Turquía: Atatürk camina hacia Europa

Presento a continuación un texto que escribí en mayo de 2007 para la revista digital «Luz y Taquígrafos». El sexto número de esta publicación se dedicó, con motivo del Día de Europa -9 de mayo-, al proceso de integración europeo. Yo me decidí, animado por los recientes acontecimientos de abril y mayo, a tratar la cuestión turca dentro del marco de su posible incorporación a la Unión Europea. Este es el resultado.


La Historia de los turcos es la de un pueblo que lleva casi mil años llamando a las puertas de Europa. Constituyen el recuerdo de una antigua amenaza para la entonces llamada Cristiandad, pero también el de un muro de contención contra las imprevisibles y devastadoras incursiones centroasiáticas. Forman parte de la tradición histórica de nuestro entorno; sin embargo, somos muy diferentes. Han sido durante mucho tiempo el límite oriental del mundo europeo. Y, como habitantes de una tierra de frontera, han desarrollado aspectos culturales propios de nuestro ámbito, pero también del de otros pueblos situados más allá de ese limes. Tal vez esa peculiar situación geográfica sea la responsable de que hoy por hoy los europeos veamos al turco como un extraño.

No obstante, aunque también participan de otras tradiciones culturales, ellos se consideran parte de Europa. Y lo cierto es que, tal vez, pesen más las similitudes que las diferencias.

Turquía comenzó hace más de ochenta años su proceso de occidentalización. De la mano de Mustafa Kemal Atatürk se iniciaron una serie de reformas tendentes a desislamizar el Estado y proporcionar a la población una educación moderna y de carácter liberal. Incluso, en ese afán por abandonar las viejas tradiciones, el líder turco llegó a prohibir el alfabeto árabe, imponiéndose como oficial el de tipo occidental. Tras la Segunda Guerra Mundial, Turquía se convirtió en una pieza clave en el escenario de Guerra Fría como aliada de los Estado Unidos. Eso explicaría las abundantes ayudas que recibió del Plan Marshall, y su elección como miembro del Consejo de Europa en 1949. No obstante, su entrada en el proyecto comunitario se frustró en tres ocasiones –1973, 1981 y 2004- por la desidia de sus gobernantes y las dificultades internas.

Entre estas últimas destaca una que, a día de hoy, todavía preocupa notablemente en Bruselas. Se trata de la continua intromisión del ejército en la vida política del país. Desde los años de gobierno de Atatürk, los militares han cumplido el papel de defensores de la democracia y la laicidad del Estado. Esto explicaría un fenómeno que en Occidente, cuya Historia casi siempre ha funcionado en el sentido contrario, difícilmente podemos entender: el ejército es el garante del liberalismo republicano. Así ha sucedido hasta la década de 1980, cuando se produjo el último de los cuatro golpes militares vividos por Turquía desde el final de la Gran Guerra. Es cierto que desde entonces el estamento militar no ha vuelto a tomar el control directo del país, pero su sombra –como bien se ha podido comprobar a raíz de la crisis presidencial de este año- siempre ha estado presente en la vida política nacional.

Turquía pretende ahora acercarse a la Unión Europea, y esta, consciente de la complejidad de la cuestión, elude responder de forma inmediata. Los miembros comunitarios no quieren precipitarse a la hora de dar entrada a un gigante tan peculiar en el seno de Europa. Por su parte, los turcos, de la mano del islamista Recep Tayyip Erdogan, repiten la misma jugada que durante siglos han utilizado para alcanzar sus objetivos: presionar al adversario –en este caso futuro aliado- jugándose todo a una carta. Sin embargo, como tantas veces les ha sucedido en la Historia a los gobiernos turcos y otomanos, se han encontrado con divisiones dentro de su propio territorio: son muchos los turcos que no quieren entrar en Europa. Y, para complicar la cuestión, son más los europeos que no desean ver dentro del proceso integrador a los hijos de la media luna.

Turquía frente a Europa

Las negociaciones para la adhesión de Turquía a la Unión Europea como miembro de pleno derecho se iniciaron el 3 de octubre de 2005. El largo camino de los turcos hacia el paneuropeísmo parecía estar llegando a su fin cuarenta años después. Sin embargo, los ciudadanos europeos hemos abierto un debate completamente nuevo: se trata de dilucidar si queremos tener a los antiguos otomanos dentro de nuestro proceso integrador. Y, como suele suceder en los casos en que la prensa no especializada toma la batuta, la discusión está marcada por la ignorancia y los viejos prejuicios.

De pronto han resurgido de las páginas de la Historia las figuras de los antiguos sultanes que ponían cerco a Viena y asaltaban naves venecianas en el Mediterráneo Oriental. La atención de nuestros ojos se ha centrado en su retraso socioeconómico y en el auge de los movimientos islamistas en todo Próximo Oriente. Se han magnificado las diferencias al tiempo que se tapan las numerosas similitudes. En definitiva, muchos europeos estamos dando la espalda a los esfuerzos turcos que, sin ser suficientes, no merecen tal desprecio por nuestra parte.

