Los caudillos mexicanos del XIX

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 29 de abril de 2007.


De Miguel Hidalgo a Porfirio Díaz el siglo XIX mexicano es la historia de sus caudillos y héroes que, con más o menos suerte, guiaron los pasos de la nación americana.

En la tradicional pugna de los grandes personajes con el devenir histórico, Enrique Krauze nos presenta Siglo de caudillos. Con este recorrido por la Historia decimonónica de México pretende, sin caer en los extremos que considera erróneos -el culto a la personalidad y la negación de la intencionalidad individual-, aportar su pequeño granito de arena a la polémica. La nación de los antiguos aztecas es resultado de numerosos factores, no sólo la acción de sus élites. Sin embargo, la actuación de estas personas pesó en su configuración final. Esa es la línea argumental que sigue esta investigación con apariencia de novela.

Enrique Krauze se sirve de una celebración -el centenario del “Grito de Dolores”, hito fundamental en el proceso de independencia mexicano-, para iniciar su repaso histórico. Desde esa atalaya de repasa cien años de Historia marcados por dos visiones bien diferenciadas, la liberal y la conservadora. No obstante, ambas coinciden en un punto: tratar a sus padres ideológicos como héroes y a los contrarios como traidores.

La obra parte de la historiografía liberal de la época de Porfirio -personificada en los discursos, monumentos, fiestas y avenidas de la capital- con el fin de criticar su excesivo partidismo. A continuación el autor plantea una reflexión histórica más imparcial -alejada de esa Historia de dioses y demonios- que recupere para México esos protagonistas que la historiografía oficial de principios del XX dejaba a un lado.

A continuación la obra nos muestra con detalle la vida de los principales caudillos de México que, a modo de guías, nos permiten también repasar la Historia de esa nación.

Es más, no faltan en la obra capítulos que, sin tener como protagonista a ninguno de estos personajes, tratan de situarnos en los acontecimientos mexicanos del momento. Por tanto, estos epígrafes son, al mismo tiempo, nexos de unión entre la vida de los diferentes líderes y perspectivas generales de la situación del país.

Además, Krauze nos ofrece también la visión que, en las sucesivas épocas, se ha tenido de estas grandes figuras. Las dos primeras nos muestran lo cerca que se movieron en la década de 1810 la revolución y el sentimiento religioso. No obstante, son muchas las diferencias que se aprecian entre el cura Hidalgo y José María Morelos. El primero se nos presenta en esta obra como un loco, un visionario que desató una orgía de saqueo y muerte sin más finalidad que la propia atrocidad vengativa.

Por el contrario, Morelos si parecía tener un proyecto que poner en práctica tras la guerra. Fue un personaje más equilibrado, ordenado y pragmático; un hombre capaz de legislar con más respaldo que el mero providencialismo de Hidalgo. El de Valladolid de Michoacán demostró una vez más ser superior a su antecesor al no retractarse ante el tribunal que lo juzgaba. José María Morelos murió sin traicionar a sus ideas y a sus compañeros de revolución.

Agustín de Iturbide es la siguiente figura que nos presenta Enrique Krauze. Destaca su magistral actuación en Iguala y su lucha incansable contra la anarquía desatada por los “curas revolucionarios”.

Sin embargo, a juicio de numerosos contemporáneos –Simón Bolívar entre ellos- su gran error fue aceptar la corona imperial en 1822. Esta, a la postre, resultó ser una trampa que lo arrojó sin remedio al infierno de la historiografía mexicana. A juicio del autor, Agustín I abdicó sin ofrecer resistencia por su temor a la anarquía que, inevitablemente, una guerra civil tendría que desatar.

Su vida se movería entre ese miedo y su ansia de poder. Ambos elementos lo llevaron a coordinar la concordia Trigarante, pero también al exilio en Europa tras la rebelión de Santa Anna. Es precisamente esta figura, cuya vida corrió paralela a la de la nación desde Casamata hasta Ayutla, la siguiente en salir al escenario de caudillos fabricado por Enrique Krauze. Este militar, a pesar de su intermitencia en el poder, fue el alma de México entre 1822 y 1854; el líder sediento de gloria al que el país siempre pudo recurrir en los momentos de dificultad.

Santa Anna fue un hombre al que le aburría la tarea de gobierno, de ahí su confianza en la labor del vicepresidente Gómez Farias y sus habituales retiradas de la vida pública. Como el México de su tiempo, parecía encontrarse cómodo en la anarquía, en el rol de salvador. Sin duda este personaje nació para esa época de la Historia mexicana; en periodos de estabilidad hubiera pasado –nos dice el autor- totalmente desapercibido.

Antes de adentrarse en el México de Benito Juárez y Porfirio Díaz, Krauze dedica un amplio capítulo a lo que llama “Biografía del saber”. En él aborda la cuestión ideológica de liberales y conservadores acudiendo a las figuras de sus padres intelectuales: José María Mora –“el futuro como un proceso de liberación”- y Lucas Alamán –“el futuro como un proceso de preservación”-.

Estos personajes guiaron las ideas de ambos partidos hasta el periodo comprendido entre los años de la derrota contra los EE.UU. (1848) y el posterior final del general Santa Anna (1854). Después de esos hechos fueron otros los ideólogos que, manteniendo las líneas fundamentales de los planteamientos de Mora y Alamán, azuzaron el debate político de la nación.

