Descripción de la reina, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Pero a veces el destino puede trastornar la existencia de uno de tales «hombres medios» y, con su puño dominador, lanzarlo por encima de su propia medianía; la vida de María Antonieta es quizás el ejemplo más claro que la Historia nos ofrece de ello. Durante los primeros treinta años de los treinta y ocho que duró su vida, esta mujer recorrió su camino trivial, aunque siempre en una extraordinaria esfera; jamás, ni en lo bueno ni en lo malo, sobrepasó la común medida; un alma tibia, un carácter corriente, y, al principio, históricamente considerada, solo una figuranta. Sin la irrupción de la Revolución en su alegre e ingenuo mundo de juegos, esta princesa de la Casa de Habsburgo, insignificante en sí misma, habría continuado viviendo tranquilamente como centenares de millones de mujeres de todos los tiempos; habría bailado, charlado, amado, reído; se habría adornado; habría hecho visitas y dado limosnas; habría parido hijos, y, por último, se habría tendido dulcemente en un lecho para morir sin haber vivido realmente según el espíritu del mundo de su tiempo. Como reina, la habrían sepultado solemnemente, habrían llevado luto de corte, pero después habría desaparecido por completo de la memoria de la Humanidad (…) Un carácter medio necesita primeramente ser arrojado fuera de sí mismo, para llegar a ser todo lo que es capaz de ser, acaso más de lo que sospechaba y sabía antes; para ello, el destino no tiene otro estímulo sino la desgracia».

Perfil de Luis XVI, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«El rey es un tipo de inteligencia mediana, poco independiente, destinado por la naturaleza para ocupar un puesto de celoso funcionario de aduanas o de escribiente en una oficina; para cualquier actividad puramente mecánica y subalterna, lejos del campo de los acontecimientos históricos; para cualquier cosa, no importa cual, menos para monarca. La verdadera fatalidad de Luis XVI es que tiene plomo en la sangre. Algo acorchado y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar o simplemente para sentir. Sus nervios, lo mismo que tiras de goma relajadas no pueden ponerse tensas ni tirantes, no pueden vibrar, no pueden desprender electricidad. Este innato embotellamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor, alegría, goce, miedo, dolor, terror, todos estos elementos emotivos no logran perforar la piel de elefante de su indiferencia y ni una sola vez inmediatos peligros de muerte consiguen despertarlo de su letargo. Mientras los revolucionarios asaltan las Tullerías, su pulso no late ni un ápice más deprisa, y hasta en la misma noche antes de ser guillotinado no están perturbadas ninguna de las dos columnas de su bienestar: sueño y apetito. Jamás palidecerá este hombre, ni aun con una pistola delante del pecho; jamás la cólera brillará en sus torpes ojos; nada puede espantarle, pero tampoco nada entusiasmarle».

Medidas para limitar un proyecto inabarcable


Hace una semana, en la última entrada de esta bitácora, exponía las dificultades con las que me estaba encontrando para desarrollar un modelo de itinerario libre y abierto en la asignatura.

Fundamentalmente, era una cuestión de falta de tiempo, aunque también hacía referencia a lo fácil que es programar una forma de impartir la asignatura durante las vacaciones. Solo cuando se tiene enfrente un alumnado de carne y hueso -buenos estudiantes, todo hay que decirlo, pero humanos-, se empiezan a manifestar las primeras dificultades.

El objetivo de hoy será explicar qué he corregido de mi plan inicial para hacerlo abarcable, para adecuarlo a mis circunstancias y a las de mis alumnos. Quizá, tras leer lo que viene a continuación, muchos penséis que lo he solucionado todo de una forma sencilla: reduciendo mi carga de trabajo. Sin embargo, y ese es el gran reto de estos párrafos, trataré de demostrar que el camino tomado es un poco más complejo.

Rectificar es de sabios: moviendo el temario

Supongo que con 1º de Bachillerato terminará por suceder lo mismo que me está pasando ahora con 2º de ESO: una vez elaborado el material básico –fundamentalmente los vídeos- todo es más sencillo.

Sin embargo, al tratarse del año I en el desarrollo de la Historia del Mundo Contemporánea según el modelo flipped classroom, voy con la lengua fuera.

Eso me ha obligado a replantearme la temporalización de las unidades didácticas. En un principio, en la primera evaluación iba a dar cuatro bloques: la crisis del Antiguo Régimen y las revoluciones atlánticas, la Restauración y las oleadas revolucionarias, la revolución industrial y el movimiento obrero, y el imperialismo y la política de finales del XIX. Pues bien, he pasado el último de esos apartados al mes de enero.

