Túnez después de Ben Alí

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La huida de Ben Alí y la formación, el 17 de enero, de un nuevo ejecutivo no marcaron el final de la Revolución de los Jazmines.

Apenas veinticuatro horas bastaron para que el pueblo tunecino retirara su confianza al gobierno de transición. En la base del rebrote de la protesta estaba la presencia en el ejecutivo de personalidades que habían ostentado cargos de alta responsabilidad durante el régimen –doce en el gabinete sobre un total de veinte miembros-, en especial el primer ministro Mohamed Ghanuchi, hombre de confianza del ex presidente.

De esta manera, convencidos de que se encontraban ante un gobierno continuista, los tunecinos volvieron a salir a la calle el día 18 de enero. Argumentaban que no habían hecho la revolución para terminar simplemente con Ben Alí, sino con el régimen en su conjunto.

Miles de personas llenaron la medina del centro de Túnez, sede de los principales edificios gubernamentales, para mostrar su rechazo al ejecutivo dirigido por Mohamed Ghanuchi. Ante la ventana de la oficina del primer ministro, en la plaza del Palacio de Gobierno, se formó, en pocas horas, un extenso campamento.

La capital de esta república Mediterránea inauguraba, por tanto, ese mecanismo de protesta, que más tarde se haría famoso en España y los EE.UU.

La mayor parte de los miembros de esa improvisada acampada eran habitantes del interior del país, de regiones como Gafsa, Kaserín, Gabes o Sidi Bouzid, ciudad natal de Mohamed Bouazizi. Personas, al fin y al cabo, que se habían trasladado a la capital para unirse a la protesta y que, a falta de un lugar donde hospedarse, habían echado mano de sus propias tiendas.

Los manifestantes se comprometieron a no marcharse de la plaza hasta que todos los colaboradores del régimen de Ben Alí abandonaran el gobierno. Sin embargo, ese mismo día, las fuerzas de seguridad consiguieron dispersar a los ciudadanos, obligándoles a levantar la acampada. La violencia policial, esta vez sin víctimas mortales, volvió ha hacer acto de presencia. En protesta contra estos actos, cuatro miembros del ejecutivo, todos ellos miembros de la oposición, presentaron su dimisión a Mohamed Ghanuchi.

La jornada del 18 de enero, con su gran manifestación, la actuación policial y la dimisión de cuatro ministros, había dejado herido de muerte al gobierno de transición.

Quizás por esa razón, el ejecutivo decidió tomar una serie de medidas para congraciarse con el pueblo. En primer lugar, declaró su intención de legalizar todos los partidos políticos salvo el islamista Ennahdha, al tiempo que se anunciaba la liberación de los presos políticos. En segundo término, con el fin de distanciarse lo máximo posible del huido presidente, las autoridades pidieron a Arabia Saudí su extradición. La diplomacia tunecina basaba sus exigencias en los crímenes cometidos por Ben Alí durante la revuelta de los días anteriores.

En concreto, se le acusaba de participar en varios delitos graves como “incitación al asesinato o fomento de la discordia entre los ciudadanos del país”. Además, a estos cargos había que añadir aquellos anteriores a la Revolución de los Jazmines: especulación ilegal, blanqueo de dinero, corrupción a gran escala… El documento de la embajada tunecina terminaba pidiendo a los saudíes información sobre el estado de salud de Ben Alí, puesto que, sobre la cuestión, circulaban rumores contradictorios, e incluso se hablaba de la posible muerte del dictador.

No obstante, las medidas tomadas por el gobierno de Ghanuchi no fueron suficientes para calmar al pueblo. En los días que siguieron al desalojo del 18 de enero, los manifestantes volvieron a ocupar la plaza, llenándola nuevamente con sus tiendas de campaña. Además, a partir del día 22, cientos de agentes de policía comenzaron a simpatizar con la protesta, hasta el punto de unirse a ella.

Finalmente, la llegada a la plaza de un gran grupo de universitarios y jóvenes de la capital, elevó el número de acampados a los tres mil en la tarde del jueves 24.

