Los grandes debates de la Segunda Internacional


Tres fueron los grandes debates que ocuparon las sesiones de la Segunda Internacional:

La colaboración con los partidos burgueses y la crisis revisionista. Esta surgió a raíz de la participación de algunos socialistas en gobiernos formados por partidos burgueses y también a partir de la formulación de las tesis revisionistas de Bernstein. El resultado fue la condena explícita del revisionismo y de la participación en gobiernos burgueses, aunque se admitía esa posibilidad en casos extremos. A comienzos del siglo XX, la postura revisionista se fue abriendo paso hasta convertirse, pocas décadas después, en predominante dentro de los partidos socialistas.

La cuestión colonial y el imperialismo. El movimiento socialista se había manifestado desde el principio, y en especial en el Congreso de Stuttgart (1907), a favor de la igualdad de razas y en contra de la esclavitud. En Stuttgart se enfrentaron:

  • Los que saludaban la idea colonizadora como elemento integrante de la meta civilizadora a la que aspiraba el socialismo (E. David).
  • Los que defendían el sistema colonial, pero criticaban la barbarie de los colonizadores (H. van Kol).
  • Los que condenaban el colonialismo como una forma degradada de capitalismo (K. Kautsky).

El Congreso se adhirió a esta última postura, imponiendo a todos los partidos el deber de combatir, en todas sus formas, la explotación colonial.

El impacto de la I Guerra Mundial.

El problema de la guerra fue el que más afectó a la Internacional, hasta el punto de poner en duda su propia existencia. En principio, la Internacional se había mostrado pacifista y condenaba las guerras entre potencias capitalistas, considerando como un deber del proletariado la lucha para evitarlas.

Ahora bien, cuando estalló la guerra mundial, la mayoría de los partidos socialistas quedaron también embargados por la ola nacionalista que recorrió Europa. La ilusión colectiva por alcanzar la victoria le llevó a votar a favor de los créditos de guerra y a apoyar a los gobiernos nacionales. Los esfuerzos para impedir la guerra habían fracasado y con ellos la Internacional entraba en un impasse del que le costaría mucho salir.

La escisión de la AIT


El enfrentamiento Marx-Bakunin.

Pronto se puso de manifiesto que la Internacional estaba muy lejos de ser homogénea ideológicamente. Las delegaciones de los países más industrializados, como Gran Bretaña o Alemania, apoyaban las ideas de Marx, mientras que las de los países agrícolas (Francia, Italia, España) estaban bajo la influencia anarquista.

El enfrentamiento entre Marx y Bakunin fue el debate más fuerte y el de mayor trascendencia política.

Bakunin condenaba la participación en las elecciones y en las luchas políticas para conseguir reformas sociales. Propugnaba la abolición del Estado y no su conquista, al tiempo que se mostraba hostil ante cualquier tipo de autoridad, combatiendo, en consecuencia, al Consejo General de la AIT. Defendía el poder directo de las secciones nacionales y negaba la necesidad de un comité permanente, al que acusaba de ser dictatorial.

El estallido, en 1870, de la guerra franco-prusiana hizo entrar en crisis a la Primera Internacional:

  • En primer lugar, fracasó la propuesta internacionalista que propugnaba que los obreros de los dos bandos no debían combatir entre ellos al tratarse de una guerra burguesa.
  • En segundo lugar, el fracaso del levantamiento obrero de la Comuna de París fue un golpe muy duro para la AIT.

La Internacional fue declarada fuera de la ley, acusada de ser la instigadora de la Comuna y sus miembros fueron duramente perseguidos.

La escisión del internacionalismo.

Pero fue el agravamiento de las diferencias internas lo que dio el golpe definitivo a la AIT. En el Congreso de La Haya (1872), fueron expulsados los bakunistas de muchas secciones (belga, española, suiza e italiana), que formaron una nueva organización: Internacional Antiautoritaria. Esta tuvo una vida muy efímera, ya que celebró su último congreso en 1881.

Por otro lado, Marx, ante la persecución que sufrían en Europa la Internacional y sus miembros, decidió trasladar el Consejo General a Nueva York, hecho que provocó su lenta extinción. Además, estaba convencido de que la lucha revolucionaria del proletariado debía fundamentarse sobre un nuevo tipo de organización: los partidos obreros.

Con la ruptura de la Internacional se había consolidado la primera gran escisión del movimiento obrero entre anarquistas y marxistas.

