Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial


A lo largo de siete artículos he tratado de resumir Los siete pecados del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial. Esta obra de Sebastian Haffner relata, en siete capítulos, los principales errores de los germanos en ese conflicto. Se pueden consultar el resto de “pecados” en los siguientes enlaces:

Primer pecado: El alejamiento de Bismarck
Segundo pecado: el Plan Schlieffen
Tercer pecado: Bélgica y Polonia o la huída de la realidad
Cuarto pecado: la guerra submarina sin cuartel
Quinto pecado: el juego de la revolución mundial y la bolchevización de Rusia
Sexto pecado: Brest-Litovsk o la última oportunidad desaprovechada
Séptimo pecado: la verdadera puñalada

Sionismo: radiografía de un concepto demonizado IV

En noviembre de 1917, en medio de la enorme convulsión geopolítica de la Gran Guerra, el sionismo obtuvo el primer compromiso internacional relevante a favor de sus aspiraciones: la Declaración Balfour, a través de la cual el gobierno británico hacía suya y garantizaba su apoyo a la idea de crear en Palestina «un hogar nacional para el pueblo judío», sin perjuicio de «los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías» en aquel territorio. Es, desde luego, un compromiso ambiguo, contradictorio con las promesas hechas casi simultáneamente a los árabes para espolear su rebelión antiturca, y concebido por Londres más que nada para asegurar su futuro control sobre Palestina, frustrando toda aspiración francesa sobre el territorio.

Varios Autores, En defensa de Israel, p. 91.

El precio del nacionalismo

Si la idea de soberanía nacional había sido la gran aportación liberadora de la Revolución francesa, si en nombre de la libertad que conquistaban los ciudadanos frente al soberano absoluto se llamó a los pueblos a levantarse en armas, un siglo más tarde las naciones hijas de la Revolución habían entregado al dios sangriento del nacionalismo toda una generación de sus hijos, a sus hijos en armas, teóricamente llamados a defender su libertad y su progreso.

Pablo Pérez López, Una generación destruida por la guerra: Sin novedad en el frente, p. 77.

La guerra vista por Milestone y Remarque

La película trata de mostrarnos el impacto de esa guerra brutal tiene en la generación de jóvenes soldados enviados a combatir en ella. Inbuídos de una educación patriótica, llegan al frente pensando en la guerra como algo heroico para encontrarse con la terrible realidad que va a desautorizar todas sus convicciones ciudadanas. Los hechos del frente desmienten lo que se pretende como verdad en la retaguardia, en un proceso doloroso que destruye todo el sistema de convicciones políticas de los combatientes, que sólo siguen adelante por lealtad. Pero una lealtad que si tenía por objeto a la Patria, poco a poco sólo encuentra justificación en la lealtad a los compañeros de combate del frente, especialmente a los de la propia unidad. De esa forma, algunos se adaptan como pueden, otros mueren y otros, aunque sobreviven quedan marcados para siempre tal como se dice en el rótulo del comienzo de la película, siguiendo casi siempre al pie de la letra la entradilla de la novela que citábamos al principio: el relato de sus hechos de guerra es también el relato de su íntima destrucción en aras de una supervivencia que termina por parecer sin sentido.

Precisamente por eso, el contraste con la retaguardia es brutal. Los soldados están solos. Esto se ve claramente en las escenas que suceden durante el permiso de Paul, cuando regresa a su hogar, donde su madre está profundamente preocupada, pero su padre se enorgullece de ver a su hijo de uniforme, y junto con sus amigos discute sobre un mapa la mejor manera de ganar la guerra, como si los soldados fueran meros peones. Y sobre todo, cuando regresa a su antigua escuela para ver cómo su profesor alecciona a los nuevos alumnos, relatándoles el esplendor y la gloria que les espera. Así, resulta que el soldado está dando su vida por un sistema de valores en el que él ya no puede cree, precisamente por lo que se ha visto obligado a hacer para defenderlo. Por eso, paradójicamente el único lugar donde el soldado se siente comprendido es en el frente, donde están y han caído sus compañeros, los únicos iguales que le quedan. Se anuncia ya el drama de la posguerra donde la inadaptación de millones de desmovilizados tendrá graves consecuencias, y será causa del surgimiento de los primeros grupos fascistas.

Pablo Pérez López, Una generación destruida por la guerra: Sin novedad en el frente, p. 75.