Nos olvidamos de aquellos sultanes que negociaron con Europa, que respetaron a los cristianos de sus territorios, que frenaron las hordas asiáticas dispuestas a terminar con la cultura occidental… Reprochamos a los gobernantes turcos la deplorable situación de su país mientras dejamos entrar en la Unión a naciones –véase el caso rumano- con similar nivel de desarrollo. Les cerramos las puertas por miedo al Islam sin percatarnos de que un aliado poderoso dentro del mundo musulmán sería beneficioso para la propia Europa.

Cierto es que en la actualidad todavía le queda a Turquía un largo trecho por recorrer en su andadura hacia la Unión Europea.

No obstante, lo curioso es que a esta nación no se le perdona ninguno de sus errores y carencias, mientras que otros países en situaciones similares pudieron integrarse fácilmente en el ámbito europeo sin demasiados reproches. Es más, los turcos tienen una mayor riqueza que aportar a Europa, tanto en el ámbito geoestratégico como en el cultural. A mi juicio, Turquía está llamada a ser la puerta de Europa en sus futuras relaciones con el Islam. Y eso incluye tanto el avispero de Oriente Próximo como toda la franja costera del norte de África. También es, por tradición histórica, uno de lo grandes protagonistas de la región que más quebraderos de cabeza ha dado a Europa: los Balcanes. Turquía vendría a cerrar el círculo creado con la integración de los antiguos países del Este, al tiempo que daría a la Unión un mayor potencial diplomático y militar. El peso de los europeos en política exterior se vería sumamente reforzado con la presencia turca.

Europa también ha de entonar el mea culpa

Una de las cuestiones que más ha perjudicado a Turquía en este debate sobre su posible entrada en la Unión Europea ha sido la relativa al genocidio armenio. No pretendo quitar hierro a un asunto tan grave como este, pero pienso que exige atender a numerosos matices. Armenia pertenecía desde siglos atrás al Imperio Otomano, y sus habitantes habían convivido pacíficamente con los turcos. Incluso habían llegado a desempeñar altas responsabilidades de gobierno.

No obstante, a finales del XIX, al tiempo que el territorio de los sultanes era invadido por el nacionalismo turcomano, los armenios rescataron del baúl de la Historia su propia identidad. Reclamaban un Estado-nación propio, algo que el gobierno de Estambul no podía permitir. La actuación imperial para detener el movimiento independentista no estuvo exenta de actos represivos. Sin embargo, hasta 1915 la situación estuvo marcada por una relativa normalidad.

Fue en la Gran Guerra cuando las autoridades otomanas, previendo el peligro quintacolumnista que el pueblo armenio constituía en la frontera con Rusia, se decidieron a internar a miles de personas en campos de prisioneros. Se esperaba para el verano de 1915 una invasión zarista que contase con el apoyo incondicional de la población de Armenia; por esa razón se optó por trasladar a los habitantes de esta región al sur del Imperio. No se trataba de una operación de exterminio como la que llevarían a cabo los nazis treinta años después, pero todo acabó en tragedia.

La causas de esta catástrofe, no del todo involuntaria, fueron la escasez de suministros que asoló Anatolia desde esa fecha hasta el final de la contienda, el odio al “traidor armenio”, y la dureza física que suponía trasladar por el desierto a miles de personas famélicas con el calor del verano a sus espaldas. La mayor parte de los deportados sucumbieron de camino a su destino, y los que quedaron vivos acabaron por encontrar la muerte en los propios campos de prisioneros.

Las cifras oficiales hablan de un millón y medio de seres humanos desaparecidos; aunque los turcos rebajan ese número a doscientos mil.

No se trató, aunque muchas veces se ha querido ver así, de un plan para exterminar la nación Armenia. Y, aunque así fuera, eso justificaría poco el empeño occidental por lastrar a los turcos con semejante losa. Fue el Imperio Otomano, y no la República de Turquía, la que llevó a cabo tales actos. La nueva nación democrática y laica surgida tras la Gran Guerra hizo todo lo posible por alejarse de la herencia imperial. Sería, pues, una situación similar a la de los alemanes cuando renegaron del Tercer Reich. La diferencia es que a Alemania se le permitió dar ese paso, mientras que en el caso turco miramos con recelo y desconfianza ese deseo por olvidar el pasado.

Desde Bruselas se exige a Turquía que pida perdón por el exterminio armenio de 1915. Sin embargo, los europeos nos olvidamos con demasiada facilidad de los años del imperialismo. Naciones como Inglaterra, Italia, Francia o Alemania tienen tras de sí –incluso en el siglo XX- una larga lista de víctimas equiparable, si no superior, a la de los turcos. Hoy todos nos sentamos juntos para construir una Europa más justa y solidaria; nos horrorizamos por los errores cometidos en el pasado, y procuramos evitar que se repitan ¿Acaso no debemos dar la misma oportunidad a la República Turca? Han de pedir perdón, eso está claro, pero esperemos que ahí termine el acoso contra la candidatura de los turcos.

