Primera hoja de la Rosa Blanca


Abro otra nueva brecha en la temática de este blog; en concreto en lo referente a la Historia de Alemania. Se trata de la publicación, con algún que otro comentario -en cursiva y subrayado-, de las hojas de la Rosa Blanca. Esta organización de estudiantes que se opuso al régimen nazi es un buen ejemplo de actuación contra el totalitarismo desde la propia sociedad civil. En cierto modo guarda cierta relación con la oposición interior a los regímenes comunistas de la Europa del Este. Les dejo con el primer fragmento:

Nada es más indigno para un pueblo civilizado que dejarse “gobernar”, sin oponer resistencia, por una camarilla irresponsable que se deja llevar por sus bajos instintos ¿No es cierto que, hoy en día, todo alemán honrado se avergüenza de su gobierno? ¿Quién alcanza a vislumbrar el alcance de la ignominia que sobrevendrá sobre nosotros y sobre nuestros hijos, cuando haya caído la venda de nuestros ojos y salgan a la luz los horrendos crímenes que superan toda medida? Si el pueblo alemán está ya tan corrompido y descompuesto en su interior que, sin mover una mano, y por una temeraria confianza en las equivocadas leyes de la historia, abandona lo más alto que posee el hombre, lo que lo alza por encima de las demás criaturas: su voluntad libre de injerir en la rueda de la historia y someterla a su decisión racional, si los alemanes –exentos de toda individualidad- se han convertido en una masa sin espíritu y cobarde, entonces se merecen el hundimiento.

Al llegar a este punto es inevitable relacionar esta última palabra con el título de una obra de Joaquim Fest llevada recientemente al cine: “El hundimiento”. Desde luego, los jóvenes miembros de la Rosa Blanca no imaginaban el final atroz del III Reich tal como lo había planeado Hitler si salía derrotado en la II Guerra Mundial. Sin embargo, fue el propio dictador el que afirmó que el pueblo alemán merecería ese destino si no triunfaba en el conflicto, si no demostraba ser superior a sus enemigos eslavos. Es más, una vez fue consciente de que la victoria era imposible, se aseguró de que el hundimiento de Alemania fuera total.

Goethe denominaba a los alemanes un pueblo trágico, similar al judío y al griego; pero hoy parece que se han convertido en un rebaño de secuaces, superficial y sin voluntad, a quienes les han quitado hasta los tuétanos; faltos de núcleo, están dispuestos a arrastrarse al hundimiento. Parece… pero no es así; antes bien, como fruto de una violación lenta mentirosa y sistemática, cada persona ha sido recluida en una cárcel inmaterial; sólo cuando se ha visto encadenada, ha sido consciente de la perdición. Esa cárcel inmaterial, tan típica de los sistemas totalitarios, se encontraría reflejada también en las obras como la de Victor Kemplerer, Sebastian Haffner y Stefan Zweig entre otros. Pocos han reconocido la amenaza de la corrupción, y el premio por sus advertencias heroicas ha sido la muerte. Sobre el destino de esas personas habrá que hablar aún.

Bibliografía:

[1] La Rosa Blanca. Los estudiantes que se alzaron contra Hitler; José M. García Pelegrín – Madrid – LibrosLibres – 2006.

Relevo en el Nuevo Laborismo

Artículo publicado en la sección Colaboraciones de La Segunda en junio de 2007.


El pasado día 27 de junio Tony Blair abandonaba el número 10 de Downing Street. El líder laborista que más años ha ocupado el puesto de primer ministro británico dimitió en presencia de la reina; su testigo lo recogió pocas horas después su estrecho colaborador Gordon Brown. Cabe plantearse si este relevo en la cabeza del partido puede calificarse como una nueva etapa.

En mi opinión, es un error pensar que este cambio de protagonistas vaya a variar los planteamientos y el “modus operandi” del laborismo.

El “político-actor” -el hombre sonriente- ha dejado paso al austero y brusco escocés, pero salvo eso y la nueva actitud ante la cuestión de Iraq, nada más ha cambiado. Las líneas marcadas en 1997 por el primer gobierno Blair siguen siendo las claves para entender la actitud británica; la personalidad de Tony y Gordon poco añade. Incluso lo relativo a Iraq es comprensible; el nuevo primer ministro no debe –opine lo que opine- empantanarse en lo que ha resultado ser la tumba de su predecesor.