La destrucción de una generación

Con frase tomada de la entradilla de la novela en la que se inspira la película, se puede decir que ésta trata de la destrucción de una generación por la guerra. Pero mirando con algo más de amplitud cronológica, me parece que convendría hablar de la evidencia de la destrucción en Europa de algunos elementos humanos esenciales y la huella que esto dejó en la cultura occidental. Dentro de ella destacaría la conciencia que ésta adquiere de estar dañada en sus raíces: no cabe pensar otra cosa cuando se ha dado un fruto tan amargo como la Gran Guerra. Por eso se entiende que los historiadores, al hablar de las consecuencias de la prolongación de la guerra y de las intensidad con que se vivió, hablen de un cambio en las mentalidades.

Sin novedad en el frente habla del fracaso de nacionalismo como religión del Estado, del fracaso de cierta forma de entender la solidaridad nacional y el patriotismo, y de la muerte de un proyecto optimista que se suele identificar con el espíritu de progreso decimonónico, estrechamente vinculado al proyecto nacional. Sin novedad en el frente habla, en definitiva, de cómo todo el esfuerzo por construir un mundo más habitable dio lugar a todo lo contrario, a una realidad que destruía o vaciaba de sentido algunos elementos de la vida de los hombres sin los cuales la vida no merecería ese nombre.

Pablo Pérez López, Una generación destruida por la guerra: Sin novedad en el frente, p. 65.

Una guerra más absurda que honrosa

En mi opinión la Gran Guerra debe ser mirada como el origen de muchas circunstancias de nuestro modo de vivir actual. Dicho de otra forma, los cambios sociales y culturales que alumbró ese conflicto tan duradero, extenso e intenso, afectaron hondamente a las sociedades que lo vivieron. Tan hondamente que todavía hoy perviven, y que todavía hoy nos cuesta dar cuenta de las razones de semejante desastre.

Pablo Pérez López, Una generación destruida por la guerra: Sin novedad en el frente, p. 59.

Perspectivas III

Cabe pensar que tiempos posteriores consideren este periodo en que vivimos -medio siglo escaso- como estela de la Gran Guerra.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 203

Decadencia de las normas morales

La debilitación general del principio moral manifiesta quizá su influjo indirecto en la comunidad más bien en permitir, excusar y aprobar actos, que en modificar las normas de acción individuales. Cuando se exteriorizan en acciones personales las formas agudas de la violencia, la mentira, la crueldad -de las cuales el mundo está más lleno que nunca-, son éstas todavía salvajismo y exasperación, consecuencias de la Gran Guerra y su comitiva de odios y miserias. El embotamiento general de las estimaciones morales se observa primero con más pureza en aquellos países que quedaron fuera del desequilibrio. Se manifiesta especialmente en la valoración de los actos políticos. Difiere esta notoriamente del juicio sobre los actos económicos. En lo referente a deficiencias morales de índole económica, delitos contra la fidelidad comercial, la propiedad, etc., el juicio público, por lo común, sigue siendo el que fue: condena sinceramente, aunque con una sonrisa tolerante de vez en cuando. A medida que el delito se comete a mayor escala, va aumentando la tolerancia, a la cual se une entonces la admiración.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 124

Presentimientos de decadencia II

Los años mismos de la Gran Guerra no trajeron aún la peripecia. La atención de todos quedaba cautivada por las preocupaciones inmediatas: arrostrémos la guerra con todas nuestras fuerzas, y después, cuando haya pasado, lo reconstruiremos todo en un nivel muy superior; más aún: llegaremos a crear una bienandanza perdurable. Incluso los primeros años de la posguerra transcurrieron para muchos en la expectación optimista de un internacionalismo bienhechor. Luego, el incipiente pseudoflorecimiento de la industria y del comercio que quedó truncado en 1929, impidió durante algunos años el que surgiera en general pesimismo acerca de la cultura.

Pero ahora la conciencia de que vivimos en una tremenda crisis cultural, que arrastra al mundo hacia una catástrofe final, se ha difundido en amplias esferas. «La Decadencia de Occidente», de Spengler, dio la voz de alerta a un sinnúmero de gentes de todo el mundo. No es que todos los lectores del famoso libro se hayan convertido a las opiniones allí expuestas. Pero a los que estaban instalados firmemente en una impremeditada fe progresista les ha familiarizado con la idea de un posible descenso de la cultura actual.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 18.

