Lo que piensan los historiadores sobre el cine I

Dejando de lado esa prematura iniciativa, el primer autor que planteó la cuestión de las relaciones entre el cine y la historia de manera consistente fue Siegfried Kracauer con sus sugerente y debatido ensayo sobre el cine en la República de Weimar. En él afirmaba que «las películas de una nación reflejan su mentalidad de forma más directa que otros medios artísticos». Por dos razones, la primera «que las películas nunca son el resultado de una obra individual» y la segunda, que «se dirigen e interesan a la multitud anónima» por lo que puede suponerse que «los filmes populares satisfacen deseos reales de las masas». En su obra, Kracauer intentaban demostrar que las películas de los años veinte anunciaban el nazismo y ponían al descubierto el alma alemana: «Más que credos explícitos, lo que las películas reflejan son tendencias psicológicas, los estratos profundos de la mentalidad colectiva que -más o menos- corren por debajo de la dimensión consciente».

José-Vidal Pelaz López, El pasado como espectáculo: reflexiones sobre las relación entre la Historia y el cine, p. 1-2.

Introducción

El cine es un indiscutido protagonista en nuestras sociedades modernas, no sólo como medio de entretenimiento sino también como una útil herramienta para el análisis y la comprensión del pasado. De hecho, todas las películas tienen un valor histórico, convirtiéndose así en documentos de valor excepcional para el investigador, pero también en un desafía profesional. Porque el cine no sólo puede ser entendido por el historiador como fuente o agente histórico, también debe analizarlo desde aspectos técnicos como el lenguaje o la estructura narrativa, u otros de contexto como la crítica, la recepción del público o el sistema político o social que difunde.

José-Vidal Pelaz López, El pasado como espectáculo: reflexiones sobre las relación entre la Historia y el cine, p. 1.

El mundo griego clásico

Heródoto nació a comienzos del siglo V a. C. y llevó a cabo su gran investigación acerca de los conflictos que enfrentaron a griegos y persas al menos hasta los primeros años de la década de 420 a. C. Su ciudad natal no fue Atenas, sino Halicarnaso, en el suroeste de Asia Menor, donde coexistían la cultura griega y la no griega bajo el dominio vacilante del imperio persa. Era de noble cuna, y en su familia ya había precedentes literarios. Se le atribuyen diversos actos políticos contra un tirano de su patria que provocaron su exilio en el extranjero. Al final se estableció en Turios, en el sur de Italia, una ciudad cuya fundación a finales de la década de 440 fue planificada por los atenienses en el antiguo emplazamiento de la lujosa Síbaris. En el mundo griego, los historiadores solían acabar en el destierro, apartados del ejercicio cotidiano de la política y del poder que resultaba mucho más interesante que escribir un libro.

Heródoto se propuso contar y celebrar los grandes acontecimientos de las guerras médicas. La empresa lo llevó a realizar largas digresiones, tanto literarias como personales. Realizó grandes viajes para llevar a cabo su «investigación» y descubrir la verdad en la medida de lo posible. Visitó Libia, Egipto, el norte y el sur de Grecia e incluso Babilonia. No conocía ninguna lengua extranjera y, por supuesto, carecía de convenientes manuales de referencia provistos de fechas que situaran en tablas comparativas los acontecimientos ocurridos en los distintos países. En el curso de sus viajes observó un gran número de diversos objetos y monumentos con inscripciones, pero no siempre describió correctamente todos sus detalles y tampoco se puso a investigar los documentos conservados en los distintos lugares. Sin embargo, dispuso de varias fuentes escritas, incluida una que tomó por una «lista» del ejército de la gran invasión de Jerjes de 480 a. C. La mayoría de sus testimonios fueron orales, esto es, lo que las gentes de los distintos lugares le contaban cuando él les preguntaba. Con todo ello compuso un relato, aunque él no fuera un simple narrador como los demás. De vez en cuando utiliza fuentes escritas, sobre todo la obra (actualmente perdida) de su gran predecesor, Hecateo de Mileto, más inclinado por los detalles «geográficos» que por la «historia» política. Al parecer, se sirvió también de los poemas de Aristeas, el griego que había viajado por Asia central en ca. 600 a. C. Heródoto se mostró explícitamente crítico con muchas de las leyendas que él mismo recogió de sus fuentes orales, pero que no pudo confirmar.

