Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial


A lo largo de siete artículos he tratado de resumir Los siete pecados del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial. Esta obra de Sebastian Haffner relata, en siete capítulos, los principales errores de los germanos en ese conflicto. Se pueden consultar el resto de “pecados” en los siguientes enlaces:

Primer pecado: El alejamiento de Bismarck
Segundo pecado: el Plan Schlieffen
Tercer pecado: Bélgica y Polonia o la huída de la realidad
Cuarto pecado: la guerra submarina sin cuartel
Quinto pecado: el juego de la revolución mundial y la bolchevización de Rusia
Sexto pecado: Brest-Litovsk o la última oportunidad desaprovechada
Séptimo pecado: la verdadera puñalada

Sebastian Haffner, ¿Hitler u Ohm Kruger?

Hitler_KrugerArtículo publicado por Juan Re Crivello en Retratodelinfierno el 12 de octubre de 2005.

El historiador Sebastián Haffner en un libro suyo de reciente aparición -pero escrito como ensayo en 1940- realiza un breve repaso de las teorías que explican el ascenso de Hitler al gobierno de Alemania.

En primer lugar, nos dirá: “casi todos los biógrafos de Hitler han cometido el error de intentar establecer un vinculo entre Hitler y la historia del pensamiento de su época”. Para ellos Hitler seria el producto, la expresión de una sociedad que ante la angustia vital de la decadencia aceptaría una salida que colmaba sus ilusiones.

En segundo lugar, otros autores plantean que la personalidad de Hitler fue mísera e insignificante. El dictador “no sería más que una pieza de ajedrez de los militares alemanes y de las camarillas capitalistas, que aprovechan su demagogia para enmascarar sus propios planes de guerra y sus transacciones comerciales”. O la clásica interpretación en línea con esta de que las crisis capitalistas traen la guerra como solución cíclica a la sobreproducción mercantil.

El autor plantea un tercer aspecto de la historiografía clásica a saber: “Hitler ha alcanzado su actual posición, por así decirlo, automáticamente y sin merecerlo. Las causas que se mencionan son, entre otras, la decepción de las clases medias alemanas empobrecidas por la inflación de 1923, la desesperación de los patriotas alemanes por el tratado de Versalles y el miedo al bolchevismo”.

Llegados a este punto, nos plantea que seria interesante considerar que la historia alemana pueda estar asociada a su vida privada. Es decir, que el ascenso personal, pueda constituir un aspecto sobresaliente que permitió que “un muerto de hambre se convirtió en multimillonario, un simple soplón de la policía militar paso a ser el jefe supremo del Reich alemán, un residente de un asilo de mendigos vienes devino en el déspota de ochenta millones de personas, un desclasado que era despreciado por todos llegó a ser el ídolo de una gran nación”.

A continuación Haffner con gran acierto se introduce en la peculiar personalidad del dictador para hurgar en los íntimos deseos que le empujaran al ascenso social, no sin antes puntualizar que este “proceso único e irrepetible, que no es comparable con las casualidades inofensivas y frecuentes por las que algunas personas de la clase obrera o de la pequeña burguesía han adquirido dignidad y categoría”, pues en todos ellos este aspecto estará unido al mérito y triunfo con el adecuado reconocimiento legal.

Haffner demostrará con contundencia el verdadero valor personal de Hitler al describir la peripecia vital de un individuo desplazado desde una posición cómoda dentro de la burguesía de provincias hacia la clase obrera, luego hasta la plebe y finalmente a la sórdida posición de soplón en los escalones más bajos del ejército.

“Sus superiores -del ejercito- consideran que no le pueden ascender -tras cuatro años en el servicio-, su carácter no permite siquiera que le confíen el mando de la unidad de tropas más pequeña”.

Existen ensayos que a pesar de estar escritos en el momento en que desarrollan los hechos, no dejan de participar del anhelo premonitorio de su autor. En este autor asistimos a un esfuerzo mental de acceder a la mascara que descansa detrás del dictador que lleva a Alemania a su destrucción. Además de aportarnos elementos de reflexión, nos sitúa en una encrucijada: ¿cuándo el hilo de la historia nos dice que aquello a lo que asistimos y que la mayoría cree normal no es sino el precipicio que se abre ante nosotros?.

*Ohm Kruger, nombre que sus compañeros -los residentes del asilo de mendigos de Viena- le adjudican a Hitler.

Un particular contra el Estado

zFiles.aspxArtículo sobre Historia de un alemán publicado por Antonio Duplá.

“Así plantea su relato el autor del libro que quiero reseñar: «La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. (…) El Estado es el Reich y el particular soy yo» (p. 11s.).

Se trata de un texto singular. Escrito en 1939, no obstante no ve la luz hasta el año 2000, tras ser encontrado entre los papeles de su autor tras su muerte en 1999. Haffner nació en Berlín en 1908, estudió Derecho y, en 1939, a la vista de las condiciones de la vida en Alemania bajo el régimen nazi, emigró a Inglaterra, donde trabajó como periodista hasta 1954. Tras su regreso a Alemania se dedicó a la literatura y al periodismo.

El contenido del libro ofrece ya suficiente interés como crónica de unos tiempos especialmente convulsos y decisivos para la historia de Europa. Hay que pensar que, como contexto del recorrido autobiográfico del autor, vemos desfilar por sus páginas la I Guerra Mundial, la fallida Revolución de 1918 en Alemania, la República de Weimar, su crisis, la irrupción de Adolf Hitler y el ascenso del nazismo hasta hacerse con el poder. Una época sobre la que conviene volver una y otra vez para intentar comprender lo sucedido. La literatura, académica, ensayística y también autobiográfica, sobre la Alemania de Hitler es inabarcable, sobre sus orígenes y su desarrollo y, en particular, sobre los aspectos más extremos del régimen nazi, como la política contra los judíos y su expresión última, los campos de concentración. La pregunta se plantea una y otra vez: ¿Cómo es posible que la barbarie, el Mal en una de sus expresiones históricas más acabadas, pudiera surgir en una de las naciones más desarrolladas y cultas de Europa, esto es, del mundo? La respuesta no es fácil, como es evidente, y afecta al núcleo mismo del concepto de modernidad y de cultura. Nos golpea en el cerebro y en el estómago y descubre la superficialidad y la trampa del discurso autosatisfecho de la civilización occidental. Nos remite a la dualidad intrínseca no ya del discurso ilustrado, sino de la propia tradición política e ideológica de Occidente hasta Roma y Grecia, donde la espléndida democracia de Pericles necesitaba una política exterior imperialista y el trabajo de los esclavos.