Turquía: Atatürk camina hacia Europa

Presento a continuación un texto que escribí en mayo de 2007 para la revista digital «Luz y Taquígrafos». El sexto número de esta publicación se dedicó, con motivo del Día de Europa -9 de mayo-, al proceso de integración europeo. Yo me decidí, animado por los recientes acontecimientos de abril y mayo, a tratar la cuestión turca dentro del marco de su posible incorporación a la Unión Europea. Este es el resultado.


La Historia de los turcos es la de un pueblo que lleva casi mil años llamando a las puertas de Europa. Constituyen el recuerdo de una antigua amenaza para la entonces llamada Cristiandad, pero también el de un muro de contención contra las imprevisibles y devastadoras incursiones centroasiáticas. Forman parte de la tradición histórica de nuestro entorno; sin embargo, somos muy diferentes. Han sido durante mucho tiempo el límite oriental del mundo europeo. Y, como habitantes de una tierra de frontera, han desarrollado aspectos culturales propios de nuestro ámbito, pero también del de otros pueblos situados más allá de ese limes. Tal vez esa peculiar situación geográfica sea la responsable de que hoy por hoy los europeos veamos al turco como un extraño.

No obstante, aunque también participan de otras tradiciones culturales, ellos se consideran parte de Europa. Y lo cierto es que, tal vez, pesen más las similitudes que las diferencias.

Turquía comenzó hace más de ochenta años su proceso de occidentalización. De la mano de Mustafa Kemal Atatürk se iniciaron una serie de reformas tendentes a desislamizar el Estado y proporcionar a la población una educación moderna y de carácter liberal. Incluso, en ese afán por abandonar las viejas tradiciones, el líder turco llegó a prohibir el alfabeto árabe, imponiéndose como oficial el de tipo occidental. Tras la Segunda Guerra Mundial, Turquía se convirtió en una pieza clave en el escenario de Guerra Fría como aliada de los Estado Unidos. Eso explicaría las abundantes ayudas que recibió del Plan Marshall, y su elección como miembro del Consejo de Europa en 1949. No obstante, su entrada en el proyecto comunitario se frustró en tres ocasiones –1973, 1981 y 2004- por la desidia de sus gobernantes y las dificultades internas.

Entre estas últimas destaca una que, a día de hoy, todavía preocupa notablemente en Bruselas. Se trata de la continua intromisión del ejército en la vida política del país. Desde los años de gobierno de Atatürk, los militares han cumplido el papel de defensores de la democracia y la laicidad del Estado. Esto explicaría un fenómeno que en Occidente, cuya Historia casi siempre ha funcionado en el sentido contrario, difícilmente podemos entender: el ejército es el garante del liberalismo republicano. Así ha sucedido hasta la década de 1980, cuando se produjo el último de los cuatro golpes militares vividos por Turquía desde el final de la Gran Guerra. Es cierto que desde entonces el estamento militar no ha vuelto a tomar el control directo del país, pero su sombra –como bien se ha podido comprobar a raíz de la crisis presidencial de este año- siempre ha estado presente en la vida política nacional.

Turquía pretende ahora acercarse a la Unión Europea, y esta, consciente de la complejidad de la cuestión, elude responder de forma inmediata. Los miembros comunitarios no quieren precipitarse a la hora de dar entrada a un gigante tan peculiar en el seno de Europa. Por su parte, los turcos, de la mano del islamista Recep Tayyip Erdogan, repiten la misma jugada que durante siglos han utilizado para alcanzar sus objetivos: presionar al adversario –en este caso futuro aliado- jugándose todo a una carta. Sin embargo, como tantas veces les ha sucedido en la Historia a los gobiernos turcos y otomanos, se han encontrado con divisiones dentro de su propio territorio: son muchos los turcos que no quieren entrar en Europa. Y, para complicar la cuestión, son más los europeos que no desean ver dentro del proceso integrador a los hijos de la media luna.

Turquía frente a Europa

Las negociaciones para la adhesión de Turquía a la Unión Europea como miembro de pleno derecho se iniciaron el 3 de octubre de 2005. El largo camino de los turcos hacia el paneuropeísmo parecía estar llegando a su fin cuarenta años después. Sin embargo, los ciudadanos europeos hemos abierto un debate completamente nuevo: se trata de dilucidar si queremos tener a los antiguos otomanos dentro de nuestro proceso integrador. Y, como suele suceder en los casos en que la prensa no especializada toma la batuta, la discusión está marcada por la ignorancia y los viejos prejuicios.