Actualidad: la crisis presidencial de 2007

En las últimas semanas Turquía ha sido noticia por el enfrentamiento entre islamistas y kemalistas. Los primeros, agrupados en torno a la formación política mayoritaria en el Parlamento –Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP)-, trataron de llevar a la presidencia de la República a Abdullah Gül, Ministro de Exteriores del ejecutivo Erdogan. Por su parte, la oposición –Partido Republicano del Pueblo (CHP)-, con el apoyo del Ejército y del Tribunal Constitucional, logró bloquear ese nombramiento. En definitiva, el país ha atravesado la mayor crisis institucional y política de los últimos veinte años.

Estas pocas líneas resumen los hechos acaecidos en Turquía a lo largo del malogrado proceso de investidura de Abdullah Gül. No obstante, detrás de cada una de esas palabras se vislumbra cuál es la situación actual de la política turca; reflejo, al fin y al cabo, de su desarrollo a lo largo del siglo XX. El kemalismo sirvió en su momento para modernizar la nación y librarla de las ataduras de la confesionalidad más estricta. Sin embargo, ochenta años después, su discurso choca con la libertad religiosa defendida por las democracias occidentales. Atatürk, en su afán por desislamizar Turquía, pisoteó muchos derechos reconocidos como fundamentales por la Carta de los Derechos Humanos y los propios postulados del liberalismo democrático.

Ahí es donde se sitúan los llamados islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo. No son, como piensan los altos mandos del ejército turco –de ahí su oposición al AKP-, radicales ni fundamentalistas; tampoco han de ser considerados continuadores de las formaciones políticas fundadas por Necmettin Erbakan. Los actuales gobernantes de Turquía son republicanos y demócratas que defienden un ligero, a la par que necesario, viraje en la política kemalista. Desean vivir en una nación laica –que no laicista-; un país que reconozca los derechos de las religiones, incluida la musulmana. Y son precisamente estos hombres los que desean ardientemente entrar en la Unión Europea.

La élite kemalista, ahogada en su nacionalismo laicista, mira con recelo a Bruselas.

Desde Occidente se mira con desconfianza a los miembros del actual gobierno turco por tratarse de islamistas. Sin embargo, esa denominación no tiene, como en otras naciones musulmanas, un carácter radical. Son personajes contrarios al laicismo predominante en Turquía. No quieren volver al Estado-religión de otras épocas y lugares, sino establecer una aconfesionalidad respetuosa con las creencias. Por esa razón miran a Europa. Esperan que ella ayude a consolidar su democracia, a hacerla más estable. Buscan también en la Unión un respaldo a sus reivindicaciones en pro de la libertad individual; en este caso referida a la expresión religiosa.

Por su parte, no quedan dudas, tras las últimas declaraciones de las autoridades comunitarias, de que Bruselas prefiere a Abdullah Gül al frente de Turquía. Una vuelta de la élite kemalista al poder reavivaría las llamas del nacionalismo turco, contrario a la integración de la República en Europa. El futuro es incierto, aunque todo parece indicar que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) volverá a imponerse sobre las destartaladas filas socialdemócratas en las elecciones del próximo mes de julio. Para entonces, con el sólido respaldo de las urnas, Recep Tayyip Erdogan podrá operar el cambio que necesita Turquía para encaminarse definitivamente a Europa.

Las fuerzas revolucionarias en tiempos de Nicolás II

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 12 de febrero de 2008.


El contraste entre una Europa liberal y un Imperio Ruso absolutista y feudal suscitó, a mediados del XIX, una oposición al zarismo en el seno de una minoritaria clase intelectual que los rusos denominaban “intelligentsia”. Con frecuencia, esta se encontró aislada por carecer el país de una burguesía en la que apoyarse y de un proletariado al que dirigir su mensaje.

Dos grandes corrientes se perfilaron desde los primeros momentos: los occidentalistas, partidarios de imitar los logros del liberalismo occidental, y la “eslavófila”, contraria a los corrompidos modelos occidentales.

Esta última centraba sus esfuerzos en ensalzar las virtudes del campesinado ruso, al tiempo que pretendía implantar un socialismo de carácter agrario. En su seno surgieron, además, los dos movimientos socializantes más típicamente rusos: el nihilismo y el populismo.

El nihilismo, término acuñado por Ivan Turgéniev en su novela Padres e hijos, cuajó en 1862 con el movimiento de “La joven Rusia”. Este defendía la acción terrorista como la única forma de destruir el orden social y político existente. Nos encontramos, pues, ante un planteamiento muy cercano al anarquismo de Bakunin. En la década de 1870 surgió un movimiento populista -“narodnik”-, que reconocía en el campesinado ruso la fuerza revolucionaria por excelencia y el futuro protagonista de la revolución.

No obstante, el fracaso del populismo en su acercamiento al campesinado ruso provocó su escisión. Por un lado Voluntad del Pueblo, grupo mayoritario anclado en la acción terrorista y responsable del asesinato del zar Alejandro II en 1881; y por el otro un grupo minoritario que acabó por formar en 1890 el Partido Socialista Revolucionario o social-revolucionarios.

