha que pretendía reunir a un millón de participantes. Según datos de Al Jazeera, el objetivo se cumplió con creces: dos millones de personas acudieron ese día a la convocatoria de El Cairo.

Una vez más, el epicentro de la manifestación fue la plaza de Tahrir. Desde allí, bajo la atenta mirada de unos soldados cada vez más comprensivos con las exigencias del pueblo, los opositores se dirigieron al palacio presidencial. El objetivo era, tal como se podía leer en los cientos de pancartas que portaban, pedir la dimisión de Hosni Mubarak.

La situación, no obstante, era delicada, pues un empecinamiento del presidente por mantenerse en el poder podía conducir a una guerra civil entre partidarios de uno y otro bando.

A principios de febrero la actitud de Mubarak podía conducir a una transición pacífica, como la que se había producido Túnez, o a un conflicto bélico similar al que meses después vivió Libia.

Al respecto cabe destacar las palabras que, ese mismo día, pronunciaba en una entrevista Mohamed el-Baradei: “Ahora Mubarak debería abandonar el país para evitar que se extienda la violencia (…) la negociación no llegará hasta que se acepten las exigencias de los egipcios, y la primera de ellas es que el presidente Mubarak abandone el cargo. Deseo ver un Egipto en paz; si el presidente se va, entonces todo se desarrollará correctamente”.

Los temores de El Baradei empezaron a tomar forma apenas veinticuatro horas después. El día 2 de febrero los habitantes de El Cairo fueron testigos directos de los duros enfrentamientos que, a base de piedras y palos, protagonizaron los partidarios de Mubarak y los opositores al régimen. La plaza de Tahrir fue el principal escenario de una auténtica batalla campal que ni siquiera el ejército pudo detener. La lucha de ese miércoles dejó como legado un nuevo muerto y más de medio millar de heridos.

El viernes 4 de febrero, tal como había sucedido la semana anterior, la salida de la mezquita se convertía en una oportunidad única para organizar una nueva manifestación.

Así lo percibieron los opositores que, a las puertas del propio palacio presidencial, exigieron el final de la dictadura, en lo que bautizaron como el “Viernes de la Despedida”. Sin embargo, el régimen no se iba a dejar sorprender tan fácilmente en esta ocasión. Los fieles a Mubarak convocaron una contra-manifestación que denominaron el “Día de la Lealtad”.

Ambas marchas coincidieron, como dos días antes, en la plaza de Tahrir. Fue necesaria la intervención de el ejército que, haciendo uso de las tanquetas, dividió a los dos grupos. Tan sólo se produjeron tumultos sin relevancia en una jornada donde la tensión existente podía haber llevado a algo mucho más grave.

Según estimaciones de Al Jazeera, más de un millón de opositores se congregaron en la plaza de Tahrir, y muchos de ellos pasaron allí la noche. Además, otras de las principales ciudades del país celebraron también su particular “Viernes de la Despedida”. De entre ellas hay que destacar una vez más a la segunda ciudad del país, Alejandría, que registró una asistencia de medio millón de personas según datos de Al Jazeera.

Mientras tanto, en el palacio presidencial todo era silencio. De sus salones, pasillos y despachos no salía ninguna declaración pública, nada que arrojara luz sobre las intenciones de Hosni Mubarak. La cabeza visible del régimen, salvo breves entrevistas a medios extranjeros, no hizo acto de presencia hasta el día 10 de febrero, casi una semana después del “Viernes de la Despedida”.

En un discurso televisado, el presidente desmintió los rumores que anunciaban su inminente salida del poder.

Reconocía el descontento del pueblo egipcio y sus deseos de cambio, pero imponía un calendario a su medida para llevar a cabo la ansiada transición: Mubarak manifestó su intención de dejar el poder en el mes de septiembre. Hasta entonces delegaría sus funciones ejecutivas en el vicepresidente Omar Suleiman, que sería el encargado de organizar las elecciones, reformar la constitución y derogar la Ley de Emergencia de 1981.

La instalación de varias pantallas gigantes permitió a los opositores que permanecían en la plaza de Tahrir seguir en directo la declaración pública de Mubarak. Todos esperaban que el presidente anunciara su renuncia inmediata. De ahí que, tras las primeras palabras la expectación inicial se tornara en indignación al hacerse evidente que no sería así. Esa misma noche se convocó un nuevo “Día de la Despedida” para la jornada siguiente.

Los egipcios volvieron a salir a la calle un viernes más para exigir la dimisión inmediata del presidente Mubarak. Argumentaban que las medidas de reforma anunciadas en la declaración pública del día anterior llegaban tarde y era insuficientes.

Mientras miles de personas iniciaban a mediodía una nueva concentración, Al Arabiya informó que el presidente había abandonado el país con toda su familia. La noticia fue seguida con espectación por todo el país, si bien pronto se descubrió que la información no era correcta.

Al parecer, el que había salido del país era Youssef Butros Gali, antiguo ministro de Finanzas. Según fuentes gubernamentales, Hosni Mubarak permanecía en Egipto. En concreto se había desplazado a Sharm el Sheij, ciudad del Sinaí, para descansar tras los agitados días que había vivido.

Un nuevo viernes de concentraciones, unido al malentendido sobre la huída del presidente, acabó por derribar definitivamente el régimen. El encargado de anunciar su defunción fue el vicepresidente Omar Suleimán. En un breve comunicado se dirigía a la nación para informar de que Hosni Mubarak abandonaba definitivamente el poder. En su lugar, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, dirigido por el ministro de Defensa, Hussein Tantawi, sería el encargado de supervisar la transición.

La plaza de Tahrir, desde el 25 de enero principal escenario de las protestas, se convirtió en una auténtica fiesta. El sacrificio de Khaled Saeed no había sido en vano. Su labor a través de la red y su asesinato a manos de la policía habían encendido la mecha de la revolución. Es difícil imaginar el cambio político en Egipto, el final de treinta años de dictadura, sin la figura de este martir.

Sin embargo, la primavera egipcia tuvo otros protagonistas. Ha llegado el momento de hablar del organizador en la sombra: Wael Ghonim.

El pulso por el poder

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El régimen de Hosni Mubarak sobrevivió diecisiete días a la presión popular. Un periodo de tiempo -del 25 de enero y el 11 de febrero- en el que Egipto fue el centro de la opinión pública internacional.

#Día26. Sin tiempo para asimilar lo acaecido en la jornada anterior, los egipcios volvieron a lanzarse a la calle. En El Cairo la violencia entre manifestantes y miembros de los cuerpos de seguridad aumentaba por momentos, hasta el punto de registrarse dos nuevas muertes: una por cada bando.

Sin embargo, donde mayor virulencia tomaron los enfrentamientos fue en Suez, donde los manifestantes tomaron y prendieron fuego a varios edificios gubernamentales. Acosada por la presión popular, la policía tuvo que abandonar la ciudad, quedando esta bajo la custodia del ejército. Era la primera vez que los militares intervenían para sofocar las protestas. De su fidelidad o desobediencia al régimen iba a depender en gran medida el triunfo o el fracaso de la revolución.

La tarde del día 26 tenía reservada una nueva sorpresa para los habitantes de Egipto. Desde el aeropuerto de la capital, en un jet privado, huía a Inglaterra, con su mujer y su hija, Gamal Mubarak, hijo del dictador. La imagen del régimen sufría así un duro golpe, asemejándose a un muro que se resquebraja poco a poco. Sin duda el ejemplo tunecino hacía mella entre los gobernantes del país y sus familias.