Heródoto ofrece contundentes interpretaciones personales de sus complejas fuentes, relacionando unas con otras. Los grandes temas de la libertad, la justicia y el lujo son sumamente importantes en su «investigación»: compartía el punto de vista griego de que las batallas de 480-479 entre helenos y persas habían sido una lucha por la libertad y por una vida bajo el imperio impersonal y justo de la ley, y es sobre todo su historia la que las ha inmortalizado bajo ese prisma. El discurso final de su «investigación» se recrea en las diferencias existentes entre los persas, duros y pobres, que inauguraron una nueva época de conquistas, y el lujo «muelle» de los pueblos que habitaban en las «muelles» llanuras y se convirtieron en súbditos de otros. A ojo de Heródoto, ciertas cuestiones de la vida humana eran evidentes: que «el orgullo precede a una caída» y que el exceso de buena suerte conduce a una debacle, que una conducta realmente ofensiva recibe a menudo su merecido castigo, que las cosas humanas son muy inestables, que las costumbres de las diversas sociedades son muy distintas unas de otras y que una parte del comportamiento que tanto apreciamos, pero no su totalidad, tiene que ver, por tanto, con la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Estos puntos de vista siguen teniendo plena validez en nuestro mundo actual.

Robin Lane Fox, El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma, p. 186-187.

El mundo griego arcáico II

Luego también los oráculos se convertirían en un recurso de la comunidad para afrontar determinadas cuestiones relacionadas con las innovaciones en materia de culto o temores de insólita cólera divina: permitirían que un dios se expresara sobre asuntos que fueran competencia de los propios dioses. En la época de la aristocracia sirvieron además de apoyo para las propuestas de establecer nuevos asentamientos en el extranjero o de introducir cambios importantes en el ordenamiento político. A su vez, el resultado de esas empresas vino a realzar su prestigio: «no cabe la menor duda de que al principio la colonización fue más responsable del éxito de Delfos, que Delfos del éxito de la colonización».

Robin Lane Fox, El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma, p. 92.

El mundo griego arcáico I

La postura más antigua y más convincente entre los historiadores es la de que tras la época de los reyes «micénicos» o durante los desórdenes de lo que llamamos la «época oscura» temprana (ca. 1100-900 a. C.) determinadas familias de la Grecia continental se establecieron con grandes posesiones de tierras en los antiguos territorios de los reyes y príncipes. Esas familias quizás fueron poderosas ya en tiempos de los antiguos reyes, o incluso tal vez fueran descendientes de la estirpe real. Los que conservaban su poder apelaban a sus antepasados y a veces hacían remontar su linaje hasta algún dios o héroe. Controlaban también determinados cultos de los dioses en el territorio de su comunidad y se transmitían hereditariamente el cargo de sacerdotes de esas divinidades dentro de la familia. No eran una «casta sagrada»; la posesión de la tierra era su rasgo distintivo fundamental y el sacerdocio constituía simplemente uno más de esos privilegios. Cuando se formaron las poleis o ciudades estado (allí donde se formaron) esas familias superiores se hicieron con su dominio. En ca. 750 a. C. los que poseían la mayor parte de las tierras y ostentaban esos sacerdocios eran llamados los «mejores» o los «buenos» o los de buena cuna (de ahí el nombre «Eupátridas»). En casi todas las comunidades griegas, las familias aristocráticas o genê ocupaban la cúspide de los grupos integrados por sus inferiores desde el punto de vista social, formando pirámides de dependencia…

Robin Lane Fox, El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma, p. 73.

Prefacio: Adriano y el mundo clásico

El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas cuarenta generaciones anterior a la nuestra, pero capaz aún de suponer un reto al compartir con nosotros una misma humanidad. La palabra «clásico» es de origen antiguo: deriva de la palabra latina classicus, que se aplicaba a lo reclutas de la «primera clase», la infantería pesada del ejército romano. Lo «clásico», pues, es «lo de primera clase», aunque no lleve ya una armadura pesada. Los griegos y los romanos tomaron prestadas muchas cosas de otras culturas, iranios, levantinos, egipcios o judíos, entre otros. Su historia enlaza a veces con esas otras historias paralelas, pero es su arte y su literatura, su pensamiento, su filosofía y su vida política lo que con razón se considera «de primera clase» en su mundo y en el nuestro.

