Las consecuencias de la Gran Guerra: segunda parte


Consecuencias políticas.

El mapa europeo quedó profundamente modificado. El imperio austro-húngaro se desintegró, apareciendo Austria, Hungría y Checoslovaquia, al tiempo que reforzaba a la nueva potencia balcánica: Yugoslavia.

La Revolución Rusa y la posterior guerra civil propiciaron la aparición de Estados como Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania. A su vez, Polonia recuperó su independencia a costa de los ocupantes alemanes, austríacos y rusos.

Los cuatro imperios anteriores a la guerra –alemán, ruso, austro-húngaro y otomano- desaparecieron.

La I Guerra Mundial aceleró el declive del liderazgo europeo a favor de los EE.UU., que se consolidó como potencia mundial. Sin embargo, el acontecimiento político más trascendental de esos años fue el triunfo de la Revolución Bolchevique, que mostró el camino hacia un modelo político, económico y social distinto al predominante.

Consecuencias ideológicas.

La sociedad europea sufrió una profunda crisis de conciencia. Los millones de muertos y heridos, junto con las millones de familias destrozadas, llevaron a muchos a cuestionar el valor del sistema político y económico responsable.

Una gran parte de los intelectuales consideraba a Europa como la cuna de la civilización y esto justificaba la extensión de su civilización y el imperialismo. Después de la guerra ya no se podía defender esa superioridad moral de los europeos.

A su vez, el conflicto europeo despertó el sentimiento nacionalista en las colonias.

Las consecuencias de la Gran Guerra: primera parte


Consecuencias demográficas.

La I Guerra Mundial se convirtió en una hecatombe demográfica sin precedentes. Se estima que murieron alrededor de 9 millones de personas y más de 21 millones sufrieron heridas de consideración. Todo ello sin contar con la lógica reducción de la natalidad en esos años.

A estas circunstancias deben añadirse los daños ocasionados por algunas epidemias: la gripe de 1918, conocida como “gripe española”, provocó millones de muertos. Además, los excombatientes tuvieron que adaptarse a su nueva vida y los mutilados a vivir con una pequeña pensión del Estado.

Otro capítulo es el de los millones de desplazados a causa del cambio de fronteras, o el del genocidio de pueblos, como fue el caso de los armenios.

También tuvo lugar un cambio significativo fue el de la participación de la mujer en el mundo laboral. Al faltar mano de obra –debido a que los hombres estaban en el frente-, ocuparon su puesto en las fábricas, ocasionando el crecimiento de la mujer en los oficios fuera del hogar.

Consecuencias económicas.

Los costes económicos supusieron el 30% de la riqueza nacional francesa, el 22% de la alemana, el 26% de la italiana… Los gobiernos gastaron sumas enormes en pagar los costes de la guerra y tuvieron que recurrir a los préstamos estadounidenses.

Mientras Europa salía debilitada, endeudada y con importantes zonas devastadas, Estados Unidos aumentaba su poder económico. Su producción creció un 12% entre 1913 y 1919, y los préstamos realizados a los aliados le convirtieron en el banquero del mundo.

Introducción a la revolución industrial


A mediados del siglo XVIII se inició en Gran Bretaña un intenso proceso de industrialización que llevó a la transformación radical de la forma de producir, distribuir y comercializar bienes y servicios. Posteriormente, esos cambios se extendieron al continente europeo, así como a otros territorios fuera del Viejo Mundo, como los EE.UU. o Japón. En esta clase se desarrolla el concepto de revolución industrial, al tiempo que se indican cuáles fueron sus causas y principales consecuencias. Los restantes vídeos están dedicados a explicar la industrialización británica, sus principales características, los cambios demográficos, la expansión al Continente, la transición demográfica, la evolución económica occidental hasta 1870, la Larga Depresión de esa década, los planteamientos del liberalismo económico y los cambios económicos de finales del XIX.

 

 

La «primavera de los pueblos» y sus antecedentes


Después de las revoluciones de 1820 y 1830 comenzó a gestarse en Europa un nuevo movimiento revolucionario que conocemos con el nombre de “la primavera de los pueblos”.

Este fenómeno, si bien no se manifestó hasta 1848, tuvo antecedentes claros en los sucesos políticos británicos y franceses de la década anterior.

Además de la influencia ejercida por estos dos países, cabe destacar también el debilitamiento de los postulados del Congreso de Viena y la desaparición de la Alianza que los sostenía.

La reforma constitucional británica

El reinado de Jorge IV (1820-1830) de Inglaterra se caracterizó por sus avances en los campos político y económico. Claro ejemplo de esto fue la reducción de las tarifas aduaneras y la liberalizaron de las antiguas Actas de Navegación. Además, se preparó también la reforma de la Cámara de los Comunes, que se llevó a cabo en el siguiente reinado.