Con el fin de aprovechar la masa humana que se concentraba frente al Palacio de Gobierno, y percibiendo a su vez la fragilidad del ejecutivo, la oposición convocó para el viernes 25 de enero una nueva manifestación masiva por las calles del centro de la capital. Lo que comenzó siendo una marcha pacífica en pro de la dimisión de Ghanuchi, fue degenerando hasta terminar en una batalla campal entre un grupo de radicales y la policía.

El enfrentamiento tuvo su origen en la avenida Burguiba, donde los agentes de seguridad cortaron el paso a los manifestantes que se disponían a asaltar la sede del Ministerio del Interior. En respuesta a la acción policial, estos comenzaron a lanzarles piedras, al tiempo que prendían fuego al mobiliario urbano. En ese momento se produjo la carga policial, que dejó a su paso tres muertos. Escenas similares se vivieron en los aledaños del Parlamento, cuyo asalto fue también detenido por las fuerzas de seguridad.

La primera reacción del gobierno ante los acontecimientos de la jornada de protesta fue pedir calma a la población, al tiempo que apelaba a su responsabilidad, vital para llevar a buen puerto el proceso de transición. Pero, a pesar de esas recomendaciones, los disturbios continuaron a lo largo del 26 de enero, con un saldo de tres muerto y ochenta y cinco heridos.

Al día siguiente, con la situación totalmente fuera de control, el primer ministro Mohamed Ghanuchi presentaba su dimisión ante el presidente Fouad Mebaza. Desaparecía así de la escena política el sucesor de Ben Alí, un hombre que, a causa de su pasado ligado al régimen, no había podido llevar a buen puerto el cambio político en su país.

El elegido para sucederle fue Beji Caid-Essebsi, un veterano político de ochenta y cuatro años que, durante la etapa de Habib Burguiba, había desempeñado cargos ministeriales.

Tras el relevo gubernamental, las aguas volvieron a su cauce. Las manifestaciones cesaron, al tiempo que la acampada frente al Palacio de Gobierno fue perdiendo integrantes poco a poco hasta desaparecer a comienzos del mes de marzo. A todo esto contribuyó, sin lugar a dudas, la mejora de las relaciones entre el ejecutivo y las fuerzas de oposición agrupadas en el Alto Consejo para la Protección de la Revolución.

También influyó la dimisión de los ministros Aziz Chlabi y Mohamed Nuri Yuini. Estos, titulares de los departamentos de Industria y Cooperación Internacional respectivamente, pertenecían al partido Reagrupación Constitucional Democrática (RCD), vinculado al régimen de Ben Alí.

Otro símbolo del cambio político fue la legalización, tras veintitrés años en la clandestinidad, del partido islamista Ennahdha. El 1 de marzo, a las pocas horas de confirmarse la noticia, su líder, Rachid Ghanuchi, manifestaba su voluntad de aceptar y respetar las reglas del juego democrático, al tiempo que anunciaba su deseo de convocar un congreso nacional del partido.

El 3 de marzo, en un discurso televisado a la nación, Fouad Mebaza anunciaba que las elecciones a la Asamblea Constitucional se celebrarían el 24 de julio.

El presidente confirmó que el gobierno de transición se mantendría en el poder hasta que los nuevos representantes del pueblo estuvieran en situación de designar un nuevo ejecutivo. A su vez, Mebaza informó a los ciudadanos sobre la elaboración de una normativa electoral, cuya aprobación estaba prevista para finales de marzo. Terminaba su intervención asegurando que la gran misión del gobierno interino, así como de la asamblea elegida por el pueblo en julio era “consagrar las aspiraciones del pueblo tunecino y su revolución”.

Cuatro días después de este importante discurso, se legalizaban nueve partidos políticos, entre ellos Congreso para la República (CPR) del médico, escritor y opositor a Ben Alí, Moncef Marzouki. De igual modo, el 18 de marzo, el Partido Comunista de los Obreros de Túnez (PCOT) abandonaba la clandestinidad.