#Día27. El 27 de enero fue bautizado por los opositores al régimen como “jornada de descanso”. El motivo de esta interrupción de las protestas no era otro que preparar la manifestación masiva que se había convocado para el día 28. No obstante, en Suez continuaban los enfrentamientos violentos entre la población y las fuerzas de seguridad.

Volvieron a producirse incendios en varios edificios públicos, entre ellos una comisaria. A su vez, los saqueos permitieron a los manifestantes hacerse con armas de fuego. En una nueva jornada de violencia en esta ciudad, el número de muertos se elevó a ocho personas.

Mientras todo esto sucedía dentro del país, Mohamed el-Baradei, líder de la oposición, Premio Nobel de la Paz 2005 y director general de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) entre 1997 y 2009, anunciaba su intención de volver del exilio para estar el la protesta del día siguiente.

Esa misma tarde, los Hermanos Musulmanes hicieron su primera declaración pública relacionada con los sucesos que venían sacudiendo el país desde “El Día de la Ira”. El grupo islamista mostró su apoyo a las protestas, al tiempo que anunciaban su intención de participar en la manifestación prevista para el viernes 28.

#Día28. El objetivo de las manifestaciones era sacar a la calle a todas aquellas personas que, por miedo, se habían quedado en sus casas durante “El Día de la Ira”. Tanto la revolución de los jazmines en Túnez, como el 25 de enero egipcio habían contribuido a disipar ese temor; por tanto, se esperaba una gran afluencia. Además, la elección del día, un viernes, favorecía que las personas se unieran a la protesta a la salida de las mezquitas.

Las previsiones se cumplieron: pocos minutos después de terminar la oración, cientos de miles de egipcios salieron a la calle con intención de manifestarse contra el régimen de Hosni Mubarak. Según cifras de los organizadores, el número de asistentes sobrepasó el millón de personas. Entre ellos, avanzando por el barrio de Guiza, se encontraba Mohamed el-Baradei.

Por su parte, el gobierno también había aprovechado la jornada de descanso para preparar su defensa. En la noche del 27 de enero el servicio de internet y buena parte de la telefonía móvil quedaron cortados en todo el país; si bien algunas personas lograron comunicarse mediante software alternativo. A su vez, se ordenó la inmediata detención de el-Baradei, que se produjo a pocos metros de la mezquita del barrio de Guiza. Por último, se preparó un amplio dispositivo policial capaz de hacer frente a la multitud mediante la utilizacion de gases lacrimógenos y cañones de agua.

No obstante, a pesar de los esfuerzos del régimen, la convocatoria del 28 de enero fue un éxito sin precedentes en la historia del país.

Esto obligó a Hosni Mubarak a hacer las primeras concesiones: nombró un nuevo gabinete, al tiempo que se comprometía a llevar a cabo un plan de amplias reformas. Era demasiado tarde. Con unos opositores conscientes de su fuerza y más de cuarenta muertos entre El Cairo y Suez, no había marcha atrás.

#Día29. La historia nos enseña que en toda revolución, en tanto que poseedores de la mayor fuerza existente, resulta casi decisiva la postura del ejército. Su fidelidad al poder establecido permite a este enfrentarse a los insurrectos. Ahora bien, el hecho de que los militares apoyen a la oposición o, como mínimo, se mantengan al margen, conlleva, casi con total seguridad, el derrumbe del gobierno.

La jornada del 29 de enero marcó un hito al respecto. Tras las protestas del viernes 28, el gobierno sacó al ejército a la calle con el fin de mantener el orden y evitar disturbios como los del día anterior. Se trataba de una medida desesperada tras el fracaso de la acción policial, pero también de una prueba de fuego para Hosni Mubarak: si los militares no respondían a las expectativas, su régimen comenzaría a tambalearse.

La plaza cairota de Tahrir fue tomada por cerca de 50.000 manifestantes en torno a las 14.00 horas.

Se trataba de una masa envalentonada por los resultados de las últimas protestas, pero también enfurecida por la situación del país y por las muertes que se estaban produciendo. En un primer momento, los soldados cumplieron con las órdenes recibidas: tomaron posiciones en las inmediaciones de la plaza y se limitaron a vigilar a la multitud.

Viendo el cariz que tomaba la situación en la plaza, así como en otros puntos de las principales ciudades del país, el régimen dio un paso más: decretó el toque de queda en la capital, así como en Alejandría y Suez, entre las 16.00 de la tarde del sábado y las 8.00 de la mañana del domingo. Al ejército se le encomendó la tarea de velar por su cumplimiento.

Sin embargo, no pudieron -o no quisieron- conseguir que este se respetara. Por la tarde, una vez sobrepasadas las 16.00, las calles volvieron a llenarse de manifestantes. La respuesta del ejército fue ambigua: en algunos puntos se actuó, y en otros su pasividad demostró que su fidelidad al régimen se estaba resquebrajando.

#Día30. Tras una noche de desórdenes, saqueos y enfrentamientos entre policía y manifestantes; una noche en la que no se respeto, al fin y al cabo, el toque de queda. La plaza de Tahrir amaneció llena egipcios que pedían el final del régimen.

Conforme la luz se iba haciendo dueña de las calles de El Cairo, miles de personas se dirigían a ese punto de encuentro para iniciar una nueva jornada de lucha. Dos dudas flotaban en el ambiente después de comprobar la pasividad del ejército a la hora de hacer respetar el toque de queda. La primera de ellas era si el gobierno volvería a hacer uso de los militares, y la segunda era la reacción de estos.

No hizo falta mucho tiempo para resolver esas dos incógnitas. Mientras la plaza se llenaba de gente, las autoridades dieron orden al ejército de tomar posiciones y disparar contra la multitud. La respuesta de estos no fue simplemente negarse, sino que se unieron al pueblo en su protesta.

El pulso entre el régimen y la oposición había terminado; la caída de Hosni Mubarak era únicamente cuestión de tiempo.

El Día de la Ira

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la “Primavera Árabe” en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


Tres fueron los factores que llevaron a cientos de miles de habitantes de El Cairo a congregarse el 25 de enero de 2011 –“El Día de la Ira”- para protestar contra el régimen.

El primero de ellos fue, sin lugar a dudas, el descontento generalizado -si bien más intenso entre los jóvenes- por la falta de libertad política y la crisis económica. A los abusos de la autoridad, cuyo paradigma era el asesinato de Khaled Saeed, se unían una tasa de paro del 9.7%, -afectaba a casi ocho millones de personas-, algo más de dieciséis millones de egipcios viviendo bajo el umbral de la pobreza (20% de la población), y un alto índice de corrupción gubernamental: un 3.1 para el año 2010 sobre 10 en el Índice de Percepción de Corrupción.

El segundo elemento que hizo posible la protesta del 25 de enero fue la canalización de ese descontento a través de las redes sociales. En concreto, la labor de la página “Kullum Khaled Saeed” y el empeño de su creador por utilizarla como medio para ganar adeptos y plataforma para llevarlos a la protesta en la calle.