Robin Lane Fox, El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma, p. 13-14.

La encrucijada serbia: entre la “Gran Serbia” y la “tercera y mínima Yugoslavia” II

El comportamiento autoritario de los serbios fue contestado permanentemente por un amplio sector de los diputados de la Asamblea de Kosovo, suspendida en sus funciones desde mediados de junio; así, el mismo día del referéndum constitucional serbio, 114 de los 180 antiguos diputados kosovares tomaron la decisión de proclamar la independencia de Kosovo con respecto a Serbia, aprobando la constitución de la «República Soberana Yugoslava de Kosovo» pero, en las circunstancias del momento, dicho acuerdo clandestino -que no pasaba de ser un gesto meramente simbólico- no fue tenido en cuenta por las autoridades de Serbia. Estas procedieron el 5 de julio a disolver la Asamblea y el gobierno kosovar, para aplicar un programa cuyo fine era la «instauración de la paz, la libertad, la igualdad y la prosperidad» en el Kosovo, de hecho, discriminatorio y  represivo de la mayoría albanesa, ya que tenía por objetivo «modificar progresivamente la estructura étnica» de la provincia. Ello no impidió que el rechazo de los grupos políticos representativos de los albaneses kosovares a la política serbia siguiera su curso, aunque clandestinamente: en septiembre de 1990 fue elaborada una Constitución para Kosovo, que convertía a la provincia en la «séptima república yugoslava»; un año más tarde, la población acudió a una consulta popular para ratificar el derecho de su nueva república a la «soberanía e independencia nacional», proclamada el 19 de octubre de 1991, independencia que no obtuvo, sin embargo, el respaldo internacional, pues contó solamente con el reconocimiento expreso de Albania. Finalmente, el 24 de mayo de 1992, Ibrahim Rugova, dirigente de la «Alianza Democrática» de Kosovo, era elegido Presidente de la República nonata; se constituyeron a continuación un nuevo parlamento y un «gobierno en el exilio». Sin embargo, para las autoridades serbias la contestación no dejaba de ser un puro artificio alentado exclusivamente por Albania, lo que significaba que en Serbia simplemente se ha optado por dejar reposar el problema de Kosovo, todavía pendiente de una solución definitiva.

Ricardo Martín de la Guardia y Guillermo Pérez Sánchez, Europa balcánica. Yugoslavia, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, p. 122

La encrucijada serbia: entre la «Gran Serbia» y la «tercera y mínima Yugoslavia»

Ante la evolución de los acontecimientos, las autoridades de la República de Serbia, con S. Milosevic al frente, y animadas y rearmadas ideológicamente por el «Memorándum» de la Academia de las Ciencias y de las Artes -documento elaborado en Belgrado en septiembre de 1986, aunque su autoría nunca fue reconocida oficialmente, y, por lo tanto, difundido de manera subrepticia-, tomaron, el 28 de marzo de 1989, la decisión de reformar la Constitución de Serbia, lo que de hecho suponía una reforma unilateral, y por tanto ilegal, de la propia Constitución Federal de 1974, para reducir a la mínima expresión el estatuto de autonomía de las provincias de Kosovo y Voividina: desde ese momento, ambas provincias, en aspectos tan sustanciales como la composición de sus gobiernos o su representación en las máximas instituciones Federales, pasaban a estar dirigidas por Serbia. El gran objetivo perseguido con dicha medida no era devolver a Serbia su antiguo prestigio y prestancia dentro de Yugoslavia; todo ello perdido, según los inspiradores del «Memorándum», en el seno de régimen comunista de Tito, sobre todo desde la instauración de la Constitución 1974, germen del mal gobierno, de la insolidaridad de las repúblicas, y de la descomposición del Estado común. Este ataque serbio a la legalidad vigente fue rechazado radicalmente en Kosovo (poblada en un 82% por albaneses), provincia que venía solicitando desde la época de Tito un mayor autogobierno. La protesta degeneró en enfrentamientos violentos, que sólo la represión policial y el despliegue del ejército federal, pudieron zanjar.