A comienzos de junio, el ejecutivo tunecino decidió retrasar las elecciones legislativas hasta el 23 de octubre. En una comparecencia pública, Beji Caid-Essebsi explicó detenidamente las razones por las que creían preferible convocar los comicios en otoño en lugar del 24 de julio.

A lo largo de su discurso, el octogenario primer ministro, puntualizó que la decisión se había tomado teniendo en cuenta la opinión de la Comisión Electoral. Este organismo era partidario de dar más tiempo a los partidos políticos para organizar sus estructuras y confeccionar las listas de candidatos. A su vez, Beji Caid-Essebi dejó entrever que la situación del país aún era demasiado tensa como para enfrentarse a una consulta popular.

El cambio de la fecha fue acogido con cierto malestar en el seno de las fuerzas opositoras. Sin embargo, la inmensa mayoría de los partidos políticos no dudó en reconocer que ese plus de tiempo otorgado por la Comisión Electoral les permitiría llegar mejor organizados a los comicios. De esta manera, salvo incidentes aislados protagonizados por simpatizantes del Tahrir, grupo político fundamentalista de carácter salafista, la noticia no provocó ningún tipo de reacción popular.

Además, los actos de protesta de ese grupo islamista, declarado ilegal por el gobierno de transición, eran más un intento de presión para estar presente en las urnas que una expresión de malestar por el cambio de fecha. Los incidentes de comienzos de junio, así como otros previos a la cita electoral, no influyeron en la decisión del ejecutivo: se mantuvo el carácter ilegal del partido Tahrir basándose en su rechazo a la democracia, así como en su intención de imponer el Sharia de forma integral.

Las pocas esperanzas del movimiento salafista se desvanecieron cuando, el 12 de septiembre, la Instancia Superior Independiente para las Elecciones publicó el registro de las listas autorizadas a participar en los comicios. Las candidaturas del partido Tahrir no se encontraban presentes entre las 11.618 admitidas. La comisión organizadora había seleccionado 1517 listas -148 del extranjero-, de las cuales 828 pertenecían a partidos políticos, 34 a coaliciones, y 655 a independientes.

Además, una cuarta parte de los candidatos no superaban los treinta años, mientras que únicamente un 7% de las listas estaban encabezadas por mujeres.

En los días previos a la cita electoral del 23 de octubre, comenzaron a circular un gran número de encuestas. La mayoría de ellas daba como vencedor, con un 30% de los votos, al partido islamista Ennahdha. Desde ese momento, algunos de sus rivales -Partido Democrático y Progresista (PDP) y el Foro Democrático para el Trabajo y las Libertades (FDLL)- comenzaron a explotar el argumento del miedo al establecimiento de un régimen fundamentalista en el país.

Sin embargo, el alto número de simpatizantes con los que contaba este grupo, así como el discurso moderado de su líder Rachid Ghanuchi, contrarrestaron con bastante eficacia el discurso de los demás partidos. A lo largo de la campaña, el Ennahdha trató de mostrarse como un partido respetuoso con la democracia y partidario de la línea política del islamismo moderado. Es decir, manifestaron su deseo de seguir los pasos del AKP turco de Recep Tayyip Erdogan.

Además, Rachib Ghanuchi no olvidó cuidar su imagen en el exterior, tal como se reflejó en la entrevista que concedió a The Guardian la semana previa a las elecciones. En ella, anunció su intención de estrechar las relaciones con la Unión Europea, al tiempo que apostaba por la vía democrática “dentro de la tendencia general del Islam político moderado”, con Turquía como modelo.

El Ennahdha también tuvo que hacer frente a las declaraciones de los grupos feministas, temerosos de que, con su victoria, el país retrocediera en el campo de la igualdad.

El líder del partido salió al paso de esas acusaciones en numerosas intervenciones y entrevistas, entre ellas la citada para The Guardian: «Nuestro manifiesto subraya nuestra defensa de los derechos de la mujer y el respaldo al sistema de participación que fija la igualdad de hombres y mujeres.

