La consolidación del nacionalsocialismo IX: la política económica


En un principio, en base a los planes cuatrienales de Schacht y Göring, el gobierno de Adolf Hitler se planteó los siguientes objetivos en el campo económico:

  • Recuperar la vitalidad del aparato productivo alemán.
  • Absorber el desempleo.
  • Lograr la independencia del exterior a través de una economía de tipo autárquico.
  • Que la financiación de esta actividad económica no condujese al aumento de la inflación.

En definitiva, se hacía imprescindible la expansión alemana por Europa, especialmente central y oriental, para alcanzar los objetivos marcados por el Führer:

(Adolf Hitler, alocución radiofónica de 1 de febrero de 1933) “En catorce años los partidos de noviembre han arruinado la agricultura alemana. En catorce años han creado un ejército de millones de parados. El gobierno nacional sacará adelante el siguiente plan con férrea resolución y persistencia. En cuatro años los granjeros alemanes se verán libres de la pobreza. En cuatro años el desempleo habrá sido superado de manera definitiva”.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[4] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[5] Hitler: una biografía; Joachim Fest – Barcelona – Planeta – 2005.

[6] Historia social del Tercer Reich; Richard Grundberger – Madrid – Ariel – 1999.

La consolidación del nacionalsocialismo VIII: la política racial antisemita


La exclusión de los judíos de la Comunidad Nacional fue uno de los fundamentos de la ideología nazi. Estos eran portadores de ideas peligrosas -marxismo, democracia, internacionalismo…-, y por lo tanto eran parásitos muy dañinos para la comunidad. Se procedió a la sistemática persecución de este grupo, que estuvo siempre supeditada a la marcha de la política interior y exterior del Reich. En 1939, desde su exilio británico, Stefan Zweig nos describe la situación de los judíos en los territorios nazis, y la evolución del proceso de persecución:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “Semana tras semana, mes tras mes, llegaban cada vez más refugiados, que parecían cada vez más pobres y más angustiados que los que les habían precedido. Los primeros, los que habían salido de Alemania con más premura, aún habían podido salvar la ropa, las maletas y los enseres de la casa y muchos incluso algún dinero. Pero cuanto más tiempo habían confiado en Alemania, cuanto más les había costado desprenderse de su amada patria, más severamente habían sido castigados. Primero les quitaron la profesión, les prohibieron la entrada en los teatros, cines y museos, y a los investigadores, el acceso a las bibliotecas: seguían allí por fidelidad o pereza, por cobardía u orgullo. Preferían ser humillados en su patria a humillarse como pordioseros en el extranjero. Luego se les privó del personal de servicio y se les quitó las radios y los teléfonos de las viviendas; después, las viviendas mismas; a continuación se les obligó a llevar pegada la estrella de David, para que todo el mundo los reconociera, los evitara y escarneciera en la calle como a leprosos, expulsados y proscritos”.

Podemos distinguir dos grandes fases dentro de la persecución racial: primero discriminación y exclusión, y después desaparición y exterminio. Sin embargo, procederemos al estudio cronológico de la misma sin detenernos a clasificar en que fase hemos de encuadrar cada hecho:

1933. Boicot a su negocios, jubilación forzosa de funcionariado semita, limitación del porcentaje escolar y universitario correspondiente a este grupo. Así anunciaba el boicot a los negocioa judíos el diario oficial del partido…

(Völkischer Beobachter, 30 de marzo de 1933) “El 1 de abril, al toque de las diez, empieza el boicot a todos los negocios, médicos y abogados judíos. Los judíos han declarado la guerra a 65 millones de personas, ahora van a ser golpeados donde más les duele”.

…y así lo vivió Sebastian Haffner:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “El primer acto intimidatorio fue el boicot impuesto a los judíos el primero de abril de 1933 (…) En los días siguientes se tomaron medidas complementarias: todos los negocios arios debían despedir a los empleados judíos. A continuación: todos los negocios judíos debían hacer lo propio. Sus dueños estaban obligados a seguir pagando los sueldos y salarios de sus empleados arios mientras los negocios permaneciesen cerrados a causa del boicot. Dichos propietarios tenían que retirarse totalmente y solicitar la presencia de gerentes arios… Al mismo tiempo comenzó la campaña informativa contra los judíos”.

1935. Exclusión de la oficialidad y del servicio militar, y disposiciones de Nuremberg (negación de la ciudadanía y prohibición de los matrimonios mixtos).

1938. Expulsión de las actividades económicas –incluía la confiscación de estos bienes-, arrestos masivos durante la noche del 9 al 10 de noviembre –Noche de los cristales rotos-, e internamiento en campos de concentración.

Este amplia represión escondía un triple objetivo:

  • Avivar el clima psicológico de lucha.
  • Excluir a los judíos de la esfera económica.
  • Nutrir las arcas del Estado.

En definitiva, el problema de la pureza racial, y especialmente la cuestión del antisemitismo, fue uno de los pilares básicos de la ideología nacionalsocialista. Sin embargo, pronto fueron conscientes los líderes nazis de que este objetivo tenía que ser llevado a cabo de manera progresiva, por medio de pequeñas medidas que pudieran ser digeridas por la sociedad sin levantar grandes protestas. Así arrancó un proceso que, a base de agresiones bien calculadas, acabó llevando a los judíos a los campos de exterminio.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[4] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[5] Hitler: una biografía; Joachim Fest – Barcelona – Planeta – 2005.

[6] Historia social del Tercer Reich; Richard Grundberger – Madrid – Ariel – 1999.

La toma del poder II: dos objetivos de la revolución legal


 En primer término, Adolf Hitler logró que el presidente Paul von Hindenburg decretase las disposiciones de excepción del 4 y del 28 de febrero; limitación de la libertad de prensa y asamblea, y derogación de la totalidad de las libertades constitucionales respectivamente. Además, estas también estipulaban la intervención del gobierno central en los länder por cuestiones de seguridad.

En segundo lugar, los nazis se sirvieron del propio Reichstag para lograr que este librase al ejecutivo del control del legislativo. De esta manera, a modo de primer intento, se convocaron elecciones con carácter de plebiscito para el 5 de marzo. Sin embargo, el gobierno no alcanzó los resultados esperados. Aunque poseía mayoría absoluta, no obtenía los dos tercios necesarios para la reforma constitucional. Fue entonces cuando Adolf Hitler se decidió a intentarlo por otra vía: la búsqueda de apoyos y la eliminación de los posibles obstáculos políticos.

En primer lugar, inició la persecución de los comunistas del KPD; justificada por el incendio del Reichstag perpetrado, supuestamente, por miembros de este grupo político. Así narra estos hechos uno de los miembros del partido comunista:

(A. Koestler, La escritura invisible) “…en la noche del incendio del Reichstag, cuando Goering asestó un golpe mortal al Partido Comunista alemán, los grupos se dispersaron y toda aquella estructura tan elaborada se disolvió en el Reich (…) Pocos meses después todo había terminado. Nuestro largo adiestramiento para la conspiración y los preparativos, que duraron años, para tal emergencia, se manifestaron en unas pocas horas totalmente inútiles. Thälmann, el jefe del partido, y la mayor parte de sus lugartenientes fueron descubiertos en sus escondites, tan cuidadosamente preparados, y arrestados en los primeros días de la catástrofe. El Comité Central tuvo que emigrar. Una larga noche caía sobre Alemania”.

Sin embargo, las consecuencias del incendio del Reichstag no sólo afectaron a los activistas y simpatizantes del KPD, el conjunto de la población alemana tuvo que acostumbrarse a un mayor control del Estado, a una constante presencia de este en su existencia cotidiana:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “Han sido pocos los acontecimientos históricos actuales que me he perdido por completo, como el incendio del Reichstag (…) No fue hasta el día siguiente cuando leí en el periódico que el Reichstag estaba ardiendo. Hasta el mediodía no tuve noticias de las detenciones. Más o menos al mismo tiempo fue publicada la disposición de Hindenburg que anulaba la libertad de expresión y el secreto postal y telefónico de los ciudadanos y, a cambio, otorgaba a la policía pleno derecho a efectuar registros domiciliarios, incautaciones y arrestos”.