Por tanto, no es aventurado afirmar que sin la muerte de Khaled Saeed y la actividad de Wael Ghonim, “El Día de la Ira” no hubiera tenido lugar; o, al menos, no tal y como lo conocemos.

Ahora bien, no hemos de olvidar el apoyo del que gozó la convocatoria por parte de otros grupos opositores como el Movimiento Juvenil 6 de Abril y la coalición Kifaya. El primero de ellos surgió en la ciudad de Mahallah en solidaridad con los trabajadores del sector textil que se habían declarado en huelga a mediados de 2010. Por su parte, Kifaya había sido fundado en 2004 como grupo político opositor al régimen de Hosni Mubarak y partidario de reformas que condujeran al país hacia la democracia.

De hecho, Asmaa Mahfouz, un joven de 26 años que había participado en la formación del Movimiento Juvenil 6 de Abril, publicó un video en Facebook pocos días antes del 25 de enero. En él se dirigía a los internautas egipcios con las siguientes palabras: “Estoy haciendo este video para darles un simple mensaje: queremos ir a la plaza Tahrir el 25 de enero. Iremos allí a exigir nuestros derechos fundamentales. Simplemente queremos nuestros derechos, nada más. Voy a ir el 25 de enero, y distribuiré octavillas por la calle. No voy a prenderme fuego. Si las fuerzas de seguridad quieren prenderme fuego, que vengan y lo hagan. Si te consideras hombre, ven conmigo el 25 de enero. Quien diga que las mujeres no deberían ir a las manifestaciones porque las van a golpear, que se ahorre el honor y la hombría y venga conmigo el 25 de enero”.

Los sucesos de Túnez fueron, no sólo la tercera de las causas a las que nos venimos refiriendo, sino también la chispa que encendió el polvorín egipcio.

El 17 de diciembre de 2010, el joven vendedor ambulante Mohamed Bouazizi decidió protestar contra los abusos de las autoridades, la corrupción y la situación económica, quemándose a lo bonzo frente a la policía. Con ese lamentable suceso dió comienzo la revolución de los jazmines. Apenas un mes después, el 14 de enero de 2011, caía el régimen de Ben Alí.

La influencia de los acontecimientos de Túnez sobre la revolución egipcia se hace evidente cuando repasamos las fechas de las cuatro inmolaciones registradas en el país del Nilo: una de ellas se produjo el 17 de enero, la de Abdou Abdel-Moneim Jaafar, y las tres restantes el día 18 -Mohammed Farouk Hassan, Ahmed Hashim al-Sayyed y Mohammed Ashour Sorour.

Es decir, tuvieron lugar una vez hubo triunfado la revolución de los jazmines. El modo de protesta de estas cuatro personas fue, además, el mismo que el utilizado por el tunecino Mohamed Bouazizi: quemarse a lo bonzo; si bien el único fallecido fue Ahmed Hashim al-Sayyed, natural de Alejandría.

Por tanto, cuando los egipcios se echaron a la calle el día 25 de enero para expresar su descontento, contaban con el triunfo de la experiencia tunecina, así como con el apoyo virtual de cientos de miles de internautas. La gran incógnita de los convocantes era si de verdad ese clamor popular de la red se transformaría en una manifestación masiva en el “mundo real”.

La respuesta la encontraron en la plaza de Tahrir de El Cairo, con algo más de 15.000 asistentes; pero también en otras ciudades como Alejandría, Asuán, Ismailia o Mahallah.

La policía tenía órdenes de evitar la manifestación de la plaza de Tahrir con todos los medios a su alcance. De ahí que intentaran dispersar a la multitud con gases lacrimógenos y cañones de agua. La población respondió con piedras, y pronto aquel escenario se convirtió en una batalla campal. El saldo: cientos de heridos y un policía muerto. Tampoco Suez, donde apenas una semana antes ya se habían producido disturbios, se libró de la violencia entre población y fuerzas de seguridad. En este caso, el enfrentamiento acabó con la vida de dos manifestantes.

“El Día de la Ira” se había convertido en la mayor muestra de descontento popular de la historia del régimen de Hosni Mubarak. El gobierno comenzaba a ser consciente de que de la red a la calle había sólo un paso. De ahí que entre las primeras medidas tomadas por las autoridades estuviera el cierre de Twitter en todo el espacio egipcio.

Además, fuentes gubernamentales se apresuraron a culpar de los hechos al grupo islamista de los Hermanos Musulmanes. El objetivo, como es lógico, era señalar a los radicales para dar la impresión de que se trataba de un hecho aislado y que el pueblo egipcio seguía siendo fiel al régimen. Sin embargo, esas medidas fueron insuficientes, por lo que el gobierno de Egipto se vio obligado a cortar totalmente internet, siendo el primer país de la historia en tomar esa medida.

Una vez recuperado de las emociones vividas el día anterior, Asmaa Mahofouz, del Movimiento Juvenil 6 de Abril, grababa el siguiente mensaje: “Lo que aprendimos ayer es que somos nosotros los que tenemos el poder, no ellos. La fuerza está en la unidad y no en la división. Ayer vivimos los mejores momentos de nuestras vidas”.

Túnez después de Ben Alí

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La huida de Ben Alí y la formación, el 17 de enero, de un nuevo ejecutivo no marcaron el final de la Revolución de los Jazmines.

Apenas veinticuatro horas bastaron para que el pueblo tunecino retirara su confianza al gobierno de transición. En la base del rebrote de la protesta estaba la presencia en el ejecutivo de personalidades que habían ostentado cargos de alta responsabilidad durante el régimen –doce en el gabinete sobre un total de veinte miembros-, en especial el primer ministro Mohamed Ghanuchi, hombre de confianza del ex presidente.

De esta manera, convencidos de que se encontraban ante un gobierno continuista, los tunecinos volvieron a salir a la calle el día 18 de enero. Argumentaban que no habían hecho la revolución para terminar simplemente con Ben Alí, sino con el régimen en su conjunto.

Miles de personas llenaron la medina del centro de Túnez, sede de los principales edificios gubernamentales, para mostrar su rechazo al ejecutivo dirigido por Mohamed Ghanuchi. Ante la ventana de la oficina del primer ministro, en la plaza del Palacio de Gobierno, se formó, en pocas horas, un extenso campamento.

La capital de esta república Mediterránea inauguraba, por tanto, ese mecanismo de protesta, que más tarde se haría famoso en España y los EE.UU.

La mayor parte de los miembros de esa improvisada acampada eran habitantes del interior del país, de regiones como Gafsa, Kaserín, Gabes o Sidi Bouzid, ciudad natal de Mohamed Bouazizi. Personas, al fin y al cabo, que se habían trasladado a la capital para unirse a la protesta y que, a falta de un lugar donde hospedarse, habían echado mano de sus propias tiendas.

Los manifestantes se comprometieron a no marcharse de la plaza hasta que todos los colaboradores del régimen de Ben Alí abandonaran el gobierno. Sin embargo, ese mismo día, las fuerzas de seguridad consiguieron dispersar a los ciudadanos, obligándoles a levantar la acampada. La violencia policial, esta vez sin víctimas mortales, volvió ha hacer acto de presencia. En protesta contra estos actos, cuatro miembros del ejecutivo, todos ellos miembros de la oposición, presentaron su dimisión a Mohamed Ghanuchi.

La jornada del 18 de enero, con su gran manifestación, la actuación policial y la dimisión de cuatro ministros, había dejado herido de muerte al gobierno de transición.