De pronto han resurgido de las páginas de la Historia las figuras de los antiguos sultanes que ponían cerco a Viena y asaltaban naves venecianas en el Mediterráneo Oriental. La atención de nuestros ojos se ha centrado en su retraso socioeconómico y en el auge de los movimientos islamistas en todo Próximo Oriente. Se han magnificado las diferencias al tiempo que se tapan las numerosas similitudes. En definitiva, muchos europeos estamos dando la espalda a los esfuerzos turcos que, sin ser suficientes, no merecen tal desprecio por nuestra parte.

Nos olvidamos de aquellos sultanes que negociaron con Europa, que respetaron a los cristianos de sus territorios, que frenaron las hordas asiáticas dispuestas a terminar con la cultura occidental… Reprochamos a los gobernantes turcos la deplorable situación de su país mientras dejamos entrar en la Unión a naciones –véase el caso rumano- con similar nivel de desarrollo. Les cerramos las puertas por miedo al Islam sin percatarnos de que un aliado poderoso dentro del mundo musulmán sería beneficioso para la propia Europa.

Cierto es que en la actualidad todavía le queda a Turquía un largo trecho por recorrer en su andadura hacia la Unión Europea.

No obstante, lo curioso es que a esta nación no se le perdona ninguno de sus errores y carencias, mientras que otros países en situaciones similares pudieron integrarse fácilmente en el ámbito europeo sin demasiados reproches. Es más, los turcos tienen una mayor riqueza que aportar a Europa, tanto en el ámbito geoestratégico como en el cultural. A mi juicio, Turquía está llamada a ser la puerta de Europa en sus futuras relaciones con el Islam. Y eso incluye tanto el avispero de Oriente Próximo como toda la franja costera del norte de África. También es, por tradición histórica, uno de lo grandes protagonistas de la región que más quebraderos de cabeza ha dado a Europa: los Balcanes. Turquía vendría a cerrar el círculo creado con la integración de los antiguos países del Este, al tiempo que daría a la Unión un mayor potencial diplomático y militar. El peso de los europeos en política exterior se vería sumamente reforzado con la presencia turca.

Europa también ha de entonar el mea culpa

Una de las cuestiones que más ha perjudicado a Turquía en este debate sobre su posible entrada en la Unión Europea ha sido la relativa al genocidio armenio. No pretendo quitar hierro a un asunto tan grave como este, pero pienso que exige atender a numerosos matices. Armenia pertenecía desde siglos atrás al Imperio Otomano, y sus habitantes habían convivido pacíficamente con los turcos. Incluso habían llegado a desempeñar altas responsabilidades de gobierno.

No obstante, a finales del XIX, al tiempo que el territorio de los sultanes era invadido por el nacionalismo turcomano, los armenios rescataron del baúl de la Historia su propia identidad. Reclamaban un Estado-nación propio, algo que el gobierno de Estambul no podía permitir. La actuación imperial para detener el movimiento independentista no estuvo exenta de actos represivos. Sin embargo, hasta 1915 la situación estuvo marcada por una relativa normalidad.

Fue en la Gran Guerra cuando las autoridades otomanas, previendo el peligro quintacolumnista que el pueblo armenio constituía en la frontera con Rusia, se decidieron a internar a miles de personas en campos de prisioneros. Se esperaba para el verano de 1915 una invasión zarista que contase con el apoyo incondicional de la población de Armenia; por esa razón se optó por trasladar a los habitantes de esta región al sur del Imperio. No se trataba de una operación de exterminio como la que llevarían a cabo los nazis treinta años después, pero todo acabó en tragedia.

La causas de esta catástrofe, no del todo involuntaria, fueron la escasez de suministros que asoló Anatolia desde esa fecha hasta el final de la contienda, el odio al “traidor armenio”, y la dureza física que suponía trasladar por el desierto a miles de personas famélicas con el calor del verano a sus espaldas. La mayor parte de los deportados sucumbieron de camino a su destino, y los que quedaron vivos acabaron por encontrar la muerte en los propios campos de prisioneros.

Las cifras oficiales hablan de un millón y medio de seres humanos desaparecidos; aunque los turcos rebajan ese número a doscientos mil.