El segundo objetivo de Hitler fue lograr el apoyo de la derecha a la reforma constitucional, que se plasmó en los actos del día de Potsdam: una capitulación vergonzosa de los nacionalistas y los conservadores que constituyó, en opinión de Sebastian Haffner, una auténtica traición al electorado:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “…la traición cobarde de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y seis por ciento de los alemanes que votó contra los nazis el 5 de marzo de 1933 (…) La traición fue total, generalizada y sin excepción, desde la izquierda hasta la derecha”.

Por último, los nacionalsocialistas trataron por todos los medios de silenciar a las formaciones católicas, que actuaron bajo la presión del concordato que Alemania firmaba en esos días con la Santa Sede.

Así pues, el 23 de marzo de 1933, los nacionalsocialistas lograron su objetivo: que el Reichstag sancionara la ley de plenos poderes por cuatro años. Así lo narró, como una gran victoria para el pueblo alemán, el diario oficial nacionalsocialista…

(Völkischer Beobachter, 23 de marzo de 1933) “…los deseos del pueblo alemán colmados: el Parlamento entrega el poder a Adolf Hitler (…) revancha histórica de Hitler sobre los hombres de noviembre. Día memorable para el Reichstag alemán. Capitulación del sistema parlamentario a favor de una nueva Alemania”.

…y de ésta otra manera, como un paso más hacia el inminente Estado totalitario de partido único, lo vieron los socialdemócratas:

(O. Wels, portavoz del partido socialdemócrata) “…jamás en la historia del Reichstag alemán, desde que éste existe, se han visto excluidos de los asuntos públicos los representantes nacionales en tal medida como sucede ahora. Y esta exclusión aumentará más todavía si se aprueba la nueva ley de concesión de plenos poderes”.

Ésta iniciativa, aprobada sin apenas oposición, confirmaba la desaparición del parlamento como órgano legislativo y de control. Además, la ley llegó a prorrogarse tres veces consecutivas, es decir, duró los doce años del Reich.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[4] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[5] Hitler: una biografía; Joachim Fest – Barcelona – Planeta – 2005.

[6] Historia social del Tercer Reich; Richard Grundberger – Madrid – Ariel – 1999.

[7] La escritura invisible; Arthur Koestler – Madrid – Debate – 2000.

La toma del poder I: la revolución legal


Con el nombramiento de Adolf Hitler como canciller alemán dio comienzo el proceso revolucionario nacionalsocialista. Un fenómeno lento, aunque eficaz, realizado en todo momento desde la más estricta legalidad: los nazis utilizaron para destruir la República las mismas armas que esta ponía a su disposición.

(G. Benn, Double vie) “Por lo que a mí respecta, y también a otros muchos, debimos de pensar que el nuevo gobierno se había hecho cargo del ejecutivo legalmente; no había nada que objetar. Quien había nombrado a este nuevo gobierno era el presidente del Reich, elegido por el pueblo; además no era totalitario, al menos en su composición… El Reichstag subsistía, la prensa seguía apareciendo, los sindicatos obreros funcionaban todavía…”

Tal como indica en el fragmento anterior Gottfried Benn, nada cambió en Alemania durante los primeros días del gobierno de Adolf Hitler. Todo continuaba como hasta entonces: el líder nacionalsocialista no era más que el cuarto canciller del experimento presidencialista de Paul von Hindenburg. Los alemanes no tenían nada que temer, el sistema se mantenía en pie.

Sin embargo, esa aparente continuidad, ese respeto al orden establecido, escondía tras de sí la destrucción del sistema. Adolf Hitler se proponía llevar a cabo una revolución lenta, una revolución legal, es decir, eliminar la República utilizando los medios que la Constitución ponía a su alcance. Así define Sebastian Haffner este “respeto” de la legalidad:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “¿En qué consiste una revolución? Los expertos en Derecho político afirman lo siguiente: una revolución consiste en alterar una Constitución a través de medios no previstos por ella. Si nos atenemos a una definición tan escueta, la revolución nazi de marzo de 1933 no fue tal, pues todo transcurrió dentro de la más estricta legalidad, a través de los medios que sí estaban previstos por la Constitución”.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Double vie; Gottfried Benn – París – Minuit – 1954.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[6] Hitler: una biografía; Joachim Fest – Barcelona – Planeta – 2005.

[7] Historia social del Tercer Reich; Richard Grundberger – Madrid – Ariel – 1999.

El Mundo de Ayer


En esta sección de Historia en Comentarios trato de ofrecer un repaso a la Historia europea de la primera mitad del siglo XX; o más bien desde la Primera hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando por el llamado periodo de entreguerras y la revolución bolchevique.

Una cita de Stefan Zweig, extraída de El mundo de ayer. Memorias de un Europeo, nos sirve de introducción. Los escritos de este y otros hombres que vivieron todos esos sucesos nos acompañarán en nuestro “viaje”, cuya finalidad no es otra que descubrir a las personas de la época.

He dividido esta sección en cinco apartados: la Gran Guerrael mundo de postguerrael periodo de entreguerrasla experiencia soviética y el Tercer Reich. Les dejo con Stefan Zweig:

“Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas cosas –acontecimientos, catástrofes y pruebas-, muchísimas más de lo que suele corresponderle a una misma generación, para que yo encontrara valor suficiente como para concebir un libro que tenga mi propio “yo” como protagonista o, mejor dicho, como centro (…) aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la Historia (…) Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese “no sé adónde ir” que ya me resulta tan familiar.

(…) Cuando pronuncio de una tirada “mi vida”, maquinalmente me pregunto: “¿Cuál de ellas?” ¿La de antes de la guerra? ¿De la primera guerra o de la segunda? ¿O la vida de hoy? Otras veces me sorprendo a mí mismo diciendo “mi casa”, para descubrir en seguida que no sé a cuál de ellas me refiero: si a la de Bath o a la de Salzburgo, o, tal vez, al caserón paterno de Viena (…) En conversaciones con amigos más jóvenes, cada vez que les cuento episodios de la época anterior a la Primera Guerra me doy cuenta, por sus preguntas estupefactas, de hasta qué punto lo que para mí sigue siendo una realidad evidente, para ellos se ha convertido en histórico o inimaginable. Y el secreto instinto que mora dentro de mi ser les da la razón: se han destruido todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro Ayer y nuestro Anteayer».

Cincuenta y cuatro años de dictadura

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos que he escrito sobre el origen y desarrollo de la «Primavera Árabe» en Túnez y Egipto. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


El gobierno de Habib Burguiba

1878. El entendimiento entre británicos y franceses había legitimado a estos últimos para hacerse el país. Los nuevos señores del Mediterráneo Occidental –no hemos de olvidar que Francia gobernaba Argelia y extendía su protectorado hasta Marruecos- respetaron la figura del bey otomano, pero privando a su poseedor de cualquier poder. El gobierno era cuestión exclusiva de los cargos nombrados por la metrópoli.

Veinticinco años después, en agosto de 1903, nacía en Monastir Habib Burguiba, el hombre que iba a llevar a Túnez a su independencia.

En la década de 1930, Habib Burguiba pasó a formar parte del grupo nacionalista Destour, del que pronto se separó, participando en la fundación del Neo-Destour. Su defensa de la autonomía tunecina, así como de la idea de una independencia negociada con Francia, le granjearon numerosos apoyos dentro del partido.

De esta manera, en 1933 se convirtió en su máximo dirigente, imponiendo sus postulados de corte socialista. Durante dos décadas, con Guerra Mundial y ocupación alemana incluida, el Neo-Destour continuó su lucha por la independencia.

Finalmente, en 1954, comenzaron las negociaciones entre el gobierno francés y los representantes del nacionalismo tunecino. En agosto de 1956, la metrópoli aceptó retirar tanto sus fuerzas militares como los funcionarios de la administración colonial, al tiempo que, bajo la tutela de París, Habib Burguiba era nombrado primer ministro. Sin embargo, el líder del Neo-Destour no respetó el acuerdo. En mayo del año siguiente rompía relaciones con Francia y anulaba los poderes políticos del bey Muhammad VIII al-Amin.

En el mes de julio de 1957, proclamaba la República de Túnez bajo su presidencia.