Las mujeres juegan un papel importante a todos los niveles de nuestro partido, como cabría esperarse de cualquier formación democrática». Las palabras de Ghanuchi estaban, además, respaldadas por los hechos. Un alto porcentaje de los candidatos de su partido eran mujeres, y la mayoría de ellas no usaba de manera habitual el velo.

El domingo 23 de octubre, los ciudadanos tunecinos acudieron a las urnas para elegir a los parlamentarios que iban a formar parte de la Asamblea Constituyente.

Además, tal como quedaba reflejado en la convocatoria electoral, si estos lo creían conveniente, estarían autorizados para nombrar un nuevo gobierno, así como un presidente de la república. El sistema electoral, diseñado por la Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, de la Reforma Política y de la Transición Democrática, contemplaba un modelo representativo proporcional mayoritario, a una vuelta y con listas cerradas.

A su vez, el país quedaba dividido en treinta y tres circunscripciones diferentes. Estas, en función de su población, se repartían ciento noventa y nueve de los doscientos diecisiete asientos parlamentarios, quedando los restantes dieciocho reservados para el voto emigrante. Yadh Ben Achour, director del citado organismo, aseguraba que, de este modo, se buscaba establecer “un panorama lo más representativo posible”, al tiempo que se evitaba la presencia de un partido hegemónico. Así, las distintas fuerzas políticas estaban obligadas a llegar a acuerdos, construyendo una Constitución basada en el consenso.

Si bien en la mañana del día 24 ya circulaban numerosos rumores, los resultados no fueron publicados por la Instancia Superior Independiente para las Elecciones hizo hasta el día 28 de octubre. El recuento final arrojó una participación del 86% -4.308.888 votos emitidos-, con un 3,6% de votos nulos y un 2,3% en blanco. El sistema electoral utilizado configuró un parlamento con doce fuerzas parlamentarias, de las cuales ninguna llegaba a la mayoría absoluta. En lo que se refiere a distribución de escaños por género, las mujeres alcanzaron un 27% frente al 73% de los varones. Porcentajes, por otro lado, muy similares al de los candidatos de cada sexo.

El triunfo fue para los islamistas del Ennahda, con el 37% de los votos. El partido de Rachib Ghanuchi obtuvo así 89 escaños, 42 de ellos ocupados por mujeres. El Partido Congreso para la República, liderado por Moncef Marzouki, se convirtió en la segunda fuerza política, con el 8,7% y un total de 29 representantes.

El 6,9% y tres parlamentarios menos obtuvo el grupo Al Aridha, y veinte, con un 7% de los sufragios, Ettakatol (Forum Democrático para el Trabajo y las Libertades). El Partido Democrático Progresista (PDP) obtuvo un 4% de los votos y 16 escaños, mientras que Polo Democrático Modernista (PDM) y Al Moubadara consiguieron 5 representantes cada uno, con un 2,8% el primero y un 3,2% el segundo. Por debajo del 2% se situaron Afek Tounis, con 4, Alternativa Revolucionaria, con 3 escaños, así como el Movimiento de los Socialdemócratas y Echaab, con 2 cada uno. A su vez, 16 independientes alcanzaron también representación parlamentaria.

La comparecencia pública del líder de Ennahda se produjo a las pocas horas de conocerse los resultados. Ghanuchi volvió a tranquilizar a la población y a las fuerzas políticas laicas, dando a entender de forma clara que su partido respetaría las conquistas democráticas de los tunecinos, así como el papel de la mujer y los derechos humanos: “La democracia es para todo el mundo, nuestros corazones están abiertos a todo el mundo y pedimos a nuestros hermanos, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas, que participen en la redacción de la Constitución y en la instauración de un régimen democrático (…) Ennahda no va a cambiar el modo de vida. Dejará el asunto en manos de las mujeres tunecinas. Habrá mujeres en el nuevo Gobierno que lleven o no lleven velo”.

A su vez, el líder islamista aprovechó para lanzar varios mensajes al exterior: “Ennahda se compromete (…) a respetar todos los compromisos de Túnez (…) La revolución no ha destruido al Estado, solo destruyó al régimen (…) Estamos abiertos a las inversiones de todas partes y nos comprometamos a respetar los intereses de los inversores”.