La crisis de 1848 marcó el inició de un cambio que culminó en México seis años después. Toda una generación de estadistas, teóricos y militares desapareció del panorama político para dejar paso a una nueva hornada de caudillos.

El fracaso de los primeros cincuenta años de independencia era fruto de la inoperancia de los líderes recién retirados del gran teatro del poder, pero también el de una clase social: los criollos. El relevo no fue, como destaca Enrique Krauze, únicamente de tipo generacional; el gobierno pasó a manos de mestizos e indios como Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Ignacio Comonfort y, sobre todo, Benito Juárez y Porfirio Díaz.

Estos hombres que trataron de reformar México en medio de dificultades, guerras civiles, invasiones extranjeras e imperios fabricados desde el Viejo Continente –Krauze dedica también un epígrafe a Maximiliano I-, iban a guiar a su país hasta el centenario de su independencia.

Como hemos indicado, se trataba de una nueva generación no perteneciente al criollismo. Sin embargo, también se produjo un relevo en el ámbito profesional: ya no eran religiosos y militares los que acaudillaban México, estos personajes surgidos a mediados del XIX eran abogados, ingenieros, médicos… las profesiones liberales iban a gobernar la nación desde ese momento.

Siglo de caudillos termina con la revolución que llevó a Porfirio Díaz al exilio en 1911. Con este personaje comenzaba Krauze su obra, y con él da por finalizado un ameno repaso al siglo XIX mexicano.

Nos encontramos, al fin y al cabo, ante un trabajo que, a pesar de sus numerosas lagunas –fruto del modelo prosopográfico escogido por el autor- sabe despertar en el lector el interés por la cuestión mexicana. Enrique Krauze no nos ofrece un repaso exhaustivo de la Historia de México. Sin embargo, todo aquel que tenga una mínima base sobre los asuntos planteados, valorará esta obra como un tesoro y, por qué no, como fuente de conocimientos.

Bibliografía:

[1] Siglo de caudillos; Enrique Krauze – Barcelona – Tusquest – 1994.

[2] Historia Universal Contemporánea I; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La emancipación de Hispanoamérica; Jaime Delgado Martín.

[4] Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826; John Lynch – Barcelona – Ariel- 2008.

San Martín, el libertador del sur

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 20 de abril de 2007.


“La vida de San Martín es un destacado ejemplo del efecto del desconsuelo de la España náufraga –de Trafalgar a la invasión napoleónica-, de cuyo hundimiento, que se consideró irremediable, trató de salvarse como argentino, aferrándose a una tabla de salvación americana”.

En la obra del profesor Ramos Pérez se percibe la vida de José de San Martín como dividida en dos etapas bien diferenciadas: aquella en la que sirve como militar a la Corona española, y el periodo en el que lucha por la independencia de su tierra natal. El viaje que le llevó, con escalas en Lisboa y Londres, de Cádiz a Buenos Aires en 1811 marcaría, pues, la frontera entre ambas.

La cita que se ofrece al principio del texto, extraída de la introducción de la biografía, justifica precisamente esta afirmación. En la primera parte de su vida San Martín es víctima del “desconsuelo de la España náufraga”, y en la segunda se aferra “a una tabla de salvación americana”. Sin embargo, no hemos de pensar, y así nos lo hace entender el autor, que en la vida de este gran personaje se produjo una enorme ruptura entre su servicio a España y su lucha por la independencia americana.

El desarrollo personal, ideológico y militar del “libertador del Sur” fue algo continuo: su experiencia española le facilitará su posterior tarea iberoamericana.

José de San Martín se forjó militarmente en las guerras de finales del siglo XVIII en las que España se vio inmersa. Hay que destacar también otra experiencia adquirida por el joven americano durante esos años: empezó a ser consciente de que el imperio hispánico se encontraba en plena decadencia, indefenso ante los ataques exteriores.

Vio claramente como las demás potencias europeas, especialmente los británicos, esperaban sacar el mayor provecho de esa debilidad. Y lo que es más importante, los diplomáticos españoles estaban dispuestos a sacrificar los territorios americanos para salvar la integridad ibérica. Ejemplo de esto fue, en concreto, la cesión de Santo Domingo a Francia. Además, San Martín se sintió defraudado por la errática y extraña política exterior de España en la última década de siglo.

El naufragio español, cuya plasmación más evidente fue la delicada situación de Cádiz durante la segunda ofensiva francesa, encaminó al hombre de armas hacia el destino que le deparaba la Historia: buscar la salvación en América. No se trataba, pues, de una traición a la Corona que defendía, la de los borbones. San Martín se retira de la península con el afán de servir a la patria de la manera que él entiende que ha de hacerlo.

El “libertador del Sur” recibió durante los años de servicio a España una excelente preparación para la misión que le esperaba. Tanto los conocimientos adquiridos en el ejército español, como los aprendidos en la lucha contra la moderna maquinaria bélica napoleónica, le permitieron desempeñar exitosamente su tarea al servicio de la independencia americana.

Sin embargo, José de San Martín desembarcó en Buenos Aires en el año 1811 con otras lecciones bien sabidas. En primer lugar, era consciente de la estrecha conexión entre los acontecimientos peninsulares y los de sus virreinatos. Todo lo que sucedía en los territorios europeos tenía sus consecuencias en América: era como un espejo donde se reflejaban importantes hechos como la batalla de Trafalgar, el Motín de Aranjuez y las Cortes de Cádiz.