En esos ríos de tinta sobre un tema tan fundamental, ¿qué es lo que hace atractivo y recomendable el libro de Haffner? En concreto, el tipo de obra que es, pues no estamos ante un trabajo de historia contemporánea, ni tampoco ante una crónica periodística. Se trata de la mirada de una persona que está viviendo esa realidad cambiante y tan decisiva, desde el crío que oye las noticias de la Gran Guerra, sin entender demasiado, y se entusiasma ante el ambiente y los mensajes belicistas, hasta el adolescente que se divierte y discute con sus amigos en los felices años 20, hasta el adulto, joven todavía, 25 años en 1933, que asiste al triunfo de los nazis y experimenta el clima cada vez más asfixiante de la sociedad alemana a partir de ese momento. Estamos ante un relato escrito con humor, dentro de lo que cabe, por alguien que no pertenece a ningún grupo de población perseguido ni ostenta ninguna cualificación política. Como el mismo autor dice, se trataba de un producto medio de la burguesía alemana culta (p. 105), que contempla con estupor el hundimiento de un mundo y el nacimiento de otro, bastante más estremecedor incluso para él, un ario en los términos oficiales de la época. Aunque conocemos el resultado final del duelo citado (el exilio del autor) y, de hecho, en las primeras páginas ya se anuncia que la situación era bastante desesperanzadora, dada la desigual fuerza de los contrincantes, todo ello no disminuye un ápice el interés del libro.

Siempre que se escribe desde el País Vasco sobre algún tema relacionado con el fascismo, parece que planea la consabida comparación entre aquella época y la nuestra. No pretendo hacer analogías fáciles, pues pienso que se abusa en demasía de la calificación de fascismo y fascistas, tanto por aquellos que pretenden homologar el actual régimen parlamentario al fascismo, como por quienes generalizan y tildan de fascistas a cuantos se oponen de forma radical al fetichismo constitucional reinante. Sin embargo, sí creo que el libro de Haffner ofrece posibilidades de reflexión sobre algunos aspectos que nos pueden remitir a la situación vasca y eso proporciona un valor añadido a su lectura. Por ejemplo, cuando habla de su época infantil y de las noticias de la Gran Guerra, de cómo confiesa que de niño, como muchos otros a su alrededor, fue un entusiasta de la guerra (p. 23 ss.), de cómo fue víctima de la propaganda del odio y de la fascinación que ejercía el juego de la guerra. En última instancia, dice, de cómo el efecto narcótico de la guerra dejó marcas peligrosas en todos ellos. ¿No puede suceder algo similar en determinados sectores de la juventud abertzale, sumergidos en un ambiente cerrado y monocolor, narcotizados también por la droga de la guerra contra España y seducidos por el halo romántico y heroico de nuestros gudaris? Tremenda responsabilidad política y moral la de aquellos adultos cercanos, sobre todo sus dirigentes políticos que, con más experiencia vital, no les abren los ojos y les advierten de los peligros y terribles consecuencias que esa droga acarrea. Resulta impresionante leer las sensaciones del Haffner de once años cuando tuvo que leer las condiciones de la capitulación alemana de 1918 y cómo entonces su «mundo de fantasía se rompe totalmente en pedazos» (p. 34). ¿No puede haber algo de eso, de ese vértigo ante el impacto brutal de la realidad, no por contraria a sus planteamientos menos real, en el empecinamiento de ETA en su continuidad y en la disponibilidad de decenas de jóvenes para matar y morir?

El libro ofrece muchos más temas para analizar y comentar sobre la situación de los años 30, desde la contradicción entre la conciencia de los hechos terribles que estaban sucediendo y la continuidad de la vida cotidiana, en aparente fluidez y rutina para quienes no sufrían directamente las arbitrariedades del régimen, hasta el ambiente enrarecido en el Ministerio de Justicia, lugar de trabajo del protagonista, donde el ascenso de los nazis se acompañaba del magma viscoso del miedo y el retraimiento de quienes no simpatizaran con ellos. Por no hablar de las crecientes dificultades para discutir entre los amigos con posturas políticas enfrentadas, hasta llegar a un punto insuperable, dada la entidad de los problemas y la distancia ética de las posiciones en litigio.

En resumen, una obra interesante por el tema, por la época, por el tono y el estilo y por las reflexiones que puede suscitar”.

La vida cotidiana en el infierno

Sebastian_HaffnerArtículo de Luís Fernando Moreno publicado por El País el 29 de noviembre de 2001.

El 2 de enero de 1999 fallecía en Berlín, su ciudad natal, el gran publicista Sebastian Haffner, a la edad de 91 años. Su verdadero nombre era Raimund Pretzel y provenía de una familia acomodada. Su padre, un funcionario prusiano que poseía una excelente biblioteca con más de 10.000 volúmenes, le transmitió su pasión por los libros, pero también lo ayudó a adquirir la sensatez necesaria para observar el mundo con sentido común. El muchacho estudió jurisprudencia y, a sus 25 años, era ya pasante en el Tribunal Imperial de Justicia; con cierta probabilidad, su carrera hubiera sido la de un alto y brillante funcionario de Estado de no haber llegado Hitler al poder en Alemania, el 30 de enero de 1933.

Aunque aquel joven rubio y bien parecido no era de origen judío, sino “ario”, y no tenía nada que temer en ese sentido de los nazis, que incluso le hubiesen permitido medrar en la Administración, en 1938 eligió el camino del exilio trasladándose a Inglaterra. Allí trabajó para The Observer como periodista y, tras estallar la Segunda Guerra Mundial, publicó Germany: Jekyll.

Y ya como Sebastian Haffner regresa a su patria en 1954, donde trabaja para Die Welt y, después, durante muchos años, para el semanario Stern. Aparte de sus polémicos artículos de análisis histórico-político -la pacata izquierda germana siempre consideró a Haffner un columnista “de derechas”, dados sus inveterados ataques al comunismo de la RDA-, publicó títulos tan señeros como Churchill, Die November Revolution, Anmerkungen zu Hitler o el único de sus libros aparecido en España, hoy descatalogado: El pacto del diablo (Bruguera), sobre las relaciones germano-soviéticas.

Entre el legado de Haffner, los albaceas hallaron un texto inédito que llevaba por título Historia de un alemán. El original databa de 1939. Apenas publicado en Alemania, el pasado año 2000, el inédito de Haffner se convirtió en un gran éxito de ventas, y es que su contenido resultó ser apasionante. Mezcla de reflexión ensayística y autobiografía, Haffner intentaba explicarse, por una parte, las razones que habían posibilitado el ascenso de Hitler al poder, y con este fin repasaba con admirable claridad y concisión la historia de Alemania desde 1914 hasta aquel momento. Por otra parte, el autor se centraba en su propia vivencia durante los meses que siguieron a aquel acontecimiento fatídico y que tan graves consecuencias traería consigo.

Fue el instinto, la “nariz”, lo que previno en contra de los nazis a aquel chico culto, despabilado, individualista y celoso de su libertad, que era Raimund Pretzel a sus 25 años, en 1933. En modo alguno podía adherirse a un régimen que se inmiscuía sustancialmente en la vida privada de las personas, que se proponía dirigir sus movimientos, controlar las amistades, los gustos y, principalmente, el pensamiento de todos. Aquel joven, que incluso en cierta ocasión se había declarado “más bien de derechas”, sentía que había algo que “olía mal” en los nuevos señores: su retórica, su cinismo, la brutalidad de sus acciones. Pero ese olfato para discernir entre lo carente de valor y aquello que sí lo poseía, desgraciadamente -se lamenta el autor-, era ajeno a la mayoría de los alemanes.

