El Muro de Berlín


¿Sabías que, durante casi tres décadas, la ciudad de Berlín estuvo dividida por un muro de 155 kilómetros de diámetro? Pues sí, así fue. El 13 de agosto de 1961, el gobierno de la República Democrática Alemana, con el respaldo de la Unión Soviética, iniciaba uno de los experimentos más terribles de la Europa moderna: del país que una vez pretendió dominar el mundo, surgieron dos pueblos separados por un muro hasta el 9 de noviembre de 1989.


Con el fin de entender por qué se levantó un muro en la capital de Alemania, es necesario remontarnos a los primeros años de la Guerra Fría. Como quedó explicado en el vídeo que dedicamos a esa cuestión (pondría una tarjeta enlazándolo), al término de la Segunda Guerra Mundial, tanto Alemania en su conjunto como la ciudad de Berlín, quedaron divididas en cuatro zonas de ocupación.

Sin embargo, esos territorios nunca llegaron a formar un único país. En abril de 1949, los EE.UU., Gran Bretaña y Francia unificaron sus zonas en un Estado: la República Federal de Alemania. Por su parte, en octubre de ese mismo año, surgía bajo el patrocinio soviético la República Democrática Alemana.

A pesar de esa división y de las tensiones propias del conflicto entre ambos bloques, la frontera entre Berlín Occidental y Berlín Oriental se mantuvo abierta hasta el verano de 1961. Eso la convirtió en la principal vía de escape existente al otro lado del Telón de Acero. De esta manera, desde 1949, más de tres millones de personas emigraron a Alemania Occidental pasando la frontera existente en la ciudad.

La constante pérdida de población llevó a las autoridades de la República Democrática Alemana –es decir, la cúpula del Partido Socialista Unificado- a buscar soluciones que evitaran la salida masiva de personas. De hecho, en las dos semanas previas a la construcción del Muro, se estima que cruzaron la frontera unas 50.000 personas. De esta manera, el día 13 de agosto comenzó la construcción del Muro bajo la atenta mirada y la protección de la policía y el ejército de la Alemania comunista; en total cerca de 15.000 efectivos.

Mientras tanto ¿qué hizo Occidente? Lo primero de todo es aclarar que los aliados de la OTAN fueron informados de los planes para acordonar Berlín Occidental por parte de los responsables de la República Democrática Alemana. Además, los servicios secretos de la RFA conocían buena parte de los detalles desde el mes de julio. Sin embargo, cuando se inició la construcción, les sorprendió tanto el calendario como las dimensiones de las barreras.

Lógicamente, la propaganda comunista trató de justificar la medida alegando que era un sistema de defensa contra la amenaza fascista de Occidente. En definitiva, culpaban a la República Federal de Alemania y a sus aliados de mantener un enclave dentro de su territorio –Berlín Oeste- que resultaba una amenaza para el modelo socialista. Sostenían que, sin la presencia occidental, el Muro no hubiera sido necesario.

Por su parte, Occidente reaccionó de diversas maneras y a ritmos muy distintos frente a la construcción del Muro. Desde la enérgica protesta y la manifestación convocada por el entonces alcalde de Berlín Oeste, Willy Brandt, a la prudencia del presidente alemán Konrad Adenauer y su viaje a la ciudad unas semanas después. Además, la diplomacia de los países de la OTAN mostró su indignación, al tiempo que se tomaron las medidas oportunas para mantener la independencia del enclave.

Ahora bien, como en tantos otros episodios de la Guerra Fría, la tensión inicial fue relajándose progresivamente con el fin de evitar un conflicto abierto. De hecho, en 1963 se llegó a un primer acuerdo para dejar pasar población de forma temporal aprovechando la celebración de Año Nuevo. Y, en la década siguiente, se agilizaron los trámites de tránsito para situaciones especiales.

Expuestos los antecedentes y la cuestión diplomática, ha llegado el momento de hablar del Muro en sí mismo. El primer punto a tener en cuenta es que la construcción se llevó a cabo en varias fases y sufrió varios procesos de remodelación que llevaron al perfeccionamiento de su estructura. De hecho, a partir de 1975 se fueron instalando más de 40.000 secciones de hormigón armado con una altura de 3,6 metros.

Además, el conjunto se completaba con alambradas, cables de alarma, cercas de púas, trincheras, una treintena de búnkeres y 300 torres de vigilancia.

Por supuesto, eso no evitó que muchas personas trataran de salir del Berlín Oriental. De hecho, desde la construcción del Muro hasta su desaparición en 1989, se produjeron más de 5.000 fugas. La mayoría, como es lógico, se produjeron en los primeros meses, pues la estructura no estaba perfeccionada. Además, en el intento murieron 192 personas y el número de heridos supero las dos centenas.

Finalmente, como hemos comentado antes, el Muro de Berlín cayó en la noche del 9 de noviembre de 1989. Ese acontecimiento hay que enmarcarlo en el contexto de la Perestroika, emprendida por Mijaíl Gorbachov en la URSS desde 1985. Con el tiempo, la renuncia de Moscú a intervenir como hasta entonces en sus países satélites llevó a que Hungría retirara las alambradas de su frontera en mayo de 1989.