En segundo término, como ya hemos indicado anteriormente, este militar llegaba a Río de la Plata con la imagen de una España arruinada, perdida. Viajaba a su tierra natal, no como un traidor, sino como un superviviente que trata de salvar lo que se mantiene en pie después de un desastre. Miraba por el bien de América sin ir contra la Corona de los borbones. Es más, sólo se embarcó para Buenos Aires cuando la derrota española parecía inevitable. Por eso, no es de extrañar que, con el regreso de Fernando VII, buscase una solución monárquica de tipo borbónico para el ámbito rioplatense.

Durante su estancia en América San Martín se limitó a cumplir las misiones que, como alto mando de tipo militar, le eran encomendadas. Sus intervenciones en política fueron sorprendentemente escasas para lo habitual en un hombre de su prestigio y con semejante poder. Estaba convencido de que el ejército no debía intervenir en la vida pública. Por esa razón, tan sólo hizo uso de la fuerza contra las autoridades constituidas cuando entendió que esta era necesaria para la estabilidad política.

Es más, una vez finalizadas las operaciones –vease su temprana intervención contra Pueyrredón-, desaparecía de escena dejando el protagonismo de la reconstrucción a los profesionales de la política. La estabilidad nacional era un valor fundamental en la ideología de San Martín, por eso no dudó nunca en sacrificar sus deseos o planes con el fin de conseguirla para su tierra.

Quizás el punto culminante de esta forma de actuar fuese su exilio a Europa tras la entrevista con Simón Bolívar.

José de San Martín se nos presenta, al fin y al cabo, como un hombre cumplidor, sacrificado y fiel. Nos encontramos ante un buen militar que, sin llegar a ser genial en el campo de batalla, supo organizar a la perfección sus ejércitos para lograr una victoria tras otra. Prudente en el arte de la política y en cada movimiento estratégico de tipo bélico, era también capaz de arriesgar en los momentos en los que la situación lo requería.

Esa mezcla de trabajo incasable, cautela y actuaciones fugaces conformaron la personalidad de ese soldado que llegó a Buenos Aires en 1811 tras curtirse en las guerras hispánicas. Fueron también esas tres características, unidas a una sorprendente capacidad de autorrenuncia, las que unos años después le empujaron a abandonar las tierras donde conquistó la gloria.

Bibliografía:

[1] San Martín, el libertador del sur; Demetrio Ramos Pérez – Madrid – Anaya – 1988.

[2] Historia Universal Contemporánea I; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La emancipación de Hispanoamérica; Jaime Delgado Martín

[4] Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826; John Lynch – Barcelona – Ariel- 2008.

La sovietización de la Europa del Este

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 13 de abril de 2007.


El final de la II Guerra Mundial trajo consigo la división del mundo entre las dos grandes cosmovisiones. En contra de lo que esperaban los occidentales más optimistas, Stalin y su régimen no habían cambiado -salvo en el incremento de su poderío- a raíz de su estrecha relación con británicos y norteamericanos durante el conflicto. La URSS mantenía su antigua aspiración de llevar a cabo la revolución comunista a escala mundial.

De esta manera, a lo largo de los años 1945 y 1946, las diferencias entre los miembros de la triunfadora Gran Alianza –anglosajones y eslavos- fueron ampliándose. En 1947, como demuestran los documentos oficiales de estas potencias y las declaraciones de sus dirigentes, la brecha resultaba ya insalvable: había dado comienzo la Guerra Fría.

El “Telón de Acero”, descrito magistralmente por Winston Churchill en Fulton (Missouri), había caído sobre Europa. Sin embargo, cabe preguntarse cómo llegaron todos los países del Este a formar parte del sistema planetario que giraba en torno al gran sol del Kremlin.

Es cierto que así lo habían acordado los vencedores de la II Guerra Mundial en las conferencias de Yalta y Potsdam. También es verdad que el Ejército Rojo ocupaba, con la presión que ello suponía, esos territorios. No obstante, lo más interesante de todo el proceso de sovietización de la Europa del Este no son estas cuestiones fundamentales para el triunfo comunista.

Lo curioso, el aspecto en el que se va a centrar este artículo, es cómo se las ingeniaron los soviéticos para dar un ropaje de aparente legalidad a la revolución política que llevaron a cabo en esos países; cómo trataron de hacer creer al mundo –aunque en el fondo todos sabían la verdad- que eran esos pueblos los que habían escogido la senda del marxismo-leninismo.

Mientras el ejército de los soviets iba liberando la parte oriental del continente del yugo nacionalsocialista –es curioso ese fenómeno de cambiar la esclavitud parda por la roja-, desde Moscú se preparaban para transformar estos territorios en estados-satélite. Cientos de políticos y propagandista comunistas de nacionalidad húngara, polaca, checoslovaca, búlgara y rumana caminaban detrás de las divisiones rusas con la misión de organizar el partidos comunista de sus respectivos países.

Sándor Márai, al hablar de ellos en ¡Tierra! ¡Tierra!, dice que llegaron demacrados y sin nada que llevarse a la boca. Sin embargo, con la ayuda de las autoridades soviéticas, lograron ocupar los principales puestos de la administración del Estado en pocas semanas. Dejaron de ser unos miserables y pasaron a disfrutar de las comodidades y lujos reservados a marqueses, empresarios y mariscales. Así, más o menos, describe el literato húngaro la llegada de estos personajes.

