Los judíos y la sociedad II

Inglaterra no conocía ni las masas judías ni la pobreza judía, puesto que había admitido a los judíos siglos después de su expulsión en la Edad Media; los judíos portugueses que se instalaron en Inglaterra en el siglo XVIII eran ricos y cultos. Sólo al final del siglo XIX, cuando los pogromos en Rusia  dieron paso a las modernas emigraciones, penetró en Londres la pobreza judía y, junto con esta, la diferencia entre las masas judías y sus hermanos acomodados. En la época de Disraeli, la cuestión judía, en su forma continental, resultaba completamente desconocida, porque en Inglaterra sólo vivían judíos gratos al estado. En otras palabras, los «judíos de excepción» no eran conscientes de ser excepciones como sus hermanos continentales. Cuando Disraeli despreciaba la «perniciosa doctrina de los tiempos modernos, la igualdad natural de los hombres», seguía conscientemente los pasos de Burke, que había «preferido los derechos de un inglés a los derechos del hombre», pero ignoraba la situación presente entonces en la que los derechos de todos habían sido reemplazados por los derechos de unos pocos.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, p. 146-147.

Los judíos y la sociedad I

Bejamin Disraeli, cuyo principal interés en la vida fue su carrera como lord Beaconsfield, se distinguía por dos cosas: en primer lugar, por la dádiva de los dioses que los modernos llaman banalmente suerte y que en otros períodos reverenciaban como una diosa llamada Fortuna, y, en segundo lugar, más íntima y maravillosamente relacionada con la Fortuna de lo que pudiera explicarse, por su grande y despreocupada inocencia de mente y de imaginación que hace imposible clasificarlo como advenedizo, aunque nunca pensó seriamente en nada que no fuera su carrera. Su inocencia le hacía advertir lo estúpido que hubiera sido sentirse un déclassé y también que era mucho más interesante para él y para los demás, además de mucho más útil para su carrera, acentuar su condición de judío «vistiéndose de un modo diferente, peinando sus cabellos con extravagancia y adoptando formas excéntricas de expresión y lenguaje». Se preocupó más apasionadamente y más descaradamente que cualquier otro intelectual judío de ser admitido en círculos cada vez más elevados de la sociedad; fue el único entre ellos que descubrió el secreto de preservar la suerte, ese milagro natural del estado de paria, y que supo desde el principio que no había que humillarse para «remontarse desde lo alto hasta lo más alto».

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, p. 144-145.

Puerilismo IV

Desde luego no comprendemos el deporte moderno entre las mencionadas aficiones y juegos de sociedad. Es cierto que el ejercicio físico, la caz, los certámenes son, por excelencia, funciones de juventud en las sociedades humanas; pero aquí se trata de una juventud saludable y salvadora. Sin certámenes no hay cultura. El hecho de que nuestro tiempo haya encontrado en el deporte y sus certámenes una nueva forma internacional de satisfacer las antiguas grandes necesidades agonales, es quizá uno de los elementos que más puedan contribuir a conservar la cultura. El deporte moderno es en gran parte un regalo hecho por Inglaterra al mundo; regalo que el mundo ha llegado a manejar bastante mejor que otro regalo, también de Inglaterra, que es la forma de gobierno parlamentaria y la administración de la justicia realizada por tribunales de jurados. El nuevo culto a la fuerza corporal, la destreza y el valor, para las mujeres y los hombres, tiene en sí mismo indudablemente considerable importancia como factor positivo de cultura. El deporte crea fuerza vital, afán de vivir, orden y armonía, todas cosas sumamente valiosas para la cultura.

Y, sin embargo, también en la vida de los deportes se ha insinuado el puerilismo actual de varias maneras. Surge el puerilismo cuando el certamen toma formas que reprimen por completo el interés en los espiritual, como sucede en algunas universidades americanas. Insinúase cautelosamente en la organización excesiva de la vida deportiva misma y en la importancia exagerada que va tomando la rúbrica de deportes en los periódicos y revistas y que muchos consideran como su alimento espiritual. Se muestra de forma elocuentísima allí donde la buena fe del certamen tropieza con las pasiones nacionales u otras.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 157

La evolución del poblamiento en Vizcaya

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos sobre las villas vascas en la Edad Media. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


En los comienzos del proceso urbanizador de Vizcaya, los principales núcleos de población se concentraron entre las rías del Nervión y de Guernica. También destacó notablemente en ese aspecto el Duranguesado.