Eso produjo una avalancha desde la Alemania Oriental a ese país que, solo en el mes de septiembre, recibió a casi 15.000 alemanes. A esa cifra hay que añadir la del creciente número de refugiados en las embajadas de la Alemania Federal en Praga y Varsovia.

La cascada de acontecimientos llevó a la sustitución de Erich Honecker por Egon Krenz al frente del Partido Socialista Unificado de la Alemania comunista a mediados de octubre.

Sin embargo, la causa última de la caída del Muro fue la confusión que se produjo en la conferencia de prensa de Günter Schabowski, miembro del Comité Central del SED. El político alemán anunció por error que la nueva ley de permisos de viaje entraba en vigor esa noche y, a partir de esa información, varios medios del Berlín Occidental anunciaron que el Muro se había abierto.

Todo eso llevó a miles de berlineses a tratar de cruzar la frontera, ante la confusión de la policía que no sabía si debía actuar o no. La avalancha se hizo imparable y, en las horas siguientes, los habitantes de Berlín comenzaron a destruir varios sectores del Muro sin que nadie lo impidiera.

Finalmente, después de un largo proceso negociador y no pocos estudios económicos y sociológicos, el 3 de octubre de 1990 desaparecía la República Democrática Alemana, integrándose su territorio en la RFA.

El final de la guerra en Europa


La Segunda Guerra Mundial ha sido, hasta la fecha, el mayor conflicto bélico de la historia de la humanidad, tanto en términos de vidas humanas como en destrucción material. Una vez en el poder, Adolf Hitler tomó el camino hacia la guerra que, tras estallar en 1939, no tocaría a su fin hasta 1945. Una vez terminada, los vencedores se reunieron en diversas conferencias para preparar la paz y el nuevo orden mundial.

En este vídeo se narran los últimos acontecimientos del conflicto bélico en territorio europeo, mientras que en las restantes clases se aborda la introducción al periodo, el camino hacia la guerra (parte primera y parte segunda), la Conferencia de Múnich, la cuestión polaca y el Pacto Germano-Soviético, la política expansionista de Japón, los bandos de la guerra, el inicio del conflicto, las victorias del Eje en el frente occidental, la resistencia británica y el frente mediterráneo, la Operación Barbarroja, la guerra en el Pacífico, el fracaso alemán en la URSS y en el norte de África, la ofensiva aliada en Europa, la rendición de Japón, los tratados de paz y la Organización de las Naciones Unidas, las consecuencias del conflicto bélico.

La República de Weimar


Entre los nacionalistas alemanes se difundió la idea de la responsabilidad de los socialistas y judíos en la revolución que favoreció la rendición alemana. Asimismo, consideraban el Tratado de Versalles un diktak (imposición).

De esta mentalidad surgiría el revanchismo alemán contra la democracias, que afectó en primer lugar a la suya.

La dureza de la crisis (1920-1923)

En julio de 1919 se elaboró, en la ciudad de Weimar, la nueva constitución que convertía a Alemania en un República federal (con autonomía de los länders) y presidencialista. Además, se aprobaba el sufragio universal, que incluía el femenino.

Sin embargo, el sistema electoral impedía la formación de mayorías parlamentarias.

El problema político de Alemania era la aceptación de las nuevas fronteras y el pago de las reparaciones de guerra. Esta situación se agravó en 1923 a causa de:

  • La ocupación del Ruhr por los franceses ante el impago de las reparaciones por parte de Alemania. Provocó una fuerte inflación que dejó a los sectores populares sin capacidad de compra.
  • Los intentos separatistas de Renania y Baviera, el malestar entre los militares y la crisis social por la difícil incorporación de los excombatientes a la vida civil.
En este contexto, se sucedieron intentonas golpistas por parte de la extrema derecha desde 1920: del general Lütwitz en Berlín (1920) y de Hitler en Munich (1923).

Los apoyos políticos entre 1923-1929

La República se apoyó durante sus dos primeros años en el SPD y en el Zentrum, organización de centro-derecha. En 1923 eligió como presidente del Gobierno y ministro de Asuntos Exteriores a Gustav Stresemann, del Partido Popular alemán, formación conservadora y democrática.

Así, se consiguió un Gobierno de gran coalición que obtuvo cierta estabilidad. Sus objetivos fueron normalizar las relaciones con Francia y equilibrar la situación económica y monetaria. De ahí surgió el Plan Dawes pactado entre los vencedores y Alemania que redujo las reparaciones y suavizó los plazos para pagarlas. Comenzó la recuperación económica alemana que permitió reducir el paro.

En este ambiente de entendimiento franco-alemán surgieron, a su vez, los acuerdos de Locarno. El pacto de Locarno (1925), cuyos artífices fueron Stresemann y Briand, buscaba fijar las fronteras de Europa:

  • Alemania reconoció la pérdida de Alsacia y de Lorena.
  • Francia se retiró de la cuenca del Ruhr.
  • Se flexibilizaron las reparaciones de guerra alemanas.
  • Se admitió a Alemania en la Sociedad de Naciones.
Quedaba un asunto pendiente: la aceptación por parte de Alemania de las fronteras orientales.