Después de referirse brevemente a las tres décadas que transcurrieron entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el advenimiento de Hitler: la inflación, la era Stresemann y, finalmente, los años postreros de la República de Weimar, en tonos que recuerdan lejanamente a El mundo de ayer, de Zweig, Haffner describe magistralmente el infierno en que, en cuestión de días, se convirtió la vida diaria en el Reich. De repente, “la masa lo invadió todo: lo bárbaro se convirtió en cotidiano; lo chato y obtuso, la falta de nouance, de valour se tornó general”. Desde entonces sólo cupo lo “pesado y artificial, lo colectivo aplastó el pensamiento individual; la libertad fue abolida y comenzó el dominio de la oscuridad y el terror”. “El infierno” se convirtió en norma para los ciudadanos que se negaron a colaborar activa o pasivamente con aquella ideología bombástica y fundamentalista. El ambiente se estrechó cada vez más en torno a los espíritus libres y fueron nulas las posibilidades de resistir individualmente a esa especie de Goliat portaesvásticas en que se convirtió la nación entera.

Detrás de las aclamaciones de júbilo al paso de escuadras de jóvenes uniformados, tras el obligatorio saludo a la romana -cualquiera que se abstuviera de alzar el brazo en público recibía una paliza-, oculto bajo la fanfarria militar, se escondía o bien la necedad de un pueblo sin conciencia, machacado por la ideología, o bien el miedo. De súbito, el denominado “pueblo de los poetas y los pensadores” dejó de serlo, pues tanto poetas y pensadores acabaron en los campos de concentración o huyendo al extranjero. “La cultura descendió de golpe hasta niveles ínfimos”, sofocada por el hervidero de consignas, por los discursos de los ideólogos; de pronto, dejó de producirse “algo que mereciera la pena”.

Moralmente, la nación entera se desquició, y no sólo cuantos fueron señalados como víctimas; también quienes se unieron a los nazis, bien por cortedad, mero oportunismo o, simplemente, para salvar la vida, cayeron en una espiral de terror y chantaje emocional, y cuando quisieron salir de ella ya no lo lograron: Hitler y sus centuriones, pero también la gran mayoría de sus conciudadanos, los succionaron hacia un atroz vórtice de dominio. Así, por pura inconsciencia, muchas personas se vieron convertidas en cómplices del gran crimen contra la humanidad perpetrado por Alemania. Y es que, constata Haffner, para los ciudadanos “normales” fue más cómodo dejarse trastornar por aquel régimen extremadamente nacionalista, populista y racista que oponer resistencia; no en vano, se imponía en toda la nación aquel carácter general que era el denominador común de una gran parte de los alemanes de la época: falta de coraje civil, “instinto de rebaño” (en palabras de Nietzsche) y, sobre todo, una marcada incapacidad sustancial de disfrutar de una vida de sosiego y felicidad individuales; nada temía más el burgués medio que “el vacío y el aburrimiento”; así, el horror vacui junto a la estupidez y los difusos deseos de “salvación” lo enjaezaron de tal forma que se convirtió en presa fácil de las ideologías de todo cuño.

Entreverada con tales ideas y reflexiones acaso un tanto generales pero que dan en el clavo, Haffner narra, además, en su impresionante documento -magníficamente traducido al castellano- una tibia historia de amor: la del narrador y una muchacha judía, acaso el trasunto literario de la mujer que lo seguiría a Inglaterra y que más tarde sería su primera esposa: Erika Hirsch. Asimismo, relata el avatar de su mejor amigo, también de origen semita, jurista como él, y ya sin la más mínima posibilidad de vivir con normalidad en Alemania, donde bajo los auspicios de la nueva barbarie legal se ordenaba al pueblo que diese rienda suelta a su ancestral antisemitismo.

Con el nacionalsocialismo, entraron en vigor nuevas leyes que excluían a los funcionarios judíos de la Administración y ordenaban a los “arios” boicotear todo negocio regentado por judíos e incluso a los profesionales autónomos como médicos o abogados pertenecientes a aquella “raza maldita”. Miles de familias judías se vieron, pues, de la noche a la mañana sin posibilidades de subsistencia, y escasos fueron los “arios” que se atrevieron a desobedecer las órdenes recibidas.

Sebastian Haffner: un autor imprescindible

Jekill_HideArtículo publicado por Ferblog el 16 de septiembre de 2005.

“Acabo de leer el último libro, hasta donde yo conozco, publicado por Destino, de Sebastian Haffner (1907-1999). Se titula Alemania: Jekyll y Hyde (1933: el nazismo visto desde dentro). Para los que aún no lo conozcan, permítanme recomendarles a este autor, alemán de nacimiento y compromiso, exiliado por razones perfectamente descriptibles –por decencia, básicamente-, al Reino Unido. Imprescindible su soberbia Historia de un alemán, pero también sus Anotaciones sobre Hitler y su breve y penetrante biografía de Winston Churchill (todas en la misma editorial).

El libro que les cito, en perfecta sintonía con otros de tema alemán, presenta una incisiva radiografía de Alemania en el punto álgido del nazismo. Quizá a algunos no les descubra nada pero, como mínimo, merece atención la fecha en la que fue escrito. Haffner traza con precisión el retrato de la Alemania sojuzgada… en 1940, que es la fecha de primera publicación en Inglaterra. La prosa de Haffner es sencilla, elegante y precisa. Apunta en palabras claras ideas que ayudan a desentrañar el misterio que aún nos afanamos en entender: ¿cómo fue posible? Desde el verdadero y profundo amor por una patria que surge del conocimiento auténtico (no de la glorificación absurda ni del pesimismo irracional), Haffner muestra, a quien quisiera verlo, el rostro complejo de Alemania. No la exculpa, claro, pero tampoco permite que los demás se libren alegremente de sus responsabilidades. Reprocha, con toda razón, a los abogados de las “políticas de apaciguamiento” uno de los peores crímenes: el de haber robado la esperanza a los que no tenían ya más que eso. Haciéndose acreedores al desprecio de las generaciones posteriores, los entonces dirigentes de Francia e Inglaterra privaron a los pocos alemanes que aún hubieran podido resistir de la razón principal para ello: la expectativa de una ayuda exterior –Haffner juzgaba, y el tiempo le dio la razón, que sólo un impulso externo podría derribar al régimen nazi.

Quizá lo más aterrador que se puede entrever en el cuadro pintado por Haffner, algo por otra parte corroborado luego por otros estudios, es que todo el esfuerzo intelectual de comprensión, todas las horas invertidas en buscar una respuesta convincente a la pregunta de cómo fue posible que el país más civilizado de Europa –idea esta, por cierto, sobre la que Haffner también tiene sus propias e interesantes opiniones- retrocediera a la más absoluta de las barbaries puede ser un modo de eludir la trágica evidencia de que tras todo eso no hay… nada. O, quizá, todo lo más, mecanismos mucho más sencillos de lo que quisiéramos.