Ahí estarían comunistas míticos como Bierut, Rákosi, Gottwald, Rajk, Pauker… políticos que en pocos meses, bajo la supervisión y auxilio de Moscú, tomaron el control de media Europa.

No obstante, resultaba evidente que, de cara a los primeros comicios de posguerra, estos misioneros del internacionalismo no iban a lograr el respaldo electoral necesario para gobernar. Por esa razón, Stalin decidió resucitar la figura del frentepopulismo para formar grandes coaliciones de izquierdas. Los Frentes Populares habían funcionado ya en el periodo anterior a la II Guerra Mundial -en especial en Francia y España-, y su finalidad principal era contener la expansión del fascismo por Europa.

El Kremlin favoreció en los años treinta la consecución de esos pactos porque veía en ellos, no sólo un arma eficaz para evitar el surgimiento de nuevos hitleres, sino también porque aspiraba a instaurar el comunismo a través de ellos. En los gobiernos frentepopulistas los comunistas estaban destinados a ocupar los principales resortes del control estatal: la seguridad y la propaganda. Podían no ser numerosos, tampoco hacía falta que ocuparan muchos ministerios; tan sólo hacía era necesario que se situasen en los puestos claves.

Desde esa posición de influencia los comunistas miembros del ejecutivo tendrían que ir eliminando legal o moralmente a sus rivales. Seguían la llamada “táctica del salchichón”: iban minando poco a poco a los enemigos, después a los aliados, y, finalmente, era en el propio partido donde se llevaban a cabo las purgas. Este manera de extender la revolución bolchevique se ensayó al final del periodo de Entreguerras, pero su gran éxito como modelo de actuación política llegó con el final de la II Guerra Mundial.

Entre 1945 y 1947 fueron desfilando por las cárceles y juzgados de la Europa del Este miles de personas acusadas de apoyar al fascismo. Las primeras víctimas de estos procesos fueron los políticos de la derecha, pero más tarde les llegó el turno a la izquierda moderada.

A todos se les tachó de fascistas, tan sólo se salvaron los miembros de los partidos comunistas. Quedaba un pequeño paso para establecer regímenes totalitarios de partido único: su proclamación. A la altura de 1948 todos los países ocupados por el Ejército Rojo, con la excepción de Austria y Alemania, habían cumplido ese requisito.

En apenas tres años el frentepopulismo había abierto a los soviéticos las puertas de la “revolución legal”. Habían eliminado toda oposición, incluso la de los antiguos aliados de la izquierda. A partir de ahí comenzaba un camino aún más tortuoso: el de las purgas internas. Entre 1948 y 1953 el pecado ya no era ser fascista, sino revisionista.

Así fue como, bajo el amparo del Ejército Rojo, se operó el cambio político al otro lado del “Telón de Acero”. Fueron necesarias la presencia militar de la URSS y la, hasta 1947, aquiescencia del mundo occidental. Sin embargo, la operación nunca hubiera llegado a ser tan perfecta sin el frentepopulismo y la “táctica del salchichón”. Gracias a estos dos elementos el comunismo construyó en estos países un edificio político que logró mantenerse durante cuarenta años en pleno corazón de Europa.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[4] La Batalla de Budapest. Historia de la insurrección húngara de 1956; Ricardo M. Martín de la Guardia, Guillermo A. Pérez Sánchez, István Szilágyi – Madrid – Actas – 2006.

[5] ¡Tierra! ¡Tierra!; Sándor Márai – Barcelona – Salamandra – 2006.

Los Tratados de Roma vistos desde Moscú

 Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 8 de abril de 2007.


Han pasado 50 años de la firma de los Tratados de Roma; un periodo de tiempo en el que el proceso integrador ha ido consolidándose. Este se ha enfrentado a no pocas dificultades. Una de ellas, sin lugar a dudas de las más difíciles de superar, ha sido la oposición de la Unión Soviética. Sin embargo, desde hace pocos años contemplamos un fenómeno impensable hace décadas: Europa se extiende más allá de lo que fuera el “Telón de Acero”.

La incorporación en mayo de 2004 y enero de 2007 de los países excomunistas al proyecto europeo ha venido a cumplir uno de los grandes sueños de las personas que, tras la II Guerra Mundial, iniciaron su construcción. Éste ha sido el gran triunfo de miles de occidentales. Pero también el de tantos otros ciudadanos del Este que, con su oposición desde el interior al régimen comunista, o con su actividad desde el exilio, han permitido la caída del totalitarismo de izquierdas en Europa.

Desde sus inicios -Tratado de París, 1951- el proceso integrador era visto por los líderes soviéticos como una amenaza para el “statu quo” de posguerra.

Sin embargo, la oposición del Parlamento francés a la construcción de la Comunidad Europea de Defensa (1954) precipitó el fracaso de la misma. En un pacto extraño, gaullistas y comunistas -los primeros por miedo al rearme alemán y los segundos siguiendo órdenes del Partido Comunista de la Unión Soviética- echaron por tierra el que estaba llamado a ser el segundo gran paso de la nueva Europa.