Tomé esa decisión para darme cierto margen hasta que, en el mes de enero, termine mi asignatura cuatrimestral en la Universidad de Valladolid. Pero también porque son los bloques más densos del temario. No todas las unidades son igual de largas, y me he dado cuenta de que estas, aunque son solo cuatro, realmente son la mitad del temario. En definitiva, esos han sido los dos motivos que me han llevado a desplazar un apartado a la segunda evaluación.

Un itinerario más libre, pero menos abierto

La segunda medida que he adoptado para que mi proyecto sea abarcable ha consistido en reducir la cantidad de material optativo que pongo a disposición de los alumnos. Es decir, mientras los vídeos obligatorios avanzan, son menores las posibilidades de ampliar materia. En ese sentido, puede decirse que el itinerario es menos abierto.

Ahora bien, esa carencia por parte del profesor se suple con una mayor autonomía para que el estudiante busque material donde considere oportuno. De ahí que, en el título del epígrafe, hable de un itinerario más libre.

Es evidente que así tendré menos control sobre sus fuentes de información, pero también es verdad que eso les permitirá desarrollar mejor la competencia digital y el sentido crítico.

De todos modos, mis aportaciones siguen siendo más que suficientes. Hasta la fecha, por cada vídeo obligatorio que hago, genero tres elementos para ampliar. Además, según avancemos hacia la Revolución Francesa esa media se va a ir ampliando. Por tanto, aunque me gustaría hacer más, el material que pongo a su disposición no es despreciable ni mucho menos.

Luis XIV de Hyacinthe Rigaud


El retrato más conocido del Luis XIV es el elaborado en 1701 por el pintor francés Hyacinthe Rigaud. Por entonces, el monarca llevaba casi seis décadas reinando y contaba con sesenta y dos años de edad. En el cuadro su cuerpo se sitúa de perfil, pero el rostro se vuelve hacia el espectador.

Tanto la presencia de los atributos del poder -espada, cetro y corona- como el marco en el que el autor le sitúa buscan resaltar su poder. Así, vemos al Rey Sol bajo una cortina carmesí con ribetes dorados, similar a la pintada por Van Loo en La familia de Felipe V y en su retrato de Luis XV. Sus pliegues se prolongan en el manto de armiño del rey, bajo el cual lleva sus ropajes azules bordados con la flor de lis, símbolo de la familia Borbón. Este mismo elemento decorativo se repite en el trono, el cojín y la mesa que está en la parte inferior izquierda del cuadro. La indumentaria de Luis XIV se completa con una peluca de pelo natural, medias blancas de tafetán, encajes en las muñecas y tacones rojos. Para aclarar este último aspecto, se recomienda visitar la entrada titulada Luis XIV, el rey de los tacones rojos.

La obra de Hyacinthe Rigaud estaba destinada a ser enviada a España, como regalo para Felipe V, nieto del Rey Sol. Ahora bien, gustó tanto al monarca francés que finalmente se quedó en Versalles como parte de su colección personal. Allí permaneció hasta que, en 1793, con motivo de la proclamación de la república en Francia, fue llevado al Museo Central de Artes, conocido actualmente como Museo del Louvre.

Felipe V de España terminó recibiendo otro retrato de Luis XIV pintado también por Hyacinthe Rigaud. El cuadro se conserva actualmente en el Museo del Prado, y puedes visitar su ficha técnica en el siguiente enlace: Luis XIV, Colección del Museo Nacional del Prado.

Auge y caída del Imperio Napoleónico (1804-1815)


En esta etapa de la historia francesa culminó un proceso que había arrancado con el estallido de la Revolución de 1789: la configuración de la sociedad según el orden burgués. Pero, además, durante el mandato napoleónico se fue configurando un nueva nobleza, la aristocracia imperial.

El sistema de gobierno durante la época imperial apenas cambió con respecto a la del consulado vitalicio, simplemente se continuó el proceso de centralización progresiva que había arrancado tras el 18 Brumario.

Napoleón no solo estableció el modelo hereditario para la sucesión al frente del Imperio, sino que el emperador también acumuló cada vez más poderes: estableció un poder ejecutivo con autoridad ilimitada; vació de contenido el legislativo, que quedó como una simple; y se aseguró el control sobre el poder judicial.