Locarno serenó los ánimos y empujó una cierta recuperación económica europea.

Además, tanto Francia como Alemania se comprometían a someter a un tribunal de Justicia Internacional aquellos litigios que no pudieran resolver de forma amistosa. El complemento de Locarno fue el proyecto de paz duradera: el pacto Briand-Kellog, mediante el cual los firmantes renunciaban y condenaban la guerra. Lo firmaron 65 naciones, entre ellas Alemania.

El fin de la República de Weimar (1929-1933)

La muerte de G. Stresemann (1929) se produjo en el peor momento, justo cuando comenzaban los efectos de la depresión del 29 y la consiguiente radicalización política. Cayó la producción, huyeron los capitales extranjeros, se devaluó la moneda, se disparó la inflación y volvió el desempleo en toda su crudeza.

En 1928 el NSDAP sólo consiguió el 2,6% de los votos, mientras que en 1930 ya alcanzaba el 18% y en julio de 1932 el 37,3%, siendo la fuerza más votada. Finalmente, en marzo de 1933, siendo ya Hitler canciller, alcanzó el 43,9%. Aunque más lentamente, también creció el KPD: 10,6% en 1928, 14,3% en 1930 y 16,9% en julio de 1932.

Al mismo tiempo, se producía la caída de los partidos moderados de centro (liberales, populares y Zentrum) y de izquierda (SPD).

Auge y caída del Imperio Napoleónico (1804-1815)


En esta etapa de la historia francesa culminó un proceso que había arrancado con el estallido de la Revolución de 1789: la configuración de la sociedad según el orden burgués. Pero, además, durante el mandato napoleónico se fue configurando un nueva nobleza, la aristocracia imperial.

El sistema de gobierno durante la época imperial apenas cambió con respecto a la del consulado vitalicio, simplemente se continuó el proceso de centralización progresiva que había arrancado tras el 18 Brumario.

Napoleón no solo estableció el modelo hereditario para la sucesión al frente del Imperio, sino que el emperador también acumuló cada vez más poderes: estableció un poder ejecutivo con autoridad ilimitada; vació de contenido el legislativo, que quedó como una simple; y se aseguró el control sobre el poder judicial.

La expansión del Imperio francés

Entre 1805 y 1812, el Imperio Napoleónico estuvo en constante expansión. En las batallas de Ulm y Austerlitz las tropas francesas consiguieron derrotar a los ejércitos coaligados de Rusia y Austria, consiguiendo la retirada de los primeros y la rendición de los segundos.

Con los austríacos, se firmó la paz de Presburgo, en virtud de la cual Austria cedió Venecia al reino de Italia, Istria y Dalmacia a Francia, Tirol y Trentino a Baviera, Suabia a Württemberg. Además, el monarca austríaco perdía también el título imperial germánico.

Tras Presburgo, Napoleón reestructuró el mapa europeo, situando a su hermano José como rey de Nápoles, a su hermana Elisa como soberana de Luca y Piombio, Holanda a su hermano Luis y nombró a Murat gran duque de Berg. Además, Baviera y Württemberg pasaban a ser reinos soberanos, Hess-Darmstadt y Baden se convertían en grandes ducados, y Hannover quedaba bajo la tutela prusiana.

Por último, Napoléon creó la Confederación del Rhin. Esta no sólo se situaba bajo el protectorado francés, sino que se establecía su total independencia con respecto a los Habsburgo.

La reacción de Rusia, Prusia e Inglaterra ante estos hechos no se hizo esperar: en 1806 formaban una nueva coalición antinapoleónica. Sin embargo, Prusia fue derrotada en Auerstadt y Jena. Además, tras su entrada en Berlín, Napoleón decretó el bloqueo a los productos británicos.

Esta fue, después de Trafalgar, el arma usada por el emperador para derrotar a los ingleses: dejarles sin recursos y hundir su economía. No obstante, ante el fracaso casi total de este primer decreto, promulgaría dos más: el de Fontainebleau y el de Milán. Aún así, ante la oposición de España, Portugal, los Estados Pontificios y Rusia, este bloqueo no fue efectivo. Esta será la principal causa de que Bonaparte emprenda nuevas campañas militares.

Las campañas militares de 1807 y 1809

En 1807 Napoléon inicia una campaña militar contra Rusia. El zar Alejandro I fue derrotado en Eylau y Friedland, viéndose obligado a firmar la paz en Tilsit. En virtud de este acuerdo, Rusia aceptaba el orden europeo napoleónico -dos grandes imperios, el francés y el ruso, que mantendrían el equilibrio continental-, se unía al bloqueo, cedía sus territorios más occidentales, y recibía autorización para expandirse por sus zonas de influencia.

Ese mismo año, Bonaparte ideó un plan para la invasión de Portugal. Los ejércitos napoleónicos, con la colaboración española, invadieron el país luso. Sin embargo, tras hacerse con Portugal, los franceses trataron de dominar también España. Así, en 1808, arrancó la guerra de la Independencia, en la que las tropas francesas serían derrotadas en la batalla de Bailén.