Los principales socialistas utópicos


Conde de Saint-Simon. Consideraba que la actividad industrial y la propiedad debían estar en manos de una élite productiva y emprendedora, y no en poder de haraganes y rentistas. Anticipó algunas ideas que después desarrollaría Marx, como la participación del Estado en la economía y la división social entre propietarios y trabajadores.

Robert Owen. Empresario británico que trató de implantar un sistema de producción más humano. En New Harmony (EE.UU.) desarrolló un nuevo sistema social y económico, el cooperativismo, en el que no existía propiedad privada, todos los trabajadores participaban de los beneficios y la jornada laboral era de diez horas.

Charles Fourier. Pensador francés contrario a la industrialización. Diseñó los falansterios, comunidades formadas por trabajadores libres e iguales (incluyendo a las mujeres) a los que reconocía el derecho a disfrutar de tiempo de ocio.

Louis Blanc. Político francés que proponía la creación de talleres estatales para garantizar a los obreros un sueldo digno, una jornada laboral inferior a las diez horas, un subsidio de desempleo y, en caso de enfermedad, asistencia médica y sustento para su familia. Formó parte del gobierno francés en 1848, poniendo en marcha los talleres nacionales.

El origen de la prensa obrera


En la primera mitad del siglo XIX, además de la Carta del Pueblo, el movimiento obrero se sirvió de la palabra impresa como poderoso medio para difundir sus mensajes y extender la conciencia de clase.

A través de periódicos y folletos, los líderes del proletariado publicaron proclamas, documentos y ensayos con la intención de concienciar y movilizar a los trabajadores. Estas publicaciones se leían en público debido a que la mayoría de los obreros eran analfabetos.

Entre los periódicos obreros británicos destacó La Voz del Pueblo, un semanario de la Asociación Nacional para la Protección del Trabajo que llegó a difundir 30.000 ejemplares. Otras publicaciones importantes fueron Revista de Progreso y Ni Dios ni amo.

Las ideologías de la desigualdad social


En el sistema económico capitalista y liberal el objetivo era la búsqueda del beneficio. Este fin implicaba reducir los costes de producción y, por tanto, los salarios de los trabajadores, cuyos ingresos descendieron hasta los límites de la subsistencia.

El propio Adam Smith había afirmado que la búsqueda del lucro individual era el motor de la economía.

Esta máxima era manifiesta en el capitalismo industrial, en el que el más fuerte prevalecía sobre el más débil. Como consecuencia, las desigualdades sociales se incrementaron: la riqueza se concentró en las clases altas y medias, mientras las condiciones de vida de las clases bajas empeoraron notablemente.

En la nueva sociedad de clases, la antigua división entre privilegiados y miembros del tercer estado se sustituyó por otra de propietarios (empresarios, comerciantes y hacendados) y asalariados (obreros y jornaleros).

La nueva desigualdad recibió el respaldo de las ideologías imperantes en la época, como era el caso del darwinismo social, que legitimó los contrastes entre ricos y pobres aplicando a los seres humanos la teoría de la selección natural formulada por Charles Darwin en 1859. De esta manera, los individuos, como las especies, eran naturalmente desiguales.

Por tanto, las diferencias sociales y económicas tenían su fundamento en la biología.

La legislación contra el trabajo infantil


A finales de la década de 1820, el Parlamento británico abordó la cuestión del trabajo infantil. Durante esas sesiones, los legisladores británicos tuvieron ocasión de escuchar testimonios sobrecogedores de niños que habían sufrido accidentes por utilizar máquinas en su actividad laboral. Políticos como Richard Oastler y Michael T. Sadler se pronunciaron públicamente contra esta forma de explotación infantil. Este último incluso publicó un informe en 1832 en el que recogía conmovedoras entrevistas a los niños trabajadores.

Como resultado de este movimientos contrario a la explotación infantil, se promulgaron las Factory Acts:

  • En 1833 se prohibió el empleo a menores de nueve años en la industria textil y se estableció que la jornada laboral de niños entre los nueve y los doce no podía superar las nueve horas diarias ni las cuarenta y ocho semanales.
  • En 1834 se rebajó la edad mínima para trabajar a los ocho años, al tiempo que se establecía la jornada partida entre la escuela y el trabajo.

En la segunda mitad del siglo XIX se produjo un descenso acusado del trabajo infantil en el Reino Unido, circunstancia que algunos historiadores atribuyen a las Factory Acts. Otros, sin embargo, consideran que el proceso se produjo debido a otros factores, como las mejoras en la maquinaria, que ya no requería de niños para su limpieza o reparación, o la sustitución del agua por el vapor en la industria texto.