El Nuevo Laborismo basado en La Tercera Vía del teórico Anthony Giddens continúa siendo la bandera del partido de Brown. Ese giro al centro que planearon él y Blair a principios de los años noventa ha permitido al partido, sin rumbo en la época de Margaret Thatcher, mantenerse en el poder durante más de diez años ¿Tendría sentido, pues, que el nuevo primer ministro desmontase este edificio que el mismo ayudó a levantar? Parece que no. Gordon Brown, mal que le pese a la rancia izquierda europea, va a continuar andando la senda del Nuevo Laborismo. Sabe que sólo esa fórmula –mezcla de justicia social y neoliberalismo- atrae a las clases medias, imprescindibles para derrotar a los conservadores de James Cameron en las próximas elecciones.

Por tanto, nos encontramos ante un gobierno británico en el que, salvo en lo relativo a los protagonistas, poco varía con respecto al último de Tony Blair.

Es lógico, Gran Bretaña no necesita, como la Francia de Chirac, una revolución de arriba abajo. Gordon Brown no ha de ejercer de Sarkozy; ha de jugar el papel de continuista, pero con la ventaja de haber dejado atrás los pesados lastres que arrastraba Blair tras diez años sufriendo el desgaste del poder.

Tan sólo en una cuestión parece diferenciarse el pensamiento de ambos líderes del laborismo: Europa. Es bien sabido que Gordon frenó en numerosas ocasiones el ímpetu europeísta de Tony. Es más, de no ser por él es casi seguro que la libra esterlina hubiera sido sustituida por el euro. Parece claro que, a pesar de su afinidad con la nueva hornada de gobernantes europeos capitaneados por Merkel y Sarkozy, Brown no va a ceder con facilidad parcelas de la soberanía británica ante las necesidades y exigencias de la Unión Europea.

¿Kemalismo contra islamismo en Turquía?

Artículo publicado en la sección Colaboraciones de La Segunda en mayo de 2007.


La crisis presidencial turca de 2007 parece haber terminado en tablas tras el primer asalto. Esos días a caballo entre abril y mayo finalizaron sin un claro triunfador en la lucha por el poder. El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), liderado por el actual primer ministro – Recep Tayyip Erdogan-, no logró que Abdullah Gül alcanzase la presidencia de la nación. No obstante, tampoco la oposición kemalista del Partido Republicano del Pueblo (CHP) y el Ejército han conseguido desbancar a los islamistas del poder.

Hasta el próximo 22 de julio, fecha que la Junta Electoral ha establecido para la celebración de comicios anticipados, todo seguirá igual en Turquía: Ahmet Necdet Sezer continuará siendo presidente, y Erdogan primer ministro

¿Qué sucederá tras las elecciones? Esa es la gran pregunta que nadie acierta a contestar a día de hoy. Parece claro que, salvo sorpresas, los islamistas moderados de AKP reeditarán su mayoría en la Cámara. Sin embargo, no está del todo claro si ese nuevo triunfo desbloqueará la oposición a la designación de un presidente de ese partido. Es más, en caso de que se produjera un nuevo bloqueo, no habría que descartar la intervención de un Ejército ansioso por volver a ser el protagonista de la vida política turca. Y esto, bien lo sabemos, volvería a cerrar a Turquía las puertas de la Unión Europea durante muchos años. De momento lo más sensato es esperar a los sucesos del día electoral; sólo entonces podremos analizar de una manera más certera esta cuestión.

Nadie es capaz de predecir un futuro tan incierto como el de la alta política turca. No obstante, podemos analizar, basándonos en aspectos históricos, sociológicos e ideológicos, su situación actual. La Turquía de Mustafa Kemal inició tras la Gran Guerra su proceso de occidentalización. Este se manifestó en un sinfín de reformas que tenían como objetivo su modernización y conversión en una nación competitiva.

A la muerte de Kemal sus seguidores trataron de continuar su obra política, y para ello se basaron en dos pilares: el partido kemalista –actual CHP- y el Ejército. Los primeros defenderían a través de las urnas el Estado laicista y democrático impuesto por su fundador; y los segundos intervendrían militarmente cuando, tras la derrota electoral del kemalismo, sus rivales amenazaran con desmontar el sistema.

Sin embargo, este “modus operandi” ha ido degenerando poco a poco hasta convertirse en una simple excusa para que determinadas élites nacionales se mantengan en el poder.

El Partido Republicano Popular, que de unos años a esta parte se viene denominando socialdemócrata, es la cuna de los herederos de Atatürk e Ismet Ínönü. Deniz Baykal y los suyos son personajes que, acostumbrados a que sus antecesores controlaran los resortes del poder, no entienden porque ellos no han de hacerlo. Muestran en sus planteamientos una alarmante carencia de cultura democrática: no admiten la alternancia y el ascenso de figura ajenas a sus élites.