Ante la gravedad de la situación peninsular, y el desembarco inglés en Portugal y Galicia, Napoleón acudió con la Grande Armée y derrotó a sus enemigos. Solo la amenaza austríaca en 1809 impidió que el emperador derrotara totalmente a los españoles.

En 1809 los austriacos volvieron a enfrentarse a Napoleón con el mismo resultado: una derrota en la batalla de Wagram. De esta manera, se firmó un nuevo tratado en Schönbrunn, por el que Austria perdió aún más territorios: Salzburgo, Galitzia, Carintia, Carniola, Croacia, Trieste y Fiume.

Además, con el fin de legitimar al emperador francés y entroncarlo con la prestigiosa familia imperial austríaca, se concertó el matrimonio de Napoleón con María Luisa de Habsburgo.

La caída de Napoleón I

En 1812, a causa del debilitamiento de la alianza con Rusia, Napoleón invadió el Imperio de Alejandro I. No obstante, a pesar de su victoria en Borodino (septiembre) y su entrada en Moscú, la falta de víveres y el frío le obligaron a retirarse.

Fue precisamente esa retirada, en la que murieron casi 600.000 soldados franceses, la que consumó el desastre de la campaña rusa de Napoleón.

Mientras tanto, la guerra en España se alargaba, y el gasto humano y económico de los franceses en la misma, también. La guerrilla hispana y el apoyo británico a los invadidos permitieron que poco a poco la resistencia a los ejércitos bonapartistas se fortaleciera. Finalmente, los franceses fueron expulsados casi totalmente de la Península tras ser derrotados en las batallas de Arapiles, Vitoria y San Marcial.

Los enemigos de Napoléon se coaligaron en 1813, avanzando por Alemania hasta ser derrotadas en Lützen y Bautzen. A pesar de la victoria de las armas francesas, Austria entró en la guerra del lado de la coalición. Una vez reorganizados sus ejércitos, ésta consiguió vencer a Bonaparte en Leipzig.

Finalmente, las tropas coaligadas entraron en París, donde Napoleón fue depuesto y desterrado a la isla de Elba. Además, se firmó la Paz de París, que restablecía las fronteras de 1792, y se procedió a la restauración borbónica en la persona de Luis XVIII.

El Imperio de los Cien Días

En el año 1815, aprovechando un crisis en el nuevo gobierno monárquico francés, Napoleón regresó a París y se hizo con el poder. Para luchar contra el llamado gobierno de los Cien Días, las potencias europeas volvieron a coaligarse, derrotando a Napoleón en Waterloo.

Tras estos hechos, Bonaparte fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde murió en 1821. Además, como consecuencia de estos sucesos, se firmó la segunda paz de París, de la que Francia salió muy perjudicada: perdió su poder militar, numerosos territorios fronterizos, y tuvo que pagar una fuerte indemnización a las otras potencias.

La caída del muro de Berlín

Yo estaba en Berlín el 11 de noviembre de 1989, la noche en que se abrió el muro. Las personas que pasaban del este al oeste nos enseñaban sus planos de la ciudad. Todo Berlín Occidental había sido eliminado de ellos: en su lugar sólo aparecía un espacio vacío. Pero, aún así, lo sabían todo sobre el otro lado de Berlín porque lo habían visto en los programas de televisión occidentales que sintonizaban. La democratización cotidiana no es lo mismo que el consumismo. Evidentemente, muchas personas de la Europa del este y de la Unión Soviética querían los bienes de consumo y la riqueza en general de la que se disfrutaba en Occidente. pero también querían, según mostraban las encuestas, una mayor movilidad y autonomía (libertad, en definitiva) en sus vidas diarias.

Anthony Giddens, Europa en la era global, p. 257.

«Inside Europe» de John Gunther

Su autor se llamaba John Gunther y su título era Inside Europe. Gunther escribió una larga serie de obras sobre diferentes naciones y regiones del mundo. En ésta en concreto,describía los viajes que había realizado por diversos países de Europa y las entrevistas que allí había realizado a varios dirigentes políticos y a personas de a pie.

Su libro se publicó en 1961. Leerlo hizo que me diera cuenta de la extraordinaria magnitud y alcance de los cambios que han transformado el subcontinente durante los cuarenta años transcurridos desde entonces. En aquel entonces, la Guerra Fría no era tan fría. El autor calificó a Alemania de «corazón ardiente de Europa». Pero pese a la división que partía el continente en dos, el Muro de Berlín aún no existía: 40.000 berlineses vivía en la parte este de la ciudad, pero trabajaban diariamente en la oeste (otros 7.000 hacían justamente el recorrido inverso). Ya por entonces, 3,5 millones de personas habían huido de la Alemania Oriental para establecerse permanentemente en la República Federal Alemana. La Unión Soviética aparece retratada en el libro como una «potencia inmutable», más estable que Estados Unidos, y su dominio sobre Europa oriental es visto del mismo modo. Tres países de la Europa occidental se hallaban bajo el yugo de las dictaduras semifascistas: Portugal, España y Grecia. En Portugal mandaba Salazar, en España lo hacía Franco y en Grecia, los «Coroneles».