A comienzos del siglo XX frente a los decimonónicos defensores de una vía revolucionaria distinta a la del resto de Europa Occidental, aparecieron corrientes ideológicas y partidos de clara inspiración occidentalista.

De un lado, la corriente liberal se plasmó en la constitución, en 1905, del Partido Constitucional-Demócrata o partido Kadet. Su objetivo era transformar el Imperio zarista en un régimen de carácter constitucional basado en el respeto a las libertades individuales. Eran partidarios tanto de una reforma agraria liberal como de una amplia autonomía para los territorios polacos, finlandeses y ucranianos. Su principal líder fue Miliukov.

De otro lado, las corrientes socialistas revolucionarias estaban integradas por el Partido Socialista Revolucionario (PSR o “eseritas”) y por el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR). El primero se constituyó en 1901 bajo las tesis populistas del socialismo agrario. Sostenían que la revolución en Rusia sería política, y traería consigo el fin de la autocracia zarista. Además, sus protagonistas habrían de ser los campesinos, no los burgueses.

Eran partidarios de un Estado federal que conciliase los intereses de las diversas nacionalidades del Imperio Ruso. Sus hombres más representativos fueron Tchernov y Kerenski.

La trayectoria del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso es más compleja e interesante por sus repercusiones futuras. Sus orígenes se remontan a 1883, con la creación, por parte de Giorgi Plejánov, de Unión de lucha para la liberación de la clase obrera. A este grupo se unió, en 1888, el joven Vladimir Ilich Ulianov, conocido más tarde con el nombre de Lenin.

Ambos rechazaron de los populistas y de los socialrevolucionarios el agrarismo utópico; dando por sentado que la sociedad rusa de finales del XIX era capitalista. En el congresos clandestino celebrado en Minsk (1898) fundaron el POSDR de clara inspiración marxista. Sin embargo, en el seno del segundo congreso del partido, celebrado entre Bruselas y Londres en 1903, surgieron dos tendencias enfrentadas: mencheviques y bolcheviques.

Los primeros afirmaban que la revolución burguesa era un paso necesario para llegar al pleno desarrollo del capitalismo y de un proletariado numeroso capaz de encabezar la segunda fase de la revolución, la socialista-proletaria. Por ello, se inclinaban por una organización del partido abierta tanto a militantes como simpatizantes. Su líder fue Martov.

Los bolcheviques, liderados por Lenin, sostenían que la burguesía rusa era demasiado débil e incapaz de realizar su revolución.

Era el proletariado el que debía encabezarla, buscando para ello la alianza con el campesinado. En consecuencia, la militancia en el partido debía restringirse a quienes acatasen su programa, sometiéndose a su férrea disciplina. El objetivo primordial era la conquista revolucionaria del poder político para el inmediato establecimiento de la dictadura del proletariado.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea I y II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] La Rusia de los zares; Alejandro Muñoz-Alonso – Madrid – Espasa – 2007.

Contexto y escenarios de la revolución liberal

Esta entrada forma parte de un conjunto de artículos sobre la España de Fernando VII. Para leer los restantes textos dedicados a esta cuestión, haz clic aquí.


A la hora de analizar la revolución liberal española de comienzos del XIX es necesario definir previamente el contexto de la misma atendiendo a tres escenarios distintos: intercontinental, continental y peninsular. Un breve esbozo de cada uno de estos campos nos permitirá, no sólo comprender mejor el desarrollo del liberalismo español, sino también comprobar que sin ellos este no hubiera sido posible.

Escenario intercontinental: revolución atlántica

La expansión de la ideología liberal a finales del siglo XVIII y principios del XIX fue un proceso en el que Europa y América caminaron a la par. Esto nos permite hablar de un fenómeno atlántico de ida y vuelta. En las Trece Colonias norteamericanas se dieron las primeras manifestaciones de liberalismo y constitucionalismo; y, curiosamente, en un contexto de guerra de independencia (1776-1783).

Los Estados Unidos sirvieron de campo de pruebas para las nuevas ideas políticas elaboradas por los teóricos europeos. De ahí, en forma de hechos, volvieron a su continente de origen. En 1789 la ideología liberal tomó cuerpo en Francia; en pocos años la revolución se expandió por el Viejo Mundo hasta la derrota de Napoleón en 1814.

El viaje del liberalismo no se detuvo en Europa. De la España invadida por los franceses entre 1808 y 1814 la revolución liberal volvió a saltar al otro lado del océano; en esta ocasión a Hispanoamérica (1808-1824). Allí el fenómeno fue tardío, y estuvo íntimamente relacionado con los sucesos españoles. Al igual que en el caso de las Trece Colonias, surgió en un contexto secesionista.

Escenario continental

Las conquistas napoleónicas favorecieron la expansión de las ideas liberales francesas por toda Europa. Sin embargo, este fenómeno desencadenó otro de no menor importancia: la reacción nacional-romántica. El rechazo al invasor marcó el inicio de la “época de las nacionalidades”. España a partir de 1808, Rusia desde 1812, y Alemania en 1813, fueron claros ejemplos de este tipo de manifestaciones.