Hamadi Jebali, número dos de Ennahda, fue la persona designada por Rachib Ghanuchi para formar un nuevo gobierno. La negociación con los restantes partidos políticos no se cerró hasta finales de diciembre. De ella salió un ejecutivo de coalición con cuarenta y dos miembros, dieciocho de ellos islamistas. A su vez, Jebali fue nombrado primer ministro.

Previamente, con el apoyo de Ennahda, Congreso para la República y Ettakatol, el parlamento había aprobado una Constitución provisional que debía regir el país durante un año. Es decir, hasta la redacción de un texto definitivo. Sus veintiséis artículos, además de distribuir los poderes entre las distintas instituciones de la república, establecían el proceso para designar al presidente y al primer ministro.

A partir de lo establecido por el texto constitucional, los parlamentarios eligieron presidente de Túnez al líder del Congreso para la República. Moncef Marzouki, médico de profesión, comenzó su labor como opositor en la etapa de Habib Burguiba, poco tiempo después de licenciarse en la Universidad de Estrasburgo.

En 1980 se unió a la Liga Tunecina de Derecho Humanos, cuestión sobre la que publicó más de diez obras en francés y árabe. A sus sesenta y seis años, este polifacético personaje fue elegido presidente de su país con el apoyo de 153 parlamentarios, 3 votos en contra, 44 en blanco y 2 abstenciones.

De esta forma, con la designación de Marzouki y, posteriormente, con la formación del ejecutivo de Jebali, se iniciaba en Túnez una nueva etapa. El gobierno de transición, así como el presidente Mebaza, dejaban paso a los nuevos cargos electos, encargados de llevar a buen puerto el último reto de la Revolución de los Jazmines: la redacción de la Constitución.

Los comienzos de la Primavera Árabe

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Mohamed Bouazizi, el joven que inició las protestas

En su vivienda de la turística ciudad de Sidi Bouzid, Menobia Bouazizi hacía esfuerzos por alimentar a sus siete hijos. En esa tarea contaba con la inestimable ayuda de su hijo Mohamed que, desde los diez años, ayudaba al sostenimiento de la familia vendiendo frutas y verduras por las calles. Así se las habían arreglado hasta la llegada de la crisis económica.

Pero, incluso en ese contexto, podían considerarse afortunados: mientras vecinos y amigos perdían sus empleos, con el consiguiente empobrecimiento, ellos contaban aún con el puesto de frutas y verduras.

A finales de 2010, Mohamed era un ciudadano más de un país que se hundía en lo más profundo de la crisis. Un informático de 26 años dentro de una masa anónima que sufría las consecuencias del desempleo y de la subida de precios de los productos básicos. Sin embargo, en apenas unos días iba a pasar a protagonizar los noticiarios de medio mundo.

El 17 de diciembre, la policía confiscó su mercancía argumentando que no contaba con los permisos necesarios para ejercer la venta ambulante.

Mohamed Bouazizi, consciente de que iban a quitarle la única fuente de recursos con la que contaba su familia, trató de resistirse. Ante la actitud tomada por el joven, los agentes procedieron a arrebatarle la fruta por la fuerza.

La primera reacción de Mohamed fue dirigirse a la sede de la autoridad local, donde presentó una queja formal. Sin embargo, su recurso se rechazó de inmediato. Fue en ese momento cuando, de manera inconsciente, tomó la decisión que iba a cambiar el rumbo de su país y de todo el norte de África.

Se dirigió a una tienda, compró una lata de pintura inflamable y, rociándose con ella frente al ayuntamiento, se prendió fuego. Fuera un intento real de suicidio o un simple acto de protesta que terminó en accidente, lo cierto es que este hecho acabó con Mohamed Bouazizi.

El 4 de enero de 2011, tras haber recibido la visita del mismísimo Ben Alí, su vida se apagaba en el hospital de Sidi Bouzid. No obstante, su muerte encendió la mecha del cambio.