La expansión del Imperio francés

Entre 1805 y 1812, el Imperio Napoleónico estuvo en constante expansión. En las batallas de Ulm y Austerlitz las tropas francesas consiguieron derrotar a los ejércitos coaligados de Rusia y Austria, consiguiendo la retirada de los primeros y la rendición de los segundos.

Con los austríacos, se firmó la paz de Presburgo, en virtud de la cual Austria cedió Venecia al reino de Italia, Istria y Dalmacia a Francia, Tirol y Trentino a Baviera, Suabia a Württemberg. Además, el monarca austríaco perdía también el título imperial germánico.

Tras Presburgo, Napoleón reestructuró el mapa europeo, situando a su hermano José como rey de Nápoles, a su hermana Elisa como soberana de Luca y Piombio, Holanda a su hermano Luis y nombró a Murat gran duque de Berg. Además, Baviera y Württemberg pasaban a ser reinos soberanos, Hess-Darmstadt y Baden se convertían en grandes ducados, y Hannover quedaba bajo la tutela prusiana.

Por último, Napoléon creó la Confederación del Rhin. Esta no sólo se situaba bajo el protectorado francés, sino que se establecía su total independencia con respecto a los Habsburgo.

La reacción de Rusia, Prusia e Inglaterra ante estos hechos no se hizo esperar: en 1806 formaban una nueva coalición antinapoleónica. Sin embargo, Prusia fue derrotada en Auerstadt y Jena. Además, tras su entrada en Berlín, Napoleón decretó el bloqueo a los productos británicos.

Esta fue, después de Trafalgar, el arma usada por el emperador para derrotar a los ingleses: dejarles sin recursos y hundir su economía. No obstante, ante el fracaso casi total de este primer decreto, promulgaría dos más: el de Fontainebleau y el de Milán. Aún así, ante la oposición de España, Portugal, los Estados Pontificios y Rusia, este bloqueo no fue efectivo. Esta será la principal causa de que Bonaparte emprenda nuevas campañas militares.

Las campañas militares de 1807 y 1809

En 1807 Napoléon inicia una campaña militar contra Rusia. El zar Alejandro I fue derrotado en Eylau y Friedland, viéndose obligado a firmar la paz en Tilsit. En virtud de este acuerdo, Rusia aceptaba el orden europeo napoleónico -dos grandes imperios, el francés y el ruso, que mantendrían el equilibrio continental-, se unía al bloqueo, cedía sus territorios más occidentales, y recibía autorización para expandirse por sus zonas de influencia.

Ese mismo año, Bonaparte ideó un plan para la invasión de Portugal. Los ejércitos napoleónicos, con la colaboración española, invadieron el país luso. Sin embargo, tras hacerse con Portugal, los franceses trataron de dominar también España. Así, en 1808, arrancó la guerra de la Independencia, en la que las tropas francesas serían derrotadas en la batalla de Bailén.

Ante la gravedad de la situación peninsular, y el desembarco inglés en Portugal y Galicia, Napoleón acudió con la Grande Armée y derrotó a sus enemigos. Solo la amenaza austríaca en 1809 impidió que el emperador derrotara totalmente a los españoles.

En 1809 los austriacos volvieron a enfrentarse a Napoleón con el mismo resultado: una derrota en la batalla de Wagram. De esta manera, se firmó un nuevo tratado en Schönbrunn, por el que Austria perdió aún más territorios: Salzburgo, Galitzia, Carintia, Carniola, Croacia, Trieste y Fiume.

Además, con el fin de legitimar al emperador francés y entroncarlo con la prestigiosa familia imperial austríaca, se concertó el matrimonio de Napoleón con María Luisa de Habsburgo.

La caída de Napoleón I

En 1812, a causa del debilitamiento de la alianza con Rusia, Napoleón invadió el Imperio de Alejandro I. No obstante, a pesar de su victoria en Borodino (septiembre) y su entrada en Moscú, la falta de víveres y el frío le obligaron a retirarse.

Fue precisamente esa retirada, en la que murieron casi 600.000 soldados franceses, la que consumó el desastre de la campaña rusa de Napoleón.

Mientras tanto, la guerra en España se alargaba, y el gasto humano y económico de los franceses en la misma, también. La guerrilla hispana y el apoyo británico a los invadidos permitieron que poco a poco la resistencia a los ejércitos bonapartistas se fortaleciera. Finalmente, los franceses fueron expulsados casi totalmente de la Península tras ser derrotados en las batallas de Arapiles, Vitoria y San Marcial.