El libro de Gunther tiene, aproximadamente, 600 páginas, pero sólo cuatro o cinco de ellas están dedicadas a la CEE, que el autor consideraba entonces como una novedad interesante, pero de importancia bastante marginal. El punto de vista de Guhther era el característico de la época, con la única salvedad de unos pocos visionarios. Sólo cuando lo miramos desde nuestra ventajosa perspectiva actual, apreciamos la importancia fundamental que aquel Tratado de Roma, firmado en 1957, iba a tener.

Anthony Giddens, Europa en la era globa, p. 253.

Un particular contra el Estado

zFiles.aspxArtículo sobre Historia de un alemán publicado por Antonio Duplá.

“Así plantea su relato el autor del libro que quiero reseñar: «La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. (…) El Estado es el Reich y el particular soy yo» (p. 11s.).

Se trata de un texto singular. Escrito en 1939, no obstante no ve la luz hasta el año 2000, tras ser encontrado entre los papeles de su autor tras su muerte en 1999. Haffner nació en Berlín en 1908, estudió Derecho y, en 1939, a la vista de las condiciones de la vida en Alemania bajo el régimen nazi, emigró a Inglaterra, donde trabajó como periodista hasta 1954. Tras su regreso a Alemania se dedicó a la literatura y al periodismo.

El contenido del libro ofrece ya suficiente interés como crónica de unos tiempos especialmente convulsos y decisivos para la historia de Europa. Hay que pensar que, como contexto del recorrido autobiográfico del autor, vemos desfilar por sus páginas la I Guerra Mundial, la fallida Revolución de 1918 en Alemania, la República de Weimar, su crisis, la irrupción de Adolf Hitler y el ascenso del nazismo hasta hacerse con el poder. Una época sobre la que conviene volver una y otra vez para intentar comprender lo sucedido. La literatura, académica, ensayística y también autobiográfica, sobre la Alemania de Hitler es inabarcable, sobre sus orígenes y su desarrollo y, en particular, sobre los aspectos más extremos del régimen nazi, como la política contra los judíos y su expresión última, los campos de concentración. La pregunta se plantea una y otra vez: ¿Cómo es posible que la barbarie, el Mal en una de sus expresiones históricas más acabadas, pudiera surgir en una de las naciones más desarrolladas y cultas de Europa, esto es, del mundo? La respuesta no es fácil, como es evidente, y afecta al núcleo mismo del concepto de modernidad y de cultura. Nos golpea en el cerebro y en el estómago y descubre la superficialidad y la trampa del discurso autosatisfecho de la civilización occidental. Nos remite a la dualidad intrínseca no ya del discurso ilustrado, sino de la propia tradición política e ideológica de Occidente hasta Roma y Grecia, donde la espléndida democracia de Pericles necesitaba una política exterior imperialista y el trabajo de los esclavos.

En esos ríos de tinta sobre un tema tan fundamental, ¿qué es lo que hace atractivo y recomendable el libro de Haffner? En concreto, el tipo de obra que es, pues no estamos ante un trabajo de historia contemporánea, ni tampoco ante una crónica periodística. Se trata de la mirada de una persona que está viviendo esa realidad cambiante y tan decisiva, desde el crío que oye las noticias de la Gran Guerra, sin entender demasiado, y se entusiasma ante el ambiente y los mensajes belicistas, hasta el adolescente que se divierte y discute con sus amigos en los felices años 20, hasta el adulto, joven todavía, 25 años en 1933, que asiste al triunfo de los nazis y experimenta el clima cada vez más asfixiante de la sociedad alemana a partir de ese momento. Estamos ante un relato escrito con humor, dentro de lo que cabe, por alguien que no pertenece a ningún grupo de población perseguido ni ostenta ninguna cualificación política. Como el mismo autor dice, se trataba de un producto medio de la burguesía alemana culta (p. 105), que contempla con estupor el hundimiento de un mundo y el nacimiento de otro, bastante más estremecedor incluso para él, un ario en los términos oficiales de la época. Aunque conocemos el resultado final del duelo citado (el exilio del autor) y, de hecho, en las primeras páginas ya se anuncia que la situación era bastante desesperanzadora, dada la desigual fuerza de los contrincantes, todo ello no disminuye un ápice el interés del libro.