Por su parte, el Ejército ha terminado por convertirse en defensor de los intereses kemalistas, que no democráticos. Es más, sus abundantes injerencias en la actividad política –algunas, a mi juicio, justificadas- a lo largo del último siglo, les han dejado buen sabor de boca. Los altos cargos militares turcos se sienten a gusto dirigiendo a la acción gubernamental, bien por coacción o por acción directa.

Hemos descrito brevemente a uno de los dos oponentes en la lucha por el poder en Turquía; a continuación vamos a conocer a sus rivales. Lo primero que hay que determinar a la hora de hablar del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) es si realmente es un grupo islamista. En su origen la mayor parte de estos personajes –Erdogan y Gül incluidos- fueron seguidores de Necmettin Erbakan. Este si que fue un verdadero líder islamista; un hombre que aspiraba a que la política turca volviera a sus antiguas tradiciones religiosas.

No obstante, los actuales gobernantes de Turquía se alejaron bien pronto de los planteamientos de su antiguo líder y fundaron un nuevo partido que muchos denominan como islamismo moderado. Se trata de un grupo que defiende la continuidad del actual régimen turco –el kemalista- pero suavizando determinados aspectos laicistas que, a su juicio, rozan la paranoia antirreligiosa (ciertamente, Turquía no es hoy un Estado laico, sino laicista). Son partidarios de la modernización del país y de su integración en la Unión Europea.

Es más, con el ejecutivo Erdogan se han dado los pasos más importantes en el proceso integrador.

Dicho esto, cabe plantearse si realmente AKP es peligroso para la democracia. Mi opinión es que no ¿De dónde viene, pues, la oposición tan radical mostrada en los pasados días –¡y lo que nos queda!- por kemalistas y militares? Lo cierto es que la presidencia de la República es uno de los últimos bastiones que le queda a esta élite todopoderosa desde los tiempos de Mustafa Kemal Atatürk. Es lógico, pues, que se resistan a entregarlo. Aunque en su día les costó, han dejado en numerosas ocasiones que otros ocuparan el gobierno del país. Incluso han permitido que cayera en manos de islamistas radicales como el anteriormente citado Necmettin Erbakan.

Sin embargo, en este proceso de normalización política que dura ya más de ochenta años, todavía no han abandonado nunca la presidencia. Esa es la tecla que han tocado Erdogan y Gül, y parece que el kemalismo todavía no estaba maduro para aceptarlo. En fin, se trata de un paso más hacia el pluralismo; un requisito que algún día –puede que dentro de pocas semanas- Turquía tendrá que cumplir para ser una nación totalmente democrática.

Bibliografía:

[1] El turco. Diez siglos a las puertas de Europa; Francisco Veiga – Barcelona – Debate – 2007.

[2] Turquía, entre Occidente y el Islam: una historia contemporánea; Glòria Rubiol – Barcelona – Viena -2004.

Séptimo pecado: la verdadera puñalada


“Tan sólo un año más tarde volvieron a presentarse los que en octubre y noviembre de 1918 habían huido tan miserablemente de su responsabilidad, y lo hicieron en calidad de acusadores. Los socialdemócratas a quienes ellos habían cargado con la responsabilidad de la derrota se convirtieron entonces en los “criminales de noviembre” que habían “apuñalado por la espalda al frente victorioso” y provocado la derrota, es más, la habían deseado”. Sebastián Haffner trata de desmontar en el último capítulo de su obra la leyenda de la “puñalada por la espalda”, descrita de forma bastante acertada en el párrafo anterior. Al mismo tiempo plantea lo que él llama la “verdadera puñalada”: efectuada por los altos mandos políticos y militares del Imperio Alemán contra sus opositores –socialdemócratas y democristianos fundamentalmente-, el ejército y la propia nación. La artimaña consistió, básicamente, en entregar el poder a otros justo cuando la derrota era inevitable e inminente. De esta forma, las manos de los verdaderos culpables aparecían limpias ante la Historia y el pueblo, quedando como responsables aquellos que se dejaron engañar al tomar las riendas del poder de modo ingenuo.