Una vez en el poder, Habib Burguiba puso en marcha su proyecto de socialismo árabe. Siguiendo el modelo soviético de economía planificada, llevó a cabo un intenso proceso nacionalizador a lo largo de la década de 1960. A su vez, introdujo la colectivización y el control estatal sobre la producción y el precio de los alimentos.

Todo esto condujo a un incremento de la burocracia, al tiempo que la inflación se disparaba. En medio de una situación económica crítica, y ante el riesgo de que estallara una revolución popular, Habib Burguiba abandonó sus postulados socialistas e inició un proceso de liberalización económica.

A mediados de la década de 1970, Túnez había recobrado buena parte de la tranquilidad y prosperidad perdida durante la etapa de políticas marxistas.

Fue, sin duda, la época dorada del gobierno de Habib Burguiba, que incluso logró que el Parlamento votara a favor de su nombramiento como “presidente vitalicio”. Sin embargo, desde 1980 su salud fue deteriorándose poco a poco, hasta el punto de impedirle desempeñar con normalidad las tareas de gobierno. Cada vez se apoyaba más en Zine El Abidine Ben Alí, en quien recaían buena parte de las decisiones importantes.

En 1985, Ben Alí, que por entonces desempeñaba el cargo de jefe de la policía secreta, fue nombrado primer ministro. Las dificultades de Burguiba para desempeñar su labor, así como el creciente poder de Ben Alí, llevaron a este último a dar un golpe de Estado en 1987.

El cambio de régimen se llevó a cabo sin violencia y no supuso ningún trauma para el país. Incluso se respetó la figura del ex presidente, que vivió el resto de sus días bajo arresto domiciliario. Hasta el día de su fallecimiento, el 6 de abril del año 2000, Habib Burguiba contó con una asistencia médica acorde a sus necesidades.

Ben Alí en el poder

Tras el llamado “golpe de Estado médico” del 7 de noviembre de 1987, Ben Alí gobernó Túnez durante más de veintitrés años. Durante ese periodo, el dictador supo mantener el complicado equilibrio entre la brutal represión y la prosperidad económica. Cuando esta última se desplomó, la supuesta legitimidad tecnocrática del régimen se desvaneció, dejándolo sólo ante la ira del pueblo.

Desde el primer momento tuvo especial interés en justificar su poder. Presentó ante los tunecinos el acto de traición contra su mentor -padre de la patria- como un acto de salvación nacional.

La propaganda del régimen se esforzó por disfrazar el golpe de Estado de acontecimiento incruento y necesario para la gobernabilidad del país. A su vez, quiso dar un tinte de democracia a su férrea dictadura. En primer lugar, renunció al cargo de “presidente vitalicio” instituido por Burguiba. A su vez, convocó hasta cinco elecciones presidenciales, de las que siempre resultó vencedor con más de un noventa por ciento de los votos.

Como tantos otros dictadores del mundo musulmán, Ben Alí supo presentarse ante los líderes occidentales como un mal necesario. Las protestas de Europa y los EE.UU. ante la violación de los derechos humanos o el fraude electoral, siempre fueron tímidas, pues lo veían como un muro de contención de las posturas más radicales. Al fin y al cabo, su régimen respetaba el status quo internacional y se mostraba abierto a las políticas neoliberales.

Derrocarle hubiera supuesto, según la mentalidad de los gobiernos occidentales, dejar el país en manos de los islamistas del partido Ennahdha.

El comienzo del siglo XXI no hacía presagiar nada malo para el régimen. La clase media, clave para evitar cualquier conflicto, se había incrementado notablemente con respecto a las dos décadas anteriores. Túnez, donde la mayoría de sus diez millones de habitantes estaban ocupados en el sector turístico, aparecía ante el mundo como un país relativamente moderno, con la mujer incorporada al mundo laboral y un importante porcentaje de población universitaria.

Además, en el ámbito político, mediante la reforma constitucional de 2002, Ben Alí había eliminado la clausula que le impedía presentarse a las sucesivas reelecciones. Por último, los atentados del 11 de septiembre, así como la guerra abierta entre los EE.UU. y el islamismo internacional, le convertían en un aliado natural para la política de George Bush.

Sin embargo, la crisis económica iniciada en verano de 2007 iba a llevarse por delante todas las previsiones de los analistas políticos.

En el plazo de tres años, el desempleo y la pobreza se extendieron por Túnez, y el precio de los alimentos subió hasta alcanzar niveles desconocidos por la población del país. Al mismo tiempo, la conducta de algunos personajes del régimen, en especial de Leila Trabelsi –esposa de Ben Alí- y sus familiares, distaba mucho de ser ejemplar. Los casos de corrupción que salpicaban a la primera dama se multiplicaban: concesiones de grandes superficies comerciales y entidades bancarias, blanqueo de dinero, usurpación de bienes privados y apropiación de otros públicos a través de adjudicaciones fraudulentas… Finalmente, en diciembre de 2010, iba a dar comienzo un movimiento de protesta que acabaría por tumbar a Ben Alí y a su régimen. Todo comenzó con la inmolación de un joven desempleado: Mohamed Bouazizi.

La Segunda República (1931-1936)

1. Introducción.

El 14 de abril de 1931 se proclamó, en España, la II República en un ambiente de euforia y esperanza. El nuevo régimen representaba unos ideales de progreso y de democracia deseados por gran parte del país. No obstante, como consecuencia del choque entre los intereses y las mentalidades de las clases acomodadas y de las clases populares desembocó en una terrible guerra civil.

Atendiendo a la política llevada a cabo por los partidos que ocuparon el poder, la II República se desarrolló en tres etapas:

– El Bienio Reformista (1931-1933), bajo el gobierno de las izquierdas.

– El Bienio Radical-Cedista (1934-1936), con predominio de las derechas.

– El triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, que supuso el retorno de las izquierdas al poder, pero también el inicio de un proceso revolucionario que escapó al control de los más moderados.

2. El final de la monarquía.

Alfonso XIII, tras la caída del dictador Miguel Primo de Rivera, encomendó al gobierno del general Dámaso Berenguer la tarea de reconstruir la antigua normalidad constitucional. Se trataba, por tanto, de reabrir las Cortes, volver a poner en marcha los partidos políticos y los sindicatos, organizar de nuevo elecciones…

No obstante, esta vuelta a la normalidad fue demasiado lenta para cumplir con las exigencias de los grupos opositores y de buena parte de la población. Además, los españoles recelaban de la monarquía, pues se había comprometido demasiado con la Dictadura de Primo de Rivera.

En el mes de agosto de 1930, en la semiclandestinidad, representantes de los partidos republicanos –Lerroux, Azaña, Marcelino Domingo-, socialistas –Prieto, Fernando de los Ríos-, nacionalistas –Casares Quiroga, Carrasco i Formiguera– y de otros grupos, se reunieron en la ciudad de San Sebastián. Allí pactaron una política antimonárquica y eligieron un Comité Revolucionario para llevarla a cabo. Incluso contaban con una actuación militar.

Sin embargo, la revuelta militar, mal preparada, que iniciaron los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández en Jaca (diciembre de 1930), no encontró eco en los cuarteles y fracasó.

En estas condiciones, el último gobierno de la monarquía, presidido por el almirante Aznar, con el que colaboró la Lliga Regionalista, convocó elecciones municipales para el 12 de abril de 1931. El gobierno confiaba en que una victoria de los partidos monárquicos facilitaría el posterior triunfo en las elecciones para el Congreso, que se iban a celebrar el 7 de mayo.

Aunque sólo se trataba de unas elecciones municipales, los partidos de la oposición las presentaron como un plebiscito entre monarquía y república. Si las ganaban, significaría que el pueblo español era partidario de la opción republicana. Los monárquicos confiaban en ganar en los pueblos gracias al sistema caciquil, pero sabían que esto no funcionaría en las ciudades. Así, la campaña fue muy intensa en ambos bloques.

Fueron a votar el 65% de los hombres censados, de tal modo que, a partir de las primeras horas de la mañana del día 13, empezaron a conocerse los resultados. Los partidarios de la república ganaban en 45 de las 50 capitales de provincia, en las ciudades más importantes y en las zonas industriales y cuencas mineras.