Siempre que se escribe desde el País Vasco sobre algún tema relacionado con el fascismo, parece que planea la consabida comparación entre aquella época y la nuestra. No pretendo hacer analogías fáciles, pues pienso que se abusa en demasía de la calificación de fascismo y fascistas, tanto por aquellos que pretenden homologar el actual régimen parlamentario al fascismo, como por quienes generalizan y tildan de fascistas a cuantos se oponen de forma radical al fetichismo constitucional reinante. Sin embargo, sí creo que el libro de Haffner ofrece posibilidades de reflexión sobre algunos aspectos que nos pueden remitir a la situación vasca y eso proporciona un valor añadido a su lectura. Por ejemplo, cuando habla de su época infantil y de las noticias de la Gran Guerra, de cómo confiesa que de niño, como muchos otros a su alrededor, fue un entusiasta de la guerra (p. 23 ss.), de cómo fue víctima de la propaganda del odio y de la fascinación que ejercía el juego de la guerra. En última instancia, dice, de cómo el efecto narcótico de la guerra dejó marcas peligrosas en todos ellos. ¿No puede suceder algo similar en determinados sectores de la juventud abertzale, sumergidos en un ambiente cerrado y monocolor, narcotizados también por la droga de la guerra contra España y seducidos por el halo romántico y heroico de nuestros gudaris? Tremenda responsabilidad política y moral la de aquellos adultos cercanos, sobre todo sus dirigentes políticos que, con más experiencia vital, no les abren los ojos y les advierten de los peligros y terribles consecuencias que esa droga acarrea. Resulta impresionante leer las sensaciones del Haffner de once años cuando tuvo que leer las condiciones de la capitulación alemana de 1918 y cómo entonces su «mundo de fantasía se rompe totalmente en pedazos» (p. 34). ¿No puede haber algo de eso, de ese vértigo ante el impacto brutal de la realidad, no por contraria a sus planteamientos menos real, en el empecinamiento de ETA en su continuidad y en la disponibilidad de decenas de jóvenes para matar y morir?

El libro ofrece muchos más temas para analizar y comentar sobre la situación de los años 30, desde la contradicción entre la conciencia de los hechos terribles que estaban sucediendo y la continuidad de la vida cotidiana, en aparente fluidez y rutina para quienes no sufrían directamente las arbitrariedades del régimen, hasta el ambiente enrarecido en el Ministerio de Justicia, lugar de trabajo del protagonista, donde el ascenso de los nazis se acompañaba del magma viscoso del miedo y el retraimiento de quienes no simpatizaran con ellos. Por no hablar de las crecientes dificultades para discutir entre los amigos con posturas políticas enfrentadas, hasta llegar a un punto insuperable, dada la entidad de los problemas y la distancia ética de las posiciones en litigio.

En resumen, una obra interesante por el tema, por la época, por el tono y el estilo y por las reflexiones que puede suscitar”.

El año inhumano (1923)


«Ninguna nación del mundo ha experimentado nada equivalente al acontecimiento alemán de “1923”. Todas han vivido una Guerra Mundial, la mayoría también revoluciones, crisis sociales, huelgas, reclasificaciones de bienes y devaluaciones de la moneda. Sin embargo, ninguna ha experimentado el desbordamiento fantástico y grotesco de todo eso a la vez (…) esa danza de la muerte carnavalesca y gigante, esa saturnal eterna, sangrienta y grotesca, en la que no sólo se devaluó la moneda, sino todos los demás valores. El año 1923 preparó a Alemania no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantástica».

De esta forma comienza a relatar Sebastián Haffner los sucesos del año 1923. Durante esos meses, una república a la deriva y su población recién salida de los sufrimientos de la guerra, iban a experimentar una sucesión de acontecimientos sin precedentes en la Historia. En este artículo analizaremos la guerra del Ruhr; después iremos repasando los demás.

La tirantez de las relaciones diplomáticas franco-germánicas en lo que al pago de las compensaciones de guerra se refirió, estuvo a punto de generar un nuevo conflicto armado entre ambas potencias. La llamada guerra del Ruhr -la resistencia alemana a plegarse a las exigencias francesas- tuvo para ambos contendientes, especialmente en el caso de los primeros, unas consecuencias desastrosas. Los costes de mantener el pulso con los franceses obligó al Estado alemán a imprimir gran cantidad de papel moneda, lo que acabó generando la mayor inflación de la Historia del país y, en consecuencia, una gran crisis:

«En el mismo Ruhr se produjo una especie de huelga pagada. No sólo los obreros recibieron dinero, sino también los empresarios, sólo que les pagaron demasiado bien, tal y como supimos poco después. Al cabo de unos meses la Guerra del Ruhr, que tan prometedoramente había comenzado con el juramento del Rütli, se impregnó de un inconfundible olor a corrupción. Pronto dejó de alterar el ánimo de todos. Nadie se preocupaba por la región del Ruhr, pues en casa ocurrían cosas mucho más inverosímiles».

La inflación.

«Entonces el marco enloqueció. Y poco después de la Guerra del Ruhr la cotización del dólar se disparó hasta alcanzar los veinte mil marcos, luego se mantuvo durante un tiempo, ascendió a cuarenta mil, vaciló unos momentos y después empezó a repetir la cantinela de los diez mil y los cien mil a trompicones, con pequeñas oscilaciones periódicas (…) miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que aquel acontecimiento había destruido nuestra vida diaria. Todos los que tenían una cuenta de ahorro, una hipoteca o cualquier otro tipo de inversión vieron como éstas desaparecían de la noche a la mañana».