Quizás por esa razón, el ejecutivo decidió tomar una serie de medidas para congraciarse con el pueblo. En primer lugar, declaró su intención de legalizar todos los partidos políticos salvo el islamista Ennahdha, al tiempo que se anunciaba la liberación de los presos políticos. En segundo término, con el fin de distanciarse lo máximo posible del huido presidente, las autoridades pidieron a Arabia Saudí su extradición. La diplomacia tunecina basaba sus exigencias en los crímenes cometidos por Ben Alí durante la revuelta de los días anteriores.

En concreto, se le acusaba de participar en varios delitos graves como “incitación al asesinato o fomento de la discordia entre los ciudadanos del país”. Además, a estos cargos había que añadir aquellos anteriores a la Revolución de los Jazmines: especulación ilegal, blanqueo de dinero, corrupción a gran escala… El documento de la embajada tunecina terminaba pidiendo a los saudíes información sobre el estado de salud de Ben Alí, puesto que, sobre la cuestión, circulaban rumores contradictorios, e incluso se hablaba de la posible muerte del dictador.

No obstante, las medidas tomadas por el gobierno de Ghanuchi no fueron suficientes para calmar al pueblo. En los días que siguieron al desalojo del 18 de enero, los manifestantes volvieron a ocupar la plaza, llenándola nuevamente con sus tiendas de campaña. Además, a partir del día 22, cientos de agentes de policía comenzaron a simpatizar con la protesta, hasta el punto de unirse a ella.

Finalmente, la llegada a la plaza de un gran grupo de universitarios y jóvenes de la capital, elevó el número de acampados a los tres mil en la tarde del jueves 24.

Con el fin de aprovechar la masa humana que se concentraba frente al Palacio de Gobierno, y percibiendo a su vez la fragilidad del ejecutivo, la oposición convocó para el viernes 25 de enero una nueva manifestación masiva por las calles del centro de la capital. Lo que comenzó siendo una marcha pacífica en pro de la dimisión de Ghanuchi, fue degenerando hasta terminar en una batalla campal entre un grupo de radicales y la policía.

El enfrentamiento tuvo su origen en la avenida Burguiba, donde los agentes de seguridad cortaron el paso a los manifestantes que se disponían a asaltar la sede del Ministerio del Interior. En respuesta a la acción policial, estos comenzaron a lanzarles piedras, al tiempo que prendían fuego al mobiliario urbano. En ese momento se produjo la carga policial, que dejó a su paso tres muertos. Escenas similares se vivieron en los aledaños del Parlamento, cuyo asalto fue también detenido por las fuerzas de seguridad.

La primera reacción del gobierno ante los acontecimientos de la jornada de protesta fue pedir calma a la población, al tiempo que apelaba a su responsabilidad, vital para llevar a buen puerto el proceso de transición. Pero, a pesar de esas recomendaciones, los disturbios continuaron a lo largo del 26 de enero, con un saldo de tres muerto y ochenta y cinco heridos.

Al día siguiente, con la situación totalmente fuera de control, el primer ministro Mohamed Ghanuchi presentaba su dimisión ante el presidente Fouad Mebaza. Desaparecía así de la escena política el sucesor de Ben Alí, un hombre que, a causa de su pasado ligado al régimen, no había podido llevar a buen puerto el cambio político en su país.

El elegido para sucederle fue Beji Caid-Essebsi, un veterano político de ochenta y cuatro años que, durante la etapa de Habib Burguiba, había desempeñado cargos ministeriales.

Tras el relevo gubernamental, las aguas volvieron a su cauce. Las manifestaciones cesaron, al tiempo que la acampada frente al Palacio de Gobierno fue perdiendo integrantes poco a poco hasta desaparecer a comienzos del mes de marzo. A todo esto contribuyó, sin lugar a dudas, la mejora de las relaciones entre el ejecutivo y las fuerzas de oposición agrupadas en el Alto Consejo para la Protección de la Revolución.

También influyó la dimisión de los ministros Aziz Chlabi y Mohamed Nuri Yuini. Estos, titulares de los departamentos de Industria y Cooperación Internacional respectivamente, pertenecían al partido Reagrupación Constitucional Democrática (RCD), vinculado al régimen de Ben Alí.

Otro símbolo del cambio político fue la legalización, tras veintitrés años en la clandestinidad, del partido islamista Ennahdha. El 1 de marzo, a las pocas horas de confirmarse la noticia, su líder, Rachid Ghanuchi, manifestaba su voluntad de aceptar y respetar las reglas del juego democrático, al tiempo que anunciaba su deseo de convocar un congreso nacional del partido.

El 3 de marzo, en un discurso televisado a la nación, Fouad Mebaza anunciaba que las elecciones a la Asamblea Constitucional se celebrarían el 24 de julio.

El presidente confirmó que el gobierno de transición se mantendría en el poder hasta que los nuevos representantes del pueblo estuvieran en situación de designar un nuevo ejecutivo. A su vez, Mebaza informó a los ciudadanos sobre la elaboración de una normativa electoral, cuya aprobación estaba prevista para finales de marzo. Terminaba su intervención asegurando que la gran misión del gobierno interino, así como de la asamblea elegida por el pueblo en julio era “consagrar las aspiraciones del pueblo tunecino y su revolución”.

Cuatro días después de este importante discurso, se legalizaban nueve partidos políticos, entre ellos Congreso para la República (CPR) del médico, escritor y opositor a Ben Alí, Moncef Marzouki. De igual modo, el 18 de marzo, el Partido Comunista de los Obreros de Túnez (PCOT) abandonaba la clandestinidad.

A comienzos de junio, el ejecutivo tunecino decidió retrasar las elecciones legislativas hasta el 23 de octubre. En una comparecencia pública, Beji Caid-Essebsi explicó detenidamente las razones por las que creían preferible convocar los comicios en otoño en lugar del 24 de julio.

A lo largo de su discurso, el octogenario primer ministro, puntualizó que la decisión se había tomado teniendo en cuenta la opinión de la Comisión Electoral. Este organismo era partidario de dar más tiempo a los partidos políticos para organizar sus estructuras y confeccionar las listas de candidatos. A su vez, Beji Caid-Essebi dejó entrever que la situación del país aún era demasiado tensa como para enfrentarse a una consulta popular.

El cambio de la fecha fue acogido con cierto malestar en el seno de las fuerzas opositoras. Sin embargo, la inmensa mayoría de los partidos políticos no dudó en reconocer que ese plus de tiempo otorgado por la Comisión Electoral les permitiría llegar mejor organizados a los comicios. De esta manera, salvo incidentes aislados protagonizados por simpatizantes del Tahrir, grupo político fundamentalista de carácter salafista, la noticia no provocó ningún tipo de reacción popular.

Además, los actos de protesta de ese grupo islamista, declarado ilegal por el gobierno de transición, eran más un intento de presión para estar presente en las urnas que una expresión de malestar por el cambio de fecha. Los incidentes de comienzos de junio, así como otros previos a la cita electoral, no influyeron en la decisión del ejecutivo: se mantuvo el carácter ilegal del partido Tahrir basándose en su rechazo a la democracia, así como en su intención de imponer el Sharia de forma integral.