Hubo factores coadyuvantes, sí, y tuvieron su influencia. Pero ninguno de ellos tiene poder explicativo suficiente. Ninguno de ellos es, por sí mismo, causal. Nada es explicable si no se hubiese cruzado en el camino de los alemanes la figura infernal de Adolf Hitler. Y aquí, de nuevo, la nada. No había nada especial en este infradotado, como no fuera su instinto de supervivencia, su odio animal. Hitler es un personaje absurdo. Lo cual nos lleva a varias conclusiones, a cual más inquietante, a saber: primero: que, una vez más, se demuestra el poder de la singularidad, la capacidad de los pocos para imponerse a los muchos (inciso: quedan falsadas de nuevo las interpretaciones marxistas o, en general, simplificadoras), segundo: que el azar desempeña un importante papel en la historia –consecuencia inmediata de lo anterior ya que, en sí, no hay vida humana singular que no sea contingente; siempre que algo depende de alguien en concreto, puede afirmarse que, en términos históricos, es tanto como decir que ocurre por casualidad- y tercero: no es ya que en la vida sucedan cosas absurdas, carentes de todo fundamento lógico y racional, sino que, por añadidura, suelen pasar relativamente a menudo.

Dios me libre de establecer comparaciones odiosas, pero la lectura del libro de Haffner me llevó instintivamente a pensar en la España contemporánea –y en otros ejemplos, que los ha habido, los hay y los habrá, de cómo lo absurdo, lo manifiestamente irracional, se enseñorea de la vida de los pueblos y las personas-. Me llevó, una vez más, a temer por todos aquellos que siguen diciéndose a sí mismos que determinadas cosas como, por ejemplo, un proceso de descomposición de nuestro país “no pueden suceder”.

Me pregunto qué demonios quiere decir “no pueden”. Supongo que, en definitiva, quienes así hablan, que no son pocos, quieren decir que eso es absurdo y que las cosas absurdas no suceden. Los catedráticos de economía ya han demostrado, por ejemplo, que la secesión de Euskadi no parece ser beneficiosa para los propios vascos. Ítem más, la presencia de elementos no democráticos en ese lugar –que no sólo sobrevivirían al proceso secesionista, sino que resultarían reforzados- hace temer por los derechos individuales incluso más que lo que se debe temer siempre que el nacionalismo es una fuerza política preponderante. Así pues, hay buenas razones para tentarse la ropa. ¿Es eso motivo suficiente para concluir que semejante cosa no puede suceder? Si nos atenemos a la historia, parece que no. Obvio decir que entre la sociedad vasca y la sociedad alemana descrita por Haffner hay muchas diferencias, pero también ciertas similitudes. También él nos explica que, como por otra parte era de esperar, tampoco allí había blanco y negro (pese a que, en rigor, hubiera debido haberlo, y aquí está la clave de la degeneración moral: lo que a los alemanes se les planteaba no era una elección política ordinaria, sino la disyuntiva de elegir entre el mal absoluto o cualquier otra cosa), sino una amplia gama de actitudes – como le gusta decir al PNV, entre “los extremos”… entre los extremos, se dan todos los grados de la indecencia, claro.

¿Acaso no ocupa, hoy, la presidencia del gobierno, un personaje manifiestamente poco capaz? Ya sé que los políticos españoles no son para tirar cohetes, sin excepción pero, ¿es lógico que haya llegado tan arriba uno de los más inanes? Hasta entre los poco dotados hay clases. Es posible que los dirigentes del partido socialista hayan urdido un plan maquiavélico para, de entre ellos, elegir uno particularmente mediocre, mientras los más válidos se dedican a otros menesteres más remuneradores, más discretos o yo qué sé. Es posible que todo sea el resultado de una auténtica conspiración. Pero quizá todo esto no es más que una forma de no querer aceptar que las cosas absurdas suceden. Y ahí está, en la ONU, un tipo que nunca debió pasar de secretario regional de cuarta categoría (ahora que lo pienso, la ONU tampoco es tan mal foro para él – bueno ustedes me entienden…)”.

La situación de los no-nazis


«La situación de los alemanes no nazis durante el verano de 1933 fue ciertamente una de las más difíciles en las que se puede encontrar el ser humano (…) Todo el que se negara a ser nazi tenía ante sí un panorama nefasto (…) Dicho panorama encierra a su vez sus propias tentaciones… El demonio tiende muchas redes: unas gruesas para las almas rudas y otras finas para las más delicadas».

En la parte final de su libro, Sebastian Haffner nos presenta cuales eran las vías de escape que les quedaban a aquellos alemanes que, en los primeros momentos de la revolución, se habían mostrado contrarios a Hitler. De esta forma, en unas pocas páginas, quedan reflejadas las posturas de los alemanes ante el régimen: la adhesión, la emigración interior –representada por la desesperación-, el aislamiento y la huída a la ilusión, y la emigración.

La adhesión al partido.

«Al mismo tiempo todos los días nos instaban no ya a rendirnos, sino a pasarnos al bando contrario. Bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de los prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores (…) Hoy son miles los que pululan por Alemania, los nazis con mala conciencia, hombres que soportan el peso de la insignia de su partido al igual que Macbeth carga con la púrpura de su corona, personas que, cual borregos al matadero, han de llevar sobre los hombros un cargo de conciencia tras otro mientras su mirada furtiva busca en vano alguna posibilidad de escapar. Beben y toman pastillas para dormir, no se atreven a pensar, ni siquiera saben si han de anhelar o temer el fin de la época nazi, gente que, cuando llegue ese día, seguramente deseará no haber pertenecido a ella».

La primera opción que se les presentaba a estos alemanes era unirse a su enemigo. Es decir, pasar a engrosar las filas del nacionalsocialismo. Como podemos leer en el fragmento anterior, no resultaba fácil renunciar al modelo que ofrecía la omnipresente propaganda nazi: la tentación de dejar de ser perseguidos, de acabar con el sufrimiento personal y familiar, y pasar a gozar de las comodidades y la euforia que la pertenencia a la comunidad nacional ofrecía al individuo. Sin embargo, Haffner afirma que esa traición a la propia conciencia, ese falso espejismo que esos individuos aceptaron como forma de vida, tendría en un futuro repercusiones graves para ellos.

La desesperación.

«La segunda tentación consistía en la amargura, en el propio abandono masoquista al odio, al sufrimiento y a un pesimismo sin barreras (…) En algunos casos conduce al suicidio. Pero son muchas más las personas que se organizan para ser capaces de vivir con ella, digamos que torciendo el gesto (…) el único placer oscuro que les queda es deleitarse en la descripción de las atrocidades (…) Por último, hay un estrecho camino que lleva directamente desde este punto al nazismo: una vez que todo da igual, todo está perdido y se ha ido al diablo, ¿por qué no actuar guiados por el más iracundo cinismo y sumarse personalmente al bando de los demonios?»

