Montesquieu y la división de poderes


El desarrollo teórico del barón de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) se sustenta sobre dos columnas: la crítica al sistema despótico, y el análisis de las condiciones necesarias para que el individuo pueda desarrollar su libertad política.

De esta manera, a partir de una clasificación de los distintos tipos de gobierno, el autor francés elabora un sistema de división de poderes orientado a garantizar la defensa de la libertad del individuo ante las acciones y pretensiones del poder.

A su vez, el pensamiento de Montesquieu no se detiene en el ámbito político, como en su día hizo Locke al enunciar sus tres poderes, sino que busca también un equilibrio social. Ese componente sociológico, tan ignorado en numerosas ocasiones, es, ciertamente, la gran aportación de este pensador.

Los tres tipos de sociedades

Montesquieu inicia su desarrollo teórico siguiendo el modelo de otros filósofos anteriores. Al igual que Platón, Aristóteles o Santo Tomás, establece una clasificación tripartita de los tipos de organización política: republicana, monárquica y despótica.

La distinción entre cada una de ellas se basa en dos rasgos: la naturaleza del régimen -quién detenta el poder-, y su principio -cuáles son los fines con los que se gobierna. A partir de ahí establece una división entre los gobiernos moderados, en los que existen leyes fijas y seguridad, y el despotismo, donde la ley es el capricho de un gobernante que se sirve del miedo para mantener el poder.

La búsqueda de contrapesos

Montesquieu descarta el despotismo al considerar que limita la libertad individual. Aconseja, por tanto, el establecimiento de gobiernos moderados: república y monarquía.

De entre estos dos, considera superior al republicanismo, pues se rige por el principio de la virtud cívica, mientras que la monarquía tiende a establecer desigualdades. Sin embargo, entiende que los tiempos modernos, con los grandes estados que se han venido formando desde finales del siglo XV, no son los adecuados para el modelo republicano.

En El espíritu de las leyes acabará decantándose, pues, por el régimen monárquico.

Ahora bien, por mucho que catalogue a la monarquía como un gobierno moderado, Montesquieu es consciente de que el poder puede caer en el despotismo, arrastrando consigo la libertad política. De esta manera, tomando el modelo británico de finales del XVII, recomendará el establecimiento de la división de poderes como garantía del individuo ante el gobierno.

La división de poderes

Montesquieu se fijará en el pensamiento político británico, especialmente las obras de Harrington y John Locke, como modelo para su sistema de separación de poderes.

De ellos tomará la idea de una triple división, así como la primacía del legislativo. No obstante, en el Espíritu de las leyes se sustituye el poder federativo por el judicial.

El sistema de contrapesos de Montesquieu no busca únicamente evitar que una persona acumule todos los poderes. No se trata de hacer parcelas, departamentos estancos, con las distintas potestades, sino que cada una de ellas se encuentre, a su vez, bajo la atenta mirada de las otras.

Así, el ejecutivo puede vetar determinadas leyes aprobadas por el legislativo, y este, a su vez, ejerce una función de control sobre el gobierno. Por último, en determinados casos, el legislativo puede suplantar al judicial como tribunal de justicia.

El equilibrio social

La gran aportación de Montesquieu al pensamiento político no es, como suele entenderse, la división de poderes. Esta ya existía desde un siglo antes en los escritos de varios teóricos británicos, y se venía aplicando en Inglaterra desde finales del XVII.

El mérito de El espíritu de las leyes es de carácter sociológico: la búsqueda del equilibrio social a partir de la división de poderes.

De esta manera, Montesquieu relaciona el poder judicial a un estado o profesión determinada, el ejecutivo a la monarquía, y el legislativo a la nobleza, representada en la cámara alta, y al tercer estado, en el caso de la cámara baja. Este modelo, por tanto, permitía a todas las fuerzas sociales participar en el gobierno del estado, evitando así el enfrentamiento entre ellas por el poder.

La democracia en Alexis de Tocqueville


El discurso teórico de Alexis de Tocqueville, presente especialmente en La democracia en América (1840), presenta dos puntos centrales: la tendencia de las sociedades modernas hacia la democracia y la igualdad, y los conflictos que pueden generarse entre ellas.

La tendencia hacia la democracia constituye una especie de filosofía de la historia dentro de sus planteamientos. Es decir, Alexis de Tocqueville defiende que, de manera inevitable, el devenir de las sociedades modernas las conduce en esa dirección. Con respecto al conflicto entre libertad e igualdad, Tocqueville manifiesta que, en caso de producirse, las sociedades humanas siempre optarán por la primera.

La concepción filosófica de la historia

Como ya hemos indicado, Alexis de Tocqueville veía inevitable el triunfo de la democracia en las sociedades modernas. Desde su punto de vista, en este triunfo participaban, no sólo sus partidarios, sino también otros grupos que, de manera inconsciente, aceleraban su proceso de establecimiento.