Las pocas esperanzas del movimiento salafista se desvanecieron cuando, el 12 de septiembre, la Instancia Superior Independiente para las Elecciones publicó el registro de las listas autorizadas a participar en los comicios. Las candidaturas del partido Tahrir no se encontraban presentes entre las 11.618 admitidas. La comisión organizadora había seleccionado 1517 listas -148 del extranjero-, de las cuales 828 pertenecían a partidos políticos, 34 a coaliciones, y 655 a independientes.

Además, una cuarta parte de los candidatos no superaban los treinta años, mientras que únicamente un 7% de las listas estaban encabezadas por mujeres.

En los días previos a la cita electoral del 23 de octubre, comenzaron a circular un gran número de encuestas. La mayoría de ellas daba como vencedor, con un 30% de los votos, al partido islamista Ennahdha. Desde ese momento, algunos de sus rivales -Partido Democrático y Progresista (PDP) y el Foro Democrático para el Trabajo y las Libertades (FDLL)- comenzaron a explotar el argumento del miedo al establecimiento de un régimen fundamentalista en el país.

Sin embargo, el alto número de simpatizantes con los que contaba este grupo, así como el discurso moderado de su líder Rachid Ghanuchi, contrarrestaron con bastante eficacia el discurso de los demás partidos. A lo largo de la campaña, el Ennahdha trató de mostrarse como un partido respetuoso con la democracia y partidario de la línea política del islamismo moderado. Es decir, manifestaron su deseo de seguir los pasos del AKP turco de Recep Tayyip Erdogan.

Además, Rachib Ghanuchi no olvidó cuidar su imagen en el exterior, tal como se reflejó en la entrevista que concedió a The Guardian la semana previa a las elecciones. En ella, anunció su intención de estrechar las relaciones con la Unión Europea, al tiempo que apostaba por la vía democrática “dentro de la tendencia general del Islam político moderado”, con Turquía como modelo.

El Ennahdha también tuvo que hacer frente a las declaraciones de los grupos feministas, temerosos de que, con su victoria, el país retrocediera en el campo de la igualdad.

El líder del partido salió al paso de esas acusaciones en numerosas intervenciones y entrevistas, entre ellas la citada para The Guardian: “Nuestro manifiesto subraya nuestra defensa de los derechos de la mujer y el respaldo al sistema de participación que fija la igualdad de hombres y mujeres.

Las mujeres juegan un papel importante a todos los niveles de nuestro partido, como cabría esperarse de cualquier formación democrática”. Las palabras de Ghanuchi estaban, además, respaldadas por los hechos. Un alto porcentaje de los candidatos de su partido eran mujeres, y la mayoría de ellas no usaba de manera habitual el velo.

El domingo 23 de octubre, los ciudadanos tunecinos acudieron a las urnas para elegir a los parlamentarios que iban a formar parte de la Asamblea Constituyente.

Además, tal como quedaba reflejado en la convocatoria electoral, si estos lo creían conveniente, estarían autorizados para nombrar un nuevo gobierno, así como un presidente de la república. El sistema electoral, diseñado por la Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, de la Reforma Política y de la Transición Democrática, contemplaba un modelo representativo proporcional mayoritario, a una vuelta y con listas cerradas.

A su vez, el país quedaba dividido en treinta y tres circunscripciones diferentes. Estas, en función de su población, se repartían ciento noventa y nueve de los doscientos diecisiete asientos parlamentarios, quedando los restantes dieciocho reservados para el voto emigrante. Yadh Ben Achour, director del citado organismo, aseguraba que, de este modo, se buscaba establecer “un panorama lo más representativo posible”, al tiempo que se evitaba la presencia de un partido hegemónico. Así, las distintas fuerzas políticas estaban obligadas a llegar a acuerdos, construyendo una Constitución basada en el consenso.

Si bien en la mañana del día 24 ya circulaban numerosos rumores, los resultados no fueron publicados por la Instancia Superior Independiente para las Elecciones hizo hasta el día 28 de octubre. El recuento final arrojó una participación del 86% -4.308.888 votos emitidos-, con un 3,6% de votos nulos y un 2,3% en blanco. El sistema electoral utilizado configuró un parlamento con doce fuerzas parlamentarias, de las cuales ninguna llegaba a la mayoría absoluta. En lo que se refiere a distribución de escaños por género, las mujeres alcanzaron un 27% frente al 73% de los varones. Porcentajes, por otro lado, muy similares al de los candidatos de cada sexo.

El triunfo fue para los islamistas del Ennahda, con el 37% de los votos. El partido de Rachib Ghanuchi obtuvo así 89 escaños, 42 de ellos ocupados por mujeres. El Partido Congreso para la República, liderado por Moncef Marzouki, se convirtió en la segunda fuerza política, con el 8,7% y un total de 29 representantes.

El 6,9% y tres parlamentarios menos obtuvo el grupo Al Aridha, y veinte, con un 7% de los sufragios, Ettakatol (Forum Democrático para el Trabajo y las Libertades). El Partido Democrático Progresista (PDP) obtuvo un 4% de los votos y 16 escaños, mientras que Polo Democrático Modernista (PDM) y Al Moubadara consiguieron 5 representantes cada uno, con un 2,8% el primero y un 3,2% el segundo. Por debajo del 2% se situaron Afek Tounis, con 4, Alternativa Revolucionaria, con 3 escaños, así como el Movimiento de los Socialdemócratas y Echaab, con 2 cada uno. A su vez, 16 independientes alcanzaron también representación parlamentaria.

La comparecencia pública del líder de Ennahda se produjo a las pocas horas de conocerse los resultados. Ghanuchi volvió a tranquilizar a la población y a las fuerzas políticas laicas, dando a entender de forma clara que su partido respetaría las conquistas democráticas de los tunecinos, así como el papel de la mujer y los derechos humanos: “La democracia es para todo el mundo, nuestros corazones están abiertos a todo el mundo y pedimos a nuestros hermanos, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas, que participen en la redacción de la Constitución y en la instauración de un régimen democrático (…) Ennahda no va a cambiar el modo de vida. Dejará el asunto en manos de las mujeres tunecinas. Habrá mujeres en el nuevo Gobierno que lleven o no lleven velo”.

A su vez, el líder islamista aprovechó para lanzar varios mensajes al exterior: “Ennahda se compromete (…) a respetar todos los compromisos de Túnez (…) La revolución no ha destruido al Estado, solo destruyó al régimen (…) Estamos abiertos a las inversiones de todas partes y nos comprometamos a respetar los intereses de los inversores”.

Hamadi Jebali, número dos de Ennahda, fue la persona designada por Rachib Ghanuchi para formar un nuevo gobierno. La negociación con los restantes partidos políticos no se cerró hasta finales de diciembre. De ella salió un ejecutivo de coalición con cuarenta y dos miembros, dieciocho de ellos islamistas. A su vez, Jebali fue nombrado primer ministro.

Previamente, con el apoyo de Ennahda, Congreso para la República y Ettakatol, el parlamento había aprobado una Constitución provisional que debía regir el país durante un año. Es decir, hasta la redacción de un texto definitivo. Sus veintiséis artículos, además de distribuir los poderes entre las distintas instituciones de la república, establecían el proceso para designar al presidente y al primer ministro.