Tras estos hechos el Kremlin bajó la guardia: el peligro paneuropeo parecía desvanecerse. Aún así, la consigna era clara: en caso de que el embrión de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero se fortaleciera habría que descargar contra él toda la artillería propagandística comunista. Los Tratados de Roma (1957) vinieron a corroborar los temores de Moscú. Desde entonces se inició un pulso que, con mayor o menor virulencia, acabó a finales de los años ochenta.

Las sucesivas incorporaciones de la Europa del Este a la Unión Europea son reflejo de la lucha de dos mundos contra la maquinaria soviética: el oriental buscaba emanciparse, y el occidental consolidarse.

El porqué de la actitud hostil de la URSS es, a primera vista, evidente. Los protagonistas de la construcción europea siempre dejaron claro que esta quedaba abierta a todo el Continente. Por su parte, Moscú veía en esas declaraciones una amenaza a su “imperio” de Estados satélite. Además, en plena pugna con los otros vencedores de la II Guerra Mundial por el futuro germano, el Kremlin no podía permitir que la República Federal de Alemania fuera una de las protagonistas en la configuración de las Comunidades Europeas.

Esto no sólo suponía reconocer la división del pueblo alemán en dos Estados, sino que también venía a demostrar la viabilidad de la mitad occidental. La Unión Soviética siempre había sido partidaria de un solo país de carácter neutral y, en su defecto, una República Democrática que demostrase su superioridad sobre la otra parte. Lógico que, ante las perspectivas abiertas por los tratados de París y Roma, surgiera la alarma entre las élites comunistas.

Los ideólogos soviéticos respondieron al fortalecimiento del constructo europeo con dos documentos: uno en 1957, formado por 17 tesis, y otro en 1962, de 32 puntos. Ambos están magistralmente estudiados en La URSS contra las Comunidades Europeas, obra de Ricardo M. Martín de la Guardia y Guillermo A. Pérez Sánchez.

En este libro también se resalta la importancia de la efeméride que celebramos: clave para el despegue de Europa que tanto revuelo levantó al otro lado del “Telón de Acero”. En definitiva se trata de una investigación que, bajo la excusa de ofrecer una explicación a los postulados soviéticos, repasa casi cuarenta años de coexistencia entre los proyectos europeos y el bloque comunista.

La situación actual del panorama comunitario y continental viene a desmentir muchos de los argumentos esgrimidos en su momento –algunos, incluso, han llegado hasta nuestros días- por intelectuales prosoviéticos. Las Comunidades Europeas no constituían la última resistencia del capitalismo contra el inevitable triunfo del socialismo real; entre otras cosas porque era éste el que estaba condenado al fracaso. Y, por supuesto, tampoco constituía una organización militarista auspiciada por los EE.UU. con el fin de derrotar a la URSS; hoy no existe dicho Estado y, a pesar de todo, Europa sigue su andadura.

Bibliografía:

[1] La URSS contra las Comunidades Europeas: la percepción soviética del mercado común (1957-1962); Ricardo M. Martín de la Guardia, Guillermo A. Pérez Sánchez – Valladolid- Universidad – 2005.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[4] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[5] La Unión Europea: guiones para su enseñanza; Antonio Calonge Velázquez (Coord.) – Comares – Granada – 2004.

[6] El proceso de integración comunitario en marcha: de la CECA a los Tratados de Roma; Guillermo A. Pérez Sánchez – Comares – Granada – 2007.

1923-1939: la vendetta alemana

 Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 30 de marzo de 2007.


Sebastian Haffner escribió en su juventud que nada había envenenado tanto el alma de los alemanes como los sucesos del año 1923. El berlinés afirmaba que ninguna nación del mundo había experimentado un acontecimiento equivalente: “todas han vivido una Guerra Mundial, la mayoría también revoluciones, crisis sociales, huelgas, reclasificaciones de bienes y devaluaciones de la moneda. Sin embargo, ninguna ha experimentado el desbordamiento fantástico y grotesco de todo eso a la vez (…) esa danza de la muerte carnavalesca y gigante, esa saturnal eterna, sangrienta y grotesca, en la que no sólo se devaluó la moneda, sino todos los demás valores”.

El llamado “año inhumano” ha quedado reflejado también en obras de otros literatos, periodistas e historiadores como si se tratase de un acontecimiento demente a la par que clave en la experiencia vital del género humano. No obstante, sólo en los escritos de este alemán he encontrado una conclusión tan certera y lanzada con tanta decisión:

“El año 1923 preparó a Alemania no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantástica”.

Para entender qué sucedió en Alemania en el año 1923 hay que remontarse a los días de la Gran Guerra (1914-1918). Durante casi un lustro el II Reich luchó hasta la extenuación en un conflicto que difícilmente podía ganar. La decepción de la derrota, la penosa situación en la que se encontraba el país tras la contienda y las duras sanciones impuestas por los vencedores lastraron el desarrollo del sistema republicano nacido en noviembre de 1918.

Sin embargo, la situación germana fue mejorando en los siguientes años: la nación, aunque todavía envenenada interiormente por el amargo fruto de la derrota, parecía tender a estabilizarse. Todo hubiera seguido su rumbo ascendente si Francia, celosa defensora de sus intereses, no hubiera decidido intervenir nuevamente en los asuntos alemanes.