En un clima de euforia y sin violencia, muchos ayuntamientos, al conocer el resultado del escrutinio, proclamaron la República. Eibar, en el País Vasco, fue el primero en hacerlo; después le siguieron Barcelona, Valencia, Zaragoza, Sevilla, Oviedo… El monarca dudó durante algunas horas, pero ante el desánimo de la mayoría de sus ministros acabó abandonando Madrid en dirección a Cartagena. Desde allí, un buque de guerra lo llevó al exilio en Francia. Sin embargo, en modo alguno renunció a sus derechos a la Corona ni a los de su familia.

El nuevo gobierno provisional estaba presidido por un antiguo monárquico, de mentalidad conservadora y católico, Niceto Alcalá Zamora. El primer problema de la República surgió en Barcelona donde, tras proclamar Lluís Companys la República, el líder de ERC, Francesc Maciá proclamaba la República Catalana dentro de la Federación Ibérica. En una clara interpretación federalista, establecía a Cataluña como un Estado dentro del Estado español.

Después de una larga discusión con tres ministros enviados desde Madrid, se llegó al acuerdo de formar un órgano gubernamental provisional llamado Generalitat. Además, el Gobierno central se comprometía a patrocinar la elaboración y aceptación de un Estatuto de Autonomía

3. La Constitución de 1931.

Principios fundamentales de la Constitución de 1931

El 28 de junio de 1931 se celebraron unas elecciones, con sufragio universal masculino a partir de los 23 años, con el fin de elegir unas Cortes Constituyentes. Estas debía elaborar una Constitución republicana capaz de estructurar el nuevo Estado, ya que la anterior Constitución, la de 1876, era monárquica y conservadora.

Votó el 70,4% del censo, superando así el porcentaje de las anteriores elecciones municipales. Fueron, además, las primeras elecciones sin caciquismo y, por tanto, las primeras elecciones limpias que se realizaron en España. Dos cosas hay que destacar de los resultados:

– La multiplicidad de los partidos, como consecuencia de la desaparición del bipartidismo dinástico del viejo sistema.

– El triunfo de las izquierdas.

Durante la elaboración de la Constitución surgieron dos temas que acapararon, principalmente, la atención y ocasionaron furos debates entre la izquierda y la derecha:

– Las relaciones Iglesia-Estado.

– El problema de las autonomías.

Finalmente, la mayoría republicano-socialista acabó imponiendo sus criterios y en el mes de diciembre fue aprobada la Constitución, que los partidos de derecha no votaron.

La Constitución de 1931 era bastante avanzada para su tiempo, con algunos toques socializantes, como daba a entender el artículo 1º: “España es un República democrática de trabajadores de toda clase…”. A esto se unía la posibilidad de expropiación de bienes privados (tierras, minas, ferrocarriles…) si lo hiciera necesario la utilidad pública.

La Constitución establecía los siguientes principios:

– Una sola cámara (Congreso de los Diputados-Parlamento) elegida cada 4 años por sufragio universal para ambos sexos, con un Presidente de la República nombrado cada 6 años.

– Un modelo de Estado integral, no federal, aunque aceptaba que las regiones que lo pidiesen pudieran conseguir un Estatuto de autonomía.

– La protección muy detallada de los derechos democráticos individuales: libertad religiosa, de expresión y asociación, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia…

– La desaparición definitiva de los privilegios de clase, con la anulación de los títulos nobiliarios.

Una vez aprobada la Constitución, fue elegido presidente de la República Niceto Alcalá Zamora, un político moderado de centro-derecha. Manuel Azaña presidió el primer gobierno, formado por una coalición de republicanos de izquierda, socialistas y nacionalistas. Estos continuaron con la labor reformista que había iniciado el Gobierno Provisional desde abril de 1931.

Los partidos políticos

Las izquierdas estaban asociadas con la inclinación hacia la república como sistema político. Se trataba de una república, de alguna manera, federal o que por lo menos aceptaba las autonomías regionales. Además, eran partidarias de realizar cambios socio-económicos que mejoraran la situación del pueblo –reforma agraria, legislación laboral, etc.- y le acercara al nivel de vida de los países avanzados de Europa.

Las izquierdas rechazaban, a su vez, la influencia que las viejas instituciones –Iglesia, Ejército, etc.- tenían sobre el Estado. Por último, Confiaban en el criterio de los intelectuales progresistas y en la educación laica y racionalista para llevar a cabo esos cambios.

El abanico de las izquierdas estuvo dominado por dos partidos:

– Izquierda Republicana; era un partido de pequeños burgueses con muchos intelectuales y representantes de profesiones liberales.

– El PSOE; de mentalidad marxista, que contaba con el soporte de su sindicato, la UGT (Unión General de Trabajadores).

Más a la izquierda se situaban los comunistas y anarquistas. El Partido Comunista de España (PCE) había surgido como una escisión del ala más revolucionaria y joven del PSOE, alrededor de 1921. Los anarquistas se agruparon alrededor de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) que estaba fuertemente asentada en Cataluña y Andalucía. En su seno se había producido una escisión entre los moderados sindicalistas, que querían que la CNT actuará como un sindicato, y los revolucionarios faístas, agrupados en la FAI.

Las derechas eran partidarias, en principio, de mantener las estructuras socio-económicas de la Restauración, es decir, el poder de los terratenientes, industriales y banqueros, no efectuando más cambios de los necesarios. Se apoyaban en las viejas instituciones, como la Iglesia, el Ejército, el funcionariado… para mantener el orden y los valoras tradicionales: familia, propiedad, seguridad…

Mayoritariamente eran centralistas y no estaban dispuesto a acatar las autonomías. Las derechas eran preferentemente monárquicas, aunque los partidos que representaban esta tendencia en el Parlamento parecían haber aceptado la República.

Dentro de estos partidos se podían distinguir tres grupos:

– Los fascistas; imitaban, en gran parte, la ideología y la puesta en escena del régimen de Mussolini. En España aparecieron dos grupos con esta mentalidad: las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) en 1931 y Falange Española en 1933.

– Los partidos monárquicos; los partidarios de Alfonso XIII, de la línea de los Borbones, y los partidarios de la rama carlista.

– Las derechas republicanas; La CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) llegó a ser el partido más representativo de las derechas.

El centro es más difícil de definir. En general, estaba compuesto por moderados predispuestos a hacer pocos cambios. Parecía claro que, en caso de situación social conflictiva, se inclinarían rápidamente hacia las derechas. Cuando la sociedad española se polarizó entre derechas e izquierdas en las elecciones de febrero del año 1936, el centro casi desapareció.

Además de pequeños partidos republicanos liderados por hombres que habían sido monárquicos hasta la proclamación de la República (Alcalá Zamora o Miguel Maura), el partido de centro más importante era el Republicano Radical. Este grupo, fundado y liderado por Alejandro Lerroux, había ido moderándose con respecto a la demagogia anticlerical y anticatalanista de principios de siglo XX.

Aparte de los partidos políticos de ámbito estatal, se continuaron desarrollando en ciertas regiones –Cataluña, el País Vasco y Galicia- partidos autonómicos-nacionalistas.

En Cataluña se daban cuatro tendencias:

– La derecha estaba representada por la Lliga Regionalista, liderada por Francesc Cambó.

– El centro estaba representado por Acció Catalana Republicana y los cristiano-demócratas de Unió Democrática de Catalunya (Carrasco i Formiguera).

– La izquierda se había unificado en torno a Ezquerra Republicana de Catalunya (Francesc Maciá y Lluís Companys), el partido más votado en la región.

– En la extrema izquierda, dos partidos comunistas: el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), surgido al inicio de la guerra.

En el País Vasco, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) mantuvo su predominio. Considerado como partido católico y de derechas, evolucionó a partir de 1933 a posiciones de centro cuando su líder, José Antonio Aguirre, se enemistó con la derecha centralista.

En Galicia adquirió fuerza la Organización Republicana Gallega Autonomista (ORGA), cuyo líder, Casares Quiroga, mantenía buenas relaciones con la Izquierda Republicana de Manuel Azaña.

Los Estatutos de autonomía

La primera región en dotarse de un Estatuto de autonomía fue Cataluña, cuestión que ya se había apalabrado previamente en el Pacto de San Sebastián y en la reunión del Gobierno Provisional con los líderes de ERC. El Estatuto se redactó en Nuria (santuario del Pirineo), refrendado por el pueblo catalán, fue presentado en Madrid en agosto de 1931, antes incluso de la aprobación de la Constitución.