Fue este un fenómeno de progresivo traslado de gentes desde los montes a los valles. Estos grupos humanos se vieron atraídos por la seguridad y prosperidad económica que ofrecían esos emplazamientos. Su asentamiento en estos territorios marcó también el inicio de la transformación familiar: de la familia extensa a la nuclear.

Entre el año 1200 y el 1300 el cambio económico, social y de poblamiento se consolidó.

Factores como la incorporación a la Corona de Castilla, la creación física del señorío de Vizcaya, y el desarrollo económico, mercantil y demográfico, facilitaron notablemente este proceso. Este fenómeno iniciado en un pequeño espacio de Vizcaya al amparo de los monasterios y de sus propiedades era una realidad a comienzos del siglo XIV.

Estos mismos edificios religiosos se habían convertido en las parroquias de las distintas villas; y los límites entre las propiedades de las distintas comunidades religiosas en fronteras de influencia de los grupos urbanos colindantes. La propiedad conventual vizcaína sirvió como base para la formación de las grandes agrupaciones de población; grupos humanos que, en un principio, se acogieron a la autoridad del monasterio. Sin embargo, poco a poco, el protagonismo pasó de los religiosos al monarca, y del trabajo de la tierra del señorío eclesiástico a las nuevas rutas comerciales.

Nos adentramos por fin en la cuestión comercial, clave tanto para el desarrollo económico como urbanístico de Vizcaya.

Si ya en los siglos anteriores la existencia de la ruta jacobea había facilitado el desarrollo mercantil y urbano, fruto de unas mejores y más constantes comunicaciones, a partir del siglo XIII esa tendencia se intensificó. El eje Este-Oeste fue sustituído por el Norte-Sur, que comunicaba la Meseta con el mar.

Esto fue notablemente beneficioso para el territorio vizcaíno –también para el guipuzcoano-, que se convirtió en lugar de paso en las rutas comerciales entre Castilla y el Cantábrico. La industria lanera y textil castellana encontró los mercados británicos abiertos a absorver buena parte de su producción. Sin duda, este comercio fue favorecido por la buena relación existente entre el reino peninsular –especialmente en tiempos de Alfonso VIII- e Inglaterra.

De esta manera, los puertos del mar Cantábrico –a nosotros nos interesan solo los vascos- se convirtieron en puntos fundamentales de esa relación comercial.

Esas villas crecieron y se desarrollaron, pero también lo hicieron aquellas que ocupaban un lugar estratégico en las rutas terrestres que conducían de la Meseta al mar. Por tanto, el poderío de la economía castellana -reino que consolidaba poco a poco su hegemonía peninsular- y el antecedente pesquero de las gentes de esos puertos vascos, permitieron a las villas del mar lanzarse al comercio con Inglaterra.

Sin embargo, no sólo Castilla colocaba sus productos en los mercados británicos. La industria ferrona vizcaína experimentó un importante auge gracias a estas nuevas rutas marítimas y terrestres. Podríamos decir de una manera poco precisa que ayudaron a promocionar el hierro de Vizcaya.

Este cambio de los flujos mercantiles tuvo, como es lógico, importantes consecuencias para el desarrollo de las villas vizcaínas. Algunos de esos núcleos de población mantuvieron su importancia a pesar de la modificación de las rutas comerciales. Es decir, vieron confirmada la preeminencia que sobre sus respectivas comarcas le otorgó en su día el Camino de Santiago. No obstante, tampoco faltaron los agrupamientos humanos antiguos a los que esta transformación perjudicó notablemente.

Por último, hemos de citar el nombre de algunas de las villas surgidas al calor de las rutas comerciales que llevaban de la Meseta al mar.

Hablamos básicamente de lugares como Valmaseda, Orduña, Bermeo, Plencia, Durango, Ochandiano, Bilbao, Ermua y Lanestosa. Todos ellos estaban situados en puntos estratégicos que unían las villas del mar –bien fuesen cántabras o vascas- con poblaciones del interior como Vitoria, Burgos o Logroño.