Los enemigos de Napoléon se coaligaron en 1813, avanzando por Alemania hasta ser derrotadas en Lützen y Bautzen. A pesar de la victoria de las armas francesas, Austria entró en la guerra del lado de la coalición. Una vez reorganizados sus ejércitos, ésta consiguió vencer a Bonaparte en Leipzig.

Finalmente, las tropas coaligadas entraron en París, donde Napoleón fue depuesto y desterrado a la isla de Elba. Además, se firmó la Paz de París, que restablecía las fronteras de 1792, y se procedió a la restauración borbónica en la persona de Luis XVIII.

El Imperio de los Cien Días

En el año 1815, aprovechando un crisis en el nuevo gobierno monárquico francés, Napoleón regresó a París y se hizo con el poder. Para luchar contra el llamado gobierno de los Cien Días, las potencias europeas volvieron a coaligarse, derrotando a Napoleón en Waterloo.

Tras estos hechos, Bonaparte fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde murió en 1821. Además, como consecuencia de estos sucesos, se firmó la segunda paz de París, de la que Francia salió muy perjudicada: perdió su poder militar, numerosos territorios fronterizos, y tuvo que pagar una fuerte indemnización a las otras potencias.

Francia bajo el consulado de Napoleón Bonaparte


A lo largo de toda la etapa revolucionaria, Francia vio ampliadas notablemente sus fronteras. De esta manera, ya antes del 18 de brumario, su expansión había alcanzado Bélgica, Renania, Saboya, Niza, Ginebra y numerosas repúblicas dependientes de reciente creación. Sin duda, este aumento de su mercado terrestre, contribuyó al desarrollo económico francés.

El principal mérito de Napoleón fue el establecimiento de una dirección única en el rumbo político francés, muy fragmentado e inestable durante los periodos anteriores de la Revolución. La consecuencia principal de esto fue, sencillamente, el logro de la estabilidad política y social de la nación, que favoreció su recuperación económica y su posterior expansión militar.

Además, hay que destacar que estas conquistas favorecieron enormemente la difusión de los principios revolucionarios por todo el continente.

En lo que se refiere a la figura de Bonaparte, es necesario señalar, en primer lugar, su genial habilidad para todo lo relativo a la guerra y la política. Además, nos encontramos ante un personaje ambicioso y con un enorme deseo de poder, que se fue acrecentando según se sucedían sus triunfos.

Por último, hay que destacar también su carácter contradictorio, que le llevó en numerosas ocasiones a variar sus planes o a tomar decisiones radicalmente opuestas en diversos campos.

La organización política del Consulado (1799-1802)

La forma de gobierno surgida tras el golpe de estado del 18 de brumario establecía un gobierno colegiado compuesto por tres cónsules y cuatro asambleas: Tribunado, Senado, Consejo de Estado y Cuerpo Legislativo. Sin embargo, de hecho, el poder recaía casi exclusivamente en la figura de Napoleón.

Desde agosto de 1800 hasta mayo de 1803, Napoleón impulsó desde París un intenso programa de reformas con el fin de erradicar la anarquía del suelo francés. Con este propósito, el 15 de diciembre de 1800 se aprobó la Constitución del año VIII, que, aunque recogía los principios esenciales de la Revolución, ponía fin a la República democrática.

Desde ese momento, todo dependía del primer cónsul; se mantenía la separación de poderes, pero los tres eran fácilmente manipulables por el mismo individuo.

La obra legislativa de época napoleónica arrancó en el año 1800 con la redacción del Código Civil, que fue renovado con las ampliaciones de 1804 y 1807. También destacan, ya de época imperial, el Código de Comercio (1806), el Derecho Procesal (1807), la Instrucción Criminal (1808) y el Código Penal (1810).

Napoleón logró mantener el orden interno y consolidó su autoridad mediante una eficaz policía secreta, y a través de una política centralizadora y restrictiva, que dejaba escasas competencias a las autoridades de los distintos departamentos. Esta centralización también afectó a la educación, campo en el que planificó y reguló un sistema bastante avanzado para la época, dentro del cual distinguió tres grandes bloques: educación primaria, secundaria y universitaria.

En lo referente a la política económica, hay que destacar que, aunque fiel a la doctrina liberal, el gobierno bonapartista se caracterizó por poseer un carácter proteccionista muy marcado. En líneas generales lo que buscaba Napoleón era sacar a la nación de la bancarrota en que llevaba sumida desde tiempos de Luis XVI.