Los autores del Estatuto partían del principio de que la República española iba a ser federal, proponiendo, por tanto la cesión de abundantes competencias (enseñanza, cultura, sanidad, orden público, justicia, fiscalidad…). Por tanto, una vez aprobada la Constitución, la discusión del Estatuto catalán se alargó ante la fuerte oposición de la derecha y la excesiva ambición de los nacionalistas. Esta última, en concreto, generaba grandes dudas en el seno de los intelectuales socialistas y de izquierdas.

Sin embargo, el fracasado pronunciamiento del general Sanjurjo (agosto de 1932) aceleró la aprobación, por los partidos de centro izquierda, de las leyes a trámite más discutidas: La Ley de Reforma Agraria y el Estatuto de Cataluña.

El Estatuto fue aprobado el 9 de septiembre de 1932, si bien rebajando las competencias exigidas en Nuria como consecuencia de la existencia de un Estado integral, y no federal.

En el País Vasco, el PNV y los carlistas habían llegado a un acuerdo sobre un proyecto de Estatuto (Estatuto de Estella, junio de 1931), pero dos hechos impidieron su realización y presentación:

– La defección de Navarra y la debilidad nacionalista en la provincia de Álava, donde el plebiscito de 1933 no alcanzó el 50% de los votos necesarios.

– Por otra parte, el Gobierno central tenía sus dudas: Cuando mandaban las izquierdas, porque desconfiaban del conservadurismo del PNV y de su acentuado independentismo; cuando mandaban las derechas, porque eran declaradamente antiautonomistas.

No fue hasta octubre de 1936, ya en plena Guerra Civil, cuando las Cortes aprobaron el Estatuto de Autonomía Vasco, entre otras razones para mantener a la región fiel a la República.

En Galicia, donde la conciencia nacionalista era menor, el Estatuto no fue aprobado por plebiscito popular hasta junio de 1936. El pronunciamiento militar de julio impidió su trámite por las Cortes, ya que la región fue inmediatamente ocupada por los sublevados.

4. El Bienio Reformista (1931-1933).

Una coyuntura económica poco propicia

La II República nació en un mal momento de la economía mundial. La caída de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929 había provocado una profunda depresión que afectó a todo el mundo a lo largo de una década.

La quiebra de Wall Street repercutió menos en España porque tenía una economía bastante autárquica, sin grandes relaciones económicas con Europa y América. De todas maneras, planteó una serie de problemas:

– La reducción de las inversiones de capitales extranjeros que tanto habían contribuido al desarrollo de la industria y de las fuentes de energía.

– El descenso de las exportaciones, especialmente productos agrarios (aceite, cítricos, arroz, vino…) y mineros (hierro, piritas…).

– La interrupción de la emigración (restricción de entrada), hacia América preferentemente, que podía solucionar el problema del desempleo.

Los problemas internos del país agravaban aún más las dificultades económicas. Había, en primer lugar, un alto paro crónico en el campo andaluz y extremeño debido en gran medida a la desigualdad en el reparto de la propiedad de la tierra. Por otra parte, la República se encontró con una enorme deuda pública, provocada por los presupuestos de la Dictadura, que había llevado a cabo costosas obras públicas.

Finalmente, los propios gobiernos de izquierda de la República propiciaron otros problemas. Al defender un aumento de los salarios de los obreros y campesinos, que coincidió con la bajada de los precios de los productos, provocaron la reducción de los beneficios.

Esto afectó negativamente tanto a la industria como a la banca. Inmediatamente se redujo la inversión y muchos burgueses, alarmados, trasladaron sus capitales al extranjero por desconfianza hacia el Gobierno de Azaña. Esta situación aumentó aún más el paro y el malestar social.

La reforma del ejército

El Gobierno republicano se encontró con un ejército mayoritariamente monárquico, es decir, los generales y oficiales eran partidarios de la monarquía, y también de la derecha conservadora.

Eran, por tanto, enemigos de los republicanos de izquierdas, sino de la misma República. Además, se trataba de un ejército mal y anticuadamente armado, con mucha burocracia y con un exceso de oficiales.

El primer ministro Azaña, que también era ministro de Defensa, procuraba encontrar una solución con la Ley Azaña (abril de 1931). Esta ofrecía, a todos los oficiales que no desearan hacer el juramento de fidelidad a la República, la posibilidad de retirarse a la vida civil con el sueldo íntegro y los ascensos reconocidos.

Azaña creó también un nuevo cuerpo militar de orden público, la Guardia de Asalto, con hombres adictos a la República. Estructuró el cuerpo de suboficiales en un intento de atraerlos y clausuró la Academia Militar de Zaragoza. Sin embargo, por falta e presupuesto, no hizo gran cosa por modernizar el armamento.

La reforma religiosa

Las relaciones con la Iglesia fue, para la República fue uno de los problemas más graves. Los partidos de los gobiernos de izquierda eran decididamente anticlericales, así como partidarios de la separación entre Iglesia y Estado.

Las medidas que tomaron fueron, por tanto, muy duras, y en aquel momento la Iglesia las consideró como un ataque directo. Las relaciones Iglesia-Estado llegaron a ser tan tensas que el primado arzobispo de Toledo, el cardenal Pedro Segura, fue expulsado del país por sus pastorales antirrepublicanas.

La Constitución establecía un Estado no confesional y proclamaba la libertad de cultos. Además, por la Ley de Congregaciones (1933), se prohibía a la Iglesia dedicarse a la industria y el comercio, y lo que era más grave, a la enseñanza. Se establecía el matrimonio civil, el divorcio y se secularizaban los cementerios.

Además, en el término de dos años, se suprimía el presupuesto del clero, cantidad que, desde el Concordato de 1851, pagaba el Estado a la Iglesia como reparación por la desamortización de Mendizábal.

La política social y la reforma agraria

Aunque la República de izquierdas hizo aprobar una serie de leyes favorables a obreros y campesinos, no pudo evitar que aumentara el desempleo, tal como hemos visto anteriormente.

El malestar de los trabajadores provocó huelgas y revueltas, dirigidas principalmente por la CNT. Se repitieron huelgas generales en Barcelona, Zaragoza, Asturias, Sevilla… El movimiento de protesta más grave se produjo en la cuenca minera del Alto Llobregat. Los mineros la ocuparon durante cinco días de enero de 1932, lo que obligó a la intervención del Ejército.

Entre las reformas laborales del Gobierno reformista destacan:

– La jornada de 8 horas.

– La regulación del derecho a la huelga.

– La formación de jurados mixtos entre patronos, obreros y Gobierno para resolver los problemas laborales.

– La regulación de la contratación laboral.

La reforma agraria fue uno de los caballos de batalla de la obra reformista de la República, cuyos dirigentes tuvieron en cuenta la dura situación a la que estaban sometidos los campesinos de Andalucía, Extremadura y el Levante.

Los primeros decretos del Gobierno reformista procuraron proteger a los campesinos arrendatarios, poniendo dificultades a la anulación de los contratos por parte de los grandes latifundistas. También se decretaron mejoras para los jornaleros: la jornada de 8 horas y la Ley de Términos Municipales, que obligaba a los terratenientes a dar trabajo, primero, a los jornaleros autóctonos.

La Ley de Reforma Agraria fue debatida en el Parlamento durante buena parte del año 1932, siendo aprobada en septiembre. La ley proponía la expropiación, sin indemnización, de las tierras de los terratenientes que habían participado en la “Sanjurjada” y, con indemnización, de las tierras de señorío y de las semiabandonadas.

Sin embargo, los fondos dedicados fueron escasos como consecuencia de la gran deuda pública del país: tan sólo se dedicaron 50 millones de pesetas al año (un 1% del presupuesto del país). Por otra parte, el Instituto de la Reforma Agraria (IRA), creado para la aplicación de la ley, se encontró con numerosos problemas burocráticos y administrativos y con falta de estudios previos sobre los latifundios.

En lugar de crear una sólida base de campesinos-propietarios adictos a la República, la Ley de Reforma Agraria provocó dos tendencias:

– Las derechas mostraban su oposición, acusándola de radical e, incluso, comunista.