La IV República, necesitada de fondos para salir de una crisis de posguerra que también afectó a los vencedores, exigía al Estado germano el pago de las indemnizaciones atrasadas. La negativa alemana a saldar esa ingente deuda tuvo como respuesta la invasión de la región industrial del Ruhr por parte de los franceses. Fue entonces cuando los obreros germanos de esa comarca se declararon en huelga. Se produjeron disturbios y enfrentamientos entre el ejército ocupante y los huelguistas que se saldaron con varios muertos.

La maquinaria industrial alemana se paró y la economía se fue al traste. Al mismo tiempo la moneda se desplomaba en un proceso inflacionista sin precedente en la Historia.

Los ahorros de los ciudadanos perdían todo su valor, y los precios aumentaban con el paso de las horas. En Alemania se vivieron días de auténtica locura, pero no faltaron los que, con cierta dosis de audacia y pocos escrúpulos, aprovecharon la situación para enriquecerse. El final de la crisis no tardó en llegar, pero en la mente de los alemanes quedó grabado el recuerdo de ese “año inhumano”.

Fueron muchas las causas que favorecieron el ascenso de Hitler a la responsabilidad de canciller. Una de ellas fue, sin lugar a dudas, el recuerdo de los sucesos de 1923.

Pasaron diez años entre la locura del carnaval teutón y la constitución del primer gobierno del Führer; sin embargo, en la memoria de los alemanes seguían muy vivas la demencia, privaciones y humillaciones del “año inhumano”. Los nacionalsocialistas, como en muchos otros aspectos, supieron aprovechar de ese recuerdo lo que mejor se adaptaba a sus necesidades.

A aquellos que se beneficiaron con los acontecimientos del pasado –jóvenes que habían disfrutado con el juego del carnaval- les prometieron más dosis de esa extraña droga. Mientras, a los que temían la repetición de esos hechos, les aseguraron que en el III Reich reinaría la estabilidad. Y estos dos objetivos, aunque parezca curioso, no entraban en contradicción: la esquizofrénica maquinaria nacionalsocialista estaba perfectamente capacitada para mostrar al pueblo teutón el espejismo que este desease.

Cada alemán guardó su propio recuerdo del año 1923. Lo escondieron en las profundidades de su alma, y de ahí se evadió con fuerza cuando llegó su momento.

Un país entero estaba dispuesto a enseñar las heridas o los trofeos –depende el caso- de tan extraños días. Cada persona le pidió al nuevo régimen que hiciera realidad sus sueños; deseos de lo más variopintos. Sin embargo, casi todos parecían tener algo en común: necesitaban vengarse de las humillaciones sufridas.

Cierto es que los franceses habían encendido la mecha de semejante polvorín, pero fueron otros los que se beneficiaron de la situación de Alemania. Durante aquellos meses miles de inmigrantes del este y centro de Europa vivieron en las ciudades alemanas como auténticos marqueses. Aprovecharon la fortaleza de las divisas de sus respectivos países para hacer realidad sus fantasías de poder, riqueza y diversión. Los germanos sumidos en el caos y la pobreza fueron testigos de cómo los extranjeros se beneficiaban de su propia miseria.

El literato húngaro Sándor Márai nos relata en Memorias de un burgués sus vivencias en el Berlín de ese año. Se trata de un texto fundamentalmente descriptivo, pero en algunos párrafos encontramos valiosas reflexiones de este intelectual: “Estábamos unidos por unos lazos poco éticos, apartados de los alemanes y, en cierto modo, aliados en su contra, y no me habría sorprendido si un día nos hubiesen echado de la ciudad a patadas. Pero los alemanes, asombrados, se limitaban a callar (…), todos puestos en fila, mudos y severos, servían de telón de fondo para los desfiles tambaleantes de aquellas hordas”.

Años después fueron los nazis los que ofrecieron a los teutones la posibilidad de vengarse de polacos, checoslovacos, húngaros y rusos. Hitler defendía en sus postulados la inferioridad de estos pueblos y la necesidad de convertirlos en siervos del III Reich.

Sin embargo, tras el maltrato y el desprecio de los ejércitos alemanes a las gentes del Este se escondía algo más que los postulados ideológicos del nacionalsocialismo. Se trataba de una venganza por las humillaciones sufridas durante el año 1923; vendetta que no tenía sentido en el caso de los enemigos occidentales, por eso allí las crueldades fueron menores. Alemania purgó el recuerdo del “año inhumano” con las atrocidades de su guerra oriental.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[6] Memorias de un burgués; Sándor Márai – Barcelona – Salamandra – 2006.

[7] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

La otra herencia de la II Guerra Mundial

 Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 23 de marzo de 2007.


En un artículo anterior indicaba que el nuevo orden internacional surgido tras la II Guerra Mundial era, en buena medida, obra del nacionalsocialismo. La postguerra que planeó Hitler explica como en los propios postulados de dictador alemán se encontraba el germen del sistema de bloques que dio lugar a la llamada “Guerra Fría”.

Él pensaba que el III Reich sería el encargado de dirigir el Imperio del Este contra el poder anglosajón. Sin embargo, como bien sabemos hoy, el conflicto acabó por dejar en bandeja a la Unión Soviética esa posición de privilegio. Hitler fracasó en su intento de llevar a los alemanes hacia la primacía mundial, pero parte de sus pronósticos fueron acertados: el mundo quedó dividido tras el conflicto que sacudió el orbe entre 1939 y 1945.