Escenario peninsular

Como hemos indicado anteriormente, desde los primeros momentos de la invasión francesa surgió en España esa reacción nacional contra el agresor extranjero. En el seno de esta resistencia se llevó a cabo una revolución liberal propia –análoga a la que pretendían imponer los afrancesados-, cuya más alta manifestación fue la reunión de las Cortes en Cádiz con la consiguiente redacción constitucional (19 de marzo de 1812). Estos hechos, como es evidente, tuvieron importantes repercusiones en Hispanoamérica.

Bibliografía:

[1] Historia Contemporánea de España II; Javier Paredes (Coord.) – Madrid – Ariel – 2005.

[2] Historia Contemporánea de España II; José Luis Comellas – Madrid – Rialp – 1986.

[3] Historia de España; José Luis Martín, Carlos Martínez Shaw, Javier Tusell – Madrid – Taurus – 1998.

[4] Las Cortes de Cádiz; Federico Suárez Verdeguer – Madrid – Rialp – 1982.

El estallido de la Gran Guerra


“Claro que durante los días previos habían sucedido cosas inquietantes. El periódico traía algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi padre lo leía durante más tiempo que de costumbre; al hacerlo mostraba un semblante preocupado e insultaba a los austríacos cuando terminaba de leer. En una ocasión el titular decía: ¡Guerra!”.

En la primera parte de su libro Sebastian Haffner nos muestra como vivió él –un niño alemán- el comienzo, desarrollo y final de la Gran Guerra. Sin embargo, además de los pequeños detalles cotidianos que el autor nos va mostrando a lo largo de la narración, podemos disfrutar también de su propia interpretación de los hechos; elaborada, por supuesto, en su fase adulta. De esta manera, nos expone su opinión poseedora de un doble valor: son los comentarios de un intelectual y, al mismo tiempo, los de un hombre que vivió aquellos acontecimientos.

Haffner resalta en lo referente a la Primera Guerra Mundial el sacrificio del pueblo alemán, al que no le rindió el hambre, sino la certeza de su derrota; la pasión de su generación por la guerra, que, en su opinión, la convirtió en caldo de cultivo para el nacionalsocialismo; y el papel desempeñado por la propaganda a lo largo del conflicto.

Del comienzo de la Gran Guerra Haffner nos deja dos testimonios interesantes en su obra: un final inesperado para las vacaciones de verano, y la movilización del ejército alemán. Ambos aspectos los encontramos también en El mundo de ayer. Memorias de un europeo de Stefan Zweig. Fueron, sin duda, experiencias vividas por un buen número de alemanes y austriacos en esos días. Así lo relata Sebastian Haffner:

“Cuando me despertaron al día siguiente, el equipaje se iba haciendo a marchas forzadas. Al principio no entendí absolutamente nada de lo ocurrido; la palabra “movilización” no me decía nada, a pesar de que habían intentado explicármela unos días antes. Pero había poco tiempo para cualquier explicación, pues ya a mediodía debíamos liar los bártulos…

El viaje en tren no duró siete horas, como siempre, sino doce. Hubo paradas continuas, nos cruzamos con trenes llenos de soldados (…) No tuvimos un compartimento para nosotros solos, como solía ser habitual cuando viajábamos, sino que íbamos en los pasillos de pie o sentados sobre nuestras maletas, apretujados entre mucha gente que cotorreaba y hablaba sin parar (…) La casa no estaba en modo alguno preparada para nuestro regreso, los muebles estaban cubiertos con sábanas, las camas sin hacer”.

El mapa de la guerra.

“Un niño de siete años como yo (…) supo enseguida no sólo el qué, cómo y dónde de la guerra, sino incluso el porqué: supe que la culpa de todo la tenían el ansia revanchista de Francia, el afán de protagonismo de Inglaterra y la brutalidad de Rusia (…) Pedí que me enseñaran el mapa de Europa, con solo un vistazo supe que “nosotros” probablemente acabaríamos con Francia e Inglaterra, pero experimenté un sordo sobresalto al ver el tamaño de Rusia, si bien acepté el consuelo de que los rusos compensaban su aterrador número con una estupidez y depravación increíbles…”

Como todos los alemanes, el protagonista de esta obra se ve afectado por la propaganda de guerra. Descubrimos así, por medio de sus palabras, los prejuicios más habituales de los ciudadanos del II Reich: el revanchismo francés, el afán de protagonismo inglés, y la estupidez de los rusos.

Este testimonio constituye un claro ejemplo de cómo la propaganda influía en el pensamiento de las personas. Y nos permite conocer en qué dirección se movía esa labor propagandística: la defensa de la superioridad del pueblo alemán y su inocencia ante el estallido de un conflicto impuesto desde fuera.

Además, también se muestra en ésta obra la complicada situación geoestratégica en la que se encontró la nación alemana a lo largo del conflicto: entre dos frentes. No obstante, por encima de todo hay que destacar la invasión, por parte de la Guerra, de la vida cotidiana de los individuos y las familias. Los alemanes -bien por medio de una prensa cada vez más desarrollada, o por las carencias propias del contexto bélico en que se encontraban- vivieron el conflicto con una cercanía no experimentada hasta entonces en ninguna guerra anterior.