A partir de lo establecido por el texto constitucional, los parlamentarios eligieron presidente de Túnez al líder del Congreso para la República. Moncef Marzouki, médico de profesión, comenzó su labor como opositor en la etapa de Habib Burguiba, poco tiempo después de licenciarse en la Universidad de Estrasburgo.

En 1980 se unió a la Liga Tunecina de Derecho Humanos, cuestión sobre la que publicó más de diez obras en francés y árabe. A sus sesenta y seis años, este polifacético personaje fue elegido presidente de su país con el apoyo de 153 parlamentarios, 3 votos en contra, 44 en blanco y 2 abstenciones.

De esta forma, con la designación de Marzouki y, posteriormente, con la formación del ejecutivo de Jebali, se iniciaba en Túnez una nueva etapa. El gobierno de transición, así como el presidente Mebaza, dejaban paso a los nuevos cargos electos, encargados de llevar a buen puerto el último reto de la Revolución de los Jazmines: la redacción de la Constitución.

Los comienzos de la Primavera Árabe

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Mohamed Bouazizi, el joven que inició las protestas

En su vivienda de la turística ciudad de Sidi Bouzid, Menobia Bouazizi hacía esfuerzos por alimentar a sus siete hijos. En esa tarea contaba con la inestimable ayuda de su hijo Mohamed que, desde los diez años, ayudaba al sostenimiento de la familia vendiendo frutas y verduras por las calles. Así se las habían arreglado hasta la llegada de la crisis económica.

Pero, incluso en ese contexto, podían considerarse afortunados: mientras vecinos y amigos perdían sus empleos, con el consiguiente empobrecimiento, ellos contaban aún con el puesto de frutas y verduras.

A finales de 2010, Mohamed era un ciudadano más de un país que se hundía en lo más profundo de la crisis. Un informático de 26 años dentro de una masa anónima que sufría las consecuencias del desempleo y de la subida de precios de los productos básicos. Sin embargo, en apenas unos días iba a pasar a protagonizar los noticiarios de medio mundo.

El 17 de diciembre, la policía confiscó su mercancía argumentando que no contaba con los permisos necesarios para ejercer la venta ambulante.

Mohamed Bouazizi, consciente de que iban a quitarle la única fuente de recursos con la que contaba su familia, trató de resistirse. Ante la actitud tomada por el joven, los agentes procedieron a arrebatarle la fruta por la fuerza.

La primera reacción de Mohamed fue dirigirse a la sede de la autoridad local, donde presentó una queja formal. Sin embargo, su recurso se rechazó de inmediato. Fue en ese momento cuando, de manera inconsciente, tomó la decisión que iba a cambiar el rumbo de su país y de todo el norte de África.

Se dirigió a una tienda, compró una lata de pintura inflamable y, rociándose con ella frente al ayuntamiento, se prendió fuego. Fuera un intento real de suicidio o un simple acto de protesta que terminó en accidente, lo cierto es que este hecho acabó con Mohamed Bouazizi.

El 4 de enero de 2011, tras haber recibido la visita del mismísimo Ben Alí, su vida se apagaba en el hospital de Sidi Bouzid. No obstante, su muerte encendió la mecha del cambio.

A partir del 17 de diciembre, las protestas se extendieron por todo el país. La inmolación de Mohamed Bouazizi empujó a la calle a buena parte de la población, especialmente a los más jóvenes; no estaban dispuestos a convivir más con el desempleo –una tasa del 15%-, la corrupción de la clase política y la inflación.

Los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes se convirtieron en algo común durante esos primeros días de revuelta. Los jóvenes gritaban consignas contra el gobierno y lanzaban piedras y cócteles molotov contra los agentes; mientras que estos, poco a poco, pasaron de las pelotas de goma y los gases lacrimógenos a la munición convencional.

Durante las dos semanas que siguieron a la inmolación de Mohamed Bouazizi, el número de manifestantes en las calles y plazas de Túnez fue incrementándose. Pero también los afectados por la brutalidad policial: veintiún muertos según el régimen entre el 17 y el 31 de diciembre, cifra que la oposición elevaba por encima de los cincuenta.

A pesar de todo, el pueblo tunecino se esforzó por enfrentarse a los obstáculos con la madurez que la gravedad de la situación exigía. De esta manera, con el objeto de evitar escenas de pillaje y la violación de la propiedad privada, se crearon “comités cívicos”.

Se trataba así de poner fin –o al menos limitar- a esas actuaciones que poco o nada tenían que ver con el espíritu de la protesta. Siguiendo esa misma línea, en las últimas jornadas de 2010, se produjo la adopción del jazmín como icono de la revolución. Esta flor, con un valor emblemático en el país mediterráneo, se erigía en símbolo de la tolerancia.

Al término de la segunda semana de protestas, el ejecutivo comenzó a sentir el aguijón de la presión internacional. El 2 de enero de 2011, comenzó la “Operación Túnez”, vinculada al movimiento Anonymous. El objetivo de la plataforma de internautas era colapsar los portales de las instituciones gubernamentales tunecinas como forma de apoyo a los manifestantes.

A su vez, por esas mismas fechas, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo público un informe el que se criticaba duramente la acción de las fuerzas de seguridad. Los observadores internacionales consideraban que la mayor parte de los manifestantes expresaban su rechazo al régimen de manera pacífica, al tiempo que calificaban la respuesta del gobierno como algo violento y desproporcionado.

Por tanto, exigían a Ben Alí una investigación “transparente, creíble e independiente sobre la violencia y las muertes”.

Las jornadas decisivas de la revolución

Entre el 4 y 11 de enero, el país vivió los días más tensos desde el comienzo de las protestas. Esa semana comenzó con el fallecimiento del propio Mohamed Bouazizi, bautizado como “padre de la revolución”. En medio del duelo del pueblo tunecino y las condolencias llegadas desde numerosos países democráticos, se anunció la convocatoria de una huelga general. A su vez, los manifestantes continuaron llenando las calles de forma más insistente.

Por su parte, el gobierno, superado por los acontecimientos, no tuvo más remedio que acudir al ejército para retomar el control de las calles.

El 7 de enero, consciente de que la situación se le iba de las manos, el régimen intentó frenar el empuje de la revolución actuando contra algunos de sus líderes. Ese día fueron detenidos algunos miembros destacados de partidos políticos, disidentes, periodistas… Entre ellos se encontraba el bloguero Slim Amamou, redactor de RedWriteWeb y promotor de una manifestación por la libertad de expresión en mayo de 2010.

La respuesta internacional no se hizo esperar. La Alta Comisionada de la ONU para Túnez manifestó su frontal rechazo ante la política de arrestos del régimen. Además, denunciaba la violencia física y psicológica a la que eran sometidos los detenidos, entre los que se encontraban “defensores de los derechos humanos, blogueros, y activistas”.

A pesar de las detenciones, Ben Alí no logró desarticular el movimiento opositor. El 8 de enero las protestas se repetían en las principales ciudades del país, y una vez más la dureza represora del gobierno se hacía notar: nueve muertos y seis heridos graves.

El día 11 la crispación llegó a niveles tan altos que Ben Alí optó por decretar el toque de queda en las ciudades de Béja, Gafsa, Kasserine y Telab. En veintitrés años de régimen, era la primera vez que se tomaba esa medida.