De esta manera, Valmaseda aparecería vinculada a la circulación mercantil entre Burgos y Castro-Urdiales; Lanestosa sería un paso montañoso importante entre la ciudad del Cid y Laredo; y las demás se situarían apoyando las rutas de la Rioja y Álava con el mar. Tan sólo Ermua se mantuvo al margen de toda esta estructura viaria; su importancia y supervivencia se debió exclusivamente a la actividad ferrona.

La doble vida en la Alemania nazi

Tercer_ReichArtículo de Cristina Losada -resumen de Alemania: Jekill y Hyde– publicado por La ilustración Liberal en julio de 2005.

Sebastian Haffner termina de escribir este libro en abril de 1940, ocho meses después del ataque de Hitler a Polonia que marca el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Como informa su primer editor, se imprime antes de que los nazis invadieran los Países Bajos. Antes también de que Churchill se hiciera cargo de la jefatura del Gobierno británico, cosa que ocurriría en mayo, tras la ocupación de Holanda y Bélgica, lo que conferiría más claridad y determinación a la dirección de la guerra, algo que Haffner echa de menos en las potencias occidentales en el momento en que escribe.

El autor, que ha huido de Alemania en 1938, siendo una víctima aria del nazismo, está refugiado en Inglaterra. Su objetivo es suministrar a la propaganda británica y francesa datos tan útiles como los que las fotos aéreas de la línea Sigfrido proporcionan a la artillería aliada. Por propaganda entiende algo más que las octavillas y emisiones radiofónicas. Haffner tiene claro que en las guerras modernas el aspecto militar es, al menos, tan importante como la guerra psicológica. Hay que convencer a la gente de la necesidad de luchar, de la causa por la que se lucha. Hay que desarmar intelectualmente al enemigo. Y a esa labor deben coadyuvar las palabras, los gestos y los propios acontecimientos militares.

El análisis en que sustentará sus recomendaciones se divide en los siguientes tramos: Hitler, los dirigentes nazis, los nazis, la población leal, la población desleal, la oposición y los emigrantes. La suya es una visión desde dentro, tal y como reza el subtítulo del libro. Y da respuesta a la pregunta que surge invariablemente cuando se trata el ascenso del nazismo: ¿cómo fue posible que un pueblo como el alemán cayera en las garras de una pandilla de rufianes como los nazis?

De entrada, desmonta las ideas convencionales acerca de Hitler. Es un error, dice, tratar de entenderlo como “un tender acoplado a la locomotora de una idea o de un movimiento”. Hitler no se siente vinculado a los objetivos que anuncia. La única idea consistente que se oculta tras la política de Hitler es Hitler. Y más útil resulta juzgarle “considerando la historia alemana y europea como parte de su vida privada”.

Eso sí, “fue una casualidad trágica para todo el mundo que la miseria personal de Hitler coincidiera con la miseria alemana en el año 1919”. Alemania, como aquel hombre hundido en la escoria, no reaccionó ante la derrota afrontándola, buscando sus propios errores y rectificando, sino con exasperación, terquedad y odio. Y puede decirse que Hitler es Alemania “en el sentido de que responde a la idea alemana de un poderoso, articula la exasperación alemana y satisface cierta tendencia de los alemanes a lo teatral”.

El autor, que está convencido de que los dirigentes nazis y el régimen nazi no sobrevivirían sin Hitler, prevé ya que el Führer se suicidará “cuando se acabe el juego”. Pues “posee exactamente el valor y la cobardía necesarios para un suicidio por desesperación”.

¿Quiénes son los nazis? La actitud hacia los judíos es el rasgo inconfundible. Y señala un aspecto sobre el que volverá en Historia de un alemán: el objetivo principal del antisemitismo es ser una “señal oculta y de secreto vinculante”, como un asesinato ritual permanente, y anular la conciencia de la segunda generación de nazis.

El autor esboza el retrato, que redondeará en la Historia, de la primera generación de nazis. La que vivió la Gran Guerra como un espectacular acontecimiento deportivo. La que carecía de talento y aptitud para la vida privada y la felicidad personal. La juventud “sin formación y sin ganas de aprender, [que] rechazaba como ridículo e insignificante todo lo que suponía un esfuerzo y era demasiado refinado para su paladar, acostumbrado a una dieta monótona”.

Una juventud, en fin, para la que iba a ser una satisfacción “poder pisarle el cuello a ese extraño mundo del espíritu, la civilización, la burguesía”, acabar con la familia, con los frailes, con los judíos… Para esa generación, con el gran juego de la guerra, la vida volvía a tener sentido.