El mero hecho de considerar imposible escapar de la omnipresencia del régimen nacionalsocialista constituía en sí mismo la puerta de entrada a otra de las “tentaciones” que acosaban al individuo: la desesperación. De hecho, la rendición de la persona ante el Estado se convirtió en un acontecimiento habitual en la Alemania hitleriana. Según el autor, ésta actitud podía conducir a dos caminos bien diferenciados, el suicidio y la adhesión al régimen. Estos eran, al mismo tiempo, muy similares, ya que ambos constituían una renuncia a la propia existencia.

El aislamiento.

«La segunda tentación consistía en la amargura, en el propio abandono masoquista al odio, al sufrimiento y a un pesimismo sin barreras (…) En algunos casos conduce al suicidio. Pero son muchas más las personas que se organizan para ser capaces de vivir con ella, digamos que torciendo el gesto (…) el único placer oscuro que les queda es deleitarse en la descripción de las atrocidades (…) Por último, hay un estrecho camino que lleva directamente desde este punto al nazismo: una vez que todo da igual, todo está perdido y se ha ido al diablo, ¿por qué no actuar guiados por el más iracundo cinismo y sumarse personalmente al bando de los demonios?»

El mero hecho de considerar imposible escapar de la omnipresencia del régimen nacionalsocialista constituía en sí mismo la puerta de entrada a otra de las “tentaciones” que acosaban al individuo: la desesperación. De hecho, la rendición de la persona ante el Estado se convirtió en un acontecimiento habitual en la Alemania hitleriana. Según el autor, ésta actitud podía conducir a dos caminos bien diferenciados, el suicidio y la adhesión al régimen. Estos eran, al mismo tiempo, muy similares, ya que ambos constituían una renuncia a la propia existencia.

La huída a la ilusión.

«…recurrir a medidas de consuelo y alivio tras las que se esconde el anzuelo del demonio. Una de ellas, la favorita de los de mayor edad, consistía en huir hacia un mundo de ilusión (…) trataban de demostrarse a diario a sí mismos y a los demás que era imposible que todo aquello continuase, adoptaban la pose típica del sabelotodo (…) consistía en estar al margen de la situación y observarlo todo con aires de superioridad (…) Una vez alcanzados los éxitos que siempre habían calificado de imposibles, reconocieron su derrota».

Otra posible respuesta ante el acoso nazi era, a juicio del autor, despreciarlos a ellos y, sobre todo, a la locura de su régimen. Pasar a vivir de la ilusión de la caída del nacionalsocialismo. Todos aquellos que opinaban que Hitler no se mantendría en el poder demasiado tiempo, los que insistían en que aquello caería por su propio peso –incluso poniendo fecha al suceso-, engrosaban las listas de este grupo.

Sin embargo, cuando se demostró que el nacionalsocialismo no sólo se aferraba al poder, sino que alcanzaba los éxitos que ningún otro gobierno había logrado obtener, se derrumbaron. De esta forma, estos individuos derrotados pasaron a formar parte de cualquiera de los otros colectivos anteriormente mencionados.

La emigración.

«No, eso de replegarse en la vida privada no funcionó en absoluto. Daba igual donde intentara aislarse uno, pues en todas partes volvía a encontrarse con aquello de lo que pretendía huir. Me di cuenta de que la revolución nazi había suprimido la antigua división entre política y vida privada (…) Si de verdad se quería escapar a sus efectos, solo había una solución posible: el distanciamiento físico, la emigración, despedirse del país al que uno pertenece por nacimiento, idioma y educación y renunciar a todo vínculo patriótico».

El autor defiende que la única solución para salvaguardar la libertad personal en esa “especie de duelo” entre el Estado y el individuo es la emigración de éste último. Sesbastian Haffner sostiene en su obra que dentro del propio régimen nacionalsocialista era imposible mantenerse inviolable, ya que el Estado lo invadía todo. De esta forma, romper con el propio país se presentaba como el único camino. Esto vendría respaldado por algo que indicábamos más arriba: la nación había pasado a identificarse totalmente con la comunidad nacional, y esta con el partido.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

La Transformación Sociocultural


«Preguntaba con gran ingenuidad por bares y cabarés cerrados hacía tiempo, por actores que habían dejado de existir. Por supuesto que había leído muchas cosas en los periódicos, pero la realidad era muy distinta entonces, tal vez menos sensacionalista, pero mucho más difícil de entender y más dura de soportar. Las banderas con la cruz gamada estaban por todas partes, al igual que los uniformes pardos, de los que no era posible escapar: en el autobús, en el café, en la calle, en el Tiergarten, se extendían por doquier como un ejército de ocupación. El ruido constante de tambores, la música marcial día y noche… era extraño, Teddy seguía aguzando el oído y preguntaba qué era lo que estaba ocurriendo (…) Además estaban los carteles rojos que anunciaban ejecuciones y aparecían casi todas las mañanas pegados en las columnas junto a los del cine y los restaurantes de verano…»

En la labor de transformación sociocultural llevada a cabo por los nacionalsocialistas podemos distinguir dos fases. La primera consistió en la destrucción de las bases del sistema de Weimar. La otra buscó construir sobre esas ruinas, en expandir la ideología del nuevo régimen. De esta manera, se trató de fomentar la aceptación, por parte del pueblo, de la cultura del NSDAP. Un imaginario basado en el espíritu de sacrificio, el heroísmo, el mito germánico y el neoclasicismo.

Las asociaciones profesionales.

«A la mañana siguiente el periódico trajo este titular: “Convivencias para pasantes”. Todos los pasantes que estuviesen preparando el segundo examen de Estado serían convocados una vez concluida la parte escrita para asistir a unos encuentros en los cuales, además de realizar entrenamientos militares y mantener una sana convivencia, recibirían una formación ideológica y se prepararían para hacer frente a su futuro como jueces de la nación alemana».

Con el fin de ampliar su control sobre la sociedad alemana el régimen nacionalsocialista estableció que todos los trabajadores del Reich debían suscribirse a asociaciones profesionales. Estas, realmente, dependían del partido: eran correas de transmisión entre el NSDAP y la sociedad.

Mediante la agrupación de los miembros de cada profesión en organizaciones de trabajadores, se lograba adoctrinarles de una manera más sencilla. El ejemplo que Sebastian Haffner nos narra en el fragmento anterior es tan solo un ejemplo de ese interés del Estado por formar ideológicamente a sus trabajadores.

La depuración en el funcionariado.

«Los campos de concentración ya se habían convertido en instituciones y todos estábamos invitados a acostumbrarnos a esta nueva situación y a cuidar nuestro lenguaje. La “unificación”, es decir, la designación de nazis para que ocupasen todos los puestos dentro de las diversas autoridades, administraciones locales, grandes negocios, juntas directivas de clubes y asociaciones, continuó (…) se llevaba a cabo de forma sistemática y casi meticulosa y ordenada a través de leyes y disposiciones, y no mediante “acciones aisladas” salvajes e imprevisibles. La revolución adquirió un carácter funcionarial».

Pronto afectó el proceso de depuración, tanto por razones étnicas como ideológicas, a la administración pública alemana. Aquellos que se consideraban peligrosos para el régimen eran relevados de sus cargos, que rápidamente se ocupaban con simpatizantes del partido. De esta manera, en un breve periodo de tiempo, ser nacionalsocialista se convirtió en una tarjeta de presentación imprescindible para ser funcionario público.

