Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la “Primavera Árabe” en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.
Mohamed Bouazizi, el joven que inició las protestas
En su vivienda de la turística ciudad de Sidi Bouzid, Menobia Bouazizi hacía esfuerzos por alimentar a sus siete hijos. En esa tarea contaba con la inestimable ayuda de su hijo Mohamed que, desde los diez años, ayudaba al sostenimiento de la familia vendiendo frutas y verduras por las calles. Así se las habían arreglado hasta la llegada de la crisis económica.
Pero, incluso en ese contexto, podían considerarse afortunados: mientras vecinos y amigos perdían sus empleos, con el consiguiente empobrecimiento, ellos contaban aún con el puesto de frutas y verduras.
A finales de 2010, Mohamed era un ciudadano más de un país que se hundía en lo más profundo de la crisis. Un informático de 26 años dentro de una masa anónima que sufría las consecuencias del desempleo y de la subida de precios de los productos básicos. Sin embargo, en apenas unos días iba a pasar a protagonizar los noticiarios de medio mundo.
El 17 de diciembre, la policía confiscó su mercancía argumentando que no contaba con los permisos necesarios para ejercer la venta ambulante.
Mohamed Bouazizi, consciente de que iban a quitarle la única fuente de recursos con la que contaba su familia, trató de resistirse. Ante la actitud tomada por el joven, los agentes procedieron a arrebatarle la fruta por la fuerza.
La primera reacción de Mohamed fue dirigirse a la sede de la autoridad local, donde presentó una queja formal. Sin embargo, su recurso se rechazó de inmediato. Fue en ese momento cuando, de manera inconsciente, tomó la decisión que iba a cambiar el rumbo de su país y de todo el norte de África.
Se dirigió a una tienda, compró una lata de pintura inflamable y, rociándose con ella frente al ayuntamiento, se prendió fuego. Fuera un intento real de suicidio o un simple acto de protesta que terminó en accidente, lo cierto es que este hecho acabó con Mohamed Bouazizi.
El 4 de enero de 2011, tras haber recibido la visita del mismísimo Ben Alí, su vida se apagaba en el hospital de Sidi Bouzid. No obstante, su muerte encendió la mecha del cambio.
A partir del 17 de diciembre, las protestas se extendieron por todo el país. La inmolación de Mohamed Bouazizi empujó a la calle a buena parte de la población, especialmente a los más jóvenes; no estaban dispuestos a convivir más con el desempleo –una tasa del 15%-, la corrupción de la clase política y la inflación.
Los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes se convirtieron en algo común durante esos primeros días de revuelta. Los jóvenes gritaban consignas contra el gobierno y lanzaban piedras y cócteles molotov contra los agentes; mientras que estos, poco a poco, pasaron de las pelotas de goma y los gases lacrimógenos a la munición convencional.
Durante las dos semanas que siguieron a la inmolación de Mohamed Bouazizi, el número de manifestantes en las calles y plazas de Túnez fue incrementándose. Pero también los afectados por la brutalidad policial: veintiún muertos según el régimen entre el 17 y el 31 de diciembre, cifra que la oposición elevaba por encima de los cincuenta.
A pesar de todo, el pueblo tunecino se esforzó por enfrentarse a los obstáculos con la madurez que la gravedad de la situación exigía. De esta manera, con el objeto de evitar escenas de pillaje y la violación de la propiedad privada, se crearon “comités cívicos”.
Se trataba así de poner fin –o al menos limitar- a esas actuaciones que poco o nada tenían que ver con el espíritu de la protesta. Siguiendo esa misma línea, en las últimas jornadas de 2010, se produjo la adopción del jazmín como icono de la revolución. Esta flor, con un valor emblemático en el país mediterráneo, se erigía en símbolo de la tolerancia.
Al término de la segunda semana de protestas, el ejecutivo comenzó a sentir el aguijón de la presión internacional. El 2 de enero de 2011, comenzó la “Operación Túnez”, vinculada al movimiento Anonymous. El objetivo de la plataforma de internautas era colapsar los portales de las instituciones gubernamentales tunecinas como forma de apoyo a los manifestantes.
A su vez, por esas mismas fechas, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo público un informe el que se criticaba duramente la acción de las fuerzas de seguridad. Los observadores internacionales consideraban que la mayor parte de los manifestantes expresaban su rechazo al régimen de manera pacífica, al tiempo que calificaban la respuesta del gobierno como algo violento y desproporcionado.
Por tanto, exigían a Ben Alí una investigación “transparente, creíble e independiente sobre la violencia y las muertes”.