Ricardo Martín de la Guardia y Guillermo Pérez Sánchez, Europa balcánica. Yugoslavia, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, p. 120-121.

Algunas claves del proceso de desintegración nacional

Pero la clave de la ruptura del sistema titoísta, más allá de los viejos odios ancestrales que marcaron secularmente las relaciones entre las diversas comunidades nacionales que formaban Yugoslavia, debe buscarse según J. Rupnik, en el vínculo estrecho existente entre la crisis del sistema comunista y la del estado multinacional. Los dos procesos de descomposición, de desmoronamiento, más tarde, se han fortalecido mutuamente» ante la inoperancia y división mostrada por las más altas magistraturas del Estado, ya se tratara del Politburo de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, del gobierno Federal o de la propia Presidencia colectiva.

A partir de finales de los ochenta, las autoridades de la República de Serbia forzaban la legalidad constitucional con una reforma de su Ley fundamental que afectaba a la propia Constitución Federal de 1974, al variar el estatus de las provincias autónomas de Kosovo y Voivodina. Para los serbios se trataba, en un momento de profunda crisis en el seno de la Federación, de potenciar la unidad de su propia comunidad nacional, teniendo en cuenta, por una parte, los «derechos históricos» aplicables sobre territorios considerados como serbios: Kosovo, Voivodina, Macedonia o la región de Sandzak; por otra, el «derecho de autodeterminación» o el «derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos», libremente ejercido por las comunidades serbias establecidas en el interior de otras repúblicas yugoslavas, especialmente en Croacia y Bosnia-Herzegovina; derecho este último que, aplicando la tesis serbia, entraba en contradicción con el «derecho histórico» que en justa correspondencia debía aplicarse en los demás territorios no serbios. Ante esta iniciativa, entendida en Eslovenia y Croacia como el primer paso hacia la «Gran Serbia», estas dos repúblicas comenzaron a pergeñar un proyecto de confederación sobre las bases de un sistema político «flexible y descentralizado» que debía empezar con la transformación de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia; el hecho de que en el XIV Congreso el bloque serbio (Serbia, Montenegro, Kosovo y Voivodina) no aceptase esta reforma produjo la ruptura de la unidad en el seno de la organización comunista y en el propio Estado yugoslavo. Cuando en mayo de 1990 se quiso volver a reunir el XIV Congreso extraordinario de la Liga Comunista, aplazado sine die el 23 de enero, los comunistas eslovenos, croatas y macedonios lo impidieron: en ese momento, de Yugoslavia había dejado de existir, y con ella, en la práctica, las demás instituciones de la Federación.

Ricardo Martín de la Guardia y Guillermo Pérez Sánchez, Europa balcánica. Yugoslavia, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, p. 116-117.

La situación de las Repúblicas II

Sin duda los acontecimientos desarrollados en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, por extensión, en todo el bloque comunista de su influencia, influyeron en la evolución final de un régimen que hallaba su justificación última en el socialismo marxista. Para Natacha Rajakovic, en su aportación dentro de la obra colectiva dirigida por Jacques Rupnik, De Sarajevo à Sarajevo. L`échec yugoslave, aquellos hechos fueron trascendentales puesto que:

«las contradicciones y el fracaso del yugoslavismo deben entenderse a la luz de la oposición entre dos conceptos dominantes del Estado yugoslavo por un lado (centralizadora y descentralizadora), y las presiones externas por el otro (…). El Estado yugoslavo se ha hecho y deshecho siempre en situaciones de crisis bajo el efecto de grandes mutaciones del sistema internacional: final de la Primera Guerra Mundial en 1918, proximidad de la Segunda en 1939, ocupación de las fuerzas del Eje en 1941, advenimiento del orden de Yalta en 1945, final de la Guerra Fría en 1989.

Ricardo Martín de la Guardia y Guillermo Pérez Sánchez, Europa balcánica. Yugoslavia, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, p. 113.