A partir del 17 de diciembre, las protestas se extendieron por todo el país. La inmolación de Mohamed Bouazizi empujó a la calle a buena parte de la población, especialmente a los más jóvenes; no estaban dispuestos a convivir más con el desempleo –una tasa del 15%-, la corrupción de la clase política y la inflación.

Los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes se convirtieron en algo común durante esos primeros días de revuelta. Los jóvenes gritaban consignas contra el gobierno y lanzaban piedras y cócteles molotov contra los agentes; mientras que estos, poco a poco, pasaron de las pelotas de goma y los gases lacrimógenos a la munición convencional.

Durante las dos semanas que siguieron a la inmolación de Mohamed Bouazizi, el número de manifestantes en las calles y plazas de Túnez fue incrementándose. Pero también los afectados por la brutalidad policial: veintiún muertos según el régimen entre el 17 y el 31 de diciembre, cifra que la oposición elevaba por encima de los cincuenta.

A pesar de todo, el pueblo tunecino se esforzó por enfrentarse a los obstáculos con la madurez que la gravedad de la situación exigía. De esta manera, con el objeto de evitar escenas de pillaje y la violación de la propiedad privada, se crearon “comités cívicos”.

Se trataba así de poner fin –o al menos limitar- a esas actuaciones que poco o nada tenían que ver con el espíritu de la protesta. Siguiendo esa misma línea, en las últimas jornadas de 2010, se produjo la adopción del jazmín como icono de la revolución. Esta flor, con un valor emblemático en el país mediterráneo, se erigía en símbolo de la tolerancia.

Al término de la segunda semana de protestas, el ejecutivo comenzó a sentir el aguijón de la presión internacional. El 2 de enero de 2011, comenzó la “Operación Túnez”, vinculada al movimiento Anonymous. El objetivo de la plataforma de internautas era colapsar los portales de las instituciones gubernamentales tunecinas como forma de apoyo a los manifestantes.

A su vez, por esas mismas fechas, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo público un informe el que se criticaba duramente la acción de las fuerzas de seguridad. Los observadores internacionales consideraban que la mayor parte de los manifestantes expresaban su rechazo al régimen de manera pacífica, al tiempo que calificaban la respuesta del gobierno como algo violento y desproporcionado.

Por tanto, exigían a Ben Alí una investigación «transparente, creíble e independiente sobre la violencia y las muertes».

Las jornadas decisivas de la revolución

Entre el 4 y 11 de enero, el país vivió los días más tensos desde el comienzo de las protestas. Esa semana comenzó con el fallecimiento del propio Mohamed Bouazizi, bautizado como “padre de la revolución”. En medio del duelo del pueblo tunecino y las condolencias llegadas desde numerosos países democráticos, se anunció la convocatoria de una huelga general. A su vez, los manifestantes continuaron llenando las calles de forma más insistente.

Por su parte, el gobierno, superado por los acontecimientos, no tuvo más remedio que acudir al ejército para retomar el control de las calles.

El 7 de enero, consciente de que la situación se le iba de las manos, el régimen intentó frenar el empuje de la revolución actuando contra algunos de sus líderes. Ese día fueron detenidos algunos miembros destacados de partidos políticos, disidentes, periodistas… Entre ellos se encontraba el bloguero Slim Amamou, redactor de RedWriteWeb y promotor de una manifestación por la libertad de expresión en mayo de 2010.

La respuesta internacional no se hizo esperar. La Alta Comisionada de la ONU para Túnez manifestó su frontal rechazo ante la política de arrestos del régimen. Además, denunciaba la violencia física y psicológica a la que eran sometidos los detenidos, entre los que se encontraban “defensores de los derechos humanos, blogueros, y activistas”.

A pesar de las detenciones, Ben Alí no logró desarticular el movimiento opositor. El 8 de enero las protestas se repetían en las principales ciudades del país, y una vez más la dureza represora del gobierno se hacía notar: nueve muertos y seis heridos graves.

El día 11 la crispación llegó a niveles tan altos que Ben Alí optó por decretar el toque de queda en las ciudades de Béja, Gafsa, Kasserine y Telab. En veintitrés años de régimen, era la primera vez que se tomaba esa medida.