Las jornadas decisivas de la revolución
Entre el 4 y 11 de enero, el país vivió los días más tensos desde el comienzo de las protestas. Esa semana comenzó con el fallecimiento del propio Mohamed Bouazizi, bautizado como “padre de la revolución”. En medio del duelo del pueblo tunecino y las condolencias llegadas desde numerosos países democráticos, se anunció la convocatoria de una huelga general. A su vez, los manifestantes continuaron llenando las calles de forma más insistente.
Por su parte, el gobierno, superado por los acontecimientos, no tuvo más remedio que acudir al ejército para retomar el control de las calles.
El 7 de enero, consciente de que la situación se le iba de las manos, el régimen intentó frenar el empuje de la revolución actuando contra algunos de sus líderes. Ese día fueron detenidos algunos miembros destacados de partidos políticos, disidentes, periodistas… Entre ellos se encontraba el bloguero Slim Amamou, redactor de RedWriteWeb y promotor de una manifestación por la libertad de expresión en mayo de 2010.
La respuesta internacional no se hizo esperar. La Alta Comisionada de la ONU para Túnez manifestó su frontal rechazo ante la política de arrestos del régimen. Además, denunciaba la violencia física y psicológica a la que eran sometidos los detenidos, entre los que se encontraban “defensores de los derechos humanos, blogueros, y activistas”.
A pesar de las detenciones, Ben Alí no logró desarticular el movimiento opositor. El 8 de enero las protestas se repetían en las principales ciudades del país, y una vez más la dureza represora del gobierno se hacía notar: nueve muertos y seis heridos graves.
El día 11 la crispación llegó a niveles tan altos que Ben Alí optó por decretar el toque de queda en las ciudades de Béja, Gafsa, Kasserine y Telab. En veintitrés años de régimen, era la primera vez que se tomaba esa medida.
Ese mismo día, fue detenido en la ciudad de Cheba el periodista de Radio Kalima Ben Hassen. Agentes de las fuerzas especiales entraron de improviso en su domicilio particular y se lo llevaron arrestado sin orden judicial. En idénticas circunstancias se llevó a cabo, en la mañana del día 12, la detención de Hamma Hammami, ex director de diario Alternatives –prohibido por el régimen- y portavoz del Partido Comunista de los Obreros Tunecinos (PCOT).
Según su esposa, Radhia Nasraoui, los agentes irrumpieron en la vivienda “forzando la puerta de nuestro apartamento”. A continuación “lo registraron destrozando todo lo que encontraron a su paso”, y detuvieron a Hammami “delante de su propia hija”. Al parecer, el desencadenante de ambos hechos fue la actividad subversiva que los periodistas llevaban a cabo en la red social Facebook, desde donde animaban a salir a la calle y reclamaban la dimisión de Ben Alí.
Una vez libre de su cautiverio, el propio Hamma Hammami relataba las circunstancias que rodearon a su detención: “el martes día 10, el Partido Comunista Obrero Tunecino acababa de hacer pública una declaración exigiendo la salida de Ben Alí. Fuimos el único partido que la pedimos. La reacción del poder fue violenta. Una veintena de hombres irrumpieron en mi casa. Destrozaron la puerta de mi apartamento. Cogieron el ordenador de Radhia y una cámara de fotos. Me llevaron al ministerio del Interior, donde permanecí con las manos atadas hasta mi liberación”.
Ante la evidencia de los hechos y la presión internacional, el gobierno tunecino fue, poco a poco, suavizando su postura. Del toque de queda y del despliegue militar por las calles –días en los que se denominaba “actos terroristas” a las manifestaciones-, se pasó a una política de conciliación. El miércoles 12 de enero, el primer ministro Mohamed Ghanuchi destituyó al responsable de Seguridad, Rafik Belhaj Kacem.
Este hecho marcó un hito en la evolución de los acontecimientos: el régimen comenzaba a ceder. Inmediatamente se anunció que los detenidos durante las protestas serían liberados.
El jueves 13 fue el propio Ben Alí el que salió a escena con el fin de apaciguar al pueblo. En un discurso a la nación, se comprometía a llevar a cabo lo antes posible reformas políticas y económicas. En concreto, aseguró que no se presentaría a la reelección, al tiempo que adelantaba una reducción de precios en los productos básicos. La declaración de Ben Alí incluía también la promesa de crear 300.000 puestos de trabajo y permitir la libertad de prensa.
Esa misma noche, los portales de internet que permanecían bloqueados desde el comienzo de la protesta volvieron a ser accesibles. Los tunecinos recuperaron el acceso a sitios web como Flickr, Youtube o Dailymotion, desde donde mostraron a todo el planeta las imágenes de su revolución.
En su discurso, el presidente tampoco olvido la brutal actuación de las fuerzas de orden público contra los manifestantes: ordenó de manera tajante a la policía que no disparara más sobre los ciudadanos.