Ese mismo día, fue detenido en la ciudad de Cheba el periodista de Radio Kalima Ben Hassen. Agentes de las fuerzas especiales entraron de improviso en su domicilio particular y se lo llevaron arrestado sin orden judicial. En idénticas circunstancias se llevó a cabo, en la mañana del día 12, la detención de Hamma Hammami, ex director de diario Alternatives –prohibido por el régimen- y portavoz del Partido Comunista de los Obreros Tunecinos (PCOT).

Según su esposa, Radhia Nasraoui, los agentes irrumpieron en la vivienda “forzando la puerta de nuestro apartamento”. A continuación “lo registraron destrozando todo lo que encontraron a su paso”, y detuvieron a Hammami “delante de su propia hija”. Al parecer, el desencadenante de ambos hechos fue la actividad subversiva que los periodistas llevaban a cabo en la red social Facebook, desde donde animaban a salir a la calle y reclamaban la dimisión de Ben Alí.

Una vez libre de su cautiverio, el propio Hamma Hammami relataba las circunstancias que rodearon a su detención: “el martes día 10, el Partido Comunista Obrero Tunecino acababa de hacer pública una declaración exigiendo la salida de Ben Alí. Fuimos el único partido que la pedimos. La reacción del poder fue violenta. Una veintena de hombres irrumpieron en mi casa. Destrozaron la puerta de mi apartamento. Cogieron el ordenador de Radhia y una cámara de fotos. Me llevaron al ministerio del Interior, donde permanecí con las manos atadas hasta mi liberación”.

Ante la evidencia de los hechos y la presión internacional, el gobierno tunecino fue, poco a poco, suavizando su postura. Del toque de queda y del despliegue militar por las calles –días en los que se denominaba “actos terroristas” a las manifestaciones-, se pasó a una política de conciliación. El miércoles 12 de enero, el primer ministro Mohamed Ghanuchi destituyó al responsable de Seguridad, Rafik Belhaj Kacem.

Este hecho marcó un hito en la evolución de los acontecimientos: el régimen comenzaba a ceder. Inmediatamente se anunció que los detenidos durante las protestas serían liberados.

El jueves 13 fue el propio Ben Alí el que salió a escena con el fin de apaciguar al pueblo. En un discurso a la nación, se comprometía a llevar a cabo lo antes posible reformas políticas y económicas. En concreto, aseguró que no se presentaría a la reelección, al tiempo que adelantaba una reducción de precios en los productos básicos. La declaración de Ben Alí incluía también la promesa de crear 300.000 puestos de trabajo y permitir la libertad de prensa.

Esa misma noche, los portales de internet que permanecían bloqueados desde el comienzo de la protesta volvieron a ser accesibles. Los tunecinos recuperaron el acceso a sitios web como Flickr, Youtube o Dailymotion, desde donde mostraron a todo el planeta las imágenes de su revolución.

En su discurso, el presidente tampoco olvido la brutal actuación de las fuerzas de orden público contra los manifestantes: ordenó de manera tajante a la policía que no disparara más sobre los ciudadanos.

Al mismo tiempo, prometió una investigación profunda e independiente para aclarar los hechos y exigir responsabilidades a los culpables. Sin embargo, sus palabras no lograron detener ni el avance de la revolución, ni la acción policial. Ese mismo día, manifestantes y fuerzas de seguridad volvieron a enfrentarse en las calles con un saldo de trece muertos.

A su vez, la presidenta de la Federación Internacional de Ligas de Derechos Humanos (FIDH), Souhayr Belhassen, declaraba que ocho personas más habían fallecido en las afueras de la capital. Este organismo aprovechó esa circunstancia para hacer pública una lista con los datos personales de sesenta y seis personas fallecidas desde el 17 de diciembre como consecuencia de la represión del régimen.

El 14 de enero, aprovechando el precepto islámico de acudir a la mezquita el viernes, se organizó una manifestación multitudinaria en la capital. Al salir de la oración, miles de tunecinos se concentraron en las calles para exigir el final del régimen. Bajo el lema “¡Fuera Ben Alí!”, los manifestantes avanzaron sin apenas oposición de las fuerzas de orden público.

Esa misma tarde, el Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas se reunió con el presidente. Durante la conversación, Ahmed Chebir informó a Ben Alí de que el ejército no estaba dispuesto a mantenerlo en el poder en contra de la voluntad del pueblo.

Esta no era la primera muestra de deslealtad hacia su persona por parte de los militares. Dos días antes, el propio presidente se había visto obligado a destituir al Jefe de Estado Mayor, Rachib Ammar, por su negativa a dar la orden de disparar sobre los manifestantes. Es más, según testigos oculares, en determinados momentos de la revolución, los soldados defendieron a los ciudadanos de la acción policial.

Chebir recomendó a Ben Alí que abandonara el país. Este, viendo que no tenía otra salida, preparó su huida de manera precipitada. Durante las últimas horas del viernes 14 se especuló mucho acerca del destino definitivo del ya ex presidente tunecino. En un primer momento, se negoció la posibilidad de que recibiera asilo político en Francia. Sin embargo, el presidente Sarkozy descartó de forma inmediata y tajante la posibilidad de acogerlo en su país.

En esta situación, el avión presidencial se dirigió a Malta, lo que hizo sospechar a muchos que su destino definitivo estaría en algún país del Golfo Pérsico, como Dubai, Qatar o Bahrein. Finalmente, en el transcurso de una escala en el aeropuerto italiano de Cagliari, Ben Alí pudo hablar con el rey Abdalá de Arabia Saudí, que se mostró dispuesto a recibirlo.

No obstante, a la aventura del dictador tunecino aún le faltaba un patético epílogo que demuestra hasta qué punto, ignorando la evidencia, se aferraba al poder. Recién llegado a Arabia Saudí, telefoneó al presidente en funciones, Mohamed Ghanuchi. En la conversación, Ben Alí le manifestó su intención de volver a Túnez, inmediatamente, con el fin de retomar el mando.

Su antiguo colaborador, sorprendido por una decisión tan alejada de la realidad, le contestó que eso ya no era posible. Horas más tarde, Ghanuchi renunciaba a la presidencia en favor de la máxima autoridad del Parlamento, Fouad Mebaza, y formaba un nuevo gobierno de transición en el que ocupaba el cargo de primer ministro.

Las predicciones de Robert Godec, embajador norteamericano en Túnez, se habían cumplido. En un informe enviado a Hillary Clinton el 17 de julio de 2009, el diplomático mostraba sus dudas sobre la continuidad del régimen.

El texto íntegro fue hecho público por el portal Tunileaks, situado en el ámbito de Wikileaks, y en él se pueden leer párrafos como el siguiente: “El presidente Ben Alí está envejecido, su régimen sufre de esclerosis y no hay un claro sucesor. Muchos tunecinos están frustrados por la falta de libertad política y sienten rabia por la corrupción de la familia del presidente, por las elevadas tasas de desempleo y por las desigualdades regionales. El extremismo es una amenaza continua (…) Túnez es un estado policial, con escasa libertad de expresión o asociación, y con serios problemas de derechos humanos (…) Como consecuencia de todo esto, los riesgos para la estabilidad a largo plazo del régimen son crecientes”.

La publicación de este y otros documentos en el portal de Julian Assange, llevó a la revista Foreign Policy a coquetear con la idea de una revuelta-Wikileaks. Sin embargo, estudiando los hechos detenidamente, parece evidente que los textos de Tunileaks tuvieron poca influencia en la reacción de los tunecinos.