La cotización del marco, que desde el final de la Gran Guerra se había mantenido en un constante y leve proceso de devaluación, se hundió en 1923. La causa principal: los hechos acaecidos en el Ruhr. En pocas semanas la moneda alemana perdió buena parte de su valor. Se inició así un frenético proceso que se mantuvo en los meses siguientes.

De especial interés es la descripción que en Historia de un alemán se hace de los aspectos cotidianos de la vida de los ciudadanos. Cabe destacar entre estos el episodio en el que Sebastian Haffner relata cómo se distribuía el sueldo familiar para evitar que la devaluación monetaria afectase a su valor.

Crisis moral y social.

«Entre tanto sufrimiento, desesperación y pobreza extrema fue desarrollándose un culto a la juventud apasionado y febril, una avidez y un espíritu carnavalesco generalizado. De repente fueron los jóvenes y no los viejos quienes tenían dinero».

Como nos describe Sebastian Haffner, en el ámbito social la crisis de 1923 tuvo fundamentalmente dos consecuencias: llevó a la miseria a buena parte de la población y realzó el valor de la juventud. Ser joven en la Alemania del “año inhumano”, fue en numerosas ocasiones una ventaja. Gracias a su mayor habilidad y desparpajo en el campo de la especulación, estos lograron hacerse con importantes sumas de dinero en muy poco tiempo y sin apenas esfuerzo.

De esta forma, un mundo enloquecido en el cual los pilares básicos que lo sustentaban se habían hundido en apenas unas semanas, tenía que sufrir irremediablemente una crisis en sus valores morales. Y de hecho eso fue lo que sucedió: Alemania vivió sumergida en un ambiente carnavalesco durante buena parte de ese periodo.

Los rumores de la crisis.

«Jamás habían circulado tantos rumores: Renania había abandonado, el káiser había vuelto, los franceses nos habían invadido. Las “agrupaciones” políticas tanto de izquierdas como de derechas que habían estado vegetando durante años reanudaron de pronto su actividad febril. Realizaban prácticas de tiro en los bosques situados alrededor de Berlín; se filtraban rumores de un “ejército del Reich en la sombra” y se oía hablar mucho de “ese día” (…) De hecho, durante unos días existió una República Renana. Por espacio de algunas semanas Sajonia tuvo un régimen comunista, ante el cual el Gobierno del Reich reaccionó enviando el ejército. Y un buen día el periódico publicó la noticia de que las tropas de Küstrin habían emprendido una marcha sobre Berlín».

En una situación tan penosa no era de extrañar que por el país circulasen todo tipo de rumores que, a falta de confirmación oficial, nadie sabía a ciencia cierta si eran o no reales. Sin embargo, independientemente de la veracidad de la información que a la población le llegaba, lo cierto es que en Alemania estaban sucediendo cosas muy graves. Haffner, además de relatarnos todos estos rumores e indicarnos cuales de ellos eran reales, hace especial hincapié en un rasgo característico de este periodo de crisis: el fortalecimiento y radicalización de las agrupaciones políticas.

La crisis facilitó el surgimiento de numerosos agitadores de masas. Personajes que, con ideas absurdas en muchos casos, lograban atraerse a buena parte de la población. Especial mención merece, por el papel que en la Historia acabó jugando, Adolf Hitler. De él destaca Haffner dos aspectos que le diferencian de los demás: el putsch del 9 de noviembre de 1923, y su perseverancia. Es decir, mientras los demás se desvanecieron con la vuelta a la normalidad, Hitler supo mantenerse al acecho hasta que llegó su oportunidad. Veamos lo que nos cuenta el autor de Historia de un alemán:

«Poco a poco el ambiente se había vuelto apocalíptico. Cientos de redentores recorrían Berlín, gente con pelo largo y camisas de crin que declaraba haber sido enviada por Dios para salvar el mundo y malvivía gracias a esa misión. El que tuvo más éxito fue un tal Häusser, que operaba pegando anuncios en las columnas y convocando concentraciones masivas y tenía muchos adeptos. Según los diarios su equivalente en Múnich era un tal Hitler, quien, no obstante, se distinguía del primero por sus discursos, los cuales apelaban a la maldad con emoción, cosa que les hacía alcanzar un grado de intensidad insuperable (…) Mientras Hitler pretendía instituir un Reich milenario a través del genocidio de todos los judíos, en Turingia había un tal Lamberty que aspiraba a lo mismo mediante bailes populares, canciones y cabriolas en general (…) Durante dos días de noviembre el Häusser muniqués, es decir, Hitler, copó los titulares gracias a su insólito intento de organizar una revolución desde el sótano de una cervecería».

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

La República entre 1919 y 1923


«Curiosamente, la República se mantuvo. “Curiosamente” es la palabra correcta y justa en vista de que, a más tardar, a partir de la primavera de 1919, la defensa de la República estuvo exclusivamente en manos de sus enemigos, pues, por aquel entonces, todas las organizaciones revolucionarias militantes habían sido abatidas, sus dirigentes estaban muertos, sus miembros diezmados, y sólo los Freicorps llevaban armas; los Freicorps que, en realidad, eran ya unos buenos nazis, sólo que sin el nombre. ¿Por qué no derrocaron a sus débiles dirigentes e instauraron ya entonces un Tercer Reich? Apenas les habría resultado difícil”.