La Revolución de noviembre no afectó para nada al desenlace final de la guerra. La derrota alemana, una vez fracasada su última embestida sobre el frente occidental, era cuestión de tiempo. Las tropas norteamericanas e inglesas crecían con el paso de los meses, sin que los alemanes encontraran el modo de mantener por más tiempo la firmeza de sus líneas defensivas. Es más, desde el 29 de septiembre se estaba negociando el alto al fuego con el presidente Wilson. Por tanto, la paz deshonrosa para Alemania –el yugo de Versalles- lo forjaron los que después cargaron sobre los hombros de Weimar esa responsabilidad. No obstante, el séptimo “pecado” no consistió tan solo en afirmar que determinados parlamentarios deseaban la derrota para llevar a cabo la revolución. Eso, desde luego, era falso –se podría plantear solamente esta tesis para el caso de los futuros espartaquistas-; pero había más.

La Alemania imperial pudo llegar, una vez sumida en el pozo de la derrota, a una paz más favorable. Lo que sucedió fue que sus líderes, bien por miopía política o bien por la ya habitual huída de la realidad, no tomaron el camino adecuado. Los ejércitos alemanes tenían que haber abandonado Francia y Bélgica a principios de mayo con el fin de plantear una defensa seria y posible en el Rin. Esto obedecía no solo a la lógica militar, sino también diplomática: desde una posición fuerte se podría llegar a una paz más conveniente. Sin embargo, una vez más, el alto mando se mostró incapaz de reconocer la derrota; y eso incluía la cabezonería de no abandonar Bélgica, que en principio era simplemente un lugar de paso.

Haffner nos muestra a Ludendorff como responsable de estos hechos: un general omnipotente, con cierto trastorno mental a esas alturas del conflicto, y ejemplo claro de los dos males más nocivos de Alemania es la Gran Guerra, la huida de la realidad y la búsqueda de chivos expiatorios. Este militar, además de ejercer de comadrona de la puñalada, cometió dos “pecados” en el último momento: no retirarse al Rin y pedir, públicamente y sin ningún tipo de preparación política, el alto al fuego el 29 de septiembre. Este último suceso no solo desmoralizó a la nación entera –exhausta a esas alturas de conflicto-, sino que también mostró a los enemigos el agotamiento alemán. Eso sirvió para que las condiciones de paz fueran más duras, ya que los germánicos pasaron a ocupar una posición de debilidad también en lo diplomático.

El autor suaviza al final del capítulo la culpa de Ludendorff, ya que su ascenso vino causado por la renuncia a su obligación de gobernar de algunos políticos. Si el general se encontró en un momento de la guerra con todo el poder en sus manos fue, básicamente, porque casi le obligaron a aceptarlo; los demás no cumplieron con su obligación de gobierno.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Sexto pecado: Brest-Litovsk o la última oportunidad desaprovechada


El penúltimo “pecado” capital guarda una íntima relación con el quinto: el apoyo la revolución de Lenin. Con la paz de Brest-Litovsk, favorecida indudablemente por el triunfo del partido bolchevique en Rusia, Alemania podía, por fin, combatir en un solo frente: el occidental. El II Reich debía haber apostado todo a la única carta que le quedaba para lograr la victoria o, al menos, una paz honrosa. Tenía que utilizar todo su poderío en el oeste para dar un golpe definitivo antes de que los americanos desembarcaran con todo su potencial en el Viejo Continente. Sin embargo, los líderes alemanes, no supieron aprovecharlo:

“El fallo que cometió Alemania en el invierno de 1917-1918 y la primavera de 1918 no fue arriesgarlo todo a esa oportunidad, sino no hacerlo. Si realmente se hubiese querido aprovechar aquella posibilidad inesperada, surgida una vez más en el último instante, de lograr una victoria militar en el oeste (una posibilidad desesperada, escasa, y terriblemente efímera), Alemania debería haber volcado todo, absolutamente todo lo que tenía en ese momento al frente oeste”.

Este sexto “pecado” es, en contra de lo que llega a afirmar Haffner en la cita anterior, gemelo de los anteriores. Es cierto que Alemania, al contrario que en otros casos, no arriesgó justamente cuando debía hacerlo. Sin embargo, no lo hizo porque dejó, una vez más, que el idealismo tomara el las riendas del carro germano. El Imperio Alemán volvió a huir de la realidad al no aprovechar todo su potencial oriental en el oeste. Mientras medio ejército del II Reich preparaba la última y desesperada ofensiva occidental, la otra mitad de sus efectivos se lanzaba a la aventura asiática. Si, los alemanes nunca penetraron tanto en Rusia –un país ya derrotado- como en esos meses en los que perdía la guerra en territorio francés.