La euforia de la catástrofe.

“No tenía ni idea de que fuera posible mantenerse al margen de aquella locura festiva generalizada. Ni de lejos se me pasó por la cabeza la idea de que pudiera haber algo malo o peligroso en una cosa que causaba una felicidad tan obvia y regalaba aquellos estados de alegre embriaguez tan poco frecuentes”.

El estallido de la Gran Guerra estuvo acompañado de numerosas manifestaciones populares en favor del conflicto y de la causa de la nación. Este fenómeno –“la euforia de la catástrofe”- se dio en todos los países beligerantes con similares características: exaltación del nacionalismo romántico, odio inconsistente hacia las naciones enemigas, y apoyo generalizado de la población, las clases dirigentes y los intelectuales.

En su obra, Sebastian Haffner nos describe su experiencia de aquellos días de euforia y nacionalismo generalizado. Pero además, como hombre que ve los hechos con la perspectiva de los años, analiza los sucesos de ese verano de 1914. En su opinión, cabría destacar tres aspectos de aquella “euforia de la catástrofe”:

– El triunfo de la propaganda nacionalista y de las teorías que justificaban la guerra.

– Insiste en que las manifestaciones masivas de nacionalismo fueron una demostración más de la dificultad de los alemanes para alcanzar la felicidad individual.

– Describe, en último lugar, el sacrificio y las privaciones materiales que tuvieron que soportar los alemanes para lograr la ansiada “victoria total”. Y que, a la postre, acabaron por marcar el fin de la euforia y la derrota germana.

El juego de la guerra

“Para un niño que viviese en Berlín una guerra era, evidentemente, algo en extremo irreal: tan irreal como un juego. No había ataques aéreos ni bombas. Había heridos, pero solo a distancia (…) Lo importante era la fascinación que ejercía el juego de la guerra: un juego en el que, según las reglas secretas, el número de prisioneros, los territorios invadidos, las fortalezas conquistadas y los barcos hundidos desempeñaban aproximadamente el mismo papel que los goles en el fútbol (…) Mis amigos y yo jugamos a lo largo de toda la guerra, durante cuatro años, impune y libremente, y fue este juego (…) lo que dejó marcas peligrosas en todos nosotros”.

La Guerra, como hemos indicado anteriormente, invadió todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos pertenecientes a las distintas potencias beligerantes. De esta forma, en lo que a la vida de un niño se refiere, es lógico pensar que el conflicto irrumpiese en sus juegos y diversiones. Eso es justamente lo que nos viene a mostrar Historia de un alemán. En unas pocas páginas el autor nos describe el “juego de la guerra”, inofensivo en apariencia, pero con nefastas consecuencias: esa excitante diversión, acabó, en opinión de Haffner, formando la “generación de los nazis”.

La catástrofe de la euforia

«Por aquel entonces tampoco me pasó inadvertido el hecho de que, con el trascurso del tiempo, muchos, muchísimos, casi todos se habían formado una opinión respecto de la guerra distinta a la mía, si bien mi postura había sido inicialmente la más generalizada (…) oía a las mujeres quejarse y pronunciar palabras malsonantes dando muestras de una gran disconformidad».

Dos factores, la duración y dureza del conflicto tanto en el frente como en la retaguardia, hicieron posible que de la “euforia de la catástrofe” se pasase a la “catástrofe de la euforia”. Poco a poco se fue generalizando el malestar hacia el conflicto. Surgieron así importantes movimientos contrarios al mismo que exigían a los gobernantes la paz. En éste contexto iban propagándose, además, las ideas revolucionarias, por lo que podemos afirmar que durante los últimos meses de guerra se vivió un ambiente prerrevolucionario. Pues bien, en el caso alemán, ante la más que previsible derrota militar, todo esto se acentuó notablemente.

Sebastian Haffner nos narra en sus memorias cómo vivió él ese cambio de ánimos en la retaguardia. No obstante, lo realmente interesante de este testimonio es comprobar como ese niño no fue consciente de los hechos hasta los últimos momentos. La aparición de la “catástrofe de la euforia” y la difusión de las ideas revolucionarias le cogieron por sorpresa, como surgidas de la noche a la mañana. También la derrota alemana llegó casi sin avisar. De esta manera, terminó para los niños alemanes el “juego de la guerra” que, en el caso concreto de Haffner, nos deja un interesante testimonio acerca de los partes bélicos de la época.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

La revolución bolchevique en su peor hora


“Las consecuencias de la paz de Brest-Litovsk fueron catastróficas para el partido y el gobierno de Lenin. Durante el medio años transcurrido entre octubre y Brest- Litovsk, el gobierno se había impuesto de forma sorprendentemente rotunda y sin resistencia, y en marzo de 1918 parecía tener su posición bien asegurada. Cinco meses después su derrocamiento parecía inevitable”.