Con este fin, fomentó el desarrollo agrícola, el progreso de la industria, y mejoró el comercio interior mediante una eficaz red viaria. También se perfeccionaron los métodos de contabilidad y de la recaudación de impuestos; y para organizar las finanzas se fundaron el Banco de Francia, el Tribunal de Cuentas y el de Casación.

La política exterior del Primer Cónsul

La política exterior francesa de finales de 1799 giró en torno a las propuestas de paz hechas por Napoleón a Gran Bretaña y Austria. Sin embargo, ante la negativa por parte de ambas potencias de negociar la paz, los franceses no tuvieron más remedio que continuar la guerra.

El primer objetivo de la política militar napoleónica fue Austria. Para derrotarla, Bonaparte abrió dos grandes frentes, uno en Alemania y otro en Italia. Finalmente, las victorias francesas de Marengo y Hohenlinden obligaron a los Habsburgo a pedir la paz, que se firmó en febrero de 1801 en Luneville.

Este tratado franco-austríaco consolidó las conquistas francesas en el Continente, siendo reconocidas por Austria, y fortaleció el dominio napoleónico sobre Italia.

Con Gran Bretaña, sumida en dos grandes crisis, una de carácter político y la otra de tipo económico, se firmó la paz de Amiens (marzo 1802). En virtud de este acuerdo, Francia se comprometía a devolver Egipto a Turquía y, mientras que los británicos reconocían las conquistas francesas en el Continente.

El Consulado vitalicio (1802-1804)

El imparable crecimiento de la popularidad del Primer Cónsul, fruto de los éxitos cosechados -restablecimiento del orden interno, reorganización del Estado, paz religiosa y exterior-, propicio que en 1802 fuera proclamado por el Senado cónsul vitalicio.

Los primeros momentos del nuevo consulado se caracterizaron por su continuidad con respecto a la etapa anterior. Sin embargo, en ese mismo año, se promulgó la Constitución del año X, que reforzó la centralización del poder en la figura de Napoleón.

Es decir, se redujo la influencia del Cuerpo Legislativo y Tribunado, y se otorgaron poderes dictatoriales al cónsul, que vio ampliadas sus facultades.

La política exterior de esta etapa viene marcada por su tendencia expansionista (Luisiana, Piamonte, Elba, Piombino, Parma, Holanda) e intervencionista (Alemania, Suiza). Esto hizo que entre las demás potencias cundiera la alarma, especialmente en Austria.

La reacción británica fue tal vez la más tajante: rompieron la paz de Amiens en mayo de 1803, enfrentándose así abiertamente a Napoleón. Este, a modo de respuesta, vendió la Luisiana a los EE.UU con el fin de financiar la invasión de las islas británicas. Sin embargo, los problemas en el continente y la derrota naval de Trafalgar impidieron que este proyecto se llevara a término.

Las etapas de la Revolución Francesa


El proceso revolucionario iniciado en Francia a finales del siglo XVIII, lejos de constituir una unidad, aparece ante nosotros como un conjunto de cambios políticos sucesivos –en ocasiones contradictorios- que van desde una monarquía constitucional al régimen imperial pasando por una república.

Por esta razón, en lugar de hablar de Revolución Francesa, quizás deberíamos referirnos a ese fenómeno en plural; o utilizar únicamente esa expresión para los acontecimientos de 1789.

Lo cierto es que, en apenas veintiséis años, los que van de 1789 a 1815, Francia pasó por once regímenes políticos distintos: monarquía absoluta, monarquía constitucional, república moderada, republicanismo radical, gobierno de un directorio, consulado, consulado vitalicio bajo Napoleón Bonaparte, imperio, monarquía absoluta, imperio y, nuevamente, monarquía absoluta.

El constitucionalismo moderado (1789-1791)

El primer periodo de la Revolución Francesa, el que es considerado, a su vez, el más auténtico, tiene un claro antecedente en la prerrevolución aristocrática. Los miembros de la nobleza, descontentos con el gobierno absolutista borbónico implantado en época de Luis XIV, aprovecharon la crisis económica finisecular para presionar a Luis XVI.

Es cierto que la nobleza francesa deseaba, únicamente, recuperar sus antiguos derechos y su papel protagónico en el gobierno del reino. Sin embargo, lo que acabaron desencadenando fue una revolución que, a la postre, acabó por privarles de todos los privilegios que aún mantenían.

