Los judíos y la sociedad I

Bejamin Disraeli, cuyo principal interés en la vida fue su carrera como lord Beaconsfield, se distinguía por dos cosas: en primer lugar, por la dádiva de los dioses que los modernos llaman banalmente suerte y que en otros períodos reverenciaban como una diosa llamada Fortuna, y, en segundo lugar, más íntima y maravillosamente relacionada con la Fortuna de lo que pudiera explicarse, por su grande y despreocupada inocencia de mente y de imaginación que hace imposible clasificarlo como advenedizo, aunque nunca pensó seriamente en nada que no fuera su carrera. Su inocencia le hacía advertir lo estúpido que hubiera sido sentirse un déclassé y también que era mucho más interesante para él y para los demás, además de mucho más útil para su carrera, acentuar su condición de judío «vistiéndose de un modo diferente, peinando sus cabellos con extravagancia y adoptando formas excéntricas de expresión y lenguaje». Se preocupó más apasionadamente y más descaradamente que cualquier otro intelectual judío de ser admitido en círculos cada vez más elevados de la sociedad; fue el único entre ellos que descubrió el secreto de preservar la suerte, ese milagro natural del estado de paria, y que supo desde el principio que no había que humillarse para «remontarse desde lo alto hasta lo más alto».

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, p. 144-145.

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