El II Reich estuvo muy cerca de derrotar a sus enemigos en el frente occidental con aquella ofensiva de 1918; le faltó tan solo un último empujón. Pero ese impulso estaba dedicado a una gran e inútil aventura: un juego oriental en el que incluso se permitieron el lujo de intervenir en la guerra civil rusa a favor de los blancos.

¿Qué habría sucedido si Alemania no hubiese pecado por sexta vez? Sebastian Haffner deja que al lector vislumbrar un Reich victorioso, pero no lo asegura al cien por cien. Es un autor lo suficientemente prudente e inteligente como para darse cuenta de que podían haber sucedido muchas cosas: no solo los alemanes movía ficha. En primer lugar, los rusos podía haber vuelto a las armas ante la certeza de una retirada germana, lo que haría retornar la guerra en dos frentes. Y, en segundo término, quedaba la por despejar la incógnita de cómo reaccionarían los occidentales ante un hipotético triunfo de la última ofensiva alemana. Podían no dar por acabado el conflicto, decisión fatal para el II Reich.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Quinto pecado: el juego de la revolución mundial y la bolchevización de Rusia


“…en el hecho de que a raíz de la Primera Guerra Mundial hubiese un gobierno comunista en Moscú no sólo influyó de manera decisiva el entonces gobierno del Reich, sino que éste así lo quiso. La bolchevización de Rusia fue consecuencia de una política consciente, muy meditada y sólo en esa ocasión lograda por parte de la Alemania imperial durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, serán pocos los que hoy en día disientan de que, a pesar de todo, aquello también fue un error desde el punto de vista alemán”.el II Reich se alió con todos sus fantasmas con el fin de acabar con la guerra en dos frentes. Resulta difícil comprender como dos ideas políticas tan opuestas -el autoritarismo y el socialismo bolchevique- pudieron llegar a entenderse; pero así fue.

No obstante, Alemania no buscaba tan solo firmar una paz por separado con la Rusia revolucionaria para poder volcarse en el frente occidental. La política germana esperaba que, tras el triunfo de Lenin, el antiguo imperio zarista quedase sumido en el caos: consideraban a los bolcheviques incapaces para la labor de gobierno. El II Reich trasladó al líder revolucionario de Suiza a Rusia con el fin de borrar a esta nación de la lista de grandes potencias durante mucho tiempo. La Historia ha demostrado que el efecto fue el contrario.

Alemania y los bolcheviques, aliados por mutua necesidad, sabían que tarde o temprano su camino tendría que separarse. Los objetivos de ambos eran divergentes, de ahí que cada uno tratase de sacarle todo lo posible al compañero de viaje para luego reírse de él.

Durante los primeros meses el general alemán se presentó al mundo como el gran triunfador de la partida. Sin embargo, el tiempo demostró lo contrario: el II Reich quedó sumido en el caos, mientras los bolcheviques construían una superpotencia que con los años sometería a la misma Alemania que la había creado. Los dirigentes romántico-conservadores alemanes no dudaron en aliarse con algunos de sus grandes miedos: revolución proletaria, nacionalismo, islamismo, antimperialismo…

Lenin fue, por contra, más pragmático: dio varios pasos hacia atrás con el convencimiento de que la revolución -auspiciada y financiada por el Imperio Alemán- acabaría abriéndose camino en la vieja Europa.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Cuarto pecado: la guerra submarina sin cuartel


“Con la guerra submarina sin cuartel Alemania cometió por segunda vez el mismo error, sólo que de mayor envergadura, que el que había supuesto el plan Schlieffen. De nuevo estuvo dispuesta a aceptar un mal seguro a cambio de una mera expectativa de obtener un beneficio incierto”.

De inicio Sebastián Haffner nos plantea una acertada analogía entre el segundo y el cuarto “pecado capital”. La entrada del Imperio Británico en el conflicto fue fruto del empecinamiento alemán por derrotar más fácilmente a Francia ignorando la neutralidad belga. De la misma manera, tratar de someter a los ingleses por medio del empleo masivo de fuerzas submarinas iba a provocar que los EE.UU. declarasen la guerra al II Reich.

Se repetía, pues, la misma situación: con el fin de derrotar a un enemigo se asume el riesgo de provocar –con total seguridad- la animadversión de otra potencia mayor. Si a esto añadimos que, como sucedió tanto en el caso francés como en el británico, el tan ansiado objetivo de dejar fuera de combate a un enemigo puede no cumplirse, el desastre es aún mayor. A causa de esta política El Imperio Alemán introdujo a Inglaterra y los EE.UU. en la Gran Guerra, y a cambio no consiguió nada: de dos contrincantes pasó a tener cuatro. No obstante, Haffner defiende que existieron importantes diferencias entre estos dos “pecado”: la guerra submarina sin cuartel fue un fallo aún más imperdonable que la invasión de Bélgica. En primer lugar porque se cometió el mismo error por segunda vez.