– Los campesinos, descontentos, la acusaban de lentitud, calificándola además de insuficiente.

En el campo se produjeron serios enfrentamientos entre los campesinos excitados por la demora de la reforma agraria y las fuerzas de orden público. En Castilblanco (Badajoz, diciembre de 1931), campesinos enfierecidos dieron muerte a varios miembros de la Guardia Civil cuando estos acudieron a la llamada de los terratenientes.

Ante este hecho, la benemérita reaccionó poco después, provocando la muerte de varios campesinos que se manifestaban en Arrendó (La Rioja). La violencia culminó con la represión que llevaron a cabo los Guardias de Asalto contra los campesinos anarquistas que habían ocupado tierras en Casas Viejas (Cádiz, enero de 1933).

La tensión y los desórdenes en el campo y en las zonas industriales (aumento considerable de huelgas) desgastaron mucho el prestigio del gobierno de Manuel Azaña que se vio obligado a presentar la dimisión. El presidente de la República, Alcalá Zamora, convocó nuevas elecciones para noviembre de 1933.

5. El Bienio Radical-Cedista (1933-1936).

Las elecciones de noviembre de 1933, resultaron un éxito para los partidos de centro-derecha –republicanos radicales de Lerroux (102 escaños) y la CEDA (115 escaños)- y  un fracaso para la izquierda -PSOE (58 escaños) y Acción Republicana (5).

Las derechas aparecían organizadas y unidas, mientras que en las izquierdas se presentaron divididas e, incluso, enfrentadas. Por su parte, la CNT, siguiendo su teoría apoliticista, pidió a sus afiliados la abstención. En los extremos, falangistas y comunistas sólo obtuvieron un escaño.

Al no contar ni los republicanos radicales ni la CEDA con la mayoría absoluta, el presidente Alcalá Zamora, que desconfiaba de Gil Robles, encomendó la formación del gobierno a Alejandro Lerroux. Este acabó necesitando en el Parlamento los votos de la CEDA y de otros pequeños partidos conservadores, por lo que se vio obligado a llevar a cabo una política de derechas.

Esta se caracterizó por la paralización y derogación de muchas de las reformas llevadas a cabo en la etapa anterior:

– En primer lugar, se paralizó la reforma agraria, devolviéndose las tierras expropiadas y expulsando a los campesinos de las que se les habían otorgado.

– Por otro lado, se derogó la Ley de salarios, que favorecía a los obreros y campesinos

– Se concedió la amnistía para el general Sanjurjo y sus compañeros del pronunciamiento de agosto de 1931.

– Se permitió el retorno de la Compañía de Jesús, a la que se le devolvían los bienes nacionalizados, y se volvía a incluir el presupuesto del clero dentro de los presupuestos del Estado.

Además, en el Ejército, cuando Gil Robles se convirtió en ministro de Defensa, fueron promocionados los generales jóvenes de ideología más conservadora y antirrepublicana (Fanjul, Goded, Franco, Mola…).

Después del verano de 1934, la CEDA exigió a Lerroux la inclusión de ministros de su partido si deseaba seguir contando con su apoyo. Este no pudo negarse, por lo que el 4 de octubre de 1934 incluía a tres ministros de la CEDA.

Esto asustó a las izquierdas, sobre todo a los socialistas, que temían la formación de un gobierno autoritario y fascista que siguiera el modelo austríaco de Dollfuss. El día 5 de octubre la UGT declaró una huelga general en todo el país sin contar para ello con la CNT. La huelga resultó un fracaso por la escasa organización y por la respuesta rápida del Gobierno. Sólo se produjeron acontecimientos importantes en Asturias y Cataluña

En Asturias los mineros del carbón, unidos a la UGT, la CNT y los comunistas llevaron a cabo un movimiento insurreccional revolucionario. Se apoderaron de las armas de los cuarteles y de las fábricas e armamento, ocuparon la cuenca minera y sitiaron Oviedo. Llegaron incluso a establecer una organización militar y económica propia.

El Gobierno no tardó en enviar al ejército de África que, bajo el mando del general Franco, restableció la situación el 17 de octubre. La represión fue dura: millares de encarcelados, 40 condenados a muerte y, finalmente, 4 ejecutados.

En Cataluña la huelga obrera, sin apoyo de la CNT, fue un fracaso. Pero el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado Catalán dentro de la República Española el 6 de octubre de 1934, ofreciéndolo como refugio a la República de izquierdas.

Tomaba esta decisión, emulando a Maciá en 1931, preocupado por el sesgo derechista del nuevo Gobierno, que podía actuar contra el Estatuto catalán. No obstante, las izquierdas españolas no lo aceptaron y el Gobierno lo presentó al resto del país como un acto separatista.

Así, el capitán general Batet declaró el estado de guerra y ocupó la ciudad de Barcelona sin gran resistencia. El 7 de octubre, el presidente Companys, sus ministros y la mayoría de los parlamentarios se entregaron, siendo juzgados y condenados a 30 años de cárcel. Además, se suspendió el Estatuto, y la Generalitat, dirigida por un gobernador general nombrado por el Gobierno, quedó reducida a labores administrativas.

Por tanto, tampoco los gobiernos de derechas ofrecieron estabilidad ni seguridad a la República (siete gobiernos entre 1933 y 1935). Al malestar social y al enfrentamiento cada vez más duro entre los partidos políticos se añadieron los casos de corrupción de los radicales, que culminaron con el asunto del “estraperlo”.

En diciembre de 1935, el presidente Alcalá Zamora, que no deseaba que la CEDA formara gobierno en solitario, disolvió el Parlamento y convoco elecciones para febrero de 1936.

6. El Frente Popular (1936).

Con el fin de detener el avance de los partidos de derechas, las izquierdas decidieron formar una alianza que recibió el nombre de Frente Popular, incluyendo en su seno a republicanos de izquierdas, socialistas y comunistas. La CNT no participó en esta alianza electoral, pero aconsejó el voto a sus afiliados en este sentido para evitar el triunfo de la derecha.

Precisamente uno de los apartados fundamentales del programa electoral del Frente Popular era la amnistía general para todos los presos políticos. Además, se preveía la reactivación de las reformas socio-económicas iniciadas durante el Bienio Reformista. Por tanto, no se trataba, en principio, de un programa revolucionario, sino más bien de un retorno a la situación de 1931-1933.

La campaña electoral fue muy dura, alcanzando la violencia verbal cotas muy altas en los discursos de los líderes de ambos grupos. Finalmente, el Frente Popular consiguió 263 escaños, mientras que la derecha obtuvo 133 y el centro-derecha 77. La debilidad del centro, del Partido Republicano Radical de Lerroux, en especial, resultaba clara.

Las elecciones dejaron patente que el país se polarizaba peligrosamente hacia dos extremos: el fascismo de la ultraderecha y el socialismo-comunismo de la izquierda.

Los primeros contratiempos, después del triunfo del Frente Popular, surgieron al formar gobierno. Los socialistas, una parte de los cuales se inclinaba cada vez más hacia la extrema izquierda como consecuencia del carisma de Largo Caballero, no quisieron formar gobierno con Azaña como en 1931. No obstante, le ofrecieron su soporte en el Parlamento para poder gobernar.

A su vez, el Parlamento decidió destituir al presidente de la República, Alcalá Zamora, por considerarlo demasiado conservador, con la excusa de que legalmente no podía hacer convocado las elecciones de 1936. Después de muchas dudas, Manuel Azaña aceptó el cargo y se nombró primer ministro a Casares Quiroga (ORGA), un político de escasa personalidad para un momento difícil.

Por otra parte, se aceleraba la tensión social. Los campesinos, instigados por la CNT-FAI, ocupaban tierras de los latifundistas de Andalucía y Extremadura, sin esperar la reanudación de la Ley de Reforma Agraria. Mientras, en las ciudades y zonas industriales, las huelgas aumentaron en número e intensidad.

Los industriales y terratenientes contestaron a estos desórdenes cerrando las fábricas y retirando capitales hacia el extranjero. Algunos de ellos incitaban a los militantes antirrepublicanos a dar un golpe de Estado.

