La abolición de la servidumbre había dado lugar a un aumento de la mano de obra disponible para la industria.
Sin embargo, la agricultura no estaba lo suficientemente desarrollada como para poder aportar el capital que el proceso industrializador exigía. Así, la Rusia zarista tuvo que recurrir a inversiones extranjeras procedentes, fundamentalmente, de Francia, Gran Bretaña, Bélgica y Alemania.
El resultado fue una industrialización muy rápida: entre 1890 y 1900, la producción industrial se duplicó y Rusia se convirtió en la quinta potencia industrial del mundo. Ahora bien, la industrialización rusa presentaba unas particularidades bien definidas:
- En primer lugar, la concentración geográfica en unas zonas determinadas del Imperio: San Petersburgo, Moscú, Ucrania y Polonia.
- En segundo lugar, el gigantismo, ya que más de la mitad de los obreros trabajaban en empresas de más de 500 trabajadores.
- En tercer lugar, la dependencia financiera: en 1914 casi un tercio de las sociedades por acciones estaban en manos de capitales foráneos.
La industrialización potenció el crecimiento del proletariado y hacia 1900 había ya casi tres millones de obreros. A pesar de que numéricamente era poco importante, el proletariado tenía una considerable fuerza social en las regiones industriales como consecuencia de la gran concentración empresarial.
En algunas ciudades, como San Petersburgo, los obreros representaban el 50% de la población.
Las condiciones laborales y salariales eran extremadamente duras:
- Jornada de trabajo de 12 horas.
- Salarios muy bajos que disminuían con la edad.
- Un porcentaje muy elevado de mano de obra infantil y femenina.
- Viviendas miserables…
A todo ello habría que añadir la ausencia de derechos sindicales, en concreto del derecho a la huelga, y la escasa legislación laboral que dejaba a los obreros indefensos frente a la arbitrariedad de la patronal. En estas circunstancias, no es extraño que la conflictividad social fuese muy elevada y que, de día en día, las revueltas obreras aumentasen.