En Francia también se adoptaron medidas contra el trabajo infantil a partir de 1841. Los legisladores prohibieron el empleo de niños menores de ocho años, al tiempo que establecían una jornada laboral de ocho horas hasta la edad de doce.

Las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera II


En los inicios de las sociedad industriales, la regulación laboral estatal era inexistente. Los empresarios imponían a los trabajadores unas condiciones que, en términos generales, presentaban las siguientes características:

  • Los salarios eran bajos; a veces se pagaba el trabajo diario (jornal) o el artículo producido (a tanto alzado o despejado). Estas condiciones obligaban al trabajador a aceptar jornadas laborales de quince horas para obtener un sueldo que le permitiera sobrevivir y mantener a su familia.
  • La empresa y el Estado no prestaban ningún tipo de asistencia médica y social, cuyo peso recaía exclusivamente en manos de instituciones de beneficencia. Por tanto, la enfermedad o el fallecimiento del cabeza de familia podía sumir al resto de los miembros en la mendicidad o, en el caso de las mujeres, la prostitución. Los obreros no tenían la posibilidad de jubilarse y seguían trabajando hasta que les era físicamente imposible. Entonces pasaban a depender de sus hijos o de la caridad ajena.
  • Los riesgos laborales eran considerables; los cortes y golpes provocados por las máquinas eran frecuentes y el peligro aumentaba por la fatiga acumulada. Además, los obreros estaban expuestos a la inhalación de productos químicos en fábricas sin ventilación.
  • La industrialización igualó a la masa de trabajadores haciéndoles descender en la escala social. Al no poder competir con los precios de los productos industriales, muchos artesanos sufrieron la ruina. Además, las cadenas de producción requerían un personal poco cualificado, que generalmente se convertía en un deshumanizado apéndice de la máquina.

El trabajo de mujeres y niños

Los patronos empleaban a mujeres y niños como trabajadores en puestos donde no era necesaria la fuerza física. La mano de obra infantil y femenina era menos conflictiva y más barata, de ahí que se contratara a niños desde edades muy tempranas como los cinco o los seis años. Trabajaban en torno a dieciséis horas diarias y era frecuente que, a cambio, únicamente recibieran comida y alojamiento. Además, las amenazas y castigos físicos a los menores eran sucesos cotidianos.

Por su tamaño, los niños eran empleados frecuentemente como deshollinadores de chimeneas, como ayudantes de los mineros (por su facilidad para introducirse en los resquicios de las minas) y como trabajadores en el sector textil. También era frecuente que se dedicaran a tareas de limpieza y engrase de la maquinaria.

Estaban muy expuestos a la siniestralidad laboral -sobre todo a muertes por asfixia- así como a enfermedades causadas por la exposición al hollín.

La aparición de la sociedad de clases


Los cambios originados por la revolución industrial se sumaron a las transformaciones políticas ocasionadas por las revoluciones atlánticas durante las últimas décadas del siglo XVIII. Todas ellas provocaron la disolución de la sociedad del Antiguo Régimen, basada en la división estamental, y el nacimiento de la sociedad de clases.

En la sociedad de clases las personas se diferenciaban por el lugar que ocupaban en el proceso productivo y no por su nacimiento o el origen de su familia.

En esta nueva sociedad la nobleza fue perdiendo influencia, aunque siguió manteniendo cierto poder político y social. Estableció una alianza estratégica con la emergente burguesía (prestigio social a cambio de dinero) y mantuvo el predominio en determinados ámbitos del aparato del Estado, como la diplomacia, la Administración y el Ejército. Sus valores, gustos y aficiones siguieron gozando de gran prestigio e influencia.

Los campesinos también se vieron afectados por la desaparición del Antiguo Régimen, puesto que dejaron de estar bajo la protección de los señores y propietarios de las tierras para convertirse en jornaleros. Además, las condiciones de vida en el mundo rural eran duras y se produjeron hambrunas a causa de las malas cosechas de las últimas décadas del siglo XVIII.

En definitiva, los trastornos originados por la introducción de mejoras técnicas, así como los cambios en el régimen de propiedad, dejaron sin posibilidad de sustento a un número considerable de campesinos, que se vieron obligados a emigrar a las ciudades.

Ahora bien, los grupos sociales más característicos de esta nueva sociedad de clases fueron los burgueses y los obreros.

La burguesía

Al implicarse en el proceso de industrialización y, en consecuencia, acumular capitales y multiplicar sus inversiones, se convirtieron en la clase más relevante. Este enriquecimiento les sirvió como punto de apoyo para ascender a la cúspide del poder político y de las principales instituciones sociales y culturales.