Pues bien, en este nuevo artículo, en cierto modo continuación del que venimos comentado hasta ahora, trato de mostrar otro de los legados del austriaco: el proceso de integración europea. Esta afirmación, como es lógico, hay que matizarla para evitar que el lector se escandalice; a esa tarea dedicaré el resto del escrito.

La guerra provocada por el mundo nacionalsocialista fue uno de los factores indirectos que permitieron a los sueños de Coudenhove-Kalergi –autor de Paneuropa– hacerse realidad. En la mente de personajes como Robert Schuman, Konrad Adenauer o Jean Monet, estaba muy presente la idea de evitar una nueva guerra civil europea. Este miedo, lógicamente, surgía de la experiencia de dos conflagraciones en apenas treinta años.

Sin estas el ansia de paz hubiera sido imposible. Pues bien, no hemos de olvidar que la segunda de estas dos guerras fue obra, deseo y voluntad de Hitler. Los “padres” de Europa querían dejar atrás para siempre las rivalidades existentes dentro del Continente, esas que tanto habían azuzado el expansionismo alemán y el “revanchismo” francés. Pretendían crear un organismo supranacional basado en la colaboración de todos sus miembros desde una posición de igualdad.

Europa se edificó sobre cimientos de ilusiones y buenos deseos, pero también sobre el miedo a los nazis. Este, no lo olvidemos, fue un factor fundamental en la construcción del edificio europeo en sus primeros años.

No obstante, esta no fue la única aportación de Hitler al proyecto paneuropeo. La colaboración, especialmente de carácter económico, estaba esbozada en los planteamientos hitlerianos. El dictador austriaco tenía un proyecto de lo que debía ser, en el plano productivo y comercial, la Europa de postguerra. Y, como es lógico, la supresión de las aduanas y la planificación económica común estaban presentes en este plan.

Es más, esto no fue sólo una idea en la mente de los economistas del Reich; desde 1941 los nacionalsocialistas fueron ejecutando esa unión económica. Hitler se percató de que los europeos necesitaban colaborar para crecer, de que en las pugnas de las últimas décadas las necesidades económicas jugaban un importante papel.

De esta manera, los dirigentes alemanes fueron configurando esa estructura productiva y comercial en los territorios ocupados. Su éxito, todo hay que decirlo aunque este mal visto, fue notable: la maquinaria de guerra del III Reich se mantuvo más tiempo del previsto gracias a ese modelo económico.

El plan Schuman de 1950 presentaba al mundo un proyecto bastante reducido, pero ambicioso en sus aspiraciones. La CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) trataba de solucionar un problema del que Europa comenzaba a ser consciente: el futuro pasaba por la colaboración. Sin ella la paz no sería nunca un valor seguro, y las economías salidas de la guerra no podrían crecer.

Tras las reuniones y discursos que configuraron la primera Comunidad Europea asomaban algunos fantasmas, uno era el de Adolf Hitler. Él provocó la II Guerra Mundial y el miedo a una nueva conflagración europea; él pensó y puso en práctica primero los planes de colaboración económica. La paradoja es que, en la década que siguió a la derrota del nacionalsocialismo, la recuperación económica tenía que fundamentarse en las bases de colaboración europea impuestas por el III Reich a la Europa ocupada.

En cierto modo eso fue lo que hizo la URSS en el centro y este del continente, donde mantuvo la planificación económica de bloque al servicio de Moscú en lugar de Berlín. A esa conclusión también había llegado Jean Monet al presentar su famoso plan para Francia en 1947.

La construcción europea, aunque suene muy mal, era deudora de Hitler en aquellos primeros años. Muchos fueron los factores que condicionaron su formación; el austriaco fue uno de ellos. No obstante, la idea y puesta en práctica del proyecto hitleriano se diferencia en un aspecto fundamental de las incipientes Comunidades Europeas de los años cincuenta. Los alemanes entendían la colaboración entre Estados como una jerarquía: todos debían servir al astro rey, el Reich germano de los mil años. Por su parte, los “padres” de Europa postulaban la igualdad de todas las naciones que integrarían la comunidad. No existirían siervos ni señores; se trataría de una colaboración de todos en favor de todos.

De esta manera, las naciones occidentales del Viejo Mundo comenzaron la postguerra sometidas a dos grandes potencias. En cierto modo Hitler tenía razón cuando, consciente de su derrota, consideró que con él Europa había perdido su “última oportunidad”. Creía profundamente que sólo él y su Reich podrían salvarla de la amenaza bolchevique y anglosajona.

Al fin y al cabo, el final de la II Guerra Mundial vino a confirmar el declive del Continente y su dependencia con respecto a los enemigos de Hitler. Sin embargo, los europeos ya habían tomado su decisión: preferían llevar su propio camino –por muy humillante que fuera- antes que someterse a los mandatos de un megalómano. Ahora que celebramos los cincuenta años después de los Tratados de Roma (25 de marzo de 1957) da la sensación de que la elección fue correcta.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[3] La Unión Europea: guiones para su enseñanza; Antonio Calonge Velázquez (Coord.) – Comares – Granada – 2004.

[4] El proceso de integración comunitario en marcha: de la CECA a los Tratados de Roma; Guillermo A. Pérez Sánchez – Comares – Granada – 2007.

[5] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[6] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

La postguerra que planeó Hitler

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 15 de marzo de 2007.