La revolución de 1789 tuvo dos episodios fundamentales: una revolución política y una de carácter popular.

El acontecimiento clave de la primera de ellas fue la constitución, por parte de un grupo dentro de los Estados Generales –el tercer estado-, de una Asamblea Nacional en la Sala del Juego de la Pelota el día 5 de mayo. Estos hombres, al reclamar para sí, como representantes del pueblo, la soberanía nacional, entraban en conflicto con la soberanía que ostentaba Luis XVI.

La revolución popular se produjo el 14 de julio mediante la toma de La Bastilla por parte del pueblo parisino. Este suceso marcó, sin lugar a dudas, un punto de no retorno. La falta de reacción por parte del rey, la ausencia de represión, al fin y al cabo, dañó enormemente la imagen de Luis XVI. Francia quedaba en manos de la Asamblea Nacional, encargada de redactar una constitución donde el monarca vería reducidos enormemente sus poderes.

La Convención (1791-1794)

La radicalización del proceso revolucionario llevó al poder primero a los girondinos (1791-1792) y más tarde a los jacobinos (1793-1794).

Durante este periodo, además de la aparición del Terror, Francia se convirtió en una república: Luis XVI fue depuesto y ejecutado.

Los republicanos comenzaron a elaborar una nueva Constitución. Sin embargo, esta nunca llegó a promulgarse, ya que la radicalidad de algunas medidas sociales y económicas, unidas a la deriva terrorista del gobierno, favoreció la formación de una conjura contra Robespierre. De esta manera, la caída del líder de los girondinos el 9 de Termidor dio paso a un régimen más moderado: el Directorio.

El Directorio (1794-1799)

El régimen que siguió a la Convención no pasó de ser un gobierno de cinco notables al servicio de la alta burguesía y de los grandes hombres de negocios. Se suprimieron los derechos sociales promulgados por los radicales, que a su vez fueron duramente reprimidos, pagando así sus desmanes durante el Terror.

También se retornó al sufragio censitario y se instauró un legislativo de carácter bicameral, en la línea de las constituciones conservadoras que se promulgarían a lo largo de todo el XIX.

El gobierno de Napoleón (1799-1815)

La deriva conservadora tomada por el Directorio sólo podía llevar a la restauración de la monarquía en la figura de Luis XVIII, hermano menor de Luis XVI. Sin embargo, la aparición de un militar de prestigio como Napoleón Bonaparte abrió una segunda posibilidad: la sustitución del frágil gobierno de los cinco notables por el de un hombre fuerte.

El golpe del 18 de Brumario de 1799 llevó a Napoleón al poder. En un primer momento fueron nombrados tres cónsules con idénticos poderes por un periodo de diez años.

Pronto Bonaparte acaparó todo el protagonismo, quedando sus dos compañeros de viaje como simple comparsa. La constitución de 1802 consolidó el poder de Napoleón, que pasó a ser cónsul vitalicio. No obstante, poco tardó en aspirar a más este ambiciosos general. De esta manera, en 1804 se hizo coronar emperador, cargo en el que se mantuvo hasta 1814.

La catástrofe rusa de 1812, así como las derrotas militares que siguieron a esa campaña, obligaron a Bonaparte a abandonar el poder. Fue llevado a la isla de Elba, de donde escapó en 1815. Una vez en París reinició su segundo periodo imperial, que, como consecuencia de la derrota de Waterloo, no pasaría de los cien días.

La prerrevolución aristocrática en la Francia del XVIII


En el imaginario popular la Revolución Francesa de 1789 fue un acontecimiento protagonizado por el pueblo, especialmente por los habitantes de París, en contra del absolutismo monárquico y los privilegios de la nobleza. Sin embargo, pocas veces esa imagen de protesta popular va acompañada de un precedente imprescindible para entenderla: el descontento de la aristocracia.

Efectivamente, la Revolución Francesa la iniciaron los mismos privilegiados mediante un proceso que conocemos como la prerrevolución aristocrática.

Su labor fue llevada a cabo a través de escritos y proclamas anteriores a 1789, y fue completada en los primeros acontecimientos de la primavera de ese año.

Los nobles frondistas

Desde finales del siglo XVII el descontento de la nobleza francesa con respecto al absolutismo impuesto por los Borbones empezó a hacerse patente. Sin embargo, sólo a la muerte de Luis XIV comenzaron a circular los rumores de una posible revuelta armada para hacer retornar el antiguo pacto de soberanía en el que el monarca era simplemente primus inter pares (principal entre iguales).