Al mismo tiempo, prometió una investigación profunda e independiente para aclarar los hechos y exigir responsabilidades a los culpables. Sin embargo, sus palabras no lograron detener ni el avance de la revolución, ni la acción policial. Ese mismo día, manifestantes y fuerzas de seguridad volvieron a enfrentarse en las calles con un saldo de trece muertos.
A su vez, la presidenta de la Federación Internacional de Ligas de Derechos Humanos (FIDH), Souhayr Belhassen, declaraba que ocho personas más habían fallecido en las afueras de la capital. Este organismo aprovechó esa circunstancia para hacer pública una lista con los datos personales de sesenta y seis personas fallecidas desde el 17 de diciembre como consecuencia de la represión del régimen.
El 14 de enero, aprovechando el precepto islámico de acudir a la mezquita el viernes, se organizó una manifestación multitudinaria en la capital. Al salir de la oración, miles de tunecinos se concentraron en las calles para exigir el final del régimen. Bajo el lema “¡Fuera Ben Alí!”, los manifestantes avanzaron sin apenas oposición de las fuerzas de orden público.
Esa misma tarde, el Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas se reunió con el presidente. Durante la conversación, Ahmed Chebir informó a Ben Alí de que el ejército no estaba dispuesto a mantenerlo en el poder en contra de la voluntad del pueblo.
Esta no era la primera muestra de deslealtad hacia su persona por parte de los militares. Dos días antes, el propio presidente se había visto obligado a destituir al Jefe de Estado Mayor, Rachib Ammar, por su negativa a dar la orden de disparar sobre los manifestantes. Es más, según testigos oculares, en determinados momentos de la revolución, los soldados defendieron a los ciudadanos de la acción policial.
Chebir recomendó a Ben Alí que abandonara el país. Este, viendo que no tenía otra salida, preparó su huida de manera precipitada. Durante las últimas horas del viernes 14 se especuló mucho acerca del destino definitivo del ya ex presidente tunecino. En un primer momento, se negoció la posibilidad de que recibiera asilo político en Francia. Sin embargo, el presidente Sarkozy descartó de forma inmediata y tajante la posibilidad de acogerlo en su país.
En esta situación, el avión presidencial se dirigió a Malta, lo que hizo sospechar a muchos que su destino definitivo estaría en algún país del Golfo Pérsico, como Dubai, Qatar o Bahrein. Finalmente, en el transcurso de una escala en el aeropuerto italiano de Cagliari, Ben Alí pudo hablar con el rey Abdalá de Arabia Saudí, que se mostró dispuesto a recibirlo.
No obstante, a la aventura del dictador tunecino aún le faltaba un patético epílogo que demuestra hasta qué punto, ignorando la evidencia, se aferraba al poder. Recién llegado a Arabia Saudí, telefoneó al presidente en funciones, Mohamed Ghanuchi. En la conversación, Ben Alí le manifestó su intención de volver a Túnez, inmediatamente, con el fin de retomar el mando.
Su antiguo colaborador, sorprendido por una decisión tan alejada de la realidad, le contestó que eso ya no era posible. Horas más tarde, Ghanuchi renunciaba a la presidencia en favor de la máxima autoridad del Parlamento, Fouad Mebaza, y formaba un nuevo gobierno de transición en el que ocupaba el cargo de primer ministro.
Las predicciones de Robert Godec, embajador norteamericano en Túnez, se habían cumplido. En un informe enviado a Hillary Clinton el 17 de julio de 2009, el diplomático mostraba sus dudas sobre la continuidad del régimen.
El texto íntegro fue hecho público por el portal Tunileaks, situado en el ámbito de Wikileaks, y en él se pueden leer párrafos como el siguiente: “El presidente Ben Alí está envejecido, su régimen sufre de esclerosis y no hay un claro sucesor. Muchos tunecinos están frustrados por la falta de libertad política y sienten rabia por la corrupción de la familia del presidente, por las elevadas tasas de desempleo y por las desigualdades regionales. El extremismo es una amenaza continua (…) Túnez es un estado policial, con escasa libertad de expresión o asociación, y con serios problemas de derechos humanos (…) Como consecuencia de todo esto, los riesgos para la estabilidad a largo plazo del régimen son crecientes”.
La publicación de este y otros documentos en el portal de Julian Assange, llevó a la revista Foreign Policy a coquetear con la idea de una revuelta-Wikileaks. Sin embargo, estudiando los hechos detenidamente, parece evidente que los textos de Tunileaks tuvieron poca influencia en la reacción de los tunecinos.
En primer lugar, porque el régimen cerró el acceso a esa web, lo que complicó sobremanera la difusión de su contenido entre la población. Y, en segundo término, porque esa información no resultaba desconocida para ellos. El deterioro del régimen, la corrupción de la esposa de Ben Alí, el desempleo o el aumento de precio en los productos básicos formaban parte del día a día de los ciudadanos de Túnez.