La segunda generación está formada por hombres a los que se ha extirpado la conciencia, la inteligencia y el alma sin necesidad ya de un pretexto ideológico. Es gente para la que el asesinato, la tortura y la destrucción no suponen “el caos voluptuoso”, sino “el nuevo orden”. Una generación que juzga muy semejante a la segunda generación bolchevique. “En muchos sentidos, Rusia es hoy ya nazi”.

Pero, ¿a qué viene lo de Jeckyll y Hyde? El acertijo que Alemania plantea al mundo, dice, es éste: viven allí millones de personas normales y civilizadas, honradas y amables, y se cometen atrocidades con su consentimiento y, siempre, sin su expresa desaprobación. Es la doble personalidad de la población leal al régimen. Aunque se queja y sufre, quiere la continuidad de los nazis. Son los devotos del Kaiser y el Reich que no admiten que se ha producido un cambio esencial con el desembarco de los nazis.

Haffner examina la propaganda nazi: nadie la cree, pero es efectiva. Genera imágenes y asociaciones imaginarias que ocultan la realidad. No pretende convencer, sino impresionar. No apela a la razón, sino a los sentimientos y la fantasía. Y ello encuentra terreno abonado en el poco desarrollado sentido de la realidad que poseen los alemanes leales. Y en su “apoliticismo”.

El patriotismo de los leales, que les lleva a coincidir con las proclamas de los nazis, no es amor a la patria sino obsesión por ella. Una obsesión que no han creado los nazis: ella ha creado a los nazis. Haffner investiga la leyenda histórica del Reich y concluye que los nazis encajaron a la perfección en la misma. Mientras que la República de Weimar no pudo gobernar “contra ese monstruo asesino [que] seguía moviéndose (…) hacia una nueva guerra y hacia nuevos pillajes”.

¿Y la otra mitad, la población desleal, que desea la derrota y el castigo de los nazis? También debe llevar una doble vida. Se encuentra indefensa, desorganizada y desesperada. Parte de la responsabilidad es de las potencias occidentales, que han hecho más por desmoralizarla –el Acuerdo de Munich de 1938– que por animarla. Frente a quienes creen que son cobardes por no rebelarse, Haffner señala que todos los días hay individuos heroicos que se sacrifican. Pero el régimen ha desarrollado un mecanismo que imposibilita una rebelión masiva. A los desleales sólo les queda la vida privada, el pequeño círculo de amigos. Y aún así. Cada persona está aislada y vigilada. La parte del pueblo hostil a los nazis no ve ninguna posibilidad de derrocarlos. Y prefiere emigrar antes que hacer la revolución.

El autor critica acerbamente la política de las potencias occidentales hacia los emigrantes alemanes y los refugiados judíos. El cierre de puertas a unos y otros hizo que los alemanes perdieran la confianza en el mundo occidental. Hay en Alemania, dice, quienes, “cuando son pisoteados por los hombres de las SS en Buchenwald, al menos mueren con la tranquilidad de tener en regla los papeles con los que podrían haber viajado al país de la libertad en 1942 o 1943… de haber sobrevivido”.

Haffner concluye este libro, escrito con sentido de urgencia, de impecable factura literaria, advirtiendo del peligro de las actitudes apaciguadores y de compromiso que detecta en Inglaterra y Francia. Sólo hay un camino: eliminar el régimen y castigar a los nazis por sus crímenes. Y acabar con el Reich”.

Inglaterra, Alemania y Francia


Llega el momento en el que Robert Schuman analiza la situación de los que, hoy por hoy, son los tres gigantes de la Unión Europea. En aquellos momentos los británicos aún se mantenían al margen de las Comunidades Europeas; sin embargo, Francia y Alemania ya pertenecían al club de la CECA, la CEE y la Euratom. Acierta al cien por cien con la única frase que dedica en esta recopilación a Inglaterra: sólo ingresaron en las CCEE cuando los acontecimientos les empujaron a hacerlo. También es verdad que estaba en el 10 de Downing Street un primer ministro europeista, y que el veto francés había desaparecido con el relevo de Charles De Gaulle por Georges Pompidou. Al hablar de los otros dos países, Schuman insiste en que sin ellos no podrá construirse Europa. Es más, afirma que Alemania ha de orientar su enorme potencial a la construcción europea; ser motor de este proyecto evitará que retorne su carácter imperialista y belicista.