Ya en 1933, Haffner nos habla de la exclusión de los judíos de las funciones públicas y del rápido ascenso de los miembros del partido dentro de la administración. La revolución, tal como indica en el fragmento reproducido anteriormente, adquirió un carácter funcionarial. Es decir, en muchos casos eran esos miles de funcionarios los que, desde la más estricta legalidad -dentro del aparato estatal-, llevaban a cabo las acciones revolucionarias.

La depuración cultural.

«El mundo en el que había vivido iba desvaneciéndose, desaparecía, iba haciéndose invisible día a día de forma evidente y en medio de un silencio absoluto. Casi a diario podía notarse cómo desaparecía y se hundía un fragmento más de ese mundo (…) Las personas cuyos nombres habían estado en boca de todos, cuyos libros habíamos leído y cuyos discursos habíamos comentado se esfumaron (…) a partir de entonces los libros desaparecieron de las librerías y de las bibliotecas (…) Numerosos periódicos y revistas desaparecieron de los quioscos, pero mucho más inquietante fue lo que ocurrió con los que permanecieron».

Desde el mismo momento de su ascensión al poder, Hitler puso especial interés en depurar la cultura alemana, en eliminar el arte “degenerado” surgido durante la etapa de Weimar. De esta manera, se procedió a la rápida y eficaz tarea de desprestigiar a estos autores y eliminar sus obras. No obstante, los esfuerzos de los nazis no se detuvieron ahí. Tras el triunfo de la destrucción cultural, le llegó el turno a la creación de la nueva cultura: la nacionalsocialista.

En su obra, Sebastian Haffner describe esta sustitución de la famosa cultura de Weimar y la aparición de la nazi de diversas maneras. El fragmento anterior refleja muy bien como percibió el intelectual alemán estos cambios: el mundo en el que había vivido se iba desvaneciendo, poco a poco, con pequeñas “desapariciones” diarias.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

El consenso y la propaganda


«¿Qué les ha pasado a los alemanes? El 5 de marzo de 1933 la mayoría de ellos votó en contra de Hitler ¿Qué ha sido de esa mayoría? ¿Acaso ha muerto? ¿Se la ha tragado la tierra? ¿O es que se ha vuelto nazi tardíamente? ¿Cómo es posible que no se produjera ni la más mínima reacción por su parte?»

El objetivo de convertir a Alemania en una fuerte y homogénea comunidad nacional pasaba por lograr el consenso de los alemanes en torno al ideal nacionalsocialista. Con este fin se desarrollaron una serie de mecanismos creadores de consenso. Estos, junto a los de represión antes descrita, acabaron por moldear la sociedad alemana al gusto de los dirigentes nazis. Pues bien, en este proceso -de ahí el título del capítulo- jugó un papel fundamental la propaganda. Esta, siguiendo las directrices marcadas por Goebbels, penetró a fondo en la mentalidad de los ciudadanos del III Reich.

Sebastian Haffner alude en numerosas ocasiones a la propaganda nazi en la segunda parte de su libro. Hace lo posible por describir el ambiente en el que vivía, esa presión que lo envolvía todo, y su efecto sobre las personas. Además, en determinados momentos también podemos vislumbrar cómo se fue creando la comunidad nacional: los que se sentían dentro la defendían y los que estaban fuera perdían toda esperanza de victoria o redención.

La omnipresencia de la propaganda.

«Uniformes pardos en las calles, desfiles, gritos de “Heil” (…) se celebraban desfiles a diario, se conmemoraban masivas horas solemnes, había continuas expresiones públicas de agradecimiento por la liberación nacional, música militar de la mañana a la noche, homenajes a los héroes, bendición de las banderas… La gente comenzó a participar, primero sólo por miedo. Sin embargo, tras haber tomado parte una primera vez, ya no quisieron hacerlo por miedo, así que terminaron incorporando el convencimiento político necesario. Éste es el mecanismo emocional básico del triunfo de la revolución nacionalsocialista».

El régimen nacionalsocialista se sirvió, para cumplir sus objetivos, de una propaganda omnipresente. Esta, con el fin de llegar al mayor número de individuos, puso en práctica abundantes innovaciones en el campo de la comunicación. La utilización de todos los resortes que encontrasen a su disposición y la intromisión en todos los ámbitos de la vida de las personas, tanto el público como el privado, fueron dos de las características fundamentales de la maquinaria propagandística de Goebbels.

En Historia de un alemán se destaca también, en lo referente a la propaganda, la omnipresencia de la misma y los múltiples canales por los que ésta viajaba. Los desfiles, los carteles, la radio, la prensa, el cine, el ámbito profesional, la familia… el partido lograba entrar en la vida del individuo y empaparla de sus ideales, logros y proyectos. Esto, como vemos en la obra de Haffner, podía provocar entusiasmo, miedo o rechazo; pero, independientemente de cual de las tres suscitase –también podía suceder que una persona la percibiese de dos o tres maneras a la vez-, lo que está claro es que a nadie dejaba indiferente. El nacionalsocialismo estaba, para bien o para mal, en boca de todos.

La creación de un amplio consenso.

«Ni siquiera los que por entonces se convirtieron en nazis sabían realmente en lo que se estaban convirtiendo; tal vez pensasen que estaban a favor del nacionalismo, del socialismo, en contra de los judíos y a favor de 1914-1918, y la mayoría se alegraban en secreto por la perspectiva de vivir nuevas aventuras ante el gran público y presenciar un nuevo 1923, pero todos, por supuesto, manteniendo las formas “humanitarias” propias de un “pueblo cultivado”. Probablemente la mayoría le miraría a uno con sorpresa ante la pregunta de si estaban a favor de las salas oficiales de tortura permanente o de los pogromos ordenados por el Estado».

La creación de consensos fue una de las grandes obras maestras de los nacionalsocialistas: lograr, de manera eficaz, la adhesión a su causa de distintos grupos por medio de las posibles coincidencias ideológicas o de intereses fue fundamental para la creación de la comunidad nacional y, por tanto, para el triunfo de Hitler. Así, durante el III Reich se llegaron a identificar con el nacionalsocialismo una serie de ideales que compartían la mayoría de los alemanes. Por tanto, el que no era nazi no defendía esas ideas y, en consecuencia, resultaba peligroso para la comunidad nacional.

Esos consensos vienen muy bien reflejados y analizados en la obra de Sebastian Haffner. El intelectual alemán trata de conducirnos en varias ocasiones por la mente de aquellos alemanes que, compartiendo parte del programa del nacionalsocialismo, decidieron abrazar, en virtud de esos puntos, la ideología hitleriana. Eran, según nos muestra Haffner, personas que no respaldaban de forma directa los crímenes nazis, pero que con su apoyo al ideario común sostenían también aquello con lo que no comulgaban. Era como un mal menor e ineludible para alcanzar esos grandes ideales.

La exaltación del nacionalismo.