En mayo de 1945 finalizaba la II Guerra Mundial en su ámbito europeo. Tras casi seis años de duro conflicto el Viejo Continente se encontraba devastado, y las otrora poderosas naciones exhaustas.

En ese tiempo el mundo había cambiado mucho: llegaba la hora de las superpotencias, y con ellas el declinar de imperios como el británico o el francés. Norteamericanos y soviéticos ocupaban Europa con el apoyo de sus frágiles aliados.

Sin embargo, esa gran coalición contra el nacionalsocialismo, fraguada en las diversas conferencias interaliadas –Moscú, Teherán, Yalta y Potsdam-, no tardaría en quebrarse. Los gestos de “amistad” entre Stalin, Churchill y Roosevelt fueron sustituidos por duros reproches y discursos acusatorios como el de Sir Winston en la universidad de Fulton (Missouri), el de Harry Truman ante el Congreso de los EE.UU., o el de Jdanov en el seno de la Kominform.

Después de la ruptura de la Gran Alianza, Europa y el orbe tendrían que someterse a uno de los dos bloques; daba comienzo así la Guerra Fría. El mundo anglosajón, capitaneado por los EE.UU., se enfrentaba al desafío de la revolución mundial promovida desde 1917 por los bolcheviques rusos. Se trataba de un nuevo conflicto mundial entre los vencedores de la guerra.

No obstante, la cuestión que nos ocupa aquí no es trazar el recorrido histórico –de ahí que nos centremos únicamente en sus inicios- de ese ciclópeo pulso. El objetivo de este artículo es demostrar que no fueron los políticos eslavos y anglosajones los que idearon el sistema de bloques. La postguerra la planeó un austriaco.

La organización del orbe en torno a dos grandes potencias surgidas tras la guerra era una idea que se encontraba en los planes de Adolf Hitler.

El líder nacionalsocialista pronosticaba en Mein Kampf un enfrentamiento entre el mundo germánico y el blochevique. De él tenía que surgir un Reich más fuerte capaz de dirigir a la Europa centro-oriental en su enfrentamiento contra el otro gran gigante: los EE.UU. La II Guerra Mundial era el medio que los nazis tenían para alcanzar ese objetivo: Hitler la necesitaba, por eso la provocó. El de 1939 fue un conflicto nacionalsocialista; tuvo, al contrario que en 1914, un único responsable.

El desarrollo de las operaciones militares acabó por desengañar a Hitler. En el enfrentamiento entre alemanes y bolcheviques fueron estos últimos los que lograron la victoria. No sería el III Reich el que protagonizaría el gran enfrentamiento de la postguerra, sino la URSS El imperio que pretendía utilizar el megalómano austriaco para derrotar al mundo anglosajón (Europa centro-oriental y la Rusia asiática) pasó a estar -también Alemania- en manos de Stalin. Muy pronto supo Hitler que la derrota era segura. Así se explican muchas de sus acciones desde 1943, incluida la declaración de guerra –prematura según su plan original- a los EE.UU.

El mundo surgido tras la II Guerra Mundial era, en cierto modo, hijo del nacionalsocialismo. Hitler forzó las estructuras del sistema de Versalles para alcanzar sus objetivos, pero lo que consiguió fue poner en manos de Stalin un gran imperio en el corazón de Europa.

Aún así, con independencia de su triunfo o derrota, el III Reich fue el que encendió la mecha de ese gran cambio. Los nazis empezaron la guerra que transformaría el mundo en tan sólo seis años. Es más, el resultado fue, en cierto modo, el que esperaban: del conflicto germano-soviético surgió un gigante, un poderoso imperio. Cierto es que Hitler esperaba que ese coloso fuese Alemania, pero el resultado, con independencia de los protagonistas, fue el mismo.

El mundo polar –dividido en dos bloques- fue idea del austriaco, y la guerra que lo formó también fue obra suya. Su derrota, el fin del Reich de los mil años, dejó en bandeja a su gran enemigo el destino que creía reservado para él. Los bolcheviques fueron los encargados de poner en marcha el “Imperio del Este”, pero de una manera más propia del ámbito panruso.

Efectivamente, la mentalidad alemana poco tenía que ver con la del extenso país oriental. Stalin no era partidario de un enfrentamiento directo con Occidente, simplemente pretendía asentar su dominio sobre los territorios adquiridos y los demás Estados satélite.

Durante los cuarenta años en que se mantuvo vigente el sistema de bloques, los EE.UU. y la URSS no protagonizaron ningún enfrentamiento militar directo. Los dirigentes de ambas potencias siempre fueron conscientes de las catástrofes que una lucha entre ambas hubiera provocado: se temían y respetaban a pesar de su enemistad. Cabe plantearse si los nacionalsocialistas hubieran actuado igual en el caso de vencer al enemigo eslavo en la II Guerra Mundial.

Sin duda, todo habría sido muy distinto; entre otras cosas porque el III Reich ya se había mostrado hostil al mundo anglosajón antes de invadir la Unión Soviética en 1940. Stalin inició la postguerra como aliado de EE.UU. y Gran Bretaña, mientras que Hitler la hubiera comenzado como enemigo. Es más, los planes del austriaco no contemplaban una coexistencia relativamente pacífica entre ambos bloques.

En la cabeza del líder nazi sólo cabía la opción de un choque inevitable, y deseado, entre los dueños de mundo por el control total del mismo.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[3] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[4] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.