Inglaterra no aceptará integrarse en Europa, si no la obligan a ello los acontecimientos.

(…)

Alemania nunca ha sido más peligrosa que cuando se aislaba, confiando en sus propias fuerzas y en sus cualidades que son muchas, embriagándose en cierto modo con su superioridad, sobre todo frente a las debilidades de los otros. Por otra parte, Alemania tiene más sentido de la comunidad que cualquiera; en el seno de la Europa unida, podrá desempeñar su papel con plenitud.

(…)

Cuando después de la guerra pusimos los primeros jalones de la política europea, todos los que participaban en ello estaban convencidos de que el entendimiento, la cooperación entre Alemania y Francia era, para Europa, el problema principal, que sin Alemania, igual que sin Francia, sería imposible edificar Europa.

Cuarto pecado: la guerra submarina sin cuartel


“Con la guerra submarina sin cuartel Alemania cometió por segunda vez el mismo error, sólo que de mayor envergadura, que el que había supuesto el plan Schlieffen. De nuevo estuvo dispuesta a aceptar un mal seguro a cambio de una mera expectativa de obtener un beneficio incierto”.

De inicio Sebastián Haffner nos plantea una acertada analogía entre el segundo y el cuarto “pecado capital”. La entrada del Imperio Británico en el conflicto fue fruto del empecinamiento alemán por derrotar más fácilmente a Francia ignorando la neutralidad belga. De la misma manera, tratar de someter a los ingleses por medio del empleo masivo de fuerzas submarinas iba a provocar que los EE.UU. declarasen la guerra al II Reich.

Se repetía, pues, la misma situación: con el fin de derrotar a un enemigo se asume el riesgo de provocar –con total seguridad- la animadversión de otra potencia mayor. Si a esto añadimos que, como sucedió tanto en el caso francés como en el británico, el tan ansiado objetivo de dejar fuera de combate a un enemigo puede no cumplirse, el desastre es aún mayor. A causa de esta política El Imperio Alemán introdujo a Inglaterra y los EE.UU. en la Gran Guerra, y a cambio no consiguió nada: de dos contrincantes pasó a tener cuatro. No obstante, Haffner defiende que existieron importantes diferencias entre estos dos “pecado”: la guerra submarina sin cuartel fue un fallo aún más imperdonable que la invasión de Bélgica. En primer lugar porque se cometió el mismo error por segunda vez.

En segundo término porque la posición de los EE.UU. en 1917 era bastante más clara que la del Imperio Británico en 1914: los americanos manifestaron repetidamente que en caso de guerra submarina declararían la guerra a Alemania, afirmación que nunca fue pronunciada en Londres cuando se planteo la cuestión belga. La entrada de Inglaterra en la Gran Guerra era una posibilidad; la de los Estados Unidos era segura. Finalmente el autor señala que la tercera diferencia consistió en la forma de tomar la decisión: mientras que el plan Schlieffen, rodeado de todo el secretismo militar, se ejecutó rápidamente, la guerra submarina se debatió durante dos años, siendo sometida a la voluntad del Reichstag y de la opinión pública.

¿Cómo llegaron los alemanes a convencerse de que la guerra submarina sin cuartel era la mejor manera para ganar la guerra? La respuesta a esta incógnita hemos de buscarla en el tercer “pecado capital”: la huída de la realidad. Alemania, encerrada en su habitual idealismo, había renunciado a toda paz que no supusiera una victoria total. De esta manera, es lógico llegar a la conclusión de que solo ahogando el comercio marítimo británico se podía llegar a tal meta. Una vez conseguido ese objetivo el II Reich confiaba en poder mantener a los americanos lejos de Europa mediante un cordón submarino en el Atlántico.