Carlos X tomó la herencia de su antecesor en lo referente a las reformas. Sin embargo, parece que las repercusiones que en la opinión pública tuvieron los sucesos acaecidos en Francia, paralizaron momentáneamente esa política. Fueron justamente la presión popular y división dentro del partido conservador, que en ese momento ocupaba el poder, los responsables de que desaparecieran esas precauciones del monarca y de la aristocracia británica.

Así, tras ocupar el gobierno, los whigs comenzaron el proceso de reforma de la Cámara de los Comunes. Esta, tras vencer la oposición de la Cámara de los Lores, fue aprobada el 4 de junio 1832, y tuvo como principales consecuencias el aumento del electorado -de 500.000 a 800.000 electores- y la redistribución de los distritos electorales.

Mediante la reforma de la Cámara de los Comunes, el gobierno británico logró apaciguar durante un tiempo la presión social en torno a la democratización de la vida política. Sin embargo, a finales de la década de 1830, retomando estas mismas reivindicaciones, surgió el movimiento cartista. Sus propuestas llegaron a la Cámara en 1842, pero fueron rechazadas.

La Francia de Luis Felipe de Orleans

Tras ser proclamado soberano en 1830, Luis Felipe de Orleáns estableció una monarquía basada en los postulados revolucionarios, entre los que destaca la soberanía nacional. Además, el catolicismo pasó de ser la religión oficial de reino, a convertirse en la de la mayoría de los franceses; en consecuencia, se firmó un nuevo Concordato con Roma. Otro aspecto a destacar fue la restauración de la bandera tricolor y de la milicia nacional.

El reinado de Luis Felipe se caracterizó por el predominio burgués, tanto en el ámbito económico como en el político -los principales cargos fueron ocupados por miembros de esta clase social-, y por la marginación a la que se vio sometida la vieja nobleza.

El nuevo régimen francés se fue consolidando a pesar de los golpes que recibía tanto de la derecha como de la izquierda. Sin embargo, surgió progresivamente un movimiento favorable al sufragio universal, que al ser ignorado por el monarca, se fue asociando poco a poco con la idea de república.

Las revoluciones de 1848

La creciente agitación política a finales de la década de 1840 se vio agravada por el malestar económico creado por la crisis económica de 1846.

De esta manera, dos años después, se extendió por buena parte de Europa una nueva oleada revolucionaria basada, no solo en la clásica contraposición liberalismo-absolutismo, sino en las divisiones dentro de los liberales, que dará lugar a las corrientes de carácter democrático y socialista.

Entre las principales características de las revoluciones de 1848 cabe destacar:

  • La relativización de la fecha de 1848, ya que hay brotes revolucionarios anteriores.
  • La ausencia de grandes líderes que dieran coherencia a los movimientos.
  • El predominio de los ideales liberales y nacionalistas, pero con un toque socialista.
  • El protagonismo de los grupos acomodados como instigadores, pero con cierta presencia popular.
  • Su éxito limitado; proclamación de la República francesa, introducción de regímenes constitucionales en Piamonte y Prusia, abolición del régimen señorial en Austria y Hungría.
La revuelta de París del 22 febrero de 1848, que contempló el enfrentamiento entre las tropas reales y los republicanos, provocó la abdicación de Luis Felipe en su nieto. Sin embargo, este no es aceptado por los revolucionarios, que establecen un gobierno provisional bajo el mando de Lamartine.

Este, que contaba con el respaldo de orleanistas, bonapartistas, republicanos y socialistas, proclamó la república el día 25 del mismo mes febrero. Se abría así una nueva etapa en la historia de Francia, que en un primer momento estuvo caracterizada por las medidas democratizadoras y de carácter social.

Ante el temor a la actuación internacional, Lamartine redactó el “Manifiesto a Europa” (5 de marzo), documento en el que defendía la soberanía popular y el derecho de toda nación a decidir sobre su forma de gobierno.

Además, se cuidó mucho de poner de relieve sus intenciones pacíficas. Sin embargo, la conmoción se extendió rápidamente por el Continente: 27 de febrero Baden, marzo Hesse, Baviera, Hannover, Sajonia, Prusia, Austria…

Los cambios demográficos del siglo XIX


Desde los últimos años del siglo XVIII hasta los primeros del XX, Europa experimentó un crecimiento demográfico continuo. Esto facilitó que su población pasará de 110 millones de habitantes en 1700, a 423 en 1900. Se trató, por tanto, del mayoría aumento de población en la historia del Viejo Continente.

