Artículo publicado por Historia en Presente el 17 de junio de 2008.
En el presente artículo abordo una de las cuestiones más polémicas en la actual candidatura turca a la Unión Europea: el genocidio armenio de 1915. No tenía previsto escribir sobre esto por el momento, pero gracias a los comentarios de Citoyen en mi último post sobre Turquía –“La carta turca y sus peligros”– he decidido profundizar sobre la cuestión. El siguiente artículo no es más que una breve introducción a la masacre de armenios durante la Gran Guerra, por eso le doy la denominación de “apuntes”; espero publicar en los próximos meses algo más profundo en relación al tema.
¿Se puede justificar un genocidio?
A la hora de abordar las cuestiones relativas al genocidio armenio son muchos los historiadores, políticos y periodistas que han tratado de relacionarlo con el Holocausto judío de la Segunda Guerra Mundial.
En la última década algunos autores, basándose en los peculiares lazos históricos existentes entre Alemania y Turquía, han defendido la inspiración nacionalsocialista en la experiencia otomana para llevar a cabo la labor genocida antisemita. Otros, sin llegar a tanto, han unido ambos acontecimientos en base a la cantidad de víctimas generadas: las limpiezas étnicas más “exitosas” de la Historia. Sin embargo, salvo en el contexto bélico de ambos, los paralelismos brillan por su ausencia.
Casi cien años después de la tragedia los europeos pide cuentas a Turquía. Esta República, sólo en parte heredera del poder otomano, ha de responder por los actos cometidos en nombre de un sultán que ella misma derrocó [6]. Europa, anacrónica como ninguna a pesar de su rica herencia histórica, olvida una y otra vez que, mientras libraba una guerra de grandes proporciones, el Imperio Otomano tuvo que luchar contra una minoría étnica en su retaguardia.
Es más, los europeos olvidan, de nuevo, que fueron justamente ellos los que, con el fin de alcanzar la victoria en la Gran Guerra, favorecieron las ansias nacionalistas armenias hasta los límites del paroxismo. Olvidan, y ya van tres, que las armas utilizadas por la “quinta columna” armenia venían directamente de Rusia, Gran Bretaña y Francia.
Mencionar el genocidio armenio sin situarlo en su contexto es, a mi juicio, una muestra de mala fe y una prueba de falta de juicio.
El Imperio Otomano fue el único contendiente del conflicto de 1914 que hubo de hacer frente a una guerra de contrainsurgencia en el interior de sus fronteras, a causa de los levantamientos nacionales árabe y armenio. Mientras se enfrentaba a los rusos en Sarikamis y a los británicos en Gallípoli y Cesifonte, tenía que poner un ojo en el interior de sus territorios por miedo a la peligrosa minoría armenia. Y, como bien demostraron los acuerdo de paz de Sevres, la Sublime Puerta se jugaba mucho en la Primera Guerra Mundial: sobre la mesa estaba la propia supervivencia como estado [2].
Las sombras que rodean al genocidio armenio son quizás las grandes culpables de las increíbles historias que circulan en torno a ese acontecimiento. La falta de información, fruto de la mentira y la ocultación, ha generado un sinfín de leyendas que a la larga no ha hecho más que perjudicar a los genocidas. Fue precisamente Turquía la que trató de ocultar todos los detalles relacionados con la matanza de armenios para así evitar la reprimenda internacional. Con esto no hicieron otra cosa que abrir las puertas a las habladurías que, poco a poco, fueron superando a la tan temida realidad.
Después de la labor de maquillaje realizada por los turcos, llegaron los todopoderosos cronistas europeos a construir una gran historia, falsa también, pero grandiosa por la magnitud y crueldad de la catástrofe. Occidente ha visto, en esa gran mentira, el renacer del turco despiadado de época Moderna. Más tarde llegó el Holocausto; a los enemigos de Turquía les faltó tiempo para comparar ambos hechos.
El asesinato de miles de personas no es justificable, pero de ahí a compararlo con la maquina de muerte nazi hay un mundo. Las cifras, motivaciones y desarrollo de ambos genocidios fueron totalmente distintas. La acción de los otomanos no tenía en su origen prejuicios racistas; defendían la seguridad del Imperio frente a un movimiento nacionalista e insurgente. Además, no hemos de olvidar que esa rebelión se produjo en un momento crítico para el poder otomano, que libraba una dura guerra desde 1914.
Por el contrario, los judíos jamás buscaron destruir Alemania. Fue el Reich alemán el que inicio las hostilidades, y no por cuestiones de seguridad estatal; era el racismo el que guiaba la mano de los verdugos nacionalsocialistas. El genocidio armenio, cuyo origen fue una simple deportación de miles de personas, supuso –que no es poco ni justificable- la eliminación de los enemigos del Imperio. El Holocausto, por contra, no se limitó a exterminar a los judíos de la Europa central y oriental.
Primero los humilló, después los torturó y, más tarde, procedió a su eliminación. Es evidente que la persecución antisemita contenía un alto grado de sadismo.
Ningún genocidio es justificable; cada pueblo es responsable de su Historia y de las limpiezas étnicas que sus antepasados llevaron a cabo. Turquía ha de reconocer la barbarie de 1915, ha de pedir perdón y rendir homenaje a las víctimas. Sin embargo, Europa actúa de modo irresponsable cuando pide cuentas excesivas a los turcos. Sin duda es un trago difícil para ellos, no se lo compliquemos más. Hemos de dejar de compararlo con el Holocausto, ampliar nuestras miras para comprender el contexto del momento, y reconocer nuestra responsabilidad en la catástrofe [6].