En primer lugar, porque el régimen cerró el acceso a esa web, lo que complicó sobremanera la difusión de su contenido entre la población. Y, en segundo término, porque esa información no resultaba desconocida para ellos. El deterioro del régimen, la corrupción de la esposa de Ben Alí, el desempleo o el aumento de precio en los productos básicos formaban parte del día a día de los ciudadanos de Túnez.

Cincuenta y cuatro años de dictadura

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la “Primavera Árabe” en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


El gobierno de Habib Burguiba

1878. El entendimiento entre británicos y franceses había legitimado a estos últimos para hacerse el país. Los nuevos señores del Mediterráneo Occidental –no hemos de olvidar que Francia gobernaba Argelia y extendía su protectorado hasta Marruecos- respetaron la figura del bey otomano, pero privando a su poseedor de cualquier poder. El gobierno era cuestión exclusiva de los cargos nombrados por la metrópoli.

Veinticinco años después, en agosto de 1903, nacía en Monastir Habib Burguiba, el hombre que iba a llevar a Túnez a su independencia.

En la década de 1930, Habib Burguiba pasó a formar parte del grupo nacionalista Destour, del que pronto se separó, participando en la fundación del Neo-Destour. Su defensa de la autonomía tunecina, así como de la idea de una independencia negociada con Francia, le granjearon numerosos apoyos dentro del partido.

De esta manera, en 1933 se convirtió en su máximo dirigente, imponiendo sus postulados de corte socialista. Durante dos décadas, con Guerra Mundial y ocupación alemana incluida, el Neo-Destour continuó su lucha por la independencia.

Finalmente, en 1954, comenzaron las negociaciones entre el gobierno francés y los representantes del nacionalismo tunecino. En agosto de 1956, la metrópoli aceptó retirar tanto sus fuerzas militares como los funcionarios de la administración colonial, al tiempo que, bajo la tutela de París, Habib Burguiba era nombrado primer ministro. Sin embargo, el líder del Neo-Destour no respetó el acuerdo. En mayo del año siguiente rompía relaciones con Francia y anulaba los poderes políticos del bey Muhammad VIII al-Amin.

En el mes de julio de 1957, proclamaba la República de Túnez bajo su presidencia.

Una vez en el poder, Habib Burguiba puso en marcha su proyecto de socialismo árabe. Siguiendo el modelo soviético de economía planificada, llevó a cabo un intenso proceso nacionalizador a lo largo de la década de 1960. A su vez, introdujo la colectivización y el control estatal sobre la producción y el precio de los alimentos.

Todo esto condujo a un incremento de la burocracia, al tiempo que la inflación se disparaba. En medio de una situación económica crítica, y ante el riesgo de que estallara una revolución popular, Habib Burguiba abandonó sus postulados socialistas e inició un proceso de liberalización económica.

A mediados de la década de 1970, Túnez había recobrado buena parte de la tranquilidad y prosperidad perdida durante la etapa de políticas marxistas.

Fue, sin duda, la época dorada del gobierno de Habib Burguiba, que incluso logró que el Parlamento votara a favor de su nombramiento como “presidente vitalicio”. Sin embargo, desde 1980 su salud fue deteriorándose poco a poco, hasta el punto de impedirle desempeñar con normalidad las tareas de gobierno. Cada vez se apoyaba más en Zine El Abidine Ben Alí, en quien recaían buena parte de las decisiones importantes.

En 1985, Ben Alí, que por entonces desempeñaba el cargo de jefe de la policía secreta, fue nombrado primer ministro. Las dificultades de Burguiba para desempeñar su labor, así como el creciente poder de Ben Alí, llevaron a este último a dar un golpe de Estado en 1987.

El cambio de régimen se llevó a cabo sin violencia y no supuso ningún trauma para el país. Incluso se respetó la figura del ex presidente, que vivió el resto de sus días bajo arresto domiciliario. Hasta el día de su fallecimiento, el 6 de abril del año 2000, Habib Burguiba contó con una asistencia médica acorde a sus necesidades.

Ben Alí en el poder

Tras el llamado “golpe de Estado médico” del 7 de noviembre de 1987, Ben Alí gobernó Túnez durante más de veintitrés años. Durante ese periodo, el dictador supo mantener el complicado equilibrio entre la brutal represión y la prosperidad económica. Cuando esta última se desplomó, la supuesta legitimidad tecnocrática del régimen se desvaneció, dejándolo sólo ante la ira del pueblo.

Desde el primer momento tuvo especial interés en justificar su poder. Presentó ante los tunecinos el acto de traición contra su mentor -padre de la patria- como un acto de salvación nacional.

La propaganda del régimen se esforzó por disfrazar el golpe de Estado de acontecimiento incruento y necesario para la gobernabilidad del país. A su vez, quiso dar un tinte de democracia a su férrea dictadura. En primer lugar, renunció al cargo de “presidente vitalicio” instituido por Burguiba. A su vez, convocó hasta cinco elecciones presidenciales, de las que siempre resultó vencedor con más de un noventa por ciento de los votos.

Como tantos otros dictadores del mundo musulmán, Ben Alí supo presentarse ante los líderes occidentales como un mal necesario. Las protestas de Europa y los EE.UU. ante la violación de los derechos humanos o el fraude electoral, siempre fueron tímidas, pues lo veían como un muro de contención de las posturas más radicales. Al fin y al cabo, su régimen respetaba el status quo internacional y se mostraba abierto a las políticas neoliberales.

Derrocarle hubiera supuesto, según la mentalidad de los gobiernos occidentales, dejar el país en manos de los islamistas del partido Ennahdha.

El comienzo del siglo XXI no hacía presagiar nada malo para el régimen. La clase media, clave para evitar cualquier conflicto, se había incrementado notablemente con respecto a las dos décadas anteriores. Túnez, donde la mayoría de sus diez millones de habitantes estaban ocupados en el sector turístico, aparecía ante el mundo como un país relativamente moderno, con la mujer incorporada al mundo laboral y un importante porcentaje de población universitaria.

Además, en el ámbito político, mediante la reforma constitucional de 2002, Ben Alí había eliminado la clausula que le impedía presentarse a las sucesivas reelecciones. Por último, los atentados del 11 de septiembre, así como la guerra abierta entre los EE.UU. y el islamismo internacional, le convertían en un aliado natural para la política de George Bush.

Sin embargo, la crisis económica iniciada en verano de 2007 iba a llevarse por delante todas las previsiones de los analistas políticos.

En el plazo de tres años, el desempleo y la pobreza se extendieron por Túnez, y el precio de los alimentos subió hasta alcanzar niveles desconocidos por la población del país. Al mismo tiempo, la conducta de algunos personajes del régimen, en especial de Leila Trabelsi –esposa de Ben Alí- y sus familiares, distaba mucho de ser ejemplar. Los casos de corrupción que salpicaban a la primera dama se multiplicaban: concesiones de grandes superficies comerciales y entidades bancarias, blanqueo de dinero, usurpación de bienes privados y apropiación de otros públicos a través de adjudicaciones fraudulentas… Finalmente, en diciembre de 2010, iba a dar comienzo un movimiento de protesta que acabaría por tumbar a Ben Alí y a su régimen. Todo comenzó con la inmolación de un joven desempleado: Mohamed Bouazizi.