Brest-Litovsk marcó el final del impetu revolucionario en Rusia. Las duras condiciones de paz y la aparición de una oposición fuerte y organizada estuvo a punto de acabar con el régimen bolchevique en 1918. Durante ese año los representantes de la revolución tuvieron que luchar en varios frentes con distintos enemigos. Por un lado la oposición interna –“los blancos”-, que agrupaba en su seno todo el espectro político ruso desde la izquierda socialrevolucionaria hasta los defensores de la monarquía zarista. Por otro lado encontramos a la Legión checa: grupo militar extranjero que había luchado junto a los rusos contra los imperios centrales. Su objetivo era construir una Checoslovaquia independiente de alemanes y austro-húngaros. Por esa razón, cuando Lenin llegó a un acuerdo con ellos, los checoslovacos pasaron a engrosar la fila de los “blancos” con la esperanza de que estos volvieran a luchar contra Alemania. Otro frente fue el compuesto por los miembros de la Entente que, además de prestar ayuda económica y material a la oposición interna, emplearon sus propios ejércitos para invadir Rusia desde el norte y el este. Por último habría que citar las intervenciones de Alemania y el Imperio Otomano que, aunque habían llegado a acuerdos con los bolcheviques, no querían quedarse fuera del reparto del pastel ruso.

Por lo tanto, los “rojos” estaban en una situación desesperada: amenazados en todos los frentes y sin ningún aliado. Es más, desde la firma de Brest-Litovsk habían disuelto el ejército. No tenían tropas con las que defenderse. Tampoco contaban con instructores que pusieran en marcha un nuevo ejército, ya que los antiguos oficiales zaristas no eran de fiar. Sin embargo, los bolcheviques supieron salir de ese agujero gracias a la alianza con Alemania y la labor, casi milagrosa, de Trotski al frente del Ejército Rojo.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

La soga y el ahorcado


“Un par de años después, Lenin aconsejó a un partido comunista occidental que apoyara a cierto gobierno “del mismo modo que la soga sostenía al ahorcado”. No es posible inventarse una imagen tan horrorosamente fácil de retener si lo que ésta expresa no se ha vivido en carne propia. Lenin lo había experimentado en agosto de 1918. Es la imagen exacta del tipo de apoyo que recibió entonces, cuando estaba en peligro de muerte, por parte del imperio alemán”.

Este tercer capítulo de El pacto con el diablo -en el incluimos La revolución bolchevique en su peor hora y La tragicomedia de la indecisión alemana– muestra como después de Brest-Litovsk los bolcheviques se vieron acosados por numerosos frentes; y lo peor de todo es que no tenían medios materiales, humanos y militares con que defenderse de la embestida conjunta protagonizada por la oposición rusa y las potencias occidentales.

Sin embargo, Lenin supo hacer del limón limonada, mostrando nuevamente su enorme capacidad para humillarse ante los alemanes con tal de salvar la revolución. Cuando todo parecía perdido para los “rojos”, estos procedieron a reemprender las negociaciones con Alemania. Se trataba, al fin y al cabo, de legitimar su colonización de Rusia a cambio de ayuda militar contra los “blancos”. Esto, como bien indica Sebastian Haffner, no era una idea tan descabellada ya que la oposición a los bolcheviques se había aliado con los enemigos del II Reich. Se trataba, pues, de un juego de doble alianza en el que los germanos creían tener mucho que ganar.

La ayuda de Alemania permitió a los bolcheviques ganar tiempo. En concreto les ayudó a sobrevivir hasta el final de la Gran Guerra. Una vez derrotados los ejércitos del II Reich en el frente occidental, las potencias de la Entente, deseosas de evitar nuevos conflictos, se fueron retirando poco a poco del territorio ruso. Fue así como los “blancos” perdieron una importante ayuda, que a la postre facilitó la victoria de los “rojos”.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Tercer acto: la derrota en el último momento


“A pesar de todo, en la historia rusa nunca hubo una reunión tan trágicamente agitada como aquella en la que, con la ajustada mayoría del comité ejecutivo central y literalmente con llanto y crujir de dientes, finalmente se aprobó la paz de Brest-Litovsk”.El avance Alemán no dejó a los bolcheviques más remedio que escoger entre dos opciones: aceptar las condiciones de paz o continuar la guerra.

Lenin era partidario de la primera opción; y Trotski, en virtud del pacto al que habían llegado meses antes, estaba dispuesto a apoyarle. No obstante, en el seno del partido existía una gran división. Hoy sabemos que se impuso la idea del líder bolchevique por un extrecho margen; Lenin no quería convertirse en otro Kerenski. La paz le había llevado al poder, y sabía que abandonarla le podía costar muy caro a la recién nacida revolución.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Segundo acto: el combate


“De esta manera, a mediados de febrero de 1918 los ejércitos alemanes del este volvieron a ponerse en marcha para “liberar del terror bolchevique” a los territorios que iban ocupando, al mismo tiempo que el gobierno alemán lanzaba un ultimátum a los propios bolcheviques dándoles un plazo de dos días para que aceptaran las condiciones de paz de Alemania…”Ante las exigencias alemanas, a los bolcheviques no les quedó más remedio que replantear la situación. Trotski, que en aquel momento comandaba la embajada rusa en Brest-Litovsk, abandono ese lugar para consultar a Lenin el camino a seguir. El primero era partidario de no aceptar las condiciones alemanas y continuar el conflicto bajo la careta de “guerra revolucionaria”.