Políticamente evolucionaron desde posiciones revolucionarias a ideas más conservadoras próximas a la nobleza. Su prestigio y costumbres se fundamentaban en la familia, el patrimonio y los negocios. Sus principales valores eran la educación, el mérito, el trabajo y el ahorro.

La clase obrera

Este grupo social, conocido también como proletariado, se desarrolló en Gran Bretaña y en el resto de Europa de forma paralela a la industrialización. Estaba formado por los trabajadores de las ciudades que solamente poseían el salario que les proporcionaba el empresario a cambio del trabajo realizado. Sus condiciones de vida fueron pésimas durante todo el siglo XIX.

El trabajo femenino e infantil durante la industrialización


En el Antiguo Régimen la actividad de las mujeres se desarrollaba en el ámbito del hogar y la familia. La única dedicación laboral fuera de ese entorno era el servicio doméstico o, si vivían en el campo, la colaboración en las labores agrícolas.

Con el inicio de la revolución industrial, los empresarios empezaron a demandar mano de obra femenina, de tal modo que algunas mujeres también accedieron al trabajo remunerado en las fábricas. Sin embargo, las condiciones laborales y el salario eran peores que los de los varones. Estos, por su parte, consideraban que la mano de obra femenina les planteaba una competencia ilegítima debido a su precio más bajo.

En el contexto de la industrialización tuvo lugar un debate social y político acerca del trabajo femenino. En concreto, se discutieron aspectos como los siguientes:

  • Si las mujeres debían acceder al trabajo fuera del hogar.
  • Qué trabajos remunerados eran actos para ellas.
  • Qué consecuencias tendría la actividad laboral para las mujeres, sus familias y la sociedad en su conjunto.

Pensadores como Karl Marx se mostraron partidarios de excluir a las mujeres de las fábricas para evitar la degradación de la sociedad y de la familia.

Por su parte, los niños también padecieron la explotación laboral durante las primeras fases de la revolución industrial. Junto con las mujeres, trabajaban en las fábricas en jornadas de 14 y 15 horas diarias.

Además, en muchas ocasiones se les obligaba a realizar las tareas más duras y peligrosas, como introducirse dentro de las máquinas para limpiarlas o repararlas.

Las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera I


La Revolución Industrial y la introducción del maquinismo provocaron una profunda transformación de la estructura productiva y las condiciones de trabajo.

El obrero asalariado fue desplazando, poco a poco, a los artesanos y trabajadores a domicilio, mientras que el maquinismo hizo aumentar enormemente la división del trabajo. El obrero ya sólo participaba en una pequeña fase del proceso productivo y no necesitaba ni una fuerza física singular ni una gran especialización. Se convirtió en una fuerza de trabajo necesaria para mover máquinas o manipular productos y se compraba en el mercado a bajo precio.

Así, durante casi todo el siglo XIX, el aumento del coste de la vida fue superior al aumento de los salarios, hecho que condujo al empobrecimiento de la clase obrera. La necesidad de conseguir una gran acumulación de capital por parte de los empresario tuvo como consecuencia el mantenimiento de unos salarios muy bajos y de unas pésimas condiciones de trabajo. Las jornadas laborales eran largas y agotadoras y, en muchos casos, superaban las quince horas diarias.

Además, el trabajo se realizaba en lugares insalubres, ya que muchas fábricas eran oscuras y malsanas y, en el caso de la industria textil, muy húmedas.

Los salarios eran tan bajos que sólo permitían estrictamente la subsistencia. Así, era un hecho corriente que niños y mujeres trabajasen, tanto en las fábricas como en las minas. Sus sueldos eran necesarios para completar la economía familiar, pero eran inferiores a los de los hombres. En Inglaterra el sueldo de los niños equivalía a un 10% del masculino, y el de las mujeres entre un 30% y un 40%.

La disciplina laboral era muy rígida, de tal modo que los obreros podían ser despedidos en el momento en que el empresario quisiera. Los castigos y las penalizaciones eran también frecuentes. No existía ningún tipo de legislación laboral que regulara el trabajo o garantizase alguna protección en caso de enfermedad o accidente.

Las primeras leyes reguladoras del trabajo se hicieron en Gran Bretaña en 1833, año en que se promulgó la Factory Act. Por su parte, Prusia estableció las primeras leyes laborales en 1839, Francia en 1841 y los EE.UU. en 1848.