De la convivencia al odio: Armenia entre dos siglos
Desde la Guerra de Crimea (1854-1856) hasta la Primera Guerra Mundial todos los enemigos del Imperio Otomano siguieron una táctica homogénea con respecto a las minorías étnicas presentes en su territorio: fomentar en ellos el sentimiento nacionalista hasta provocar el surgimiento de la insurrección armada. En respuesta a esa política rusa con respecto a los armenios en el conflicto de 1854, los otomanos declararon la igualdad de derechos de esta etnia en relación a los turcos.
Además, pasaron a ser considerados minoría protegida, y empezaron a ocupar numerosos cargos importantes en la administración imperial. Sin embargo, las raíces del movimiento de liberación armenio se habían fortalecido lo suficiente como para rechazar las ventajas de su nuevo estatus dentro del Imperio.
En la guerra que libraron otomanos y rusos entre 1877 y 1878, encontramos a grupos de voluntarios armenios entre los ejércitos del invasor eslavo. El propio patriarca armenio de Constantinopla, Jrimian, hizo un llamamiento a la revuelta de su pueblo contra el poder otomano [3].
Sin embargo, una vez terminado el conflicto con la aplastante victoria de Rusia, los zares mostraron cuánto apreciaban la existencia de un Caballo de Troya dentro del territorio otomano. A pesar de las presiones armenias, se negaron a negociar en el Tratado de San Stefano la independencia de la región. Era mejor mantener la pelota en el tejado turco para aprovecharse de ello en futuras ocasiones. Pero no sólo a Rusia le interesaba que Armenia siguiera dentro del Imperio Otomano. Las potencias reunidas en la Conferencia de Berlín (1885) tampoco cedieron a la petición de los representantes armenios.
Por tanto, la convivencia entre armenios y otomanos estaba rota a finales del XIX; el odio y la desconfianza eran las notas dominantes en sus relaciones. La negativa obtenida en San Stefano y Berlín llevó a los independentistas por la vía de la rebelión y el terrorismo. Pretendían llamar la atención de la comunidad internacional; hacer inevitable la intervención de alguna potencia occidental o de la propia Rusia. Además, la habitual desproporción de la respuesta otomana a cada una de esas actividades favorecía la consecución de ese objetivo.
A este respecto, cabe destacar las matanzas protagonizadas por los milicianos imperiales de origen kurdo durante el otoño de 1895. Hechos como este no se repitieron hasta el genocidio de 1915.
Los acontecimientos que hemos relatado anteriormente no impidieron, sin embargo, que los independentistas caucásicos colaborasen con el grupo de los Jóvenes Turcos en su lucha contra la política imperial. El sultán era tenido por aquel entonces como enemigo común tanto de movimientos nacionales como de reformistas.
Así, cuando estos últimos se hicieron con el control del Imperio en 1909, las acciones violentas entre uno y otro bando tendieron a desaparecer. Aunque no nos engañemos, a esas alturas la situación era muy difícil de encauzar; se trataba tan sólo de una tregua, un periodo que los armenios otorgaban a los Jóvenes Turcos para buscar una solución a su problema. Lógicamente, como en casi todas las cuestiones relacionadas con el nacionalismo, esto resultó imposible.
Los acontecimientos bélicos y las deportaciones
La guerra de 1914 proporcionó a los armenios una nueva oportunidad para levantarse contra el poder otomano. En cuanto se inició el conflicto los incidentes comenzaron a sucederse en la retaguardia. Esto, lógicamente, incomodaba en exceso el buen desarrollo de las operaciones militares. La situación llegó al límite tras la derrota del III y IV ejército imperial frente a las tropas rusas en la batalla Sarikamis [3]. Numerosos pueblos armenios se levantaron contra las autoridades otomanas, y los milicianos independentistas, armados con material ruso, cortaron las comunicaciones de los principales caminos.
Los soldados derrotados en Sarikamis quedaron aislados entre el frente y una retaguardia hostil en el Caucaso. A esto se unió la conquista de la ciudad de Van por parte de los contingentes armenios. La situación no era cómoda para Estambul, que procedió a escarmentar a sus díscolos súbditos; las tropas kurdas y circasianas se lanzaron contra el territorio armenio. Estas masacres marcaron el inicio un genocidio que los afectados sitúan en millón y medio de muertos.
Los hechos narrados hasta el momento constituyen la parte de la historia que nunca se suele relatar. Los acontecimientos posteriores son, por el contrario, más conocidos por todos; si bien es verdad que las cifras varían en función del narrador de turno. El 24 de abril de 1915, el jefe del Estado Mayor otomano, Enver Pasa, aprobó un plan para dispersar a los armenios por el territorio imperial [3]. El objetivo era que la población de esa etnia no superase, en ninguna circunscripción, el diez por ciento del total de la misma. No obstante, parece que detrás de la orden se escondía un claro deseo de ejecutar de manera masiva a la población civil armenia.
La deportación, realizada en pleno verano por un territorio árido y agreste, acabó con la vida de la mayor parte de esas personas; trescientas mil según los historiadores turcos.
A la crueldad de esas jornadas realizadas a pie hemos de añadir los escasos suministros recibidos por los armenios a lo largo de su viaje, así como la ausencia de atenciones sanitarias. Por tanto, el genocidio se llevó a cabo, en su mayor parte, sin violencia. Al Imperio Otomano le bastó con inventarse una deportación sin retorno.
Bibliografía:
[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.
[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.
[3] El turco. Diez siglos a las puertas de Europa; Francisco Veiga – Barcelona – Debate – 2007.
[4] Turquía, entre Occidente y el Islam: una historia contemporánea; Glòria Rubiol – Barcelona – Viena -2004.
[5] Turquía: el largo camino hacia Europa; Delia Contreras – Madrid – Instituto de Estudios Europeos – 2004.
[6] Turquía: Atatürk camina hacia Europa; Carlos González Martínez – Luz y Taquígrafos – Mayo de 2007.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...