Ante este ambiente, lo único que hizo el Gobierno fue dispersar lejos de Madrid a los generales más dispuestos a llevarlo a cabo: Franco a Canarias, Goded a Baleares y Mola a Pamplona. Pero era demasiado tarde, pues desde el mismo momento del triunfo del Frente Popular, un grupo de militares, dirigidos por Mola, preparaban un pronunciamiento.

7. Conclusiones.

A partir del 17 de julio de 1936, un grupo de militares llevaron a cabo un pronunciamiento –el llamado “Alzamiento Nacional”- que se transformó en un conflicto bélico. Desde ese momento, y hasta abril de 1939, España sufrió los destrozos materiales y sociales de una cruenta guerra civil que enfrentó a los partidarios de la España tradicional, católica y de pequeños y grandes propietarios con la España progresista, anticlerical, obrera y campesina.

La República no pudo superar el conflicto armado. Sus representantes acabaron en el exilio, mientras en España se iniciaba la dictadura del general Franco. Las esperanzas nacidas el 14 de abril de 1931 se vieron truncadas por el predominio de las ideologías y la progresiva radicalización de los dirigentes políticos de ambas facciones. La falta de entendimiento -el escaso o nulo interés por buscarlo- acabó, al fin y al cabo, con la experiencia democrática española.

El ineludible final de la República de Weimar

Aun negando al III Reich el carácter de ineludible que a veces se le atribuye, es difícil dejar de considerar ineludible el fin de la República de Weimar. La inmadurez política del pueblo alemán (especialmente de la élite), la deformación del sistema social y el mal funcionamiento de la economía se unieron para dar lugar a su colapso. Pero la forma concreta que tomó este colapso no estaba en modo alguno predeterminada. En Alemania (donde, por cierto, los verdugos desempeñaban su función con sombrero de copa y levita), los verdugos de la democracia hubieran podido llevar igualmente galones dorados que camisas pardas, pues los minoritarios gobiernos republicanos de 1932 se vieron ante la alternativa de instaurar una rígida dictadura presidencial apoyada por las armas o someterse al movimiento nazi, de amplio apoyo popular.

La vía adoptada el 30 de enero de 1933 (el día de la llamada «toma del poder») era, de hecho, la más democrática, por absurdo que esto pueda parecer. Aunque Hitler no pudo dar a Alemania el anunciado Milenio, la arrastró a pesar de sus débiles protestas, a la era de las masas.

Richard Grunberger, Historia social del Tercer Reich, p. 26.

Un particular contra el Estado

zFiles.aspxArtículo sobre Historia de un alemán publicado por Antonio Duplá.

“Así plantea su relato el autor del libro que quiero reseñar: «La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. (…) El Estado es el Reich y el particular soy yo» (p. 11s.).

Se trata de un texto singular. Escrito en 1939, no obstante no ve la luz hasta el año 2000, tras ser encontrado entre los papeles de su autor tras su muerte en 1999. Haffner nació en Berlín en 1908, estudió Derecho y, en 1939, a la vista de las condiciones de la vida en Alemania bajo el régimen nazi, emigró a Inglaterra, donde trabajó como periodista hasta 1954. Tras su regreso a Alemania se dedicó a la literatura y al periodismo.

El contenido del libro ofrece ya suficiente interés como crónica de unos tiempos especialmente convulsos y decisivos para la historia de Europa. Hay que pensar que, como contexto del recorrido autobiográfico del autor, vemos desfilar por sus páginas la I Guerra Mundial, la fallida Revolución de 1918 en Alemania, la República de Weimar, su crisis, la irrupción de Adolf Hitler y el ascenso del nazismo hasta hacerse con el poder. Una época sobre la que conviene volver una y otra vez para intentar comprender lo sucedido. La literatura, académica, ensayística y también autobiográfica, sobre la Alemania de Hitler es inabarcable, sobre sus orígenes y su desarrollo y, en particular, sobre los aspectos más extremos del régimen nazi, como la política contra los judíos y su expresión última, los campos de concentración. La pregunta se plantea una y otra vez: ¿Cómo es posible que la barbarie, el Mal en una de sus expresiones históricas más acabadas, pudiera surgir en una de las naciones más desarrolladas y cultas de Europa, esto es, del mundo? La respuesta no es fácil, como es evidente, y afecta al núcleo mismo del concepto de modernidad y de cultura. Nos golpea en el cerebro y en el estómago y descubre la superficialidad y la trampa del discurso autosatisfecho de la civilización occidental. Nos remite a la dualidad intrínseca no ya del discurso ilustrado, sino de la propia tradición política e ideológica de Occidente hasta Roma y Grecia, donde la espléndida democracia de Pericles necesitaba una política exterior imperialista y el trabajo de los esclavos.

En esos ríos de tinta sobre un tema tan fundamental, ¿qué es lo que hace atractivo y recomendable el libro de Haffner? En concreto, el tipo de obra que es, pues no estamos ante un trabajo de historia contemporánea, ni tampoco ante una crónica periodística. Se trata de la mirada de una persona que está viviendo esa realidad cambiante y tan decisiva, desde el crío que oye las noticias de la Gran Guerra, sin entender demasiado, y se entusiasma ante el ambiente y los mensajes belicistas, hasta el adolescente que se divierte y discute con sus amigos en los felices años 20, hasta el adulto, joven todavía, 25 años en 1933, que asiste al triunfo de los nazis y experimenta el clima cada vez más asfixiante de la sociedad alemana a partir de ese momento. Estamos ante un relato escrito con humor, dentro de lo que cabe, por alguien que no pertenece a ningún grupo de población perseguido ni ostenta ninguna cualificación política. Como el mismo autor dice, se trataba de un producto medio de la burguesía alemana culta (p. 105), que contempla con estupor el hundimiento de un mundo y el nacimiento de otro, bastante más estremecedor incluso para él, un ario en los términos oficiales de la época. Aunque conocemos el resultado final del duelo citado (el exilio del autor) y, de hecho, en las primeras páginas ya se anuncia que la situación era bastante desesperanzadora, dada la desigual fuerza de los contrincantes, todo ello no disminuye un ápice el interés del libro.

Siempre que se escribe desde el País Vasco sobre algún tema relacionado con el fascismo, parece que planea la consabida comparación entre aquella época y la nuestra. No pretendo hacer analogías fáciles, pues pienso que se abusa en demasía de la calificación de fascismo y fascistas, tanto por aquellos que pretenden homologar el actual régimen parlamentario al fascismo, como por quienes generalizan y tildan de fascistas a cuantos se oponen de forma radical al fetichismo constitucional reinante. Sin embargo, sí creo que el libro de Haffner ofrece posibilidades de reflexión sobre algunos aspectos que nos pueden remitir a la situación vasca y eso proporciona un valor añadido a su lectura. Por ejemplo, cuando habla de su época infantil y de las noticias de la Gran Guerra, de cómo confiesa que de niño, como muchos otros a su alrededor, fue un entusiasta de la guerra (p. 23 ss.), de cómo fue víctima de la propaganda del odio y de la fascinación que ejercía el juego de la guerra. En última instancia, dice, de cómo el efecto narcótico de la guerra dejó marcas peligrosas en todos ellos. ¿No puede suceder algo similar en determinados sectores de la juventud abertzale, sumergidos en un ambiente cerrado y monocolor, narcotizados también por la droga de la guerra contra España y seducidos por el halo romántico y heroico de nuestros gudaris? Tremenda responsabilidad política y moral la de aquellos adultos cercanos, sobre todo sus dirigentes políticos que, con más experiencia vital, no les abren los ojos y les advierten de los peligros y terribles consecuencias que esa droga acarrea. Resulta impresionante leer las sensaciones del Haffner de once años cuando tuvo que leer las condiciones de la capitulación alemana de 1918 y cómo entonces su «mundo de fantasía se rompe totalmente en pedazos» (p. 34). ¿No puede haber algo de eso, de ese vértigo ante el impacto brutal de la realidad, no por contraria a sus planteamientos menos real, en el empecinamiento de ETA en su continuidad y en la disponibilidad de decenas de jóvenes para matar y morir?