«…la alegría ávida e infantil que supone el hecho de ver el propio país representado en el mapa por una mancha de color cada vez más y más grande, la sensación de triunfo por las victorias conseguidas, el placer ante la humillación y el sometimiento ajenos, el gozoso paladeo del temor que uno inspira, el autobombo nacional al estilo de “maestros cantores”, la manipulación onanista en torno al pensamiento “alemán”, al sentimiento “alemán”, a la lealtad “alemana”, al hombre “alemán”…»

Sin duda, de entre los ideales que hicieron posibles la formación de consensos y, por tanto, la configuración de la comunidad nacional, el nacionalismo fue el que jugó un papel más destacado. La identificación del partido nazi con la nación y, en consecuencia, la exclusión de la misma de todo aquel contrario al nacionalsocialismo, tuvo un peso vital en el triunfo de Hitler.

Sebastian Haffner refleja de un modo muy particular esa exaltación nacional: nos remite a su propia figura; es decir, un alemán que tiene que renunciar a su patria por el hecho de no comulgar con un régimen totalitario. Así, con ese negarse a despreciar lo extranjero, lo extraño, va engrosando las filas de los que resultan peligrosos para la comunidad nacional. No comparte el afán germanizador de los nacionalistas, esa exaltación infantil de lo alemán. Por esa razón, no tiene más remedio que “jugar” contra su propio país: desear su ruina.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

Los mecanismos de represión


“Hoy ya no se va a ninguna parte con comentarios escépticos. Lo único que se consigue es cavar la propia tumba. No cometa el error de creer que se puede actuar contra los fascistas. ¡Y menos haciéndoles oposición abierta! ¡Créame! Tal vez conozca a los fascistas mejor que usted. Ahora nosotros, los republicanos, tenemos que bailar al son que nos tocan”.

Los aparatos de represión del Reich tenían como objetivo principal luchar contra todo lo que ponía en peligro, o amenazaba, a la comunidad nacional. De esta forma, mediante una hábil coordinación de los tres mecanismos represivos fundamentales –la policía política, los jueces y el propio pueblo alemán-, se lograba mantener la supremacía y monopolio de la doctrina nacionalsocialista. Todos aquellos individuos que -ideológica o étnicamente- se consideraban peligrosos, eran duramente reprimidos.

Desde su experiencia personal, Sebastian Haffner nos describe el ambiente de la sociedad alemana durante los primeros meses de 1933. Cómo en este fue influyendo poco a poco la presión del aparato represivo. Se nos muestra una sociedad alemana víctima y cómplice al mismo tiempo de esa coerción, que llegó a convertirse en algo omnipresente en apenas unas semanas.

El aparato policial.

«Tienen permiso para irse a casa – contestó, y casi retrocedí bruscamente al escuchar el tono tan amenazante con el que había hablado, lento, gélido y malicioso. Lo miré a la cara y volví a retroceder bruscamente (…) ya no era un rostro humano en absoluto, sino más bien la cara de un cocodrilo. Había visto el rostro de las SS».

Con la llegada de Hitler al poder, y especialmente tras la muerte del presidente Hindenburg (1934), Alemania se transformó en un Estado policial. Organizaciones como la SA, las SS o la Gestapo eran las encargadas de llevar a término las tareas represoras. Así, estas policías cumplían un doble objetivo: perseguir el delito político y actuar, de manera preventiva, contra los posibles enemigos del régimen.

La omnipresencia de los uniformes pardos, el miedo que inspiraban los miembros de los cuerpos policiales y paramilitares nacionalsocialistas, y la brutalidad de las operaciones de los mismos, fueron algunas de las características que, de la represión policial, podemos encontrar en Historia de un alemán. Se trataba, pues, de un régimen respaldado por el terror, contra el que, el ciudadano -el individuo- poco o nada podía hacer. Haffner refleja muy bien en su obra como el estado de aturdimiento en que se encontraban los alemanes, y la sorpresa ante estos acontecimientos, hicieron imposible o muy difícil la reacción.

El aparato judicial.

«Alguien rompió el silencio mantenido: “Las SA” (…) Al parecer casi todas las reuniones se habían suspendido. Los jueces se habían quitado la toga y habían salido del edificio en actitud humilde y civilizada, bajando por una escalera franqueada por filas de miembros de la SA. Sólo en la sala de abogados se había producido un altercado».

La Justicia también se vio afectada por el ascenso nacionalsocialista hasta el punto de llegar a convertirse en un elemento más del aparato coercitivo del Estado. El poder judicial perdió su independencia, y pasó a estar enteramente sujeto al ejecutivo. Además, la legislación de la República dejó de tener vigencia: la ley era la voluntad del Führer.

Como pasante en el tribunal cameral prusiano, Haffner fue testigo de primera mano de la sumisión del aparato judicial alemán al régimen hitleriano. Su obra es un importante testimonio de cómo, ya en 1933, los jueces fueron sometidos al terror nazi; de cómo las leyes se vieron alteradas a voluntad del nuevo ejecutivo; y, finalmente, de cómo fueron apareciendo los nuevos magistrados adeptos al régimen que, poco a poco, coparon los principales puestos de responsabilidad dentro de la administración de justicia.

La delación.

“Me temo que no es muy consciente de que hoy día las personas como usted representan un peligro latente para el Estado, y que éste tiene el derecho y el deber de tomar las medidas correspondientes, a más tardar en el momento en que uno de ustedes se atreva a llegar al punto de oponer una resistencia abierta” Esto fue lo que dijo lenta y juiciosamente, al estilo de un comentario del Código Civil. Mientras, me clavaba una mirada de acero en los ojos. “¿Así que usted tiene la intención de denunciarme a la Gestapo como enemigo público?” Fue más o menos entonces cuando Von Hagen y Hirsch se echaron a reír, tratando de que todo quedase en una broma. Sin embargo, esta vez Holz les desbarató los planes. En voz baja y premeditada dijo: “Confieso que llevo algún tiempo preguntándome si no es ésa mi obligación”.

La denuncia no constituyó un hecho aislado dentro de la Alemania nacionalsocialista; los afines al régimen participaban de ella. Esto posibilitaba un amplio control sobre la sociedad y la privacidad de las personas. La población formaba parte del régimen: se vigila a sí misma.

Este aspecto de la represión del régimen hitleriano queda bastante bien reflejado en la obra de Sebastian Haffner. A la aparición de personajes dispuestos a delatar a sus conciudadanos se une el miedo –la inseguridad y la desconfianza- a ser objeto de esas denuncias. El autor logra crear en las páginas de su libro la ambientación necesaria para que el lector se haga idea de cómo era el ambiente entre los ciudadanos del III Reich.

La política racial.

«El primer acto intimidatorio fue el boicot impuesto a los judíos el primero de abril de 1933 (…) En los días siguientes se tomaron medidas complementarias: todos los negocios “arios” debían despedir a los empleados judíos. A continuación: todos los negocios judíos debían hacer lo propio. Sus dueños estaban obligados a seguir pagando los sueldos y salarios de sus empleados “arios” mientras los negocios permaneciesen cerrados a causa del boicot. Dichos propietarios tenían que retirarse totalmente y solicitar la presencia de gerentes “arios”… Al mismo tiempo comenzó la “campaña informativa” contra los judíos».