En segundo término porque la posición de los EE.UU. en 1917 era bastante más clara que la del Imperio Británico en 1914: los americanos manifestaron repetidamente que en caso de guerra submarina declararían la guerra a Alemania, afirmación que nunca fue pronunciada en Londres cuando se planteo la cuestión belga. La entrada de Inglaterra en la Gran Guerra era una posibilidad; la de los Estados Unidos era segura. Finalmente el autor señala que la tercera diferencia consistió en la forma de tomar la decisión: mientras que el plan Schlieffen, rodeado de todo el secretismo militar, se ejecutó rápidamente, la guerra submarina se debatió durante dos años, siendo sometida a la voluntad del Reichstag y de la opinión pública.

¿Cómo llegaron los alemanes a convencerse de que la guerra submarina sin cuartel era la mejor manera para ganar la guerra? La respuesta a esta incógnita hemos de buscarla en el tercer “pecado capital”: la huída de la realidad. Alemania, encerrada en su habitual idealismo, había renunciado a toda paz que no supusiera una victoria total. De esta manera, es lógico llegar a la conclusión de que solo ahogando el comercio marítimo británico se podía llegar a tal meta. Una vez conseguido ese objetivo el II Reich confiaba en poder mantener a los americanos lejos de Europa mediante un cordón submarino en el Atlántico.

Sin embargo, aunque estuvieron cerca provocar el colapso de la flota inglesa, los alemanes no llegaron nunca a controlar los océanos. Sus enemigos, duramente golpeados por el impacto inicial de la guerra submarina sin cuartel, fueron poco a poco encontrando revulsivos ante el acoso germánico. De esta forma, las islas británicas nunca quedaron aisladas, y los americanos pudieron cruzar el Atlántico y luchar en suelo francés con el fin de derrotar a Alemania.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Tercer pecado: Bélgica y Polonia o la huída de la realidad


«A lo largo de cuatro años –más exactamente hasta el 29 de septiembre de 1918-, el gobierno alemán, secundado por el aplauso de la opinión pública, rechazó siempre en un tono casi indignado, como si de una exigencia inmoral se tratara, pactar una paz general sobre las bases de un status quo, sin vencedores ni vencidos”.El tercer capítulo de la obra de Haffner nos describe una Alemania heroica, sacrificada y fuerte, enfrentada a una misión que supera sus fuerzas. La alabanza a la capacidad de resistencia del pueblo y del ejército alemán es una constante a lo largo de estos párrafos. No obstante, el autor lamenta la ceguera existente dentro del II Reich: el no percatarse de que la victoria era imposible. Tras el fracaso del Plan Schlieffen, y con los británicos como enemigos, la guerra estaba perdida. A los germanos solo les quedaba llegar una paz entre iguales que les permitiera salir de ese conflicto sin demasiados daños que lamentar. Los dirigentes del Imperio Alemán tuvieron a lo largo de esos cuatro años varias ocasiones para firmar esa paz “sin vencedores ni vencidos” que tanto le convenía a su nación; sin embargo, rechazaron, una tras otra, las posibilidades que se les presentaban. Para la ceguera del II Reich solo valía la victoria, y esta era imposible. Ese es el tercer “pecado” denunciado por Sebastián Haffner en su libro: la huída de la realidad. Ahora bien, ese juego infantil de no querer afrontar a los hechos –soñar con una victoria imposible- fue acompañado de otras manifestaciones poco coherentes. Toca, pues, hablar de Polonia y Bélgica. De pronto estos dos territorios, que no le habían importado nunca a ningún alemán –habían interesado solo como lugar de paso para otras grandes conquistas-, se convirtieron, de la noche a la mañana, en partes fundamentales del proyecto imperial. A tal punto llegó esa obsesión que en más de una ocasión la paz “sin vencedores ni vencidos” se frustró por la incapacidad de los alemanes para renunciar a sus conquistas en esos territorios.