Ese cambio fue posible gracias a factores como la mejora de la sanidad, la expansión de una cultura más higiénica, y el crecimiento económico experimentado por varios de los países europeos durante ese periodo.

Esto, en palabras de los expertos en demografía, facilitó el tránsito de un ciclo demográfico antiguo a otro moderno.

El paso al ciclo demográfico moderno

La demografía de tipo antiguo se caracterizaba por un crecimiento de población lento e irregular. Esto se debía a la existencia de una alta natalidad (35-40%), una alta mortalidad (30-40%), y la aparición de grandes crisis provocadas por hambres, guerras y epidemias.

A finales del siglo XVIII se inició un periodo de tránsito entre ese modelo y el conocido como ciclo moderno. La demografía de tránsito se caracterizaba por un crecimiento de población rápido y continuo.

Esto se debía al mantenimiento de una natalidad alta, al descenso de la mortalidad, y a la práctica desaparición de grandes crisis.

Con la consolidación del crecimiento económico y el cambio de mentalidad en la sociedad europea, surgieron notables modificaciones con respecto al modelo demográfico anterior. El descenso de la natalidad, y la reducción al mínimo de la mortalidad, acabaron por configurar una demografía de crecimiento lento y tendente al envejecimiento de la población.

Teorías explicativas del tránsito demográfico

Distinguimos dos tipos teóricos que tratan de explicar los cambios demográficos del siglo XIX: los centrados en el factor mortalidad, y aquellos que hacen hincapié en el aumento de la mortalidad.

El primero de estos modelos defiende que el crecimiento demográfico fue, principalmente, consecuencia del descenso de la mortalidad. Esta disminución surgió a causa de las mejoras sanitarias e higiénicas, los avances en la medicina, y la mejora del nivel de vida.

El tipo centrado en la natalidad defiende que, tras una crisis demográfica, como venía siendo habitual durante el medievo y la modernidad, se produjo un aumento de la natalidad; a esto se unió el descenso de la mortalidad. La consecuencia de ambos fenómenos fue un crecimiento demográfico sin precedentes.

Las grandes migraciones y el auge de las ciudades

La enorme movilidad de la población europea durante este periodo se debió principalmente al empuje demográfico, a la mejora del sistema de transportes, y a los cambios económicos que se estaban produciendo, tanto los referentes a los distintos sectores, como los de tipo regional.

De esta forma, se fueron desarrollando las grandes migraciones, tanto regionales como interregionales. Estas, si bien comenzaron a mediados del XVIII, no alcanzaron su cenit hasta el periodo que va desde 1850 a 1930.

Por su parte, el crecimiento de la población urbana estuvo muy ligado al desarrollo del mercado, la especialización económica y la concentración empresarial. Mientras que en el Antiguo Régimen predominaba el poblamiento de tipo rural, desde el siglo XVIII se advierte una inversión de las tendencias a favor del asentamiento urbano.

Así, en el tránsito del XIX al XX, nos encontramos ante un mundo occidental mayoritariamente urbano, en el que existen 135 ciudades con más de 100.000 habitantes.

El desarrollo económico como impulsor de la demografía

El enorme crecimiento demográfico experimentado por los países desarrollados durante este periodo, con el consiguiente incremento de productores y consumidores, trajo consigo importantes consecuencias positivas para la economía y el desarrollo industrial.

Sin embargo, no está de más una matización de esta afirmación, ya que la demografía no deja de ser un factor complejo y, en numerosas ocasiones, contradictorio.

En último término, si bien la revolución demográfica fue un factor fundamental para que se produzca la industrialización, también es verdad que podría haber sido causa de su estrangulación.

Este incremento de población, para que se dé la revolución industrial, ha de llegar en el momento adecuado en cada región, y ha de contar con posibilidades de emigración y de apertura al mercado internacional

Sionismo: radiografía de un concepto demonizado V

El sionismo, hijo de la fobia antijudía de Europa, recibió de la crisis política, social y moral europea de las décadas de 1930 y 1940 un impulso decisivo hacia la obtención de sus objetivos fundacionales. En los ocho años comprendidos entre 1932 -en que el Partido Nazi obtiene el 37,4 por ciento de los votos y se convierte en la primera fuerza política del Reich alemán- y 1939 -en que Hitler desencadena por fin la Segunda Guerra Mundial-, la amenaza directa del nazismo empujó hacia Palestina a 200.000 judíos centroeuropeos (alemanes, austríacos, checos…) que, sin ese peligro y sin las restricciones crecientes a la emigración hacia América, jamás habrían ido a establecerse allá abajo. Fueron ellos quienes transformaron la precedente comunidad pionera judeopalestina en una sociedad de perfil completamente occidental, con sus clases medias, sus profesionales cualificados e incluso su incipiente burguesía; fueron ellos quienes convirtieron dicha sociedad (de unos 450.000 miembros en 1939, el 29 por ciento de la población total) en el embrión de un Estado. ¿Y cuál fue el motor de esa quinta aliá? Hitler. No es una coincidencia que sólo en 1935 -el año de promulgación de las Leyes Raciales de Nüremberg- arribasen a las costas palestinas 62.000 fugitivos de Europa.