Ese mismo día, fue detenido en la ciudad de Cheba el periodista de Radio Kalima Ben Hassen. Agentes de las fuerzas especiales entraron de improviso en su domicilio particular y se lo llevaron arrestado sin orden judicial. En idénticas circunstancias se llevó a cabo, en la mañana del día 12, la detención de Hamma Hammami, ex director de diario Alternatives –prohibido por el régimen- y portavoz del Partido Comunista de los Obreros Tunecinos (PCOT).

Según su esposa, Radhia Nasraoui, los agentes irrumpieron en la vivienda “forzando la puerta de nuestro apartamento”. A continuación “lo registraron destrozando todo lo que encontraron a su paso”, y detuvieron a Hammami “delante de su propia hija”. Al parecer, el desencadenante de ambos hechos fue la actividad subversiva que los periodistas llevaban a cabo en la red social Facebook, desde donde animaban a salir a la calle y reclamaban la dimisión de Ben Alí.

Una vez libre de su cautiverio, el propio Hamma Hammami relataba las circunstancias que rodearon a su detención: “el martes día 10, el Partido Comunista Obrero Tunecino acababa de hacer pública una declaración exigiendo la salida de Ben Alí. Fuimos el único partido que la pedimos. La reacción del poder fue violenta. Una veintena de hombres irrumpieron en mi casa. Destrozaron la puerta de mi apartamento. Cogieron el ordenador de Radhia y una cámara de fotos. Me llevaron al ministerio del Interior, donde permanecí con las manos atadas hasta mi liberación”.

Ante la evidencia de los hechos y la presión internacional, el gobierno tunecino fue, poco a poco, suavizando su postura. Del toque de queda y del despliegue militar por las calles –días en los que se denominaba “actos terroristas” a las manifestaciones-, se pasó a una política de conciliación. El miércoles 12 de enero, el primer ministro Mohamed Ghanuchi destituyó al responsable de Seguridad, Rafik Belhaj Kacem.

Este hecho marcó un hito en la evolución de los acontecimientos: el régimen comenzaba a ceder. Inmediatamente se anunció que los detenidos durante las protestas serían liberados.

El jueves 13 fue el propio Ben Alí el que salió a escena con el fin de apaciguar al pueblo. En un discurso a la nación, se comprometía a llevar a cabo lo antes posible reformas políticas y económicas. En concreto, aseguró que no se presentaría a la reelección, al tiempo que adelantaba una reducción de precios en los productos básicos. La declaración de Ben Alí incluía también la promesa de crear 300.000 puestos de trabajo y permitir la libertad de prensa.

Esa misma noche, los portales de internet que permanecían bloqueados desde el comienzo de la protesta volvieron a ser accesibles. Los tunecinos recuperaron el acceso a sitios web como Flickr, Youtube o Dailymotion, desde donde mostraron a todo el planeta las imágenes de su revolución.

En su discurso, el presidente tampoco olvido la brutal actuación de las fuerzas de orden público contra los manifestantes: ordenó de manera tajante a la policía que no disparara más sobre los ciudadanos.

Al mismo tiempo, prometió una investigación profunda e independiente para aclarar los hechos y exigir responsabilidades a los culpables. Sin embargo, sus palabras no lograron detener ni el avance de la revolución, ni la acción policial. Ese mismo día, manifestantes y fuerzas de seguridad volvieron a enfrentarse en las calles con un saldo de trece muertos.

A su vez, la presidenta de la Federación Internacional de Ligas de Derechos Humanos (FIDH), Souhayr Belhassen, declaraba que ocho personas más habían fallecido en las afueras de la capital. Este organismo aprovechó esa circunstancia para hacer pública una lista con los datos personales de sesenta y seis personas fallecidas desde el 17 de diciembre como consecuencia de la represión del régimen.