Las protestas de la nobleza frondista contra la centralización política inaugurado en el siglo anterior por el Rey Sol marcó el inició de un proceso que, en pocas semanas, se les fue de las manos a sus protagonistas primigenios.

La burguesía y el pueblo parisino tomaron pronto el control de los acontecimientos, que acabaron derivando en un resultado que no era el esperado en sus inicios.

Los planteamientos de Claude Joly

Sin embargo, antes de que se iniciaran los sucesos de 1789, una serie de autores de origen aristocrático y de talante conservador sembraron el campo ideológico para la posterior revolución aristocrática.

Uno de ellos fue Claude Joly, jurista de profesión. Este autor defendía que el poder del monarca estaba limitado a la tarea de mantener la justicia y que, por tanto, no era absolutos.

Además, Joly sostenía que la autoridad del rey derivaba del pueblo. Era este el que se la concedía para que, en base a las leyes, el monarca ejerciera el gobierno. En definitiva, el soberano estaba sometido al derecho y debía mantenerlo porque esa es precisamente la tarea para la que se le ha encomendado el poder.

Las cartas de Pierre Jurieu

Pierre Jurieu desarrolló su crítica al absolutismo monárquico por medio de epístolas enviadas a los protestantes franceses entre 1686 y 1689. En ellas defendía que la libertad e independencia de los seres humanos era algo innato que no podía ser violentado por ningún gobernante.

No obstante, siguiendo las líneas del pensamiento calvinista francés del XVI, sostenía que, como consecuencia del pecado, se hacía imprescindible la existencia de un poder político que gobernase sobre la comunidad.

Por tanto, el pueblo otorgaba la soberanía al rey como consecuencia de la inseguridad generada por la tendencia humana a pecar.

Sin embargo, y ahí es donde precisamente el pensamiento de Pierre Jurieu se revuelve contra el absolutismo borbónico, al no poseer la comunidad autoridad sobre la conciencia de las personas, no podía cedérsela al rey. Este debía de respetar, por consiguiente, ese espacio de libertad individual.

La obra de Salignac de la Mothe

En Felenon, François de Salignac de la Mothe abordó la misma cuestión que Pierre Jurieu -la libertad de conciencia-, pero desde la perspectiva del catolicismo. Además, al igual que Claude Joly, este autor se mostró partidario de la supremacía del derecho sobre la voluntad del monarca.

Por último, Salignac de la Mothe defendía la existencia de instituciones representativas que cooperasen con el monarca. Esta colaboración, cuya principal manifestación sería la labor de consejo, debía llevarse a cabo mediante las asambleas representativas del reino.

La crisis del Antiguo Régimen


El proceso de cambios políticos, económicos, sociales y culturales que sufrieron los estados europeos como consecuencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se conoce comúnmente como la crisis del Antiguo Régimen.

Si bien este fenómeno tuvo momentos puntuales que podríamos señalar como culminantes, se suele afirmar que se trató de un proceso largo. De esta manera, algunos autores llegan a defender que sus primeras manifestaciones tuvieron lugar con las revoluciones inglesas del siglo XVII, siendo sus últimos coletazos las oleadas revolucionarias de 1820, 1830 y 1848.

El tránsito al nuevo orden

Las consecuencias de esta crisis, que no es más que el paso de un modelo de organización caduco a otro más acorde con los nuevos tiempos, fueron las siguientes:

  • Desde el punto de vista político, el paso de un régimen absolutista a otro de corte liberal.
  • En economía, el tránsito de una economía agraria y gremial a otra de tipo capitalista.
  • En el ámbito de la sociedad, la desaparición de los estamentos -nobleza, clero y estado llano-, con los privilegios y las desigualdades que suponían, y su sustitución por una sociedad organizada en clases.

Estas transformaciones se llevaron a cabo mediante una serie de acontecimientos históricos que van desde la independencia de los EE.UU. en 1776, a la «primavera de los pueblos» (1848). No obstante, como ya indicamos anteriormente, algunos teóricos de la cuestión llevan los inicios del proceso a sucesos anteriores: las revoluciones inglesas del siglo XVII.

Al margen de que se consideren los hechos acaecidos en Inglaterra como parte del proceso o como antecedentes del mismo, este incluye revoluciones de muy diverso orden. De esta manera, a las de corte liberal -1776, 1789, 1820 y 1830-, hemos de añadir una de marcado carácter democrático, la de 1848. A su vez, en medio de los cambios políticos, se llevaron a cabo también transformaciones en la economía. La principal manifestación de eso fue, sin duda, la revolución industrial.