Como era inevitable, la espectacular consolidación demográfica y económica del proyecto sionista desencadenó el miedo y la hostilidad de la comunidad árabe palestina, y  nutrió una escalada de disturbios y violencias intercomunitarias que iba a culminar con la gran revuelta árabe de 1936 para convertirse en algo crónico. La potencia mandataria, la Gran Bretaña, intentó, por medio de comisiones, planes y conferencias, propiciar una conciliación imposible y luego, cada vez más inquieta ante la cólera creciente de un mundo árabe cuyo apoyo frente a Hitler no le convenía enajenarse, decidió dar un vuelco a su política en Palestina. El Libro Blanco británico de mayo de 1939 cerraba las puertas del territorio a nuevos inmigrantes judíos, cuatro meses antes de que el Führer nazi convirtiese el continente europeo en una ratonera mortal para sus 8,5 millones de habitantes hebreo.

Varios Autores, En defensa de Israel, p. 93 y 94.

Bosnia-Herzegovina en la encrucijada II

Al margen de lo anterior, el conflicto de Bosnia-Herzegovina estaba produciendo el más alto número de refugiados registrado en Europa desde la segunda guerra mundial: más de dos millones de desplazados, en su mayoría croatas y musulmanes. Hay quien empezó a hablar de los «palestinos de Europa». Croacia, que acogió a muchos de esos refugiados -acaso 600.000-, debía encarar grandes problemas económicos para mantenerlos. Alemania recibió a 220.000, Suecia a 55.000, y Hungría y Austria hicieron lo propio con 50.000 cada una.

José Carlos Lechado y Carlos Taibo, Los conflictos yugoslavos, p. 101-102.

Las claves de la Transición XIV

En la Historia quedará escrito que una generación ayuna de libertad durante treinta años trajo a España la democracia; que una generación que no pudo viajar al extranjero hizo de Europa su objetivo; que una generación hija de la guerra dijo desde lo más profundo de su ser «no más guerras civiles». Paz, democracia y Europa, son los pilares de la Generación de la Concordia, que constituye la clave más profunda de la Transición.

Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 326.

La reacción internacional

La comunidad internacional, es decir, los Estados Unidos seguidos con temor y temblor por sus aliados europeos, sólo se decidió a pararle los pies cuando se enfrentó con la perspectiva de acoger a más de un millón de refugiados kosovares albaneses, en su mayoría musulmanes, continuar con una posible quinta guerra en Montenegro y una segura sexta en Macedonia, centro de bajísimas presiones que atraería indefectiblemente a Bulgaria, Grecia y Albania. Los enteros Balcanes en llamas. Tamaña hoguera podía ya resultar incontrolable.

Manuel Coma, Adiós, Milosevich, no vuelvas, p. 1.

Los judíos, el estado-nación y el nacimiento del antisemitismo VII

Cuando, tras la derrota de 1940, el antisemitismo francés alcanzó su oportunidad suprema bajo el gobierno de Vichy, tuvo un carácter definitivamente anticuado y, para sus fines principales, más bien inútil, algo que los escritores alemanes nazis jamás dejaron de subrayar. No poseyó influencia en la formación del nazismo y siguió siendo más significativo en sí mismo que como factor histórico activo en la catástrofe final.

La razón principal de estas limitaciones generales fue la de que los partidos antisemitas, aunque violentos en la escena nacional, carecían de aspiraciones supranacionales. Pertenecían, al fin y al cabo, al más antiguo y más completamente desarrollado de los estado-nación de Europa. Ninguno de los antisemitas trató siquiera de organizar seriamente un «partido por encima de los partidos» o de apoderarse del estado como partido y sin otra finalidad que los intereses del partido. Los pocos intentos de coup d´etat que pueden ser atribuidos a la alianza entre antisemitas y altos jefes del ejército fueron ridículamente inadecuados y abiertamente tramados. En 1898 fueron elegidos miembros del Parlamento, tras varias campañas antisemitas, unos diecinueve antisemitas, pero ésta fue una cota máxima que jamás volvió a ser alcanzada y a partir de la cual el declive fue rápido.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, p. 116-117.