Sin embargo, aunque estuvieron cerca provocar el colapso de la flota inglesa, los alemanes no llegaron nunca a controlar los océanos. Sus enemigos, duramente golpeados por el impacto inicial de la guerra submarina sin cuartel, fueron poco a poco encontrando revulsivos ante el acoso germánico. De esta forma, las islas británicas nunca quedaron aisladas, y los americanos pudieron cruzar el Atlántico y luchar en suelo francés con el fin de derrotar a Alemania.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Segundo pecado: el Plan Schlieffen


“La política alemana se encontraba ya ante un duro dilema. Debido lógicamente a sus errores previos tenía encima dos “guerras frías”: una contra Rusia y Francia por la hegemonía continental y otra contra Inglaterra por ocupar “un lugar bajo el sol”. Alemania estaba obligada a separar ambas cosas y reventar la Entente”. Y lo cierto es que, como afirma Sebastian Haffner en los siguientes párrafos de este segundo capítulo, casi lo consiguió. El II Reich estuvo muy cerca de mantener al margen de la guerra a Inglaterra, pero sus errores –el segundo “pecado”- lo impidieron.

Las relaciones entre los germanos y las potencias continentales apuntaban inevitablemente hacia la guerra; una lucha en la que Alemania tenía posibilidades de alzarse con la victoria. Por el contrario, en el caso británico, la distensión comenzaba a dar sus frutos, por lo que es de suponer que los insulares se mantendrían al margen de una guerra europea. A Inglaterra no le interesaba poner en peligro su mastodóntica y frágil estructura comercial, y al II Reich no se le pasaba por la cabeza enfrentarse a tal potencial naval al tiempo que desarrollaba una guerra con Francia y Rusia. En definitiva, el enfrentamiento entre Austria y Serbia podía arrastrar al campo de batalla a alemanes, rusos y franceses, pero no tenía porque dar pie a la entrada de Inglaterra. Es más, al tratarse básicamente de una guerra en la Europa oriental, la situación de Francia era más que comprometida. Resultaba impensable que los ejércitos de la tricolor se plantaran en los Balcanes; la única misión de los franceses en la conflagración adveniente era atacar Alemania por su frontera occidental. Basándose en el testimonio de los miembros del gobierno inglés y de sus embajadores en París y Berlín, Haffner llega a afirmar que, salvo que se produjera una invasión germana del territorio francés, Inglaterra estaba dispuesta a mantenerse al margen del conflicto. Es decir, el Imperio Alemán debía contentarse con una guerra oriental, limitándose solo a defenderse en el oeste de los ataques franceses. Por tanto, se le presentaba a Alemania la posibilidad, no solo de mantener la neutralidad británica, sino también de mostrar al mundo como Francia se había apuntado –fruto de su revanchismo- a una guerra a la que no había sido invitada y en la que no tenía nada que hacer. En los primeros días de la guerra los militares tomaron el control de las operaciones en Alemania, fijando entre sus prioridades la materialización del Plan Schlieffen. Este contemplaba la invasión de Francia atravesando Bélgica y Luxemburgo con el fin de evitar las líneas defensivas francesas; así quedaba desbaratada toda la acción diplomática germana para con Inglaterra. Este acto no solo significaba la renuncia a un conflicto puramente oriental, sino que suponía una acción hostil hacia dos países que se habían manifestado neutrales ante la lucha que se avecinaba. A esto hemos de añadir el compromiso del Imperio Británico para con estas dos naciones europeas en peligro.

Los militares alemanes con sus tácticas y envolventes lograron lo que con tanto esmero habían procurado evitar los políticos: la entrada de Inglaterra en la guerra. Ese fue el segundo “pecado” capital del II Reich: “ante la posibilidad de dejar fuera de combate a una gran potencia, Francia, el plan prefería arrastrar hacia el conflicto con toda seguridad a otra más fuerte, Inglaterra”. De esta manera, aún logrando un rotundo éxito en el frente francés –que como sabemos no se produjo-, la situación de Alemania en la Gran Guerra había empeorado.

Hoy sabemos -al igual que Haffner cuando redactó en 1964 Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial- que las cosas hubieran sido muy distintas si los dirigentes del II Reich se hubieran inclinado por un conflicto oriental. Los hechos demostraron en esos años de lucha que Alemania estaba más que capacitada para defenderse de Francia en el oeste y resultar victoriosa en el frente este; sin embargo, la elección fue otra. Aún así, al Imperio Alemán se le presentarían otras ocasiones de alcanzar resultado favorable de cara al fin de la guerra. Oportunidades que, como veremos en los próximos “pecados”, tampoco aprovechó.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Primer pecado: El alejamiento de Bismarck


“El primero de los grandes errores que cometió Alemania fue, para empezar, provocar la Primera Guerra Mundial, y eso es exactamente lo que hizo”. Así comienza Sebastian Haffner a relatar las siete grandes faltas de su nación a lo largo de la Gran Guerra. Son puntos fulminantes que dejan al descubierto los principales errores del Imperio Alemán en esa contienda. Sin embargo, el autor aclara desde el comienzo que su estudio se centra en Alemania y, por tanto, no abarca los “pecados” de los otros contendientes; que, sin duda, fueron también numerosos y graves.