Por tanto, Polonia y Bélgica son nombres propios que representan parte de esa huída de la realidad. Los dirigentes del Reich se agarraron con todas sus fuerzas a la idea de una Alemania victoriosa; sueño demente en el que, poco a poco, fueron ocupando su lugar los territorios de esas dos naciones. Mientras esto sucedía, a la nación se le acababa el tiempo: cada vez resultaba más difícil mantener la línea del frente. No obstante, durante cuatro años, la posibilidad de evitar la catástrofe fue rechazada por unos líderes borrachos de un triunfalismo inexistente.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Segundo pecado: el Plan Schlieffen


“La política alemana se encontraba ya ante un duro dilema. Debido lógicamente a sus errores previos tenía encima dos “guerras frías”: una contra Rusia y Francia por la hegemonía continental y otra contra Inglaterra por ocupar “un lugar bajo el sol”. Alemania estaba obligada a separar ambas cosas y reventar la Entente”. Y lo cierto es que, como afirma Sebastian Haffner en los siguientes párrafos de este segundo capítulo, casi lo consiguió. El II Reich estuvo muy cerca de mantener al margen de la guerra a Inglaterra, pero sus errores –el segundo “pecado”- lo impidieron.

Las relaciones entre los germanos y las potencias continentales apuntaban inevitablemente hacia la guerra; una lucha en la que Alemania tenía posibilidades de alzarse con la victoria. Por el contrario, en el caso británico, la distensión comenzaba a dar sus frutos, por lo que es de suponer que los insulares se mantendrían al margen de una guerra europea. A Inglaterra no le interesaba poner en peligro su mastodóntica y frágil estructura comercial, y al II Reich no se le pasaba por la cabeza enfrentarse a tal potencial naval al tiempo que desarrollaba una guerra con Francia y Rusia. En definitiva, el enfrentamiento entre Austria y Serbia podía arrastrar al campo de batalla a alemanes, rusos y franceses, pero no tenía porque dar pie a la entrada de Inglaterra. Es más, al tratarse básicamente de una guerra en la Europa oriental, la situación de Francia era más que comprometida. Resultaba impensable que los ejércitos de la tricolor se plantaran en los Balcanes; la única misión de los franceses en la conflagración adveniente era atacar Alemania por su frontera occidental. Basándose en el testimonio de los miembros del gobierno inglés y de sus embajadores en París y Berlín, Haffner llega a afirmar que, salvo que se produjera una invasión germana del territorio francés, Inglaterra estaba dispuesta a mantenerse al margen del conflicto. Es decir, el Imperio Alemán debía contentarse con una guerra oriental, limitándose solo a defenderse en el oeste de los ataques franceses. Por tanto, se le presentaba a Alemania la posibilidad, no solo de mantener la neutralidad británica, sino también de mostrar al mundo como Francia se había apuntado –fruto de su revanchismo- a una guerra a la que no había sido invitada y en la que no tenía nada que hacer. En los primeros días de la guerra los militares tomaron el control de las operaciones en Alemania, fijando entre sus prioridades la materialización del Plan Schlieffen. Este contemplaba la invasión de Francia atravesando Bélgica y Luxemburgo con el fin de evitar las líneas defensivas francesas; así quedaba desbaratada toda la acción diplomática germana para con Inglaterra. Este acto no solo significaba la renuncia a un conflicto puramente oriental, sino que suponía una acción hostil hacia dos países que se habían manifestado neutrales ante la lucha que se avecinaba. A esto hemos de añadir el compromiso del Imperio Británico para con estas dos naciones europeas en peligro.

Los militares alemanes con sus tácticas y envolventes lograron lo que con tanto esmero habían procurado evitar los políticos: la entrada de Inglaterra en la guerra. Ese fue el segundo “pecado” capital del II Reich: “ante la posibilidad de dejar fuera de combate a una gran potencia, Francia, el plan prefería arrastrar hacia el conflicto con toda seguridad a otra más fuerte, Inglaterra”. De esta manera, aún logrando un rotundo éxito en el frente francés –que como sabemos no se produjo-, la situación de Alemania en la Gran Guerra había empeorado.

Hoy sabemos -al igual que Haffner cuando redactó en 1964 Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial- que las cosas hubieran sido muy distintas si los dirigentes del II Reich se hubieran inclinado por un conflicto oriental. Los hechos demostraron en esos años de lucha que Alemania estaba más que capacitada para defenderse de Francia en el oeste y resultar victoriosa en el frente este; sin embargo, la elección fue otra. Aún así, al Imperio Alemán se le presentarían otras ocasiones de alcanzar resultado favorable de cara al fin de la guerra. Oportunidades que, como veremos en los próximos “pecados”, tampoco aprovechó.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

Primer pecado: El alejamiento de Bismarck


“El primero de los grandes errores que cometió Alemania fue, para empezar, provocar la Primera Guerra Mundial, y eso es exactamente lo que hizo”. Así comienza Sebastian Haffner a relatar las siete grandes faltas de su nación a lo largo de la Gran Guerra. Son puntos fulminantes que dejan al descubierto los principales errores del Imperio Alemán en esa contienda. Sin embargo, el autor aclara desde el comienzo que su estudio se centra en Alemania y, por tanto, no abarca los “pecados” de los otros contendientes; que, sin duda, fueron también numerosos y graves.