No se trató, aunque muchas veces se ha querido ver así, de un plan para exterminar la nación Armenia. Y, aunque así fuera, eso justificaría poco el empeño occidental por lastrar a los turcos con semejante losa. Fue el Imperio Otomano, y no la República de Turquía, la que llevó a cabo tales actos. La nueva nación democrática y laica surgida tras la Gran Guerra hizo todo lo posible por alejarse de la herencia imperial. Sería, pues, una situación similar a la de los alemanes cuando renegaron del Tercer Reich. La diferencia es que a Alemania se le permitió dar ese paso, mientras que en el caso turco miramos con recelo y desconfianza ese deseo por olvidar el pasado.

Desde Bruselas se exige a Turquía que pida perdón por el exterminio armenio de 1915. Sin embargo, los europeos nos olvidamos con demasiada facilidad de los años del imperialismo. Naciones como Inglaterra, Italia, Francia o Alemania tienen tras de sí –incluso en el siglo XX- una larga lista de víctimas equiparable, si no superior, a la de los turcos. Hoy todos nos sentamos juntos para construir una Europa más justa y solidaria; nos horrorizamos por los errores cometidos en el pasado, y procuramos evitar que se repitan ¿Acaso no debemos dar la misma oportunidad a la República Turca? Han de pedir perdón, eso está claro, pero esperemos que ahí termine el acoso contra la candidatura de los turcos.

Actualidad: la crisis presidencial de 2007

En las últimas semanas Turquía ha sido noticia por el enfrentamiento entre islamistas y kemalistas. Los primeros, agrupados en torno a la formación política mayoritaria en el Parlamento –Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP)-, trataron de llevar a la presidencia de la República a Abdullah Gül, Ministro de Exteriores del ejecutivo Erdogan. Por su parte, la oposición –Partido Republicano del Pueblo (CHP)-, con el apoyo del Ejército y del Tribunal Constitucional, logró bloquear ese nombramiento. En definitiva, el país ha atravesado la mayor crisis institucional y política de los últimos veinte años.

Estas pocas líneas resumen los hechos acaecidos en Turquía a lo largo del malogrado proceso de investidura de Abdullah Gül. No obstante, detrás de cada una de esas palabras se vislumbra cuál es la situación actual de la política turca; reflejo, al fin y al cabo, de su desarrollo a lo largo del siglo XX. El kemalismo sirvió en su momento para modernizar la nación y librarla de las ataduras de la confesionalidad más estricta. Sin embargo, ochenta años después, su discurso choca con la libertad religiosa defendida por las democracias occidentales. Atatürk, en su afán por desislamizar Turquía, pisoteó muchos derechos reconocidos como fundamentales por la Carta de los Derechos Humanos y los propios postulados del liberalismo democrático.

Ahí es donde se sitúan los llamados islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo. No son, como piensan los altos mandos del ejército turco –de ahí su oposición al AKP-, radicales ni fundamentalistas; tampoco han de ser considerados continuadores de las formaciones políticas fundadas por Necmettin Erbakan. Los actuales gobernantes de Turquía son republicanos y demócratas que defienden un ligero, a la par que necesario, viraje en la política kemalista. Desean vivir en una nación laica –que no laicista-; un país que reconozca los derechos de las religiones, incluida la musulmana. Y son precisamente estos hombres los que desean ardientemente entrar en la Unión Europea.

La élite kemalista, ahogada en su nacionalismo laicista, mira con recelo a Bruselas.

Desde Occidente se mira con desconfianza a los miembros del actual gobierno turco por tratarse de islamistas. Sin embargo, esa denominación no tiene, como en otras naciones musulmanas, un carácter radical. Son personajes contrarios al laicismo predominante en Turquía. No quieren volver al Estado-religión de otras épocas y lugares, sino establecer una aconfesionalidad respetuosa con las creencias. Por esa razón miran a Europa. Esperan que ella ayude a consolidar su democracia, a hacerla más estable. Buscan también en la Unión un respaldo a sus reivindicaciones en pro de la libertad individual; en este caso referida a la expresión religiosa.

Por su parte, no quedan dudas, tras las últimas declaraciones de las autoridades comunitarias, de que Bruselas prefiere a Abdullah Gül al frente de Turquía. Una vuelta de la élite kemalista al poder reavivaría las llamas del nacionalismo turco, contrario a la integración de la República en Europa. El futuro es incierto, aunque todo parece indicar que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) volverá a imponerse sobre las destartaladas filas socialdemócratas en las elecciones del próximo mes de julio. Para entonces, con el sólido respaldo de las urnas, Recep Tayyip Erdogan podrá operar el cambio que necesita Turquía para encaminarse definitivamente a Europa.