El 14 de enero, aprovechando el precepto islámico de acudir a la mezquita el viernes, se organizó una manifestación multitudinaria en la capital. Al salir de la oración, miles de tunecinos se concentraron en las calles para exigir el final del régimen. Bajo el lema “¡Fuera Ben Alí!”, los manifestantes avanzaron sin apenas oposición de las fuerzas de orden público.

Esa misma tarde, el Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas se reunió con el presidente. Durante la conversación, Ahmed Chebir informó a Ben Alí de que el ejército no estaba dispuesto a mantenerlo en el poder en contra de la voluntad del pueblo.

Esta no era la primera muestra de deslealtad hacia su persona por parte de los militares. Dos días antes, el propio presidente se había visto obligado a destituir al Jefe de Estado Mayor, Rachib Ammar, por su negativa a dar la orden de disparar sobre los manifestantes. Es más, según testigos oculares, en determinados momentos de la revolución, los soldados defendieron a los ciudadanos de la acción policial.

Chebir recomendó a Ben Alí que abandonara el país. Este, viendo que no tenía otra salida, preparó su huida de manera precipitada. Durante las últimas horas del viernes 14 se especuló mucho acerca del destino definitivo del ya ex presidente tunecino. En un primer momento, se negoció la posibilidad de que recibiera asilo político en Francia. Sin embargo, el presidente Sarkozy descartó de forma inmediata y tajante la posibilidad de acogerlo en su país.

En esta situación, el avión presidencial se dirigió a Malta, lo que hizo sospechar a muchos que su destino definitivo estaría en algún país del Golfo Pérsico, como Dubai, Qatar o Bahrein. Finalmente, en el transcurso de una escala en el aeropuerto italiano de Cagliari, Ben Alí pudo hablar con el rey Abdalá de Arabia Saudí, que se mostró dispuesto a recibirlo.

No obstante, a la aventura del dictador tunecino aún le faltaba un patético epílogo que demuestra hasta qué punto, ignorando la evidencia, se aferraba al poder. Recién llegado a Arabia Saudí, telefoneó al presidente en funciones, Mohamed Ghanuchi. En la conversación, Ben Alí le manifestó su intención de volver a Túnez, inmediatamente, con el fin de retomar el mando.

Su antiguo colaborador, sorprendido por una decisión tan alejada de la realidad, le contestó que eso ya no era posible. Horas más tarde, Ghanuchi renunciaba a la presidencia en favor de la máxima autoridad del Parlamento, Fouad Mebaza, y formaba un nuevo gobierno de transición en el que ocupaba el cargo de primer ministro.

Las predicciones de Robert Godec, embajador norteamericano en Túnez, se habían cumplido. En un informe enviado a Hillary Clinton el 17 de julio de 2009, el diplomático mostraba sus dudas sobre la continuidad del régimen.

El texto íntegro fue hecho público por el portal Tunileaks, situado en el ámbito de Wikileaks, y en él se pueden leer párrafos como el siguiente: “El presidente Ben Alí está envejecido, su régimen sufre de esclerosis y no hay un claro sucesor. Muchos tunecinos están frustrados por la falta de libertad política y sienten rabia por la corrupción de la familia del presidente, por las elevadas tasas de desempleo y por las desigualdades regionales. El extremismo es una amenaza continua (…) Túnez es un estado policial, con escasa libertad de expresión o asociación, y con serios problemas de derechos humanos (…) Como consecuencia de todo esto, los riesgos para la estabilidad a largo plazo del régimen son crecientes».

La publicación de este y otros documentos en el portal de Julian Assange, llevó a la revista Foreign Policy a coquetear con la idea de una revuelta-Wikileaks. Sin embargo, estudiando los hechos detenidamente, parece evidente que los textos de Tunileaks tuvieron poca influencia en la reacción de los tunecinos.

En primer lugar, porque el régimen cerró el acceso a esa web, lo que complicó sobremanera la difusión de su contenido entre la población. Y, en segundo término, porque esa información no resultaba desconocida para ellos. El deterioro del régimen, la corrupción de la esposa de Ben Alí, el desempleo o el aumento de precio en los productos básicos formaban parte del día a día de los ciudadanos de Túnez.