No cabe duda de que el problema de la pureza racial -especialmente la cuestión del antisemitismo- fue uno de los pilares básicos de la ideología nacionalsocialista. Sin embargo, pronto fueron conscientes los líderes nazis de que este objetivo tenía que ser llevado a cabo de manera progresiva, por medio de pequeñas dósis que pudieran ser digeridas por la sociedad sin levantar grandes protestas. Así arrancó un proceso que, a base de agresiones bien calculadas, acabó llevando a los judíos a los campos de exterminio.

En Historia de un alemán -memorias que no pasan de 1933- sólo se nos narran los primeros sucesos antisemitas acaecidos en Alemania durante el III Reich. Se relata el boicot a los negocios judíos y su verdadera repercusión. También se menciona la exclusión del funcionariado de los semitas y se describe la propaganda esgrimida contra ellos. No obstante, tal vez lo más valioso de todo sean las constantes referencias a cómo la ideología antisemita fue calando en la sociedad alemana, en ocasiones en forma de justificaciones ante la dura represión.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.

La revolución legal


«Por la mañana el titular rezó: “El presidente del Reich convoca a Hitler”, lo cual hizo que sintiéramos cierto enojo nervioso e impotente (…) Alrededor de las cinco llegaron los diarios vespertinos: “Constituido el gabinete de concentración nacional: Hitler es nombrado canciller del Reich” (…) ¿En qué consiste una revolución? Los expertos en Derecho político afirman lo siguiente: una revolución consiste en alterar una Constitución a través de medios no previstos por ella. Si nos atenemos a una definición tan escueta, la “revolución” nazi de marzo de 1933 no fue tal, pues todo transcurrió dentro de la más estricta “legalidad”, a través de los medios que sí estaban previstos por la Constitución».

En un principio nada había cambiado en Alemania, el nuevo gobierno no era más que la cuarta experiencia del régimen presidencialista. Además, a pesar de que Hitler era canciller, los nazis apenas ocupaban puestos relevantes en el nuevo ejecutivo: era más bien un gobierno de tipo conservador. Sin embargo, lentamente, se fue forjando la transformación de Alemania. Una serie de cambios operados dentro de la más estricta legalidad, que a la postre resultaron ser revolucionarios.

Sebastian Haffner nos relata, paso a paso, cómo se fue realizando esa transformación de Alemania. Cómo los nazis, utilizando los medios puestos a su disposición por la Constitución de Weimar, encaminaron a los alemanes por la senda de la revolución legal. Pero además, nos narra también sus impresiones sobre los hechos, y cómo estos afectaron a su vida. Describe la impotencia de los que veían lo que estaba sucediendo y no eran capaces de detenerlo; la frustración de aquellos que, sin éxito, trataban de hacer ver a muchos contemporáneos la gravedad de los acontecimientos.

El incendio del Reichstag.

«Han sido pocos los acontecimientos históricos actuales que “me he perdido” por completo, como el incendio del Reichstag (…) No fue hasta el día siguiente cuando leí en el periódico que el Reichstag estaba ardiendo. Hasta el mediodía no tuve noticias de las detenciones. Más o menos al mismo tiempo fue publicada la disposición de Hindenburg que anulaba la libertad de expresión y el secreto postal y telefónico de los ciudadanos y, a cambio, otorgaba a la policía pleno derecho a efectuar registros domiciliarios, incautaciones y arrestos».

El incendio del Reichstag, perpetrado teóricamente por un militante comunista, dio al gobierno de Hitler la excusa perfecta para avanzar de una manera rápida y efectiva en su tarea revolucionaria. De esta forma, gracias a las disposiciones de urgencia decretadas por el presidente del Reich, los nazis pudieron comenzar sus tareas de control y represión sobre la población y las agrupaciones socio-políticas.

En su obra, Sebastian Haffner hace especial hincapié en señalar que esos cambios –la falta de libertad de expresión, la supresión del secreto postal, los arrestos masivos…- no fueron acogidos con desagrado por parte de los alemanes. Es más, existía una opinión pública favorable. El incendio del Reichstag parecía justificar su aplicación. Así, una vez más –y no será la última-, nos encontramos con que este hombre, en lucha contra el Estado totalitario, se ve traicionado por la insolidaridad y la miopía de sus propios conciudadanos.

La «traición» de los partidos.

«…la traición cobarde de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y seis por ciento de los alemanes que votó contra los nazis el 5 de marzo de 1933 (…) La traición fue total, generalizada y sin excepción, desde la izquierda hasta la derecha».

El fracaso electoral del partido nacionalsocialista en las elecciones de marzo de 1933 pareció frenar momentáneamente las aspiraciones de Adolf Hitler. Sin embargo, lejos de detenerse ante semejante revés, el canciller alemán ensayó vías alternativas para hacerse con la mayoría del Reichstag y lograr así que este aprobase la ley de plenos poderes. Finalmente, mediante habilidosas maniobras, el partido nacionalsocialista logró maniatar a las demás formaciones políticas. Estas tuvieron que elegir entre votar a favor de nueva ley o abandonar el parlamento.

Surge así el reproche de Sebastian Haffner a los estadistas del momento: habla de la traición de los políticos. El día de Potsdam, la sumisión del Zentrum, la prohibición y persecución del KPD y del SPD… fueron acontecimientos vistos con mirada muy crítica por parte del autor. Afirma que los votantes de estos partidos, más de la mitad de los alemanes, se sintieron traicionados por sus dirigentes. Se encontraron de pronto sin una dirección política clara -una “bandera”- con la que oponerse eficazmente a Hitler. Eso explicaría que muchos de ellos pasaran a engrosar las filas del nacionalsocialismo

La «traición» de las agrupaciones paramilitares.

«Las agrupaciones políticas actuaron igual que los partidos (…) En ningún momento se notó la influencia de este Reichsbanner, nada en absoluto. Desapareció sin dejar rastro, como si jamás hubiera existido (…) El Stahlhelm, las fuerzas paramilitares de los nacionalistas alemanes, aceptó ser “unificado” primero y disuelto después».

En su tarea de suprimir todas las asociaciones paramilitares con el fin de consagrar el monopolio de la SA y las SS, los nacionalsocialistas apenas encontraron oposición. Los preparativos, las horas de entrenamiento y de concienciación, los esfuerzos por formar grupos armados capaces de controlar la calle… todo resultó ser vano. Las agrupaciones políticas, en contra de lo esperado, se disolvieron sin resistencia.

Este hecho sorprende poderosamente al autor, que no entiende cómo fue posible semejante desbandada. No obstante, a modo de explicación, trata de establecer una similitud y conexión entre la traición de los partidos y la de las agrupaciones paramilitares. Al fin y al cabo, las segundas dependían de la dirección de las primeras. Como consecuencia, muchos miembros de los grupos disueltos pasaron a formar parte de las asociaciones nazis.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.