El libro ofrece muchos más temas para analizar y comentar sobre la situación de los años 30, desde la contradicción entre la conciencia de los hechos terribles que estaban sucediendo y la continuidad de la vida cotidiana, en aparente fluidez y rutina para quienes no sufrían directamente las arbitrariedades del régimen, hasta el ambiente enrarecido en el Ministerio de Justicia, lugar de trabajo del protagonista, donde el ascenso de los nazis se acompañaba del magma viscoso del miedo y el retraimiento de quienes no simpatizaran con ellos. Por no hablar de las crecientes dificultades para discutir entre los amigos con posturas políticas enfrentadas, hasta llegar a un punto insuperable, dada la entidad de los problemas y la distancia ética de las posiciones en litigio.

En resumen, una obra interesante por el tema, por la época, por el tono y el estilo y por las reflexiones que puede suscitar”.

La vida cotidiana en el infierno

Sebastian_HaffnerArtículo de Luís Fernando Moreno publicado por El País el 29 de noviembre de 2001.

El 2 de enero de 1999 fallecía en Berlín, su ciudad natal, el gran publicista Sebastian Haffner, a la edad de 91 años. Su verdadero nombre era Raimund Pretzel y provenía de una familia acomodada. Su padre, un funcionario prusiano que poseía una excelente biblioteca con más de 10.000 volúmenes, le transmitió su pasión por los libros, pero también lo ayudó a adquirir la sensatez necesaria para observar el mundo con sentido común. El muchacho estudió jurisprudencia y, a sus 25 años, era ya pasante en el Tribunal Imperial de Justicia; con cierta probabilidad, su carrera hubiera sido la de un alto y brillante funcionario de Estado de no haber llegado Hitler al poder en Alemania, el 30 de enero de 1933.

Aunque aquel joven rubio y bien parecido no era de origen judío, sino “ario”, y no tenía nada que temer en ese sentido de los nazis, que incluso le hubiesen permitido medrar en la Administración, en 1938 eligió el camino del exilio trasladándose a Inglaterra. Allí trabajó para The Observer como periodista y, tras estallar la Segunda Guerra Mundial, publicó Germany: Jekyll.

Y ya como Sebastian Haffner regresa a su patria en 1954, donde trabaja para Die Welt y, después, durante muchos años, para el semanario Stern. Aparte de sus polémicos artículos de análisis histórico-político -la pacata izquierda germana siempre consideró a Haffner un columnista “de derechas”, dados sus inveterados ataques al comunismo de la RDA-, publicó títulos tan señeros como Churchill, Die November Revolution, Anmerkungen zu Hitler o el único de sus libros aparecido en España, hoy descatalogado: El pacto del diablo (Bruguera), sobre las relaciones germano-soviéticas.

Entre el legado de Haffner, los albaceas hallaron un texto inédito que llevaba por título Historia de un alemán. El original databa de 1939. Apenas publicado en Alemania, el pasado año 2000, el inédito de Haffner se convirtió en un gran éxito de ventas, y es que su contenido resultó ser apasionante. Mezcla de reflexión ensayística y autobiografía, Haffner intentaba explicarse, por una parte, las razones que habían posibilitado el ascenso de Hitler al poder, y con este fin repasaba con admirable claridad y concisión la historia de Alemania desde 1914 hasta aquel momento. Por otra parte, el autor se centraba en su propia vivencia durante los meses que siguieron a aquel acontecimiento fatídico y que tan graves consecuencias traería consigo.

Fue el instinto, la “nariz”, lo que previno en contra de los nazis a aquel chico culto, despabilado, individualista y celoso de su libertad, que era Raimund Pretzel a sus 25 años, en 1933. En modo alguno podía adherirse a un régimen que se inmiscuía sustancialmente en la vida privada de las personas, que se proponía dirigir sus movimientos, controlar las amistades, los gustos y, principalmente, el pensamiento de todos. Aquel joven, que incluso en cierta ocasión se había declarado “más bien de derechas”, sentía que había algo que “olía mal” en los nuevos señores: su retórica, su cinismo, la brutalidad de sus acciones. Pero ese olfato para discernir entre lo carente de valor y aquello que sí lo poseía, desgraciadamente -se lamenta el autor-, era ajeno a la mayoría de los alemanes.

Después de referirse brevemente a las tres décadas que transcurrieron entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el advenimiento de Hitler: la inflación, la era Stresemann y, finalmente, los años postreros de la República de Weimar, en tonos que recuerdan lejanamente a El mundo de ayer, de Zweig, Haffner describe magistralmente el infierno en que, en cuestión de días, se convirtió la vida diaria en el Reich. De repente, “la masa lo invadió todo: lo bárbaro se convirtió en cotidiano; lo chato y obtuso, la falta de nouance, de valour se tornó general”. Desde entonces sólo cupo lo “pesado y artificial, lo colectivo aplastó el pensamiento individual; la libertad fue abolida y comenzó el dominio de la oscuridad y el terror”. “El infierno” se convirtió en norma para los ciudadanos que se negaron a colaborar activa o pasivamente con aquella ideología bombástica y fundamentalista. El ambiente se estrechó cada vez más en torno a los espíritus libres y fueron nulas las posibilidades de resistir individualmente a esa especie de Goliat portaesvásticas en que se convirtió la nación entera.

Detrás de las aclamaciones de júbilo al paso de escuadras de jóvenes uniformados, tras el obligatorio saludo a la romana -cualquiera que se abstuviera de alzar el brazo en público recibía una paliza-, oculto bajo la fanfarria militar, se escondía o bien la necedad de un pueblo sin conciencia, machacado por la ideología, o bien el miedo. De súbito, el denominado “pueblo de los poetas y los pensadores” dejó de serlo, pues tanto poetas y pensadores acabaron en los campos de concentración o huyendo al extranjero. “La cultura descendió de golpe hasta niveles ínfimos”, sofocada por el hervidero de consignas, por los discursos de los ideólogos; de pronto, dejó de producirse “algo que mereciera la pena”.

Moralmente, la nación entera se desquició, y no sólo cuantos fueron señalados como víctimas; también quienes se unieron a los nazis, bien por cortedad, mero oportunismo o, simplemente, para salvar la vida, cayeron en una espiral de terror y chantaje emocional, y cuando quisieron salir de ella ya no lo lograron: Hitler y sus centuriones, pero también la gran mayoría de sus conciudadanos, los succionaron hacia un atroz vórtice de dominio. Así, por pura inconsciencia, muchas personas se vieron convertidas en cómplices del gran crimen contra la humanidad perpetrado por Alemania. Y es que, constata Haffner, para los ciudadanos “normales” fue más cómodo dejarse trastornar por aquel régimen extremadamente nacionalista, populista y racista que oponer resistencia; no en vano, se imponía en toda la nación aquel carácter general que era el denominador común de una gran parte de los alemanes de la época: falta de coraje civil, “instinto de rebaño” (en palabras de Nietzsche) y, sobre todo, una marcada incapacidad sustancial de disfrutar de una vida de sosiego y felicidad individuales; nada temía más el burgués medio que “el vacío y el aburrimiento”; así, el horror vacui junto a la estupidez y los difusos deseos de “salvación” lo enjaezaron de tal forma que se convirtió en presa fácil de las ideologías de todo cuño.

Entreverada con tales ideas y reflexiones acaso un tanto generales pero que dan en el clavo, Haffner narra, además, en su impresionante documento -magníficamente traducido al castellano- una tibia historia de amor: la del narrador y una muchacha judía, acaso el trasunto literario de la mujer que lo seguiría a Inglaterra y que más tarde sería su primera esposa: Erika Hirsch. Asimismo, relata el avatar de su mejor amigo, también de origen semita, jurista como él, y ya sin la más mínima posibilidad de vivir con normalidad en Alemania, donde bajo los auspicios de la nueva barbarie legal se ordenaba al pueblo que diese rienda suelta a su ancestral antisemitismo.

Con el nacionalsocialismo, entraron en vigor nuevas leyes que excluían a los funcionarios judíos de la Administración y ordenaban a los “arios” boicotear todo negocio regentado por judíos e incluso a los profesionales autónomos como médicos o abogados pertenecientes a aquella “raza maldita”. Miles de familias judías se vieron, pues, de la noche a la mañana sin posibilidades de subsistencia, y escasos fueron los “arios” que se atrevieron a desobedecer las órdenes recibidas.