La socialdemocracia -elemento predominante de la revolución de noviembre- llevó a cabo, una vez logrados sus objetivos, una amplia tarea anticomunista con el fin de evitar que en Alemania se repitieran los sucesos del octubre ruso. De esta forma, además de tratar de llevar la iniciativa revolucionaria mediante el control de los consejos de obreros, intentaron ganarse el apoyo de los poderes del antiguo régimen imperial: el ejército y la burguesía. Finalmente la República respaldada por los socialdemócratas se mantuvo, pero a costa de importantes concesiones a las fuerzas de la reacción. Desde ese momento, y especialmente a partir de 1923, estas controlaron los resortes del nuevo régimen.

El putsch de Kapp.

«Un sábado por la mañana, mientras la Brigada Ehrhardt desfilaba bajo la Puerta de Brandenburgo, el Gobierno se fugó (…) Kapp, el líder del golpe, proclamó la República Nacional bajo la bandera negra, blanca y roja, los obreros iniciaron la huelga, el ejército se mantuvo “leal al Gobierno”, la nueva Administración no logró ponerse en marcha y, cinco días más tarde, Kapp volvió a dimitir. El Gobierno regresó y exigió a los obreros que reanudaran su labor, pero entonces éstos demandaron su salario (…) la reacción del Gobierno fue volver a dirigir sus leales tropas contra los obreros…»

El putsch de Kapp constituyó el golpe más importante que, desde las filas de la reacción, recibió la República. Haciendo uso de la Brigada Ehrhardt, Kapp marchó sobre Berlín, llegando a esta ciudad poco después de que el gobierno huyese. Sin embargo, las numerosas dificultades con la que el viejo militar se encontró y, especialmente, la movilización obrera, propiciaron el fracaso de la breve experiencia militar.

En su obra, Sebastian Haffner nos narra cómo percibió él los acontecimientos que rodearon al putsch –en general con incertidumbre y desconfianza-, y cómo estos dejaron sus secuelas en la joven República. De estas consecuencias señala dos:

– El surgimiento de una relativa enemistad entre la República y la clase obrera, reprimida tras el fracaso de Kapp.

– La aparición –o reaparición en el primer caso- del nacionalismo radical alemán y de la simbología antisemita.

Las agrupaciones juveniles.

«Fue entonces cuando se adscribieron a agrupaciones “de verdad”, como la Asociación Nacional de Jóvenes Alemanes o la Agrupación Bismarck (las Juventudes Hitlerianas no existían aún), y pronto exhibieron en el colegio puños americanos, porras e incluso “rompecabezas”, se vanagloriaban de haber participado en peligrosas salidas nocturnas (…) siempre lo mismo: un par de rayas que de forma sorprendente y satisfactoria componían un ornamento simétrico parecido a un cuadrado. Enseguida estuve tentado de imitarlo. “¿Qué es eso?”, le pregunté por lo bajo. “Símbolos antisemitas”, me susurró él en estilo telegráfico (…) Éste fue mi primer encuentro con la cruz gamada».

A raíz del putsch de Kapp fueron surgiendo asociaciones juveniles de carácter nacionalista. Poco a poco aglutinaron a su alrededor un buen número de jóvenes, que eran adoctrinados en la ideología de la respectiva agrupación. Como se aprecia en este fragmento extraído de Historia de un alemán, la violencia y la simbología -especialmente antisemita- eran dos características fundamentales de estas asociaciones. En relación con esto hay que añadir la importancia que sus miembros daban a la forma física, y el carácter militarista de estos grupos.

La época Rathenau.

«Un día, los periódicos de mediodía trajeron simple y llanamente el siguiente titular: “Asesinado el ministro de Asuntos Exteriores Rathenau”. Tuvimos la sensación de que el suelo se esfumaba bajo nuestros pies y ésta se intensificó al leer de qué forma tan extremadamente sencilla, carente de esfuerzo y casi obvia se había producido el hecho (…) Era obvio que el futuro no les pertenecía a los Rathenau, que se esforzaban por convertirse en personalidades excepcionales, sino a los Techov y Fischer, que simplemente aprendían a conducir y a disparar».

El primer atisbo de estabilidad del que pudieron gozar los alemanes tras la Gran Guerra fue la época de Rathenau. Sin embargo, como muy bien indica Sebastian Haffner en su libro, aquellos no eran años para gente como este ministro de Exteriores. Era la época de los que, por la fuerza, imponían sus criterios al conjunto de la población. Así, la figura que mantenía en pie a la República, se esfumó: asesinado por ser judío y dar estabilidad al régimen político alemán; esto -sobra decirlo- no favorecía nada a los grupos antisistema.

Además, como conclusión a este capítulo, el autor nos revela una idea que poco a poco comenzó a estar presente en las conciencias de los alemanes: “nada de lo que hace la izquierda funciona”. Se barruntaba, pues, la pérdida de credibilidad de la socialdemocracia que, al fin y al cabo, era el baluarte del sistema de Weimar.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.