Antecedentes de la crisis

Dos acontecimientos históricos contribuyeron de manera casi decisiva a la puesta en cuestión de la crisis del Antiguo Régimen. El primero de ellos tuvo lugar en Inglaterra por medio de dos revoluciones de talante liberal: la de 1640 y la de 1688. El segundo fue la Guerra de los Siete Años (1756-1763), y más en concreto su episodio norteamericano.

La revolución inglesa de 1640 fue el escenario de la primera ejecución de un soberano absoluto: el rey Carlos I Estuardo. Tras la decapitación del monarca, el Parlamento proclamó la República, que fue dirigida con brazo de hierro, durante casi veinte años, por Oliver Cromwell.

En el seno de la nueva realidad revolucionaria surgieron tres fenómenos que contribuyeron notablemente a socavar las bases del Antiguo Régimen.

El primero de ellos fue la puesta en duda de la soberanía absoluta del rey, que se manifestó tanto en las exigencias del Parlamento -su gran rival- como en la definitiva ejecución de Carlos I. El segundo fue la aparición de los levellers, un grupo político que manifestó un rechazo radical a cualquier forma de desigualdad. Por último, hemos de hacer referencia a la lucha por la tolerancia religiosa, de la que eran abanderados los puritanos y sus simpatizantes.

La revolución inglesa de 1688 no hizo más que confirmar las conquistas alcanzadas en la década de 1640. Estas se estaban viendo amenazadas por el rey Jacobo II tras la restauración de los Estuardo en el trono. Los revolucionarios ingleses expulsaron al monarca y elevaron al trono a Guillermo de Orange, que consintió en aceptar la supremacía del Parlamento. Tras más de cuarenta años de enfrentamientos, en Inglaterra se asentaba definitivamente un régimen liberal.

La Guerra de los Siete Años sembró la semilla para la independencia de trece de las colonias británicas. Los ingleses habían derrotado en América a los franceses, pero el coste había sido grande.

De esta manera, el intento de sacar de los propios territorios norteamericanos la contraprestación a tal esfuerzo, generó un gran descontento entre los colonos. Estos, después de muchas deliberaciones, y de no pocas torpezas por parte de la diplomacia británica, iniciaron el camino hacia su emancipación.

A su vez, la derrota de los franceses y la posterior crisis económica de la hacienda de aquel país, sentó las bases para la Revolución Francesa de 1789.

Los restantes factores de la crisis

En el campo de la economía cabe destacar la aparición de dos fenómenos: la aparición de la protoindustria y la revolución agraria. Ambos elementos, consecuencias claras de un cambio en el planteamiento económico, contribuyeron notablemente al posterior desarrollo de la revolución industrial.

Dentro del ámbito ideológico, hemos de referirnos a dos núcleos de pensamiento: el británico y el francés. Al respecto, se hace necesario afirmar que ambos estuvieron en constante conexión y se influenciaron mutuamente.

En Gran Bretaña, por el carácter novedoso de sus ideas, hemos de mencionar a John Locke y Adam Smith. El primero de ellos, en tanto que defensor de la libertad política y de la separación de poderes, puede ser considerado como el padre del liberalismo político. El segundo, con sus leyes de la economía, fue el padre del liberalismo económico.

En Francia, desde mediados del siglo XVIII, empezaron a hacerse populares las ideas políticas, económicas y sociales de personajes como Montesquieu, Rousseau, Voltaire y Diderot, entre otros. Las ideas de estos intelectuales, en un contexto de crisis que exigía cambios radicales, empujaron al mundo occidental a un cambio radical que acabó por enterrar para siempre el Antiguo Régimen.

Sionismo: radiografía de un concepto demonizado II

Cuando el fenómeno estalló con toda su virulencia en la Francia de la Revolución y de los Derechos del Hombre, cuando al calor del affaire Dreyfus las muchedumbres gritaban «¡muerte a los judíos!» por las calles de París, algunos intelectuales judíos que hasta la fecha se sentían despreocupadamente asimilados empezaron a sospechar que la emancipación de los hebreos de Europa era una quimera. Así, en el caso del «problema judío», la crisis de la solución liberal allanó el camino a la solución nacional.

Varios Autores, En defensa de Israel, p. 87-88.