Haffner señala a Alemania como provocadora del estallido bélico. No obstante, defiende que no fue la única responsable de la Gran Guerra: todos la aceptaron, y la “euforia de la catástrofe” –el júbilo por la lucha- fue un fenómeno general entre los ciudadanos de las potencias en conflicto. Solo al final, con los alemanes derrotados y bajo el efecto de la “catástrofe de la euforia”, los vencedores impusieron ese pesado yugo a la recién nacida República Alemana: la responsabilidad de la guerra. En una Europa en tensión –rompecabezas de alianzas defensivas y ofensivas- fue Alemania la que se dignó a prender la mecha del enorme polvorín. Y, como veremos a lo largo de los resúmenes de este libro, lo hizo de la peor manera posible para sus intereses. Los disparos de Sarajevo, afirma el autor, no fueron la causa: el asesinato del Archiduque podía solucionarse por vías pacíficas –o que no salpicaran a las grandes potencias- como tantos otros entuertos en los Balcanes. Sin embargo, ahí basa Haffner su acusación, Alemania quiso que no fuera así; aprovechó ese asesinato para lanzarse a una guerra que difícilmente podía ganar.

¿Cómo llegó el II Reich a esa situación? El periodista alemán responde con un nombre: Bismarck. El gran hombre de Europa a finales del XIX fue un prusiano: un gobernante que supo hacer a su nación imperio; un estadista que tuvo la habilidad suficiente para introducir a Alemania entre las grandes potencias sin provocar la hostilidad de estas. Esta labor tenía dos premisas fundamentales: conservar la confianza de Inglaterra y evitar un acercamiento entre Francia y Rusia. Bismarck sitúo al kaiser Guillermo I al frente de una nación satisfecha con sus logros y su estatus internacional. Sin embargo, en el cambio de siglo la política germana, con su gran hombre fuera de los círculos de poder, experimentó un giro. El Imperio comenzó a soñar con una situación de predominio mundial; los alemanes ya no eran felices con el estatus legado por Bismarck. Fue entonces cuando, a la par que las demás potencias, el II Reich empezó a prepararse para la guerra.

Antes de finalizar esta exposición del pensamiento de Sebastian Haffner, conviene desarrollar dos aspectos que, hasta ahora, hemos dado por supuestos. En primer lugar es bueno señalar que ese conflicto que todos preparaban no tenía porque tomar el cariz que después adquirió. Es decir, podía tratarse de una guerra entre dos o tres potencias, incluso dos enfrentamientos simultáneos o cercanos cronológicamente. Cabía esperar una conflagración de carácter general, como después sucedió, pero no era la única posibilidad. En segundo término es preciso matizar el papel de Alemania como nación deseosa de lanzarse a las hostilidades. En cierto modo todos lo deseaban: no solo había virado la política germana. No olvidemos, por tratarse de una monografía referida al Imperio Alemán, el revanchismo francés, el expansionismo Austrohúngaro, o las necesidades de los zares ante la situación interna de Rusia.

Por consiguiente, el primer error de Alemania consistió en abandonar el equilibrio bismarckiano. Sin embargo, no fue lo único imputable a los dirigente germanos en este primer “pecado”. El Reich no solo se lanzó a la hostilidad evitada con tanto esmero por el “canciller de hierro”, sino que provocó una guerra que no podía ganar. Los alemanes tenían ante sí dos grandes metas: alcanzar la hegemonía en el Continente, y hacer lo propio a escala mundial. En el primer caso tendría que lidiar con Francia y Rusia, y en el segundo con Inglaterra. Resulta evidente que Alemania no podía hacer frente a las tres potencias a la vez –en una misma guerra-, pero existían posibilidades de victoria si luchaba primero por un objetivo y después por el otro. Pues bien, como veremos con más detalle en futuros “pecados”, Alemania se lanzó a la vez por ambos premios. El Imperio de Guillermo II generó la desconfianza y el recelo suficientes para lograr el difícil acercamiento entre estas potencias.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.