Consciente de que habían alcanzado el poder gracias a su postura en pro de la paz, el líder del partido era contrario a esa medida; Lenin estaba dispuesto a humillarse ante Alemania y plegarse ante sus exigencias. Finalmente ambos llegaron a un acuerdo: Trotski volvería a Brest-Litovsk y anunciaría que Rusia abandonaba la guerra. Así, sin más.

Eso fue lo que sucedió, pero Alemania, como ya hemos visto en artículos anteriores, no estaba dispuesta a conformarse con el final de la guerra en uno de los frentes; los dirigentes germanos aspiraban a mucho más. Por esa razón, tras mostrar su enfado ante la actitud de los bolcheviques, reanudaron las hostilidades. Sin embargo, no podían atacar a una nación que había mostrado sus deseos de paz. Necesitaban una excusa: la liberación del terror bolchevique. La paradoja, como bien indica Sebastian Haffner, es que habían sido ellos mismos los que llevaron ese terror a Rusia.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Primer acto: la danza tragicómica


“Nunca se había celebrado una conferencia de paz como ésta, que empezó poco antes de las navidades de 1917 en el desierto del invierno ruso-polaco, con unos interlocutores tan grotescos y desiguales como los que se reunieron allí”.

Sebastian Haffner dedica en su obra unas pocas líneas para describir a los personajes de la tragicomedia de Brest-Litovsk. En aquel lugar no podían haberse reunido polos tan opuestos, figuras de mundos tan distintos. Príncipes, generales y hombres de negocios se sentaron a negociar con maestros, campesinos, obreros y marineros. Lo más conservador de Europa conversaba de pronto con los profesionales de la revolución. El autor insiste en tildar ese hecho de grotesco, y se detiene, con el fin de ilustrarlo mejor, en algunas de las anécdotas más sorprendentes.

Si los objetivos con los que ambos interlocutores acudían a la reunión hacían casi imposible el entendimiento, los representantes escogidos por las dos naciones complicaban todavía más el buen fin de la misma. Brest-Litovsk fracasó en su primer acto: Alemania no llegó a ningún acuerdo con los bolcheviques. De esta manera, sólo los apuros de ambos contendientes –sobre todo por parte de los rusos- permitió que las conversaciones se reanudaran posteriormente en unos términos más razonables.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

El drama de la paz y la victoria en el último momento


“Para los alemanes la conferencia de Brest-Litovsk no sólo tenía por finalidad firmar rápidamente una paz (pues contaban con muy poco tiempo para efectuar la ofensiva decisiva en el oeste), sino también construir un poderoso imperio alemán con el este extirpado a Rusia. Si eso no era posible, la conferencia les parecería un fracaso. Y para los rusos, ésta no sólo debía servir para obtener la paz (que necesitaban), sino para hacer asimismo propaganda de la revolución, para proporcionar a la revolución alemana sus propios lemas”.En la conferencia de paz con Rusia el Imperio Alemán comenzó a andar el camino hacia uno de los pecados capitales que el propio Sebastian Haffner nos relata en una de sus obras. Los dirigentes germanos, como bien indica el autor, no sólo aspiraban a librarse del frente oriental tras una paz victoriosa con los bolcheviques. Alemania no se conformaba con volcar todo su potencial sobre Francia para, así, ganar la Gran Guerra. Quería levantar un gran imperio en el este: convertir buena parte de Rusia en su gran colonia. La falta capital alemana consistió en tratar de abarcar más de lo que podía; un pecado de ambición sin medida. Así, mientras sus ejércitos conquistaban grandes porciones de terreno a costa de una Rusia postrada, perdía la oportunidad de acabar con el frente occidental y, en consecuencia, con la guerra.

Alemania llegó a Brest-Litovsk con la firme postura de alcanzar la paz sólo si se aceptaban sus términos. Los representantes del II Reich no iban, pues, a una reunión entre iguales: se trataba de una relación entre vencedores y vencidos. Por esa razón, no estaban dispuestos a dejar pasar la oportunidad de ganar territorio a costa de los rusos; la paz, aún con algunas importantes compensaciones, no les valía. Por su parte, los bolcheviques viajaron a Brest-Litovsk con una idea muy distinta. Se veían como triunfadores, no de la guerra, pero si de la revolución. Estaban dispuestos a ceder ciertas cosas ante Alemania –desde luego, no tanto como esta pedía-, pero en el fondo se veían como vencedores. Necesitaban a toda costa que la maquinaria militar germana dejara de hostigarlos, pero estaban convencidos de que al final la revolución triunfaría. Es más, Alemania sería la primera gran escala de la misma. De ahí el valor propagandístico de la conferencia de paz al que alude Sebastian Haffner.

Bibliografía:

[1] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.