Haffner señala a Alemania como provocadora del estallido bélico. No obstante, defiende que no fue la única responsable de la Gran Guerra: todos la aceptaron, y la “euforia de la catástrofe” –el júbilo por la lucha- fue un fenómeno general entre los ciudadanos de las potencias en conflicto. Solo al final, con los alemanes derrotados y bajo el efecto de la “catástrofe de la euforia”, los vencedores impusieron ese pesado yugo a la recién nacida República Alemana: la responsabilidad de la guerra. En una Europa en tensión –rompecabezas de alianzas defensivas y ofensivas- fue Alemania la que se dignó a prender la mecha del enorme polvorín. Y, como veremos a lo largo de los resúmenes de este libro, lo hizo de la peor manera posible para sus intereses. Los disparos de Sarajevo, afirma el autor, no fueron la causa: el asesinato del Archiduque podía solucionarse por vías pacíficas –o que no salpicaran a las grandes potencias- como tantos otros entuertos en los Balcanes. Sin embargo, ahí basa Haffner su acusación, Alemania quiso que no fuera así; aprovechó ese asesinato para lanzarse a una guerra que difícilmente podía ganar.

¿Cómo llegó el II Reich a esa situación? El periodista alemán responde con un nombre: Bismarck. El gran hombre de Europa a finales del XIX fue un prusiano: un gobernante que supo hacer a su nación imperio; un estadista que tuvo la habilidad suficiente para introducir a Alemania entre las grandes potencias sin provocar la hostilidad de estas. Esta labor tenía dos premisas fundamentales: conservar la confianza de Inglaterra y evitar un acercamiento entre Francia y Rusia. Bismarck sitúo al kaiser Guillermo I al frente de una nación satisfecha con sus logros y su estatus internacional. Sin embargo, en el cambio de siglo la política germana, con su gran hombre fuera de los círculos de poder, experimentó un giro. El Imperio comenzó a soñar con una situación de predominio mundial; los alemanes ya no eran felices con el estatus legado por Bismarck. Fue entonces cuando, a la par que las demás potencias, el II Reich empezó a prepararse para la guerra.

Antes de finalizar esta exposición del pensamiento de Sebastian Haffner, conviene desarrollar dos aspectos que, hasta ahora, hemos dado por supuestos. En primer lugar es bueno señalar que ese conflicto que todos preparaban no tenía porque tomar el cariz que después adquirió. Es decir, podía tratarse de una guerra entre dos o tres potencias, incluso dos enfrentamientos simultáneos o cercanos cronológicamente. Cabía esperar una conflagración de carácter general, como después sucedió, pero no era la única posibilidad. En segundo término es preciso matizar el papel de Alemania como nación deseosa de lanzarse a las hostilidades. En cierto modo todos lo deseaban: no solo había virado la política germana. No olvidemos, por tratarse de una monografía referida al Imperio Alemán, el revanchismo francés, el expansionismo Austrohúngaro, o las necesidades de los zares ante la situación interna de Rusia.

Por consiguiente, el primer error de Alemania consistió en abandonar el equilibrio bismarckiano. Sin embargo, no fue lo único imputable a los dirigente germanos en este primer “pecado”. El Reich no solo se lanzó a la hostilidad evitada con tanto esmero por el “canciller de hierro”, sino que provocó una guerra que no podía ganar. Los alemanes tenían ante sí dos grandes metas: alcanzar la hegemonía en el Continente, y hacer lo propio a escala mundial. En el primer caso tendría que lidiar con Francia y Rusia, y en el segundo con Inglaterra. Resulta evidente que Alemania no podía hacer frente a las tres potencias a la vez –en una misma guerra-, pero existían posibilidades de victoria si luchaba primero por un objetivo y después por el otro. Pues bien, como veremos con más detalle en futuros “pecados”, Alemania se lanzó a la vez por ambos premios. El Imperio de Guillermo II generó la desconfianza y el recelo suficientes para lograr el difícil acercamiento entre estas potencias.

Bibliografía:

[1] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.