Además, el autor francés sostenía que incluso los enemigos de la democracia, con sus actos, favorecían su implantación. En medio de la vorágine, y contra la nueva corriente predominante, estos grupos fracasarían, siendo absorbidos por el nuevo orden.

Sin embargo, Alexis de Tocqueville no era partidario del establecimiento de un modelo democrático uniforme y cronológicamente coincidente.

En cada estado deberían respetarse las propias tradiciones, así como el ritmo de su evolución socio-política. De esta forma, no todas las naciones accederían a la vez al sistema democrático. Además, este no tendría las mismas formas en cada una de ellas, sino que se adaptarían a un modelo identitario propio.

La sociedad estamental

A la hora de definir la sociedad democrática, Alexis de Tocqueville parte de la enumeración de los principales rasgos de la estamental, propia del Antiguo Régimen.

La sociedad estamental se organizaba a partir de tres estamentos a los que se accedía, no por los propios logros de las personas, sino por adscripción.

Es decir, en función de su origen familiar una persona quedaba encuadrada de por vida entre los privilegiados o entre los no privilegiados.

Sin embargo, este hermetismo entre los estamentos se complementaba con la acción recíproca de cada uno de ellos. Así, la tarea específica de un grupo repercutía en los restantes, existiendo una clara conexión entre ellos. Esta situación provenía del origen feudal de los estamentos que, desde el medioevo, se había mantenido hasta comienzos del siglo XIX.

El planteamiento era el siguiente: la nobleza con su espada defendía a la sociedad, el clero hacía lo propio con las armas espirituales, mientras que sobre el estado llamo recaía la obediencia y el mantenimiento de los otros dos grupos.

El tercer rasgo de la sociedad estamental era la concentración de poderes en los grupos privilegiados. Estos controlaban la política, la economía y la cultura.

Principios de la sociedad democrática

Una vez definidos los rasgos de la sociedad estamental, Alexis de Tocqueville enumera, en contraposición con el régimen anterior, tres principios del tipo social democrático.

En primer lugar sitúa la desaparición de las desigualdades. El autor francés identificaba esta característica con el debilitamiento de la adscripción. De esta manera, aunque el nacimiento continuaba teniendo su peso en la posición social de las personas, el elemento fundamental para su clasificación por grupos pasaba a ser el logro.

La meritocracia defendida por Tocqueville no significaba, a su vez, que unas personas valieran más que otras. Desde su perspectiva todos los seres humanos eran iguales. La diferencia radica, por tanto, en el esfuerzo puesto por la persona en sí para alcanzar una posición preeminente. Así como en el servicio que con esa dedicación presta a la sociedad.

Una vez explicado el principio de igualdad y la importancia del logro, Tocqueville nos presenta el segundo rasgo de la sociedad democrática: el valor del trabajo. El autor francés sostiene que, si se eliminan las barreras que impiden el acceso de determinados grupos a la riqueza, estos buscarán enriquecerse y ganar prestigio social.

La única manera de alcanzar esta meta en una sociedad meritocrática es, precisamente, el trabajo. Este, desde su origen egoísta, pues el ser humano únicamente busca el propio lucro, redundará a la larga en beneficio de toda la sociedad.

Por último, y basándose una vez más en la igualdad, Tocqueville defenderá el acceso de todos a la toma de decisiones. Es decir, consagrará el principio de participación ciudadana en la vida política.

La libertad política en John Locke


John Locke (1632-1704) puede ser considerado con toda justicia como el primer sistematizador del pensamiento liberal. Sus ideas, surgidas en un contexto revolucionario, han influido notablemente en el desarrollo político de Inglaterra, pero también del resto del mundo.

Este autor es un antecedente claro de muchos de los planteamientos políticos de la Ilustración y, por ende, de las revoluciones de finales del XVIII y principios del XIX. No obstante, como descubriremos a lo largo de los siguientes párrafos, la obra de Locke no se entiende sin las circunstancias históricas en las que le tocó vivir.

El liberalismo británico

La ideología liberal nació en Inglaterra a mediados del siglo XVII. Su manifestación más temprana fue la controversia entre el Parlamento y el rey Carlos I Estuardo, que acabó derivando en una guerra civil y en la ejecución pública del monarca.

Tras casi veinte años de republicanismo, en los que las ideas liberales se fueron asentando en el país, se produjo la restauración monárquica en la figura de Jacobo II Estuardo.

Los intentos del nuevo rey por recuperar en su plenitud los antiguos privilegios de la Corona llevaron a un nuevo levantamiento liberal: la revolución gloriosa de 1688. En estos acontecimientos un hombre, John Locke, aparece como ideólogo del nuevo planteamiento político. De tal modo que, puede ser considerado el padre del liberalismo.

El partido de los «levellers»

Un grupúsculo dentro del Parlamento de 1640 aparece como antecedente más claro del pensamiento de John Locke. Los levellers, que en su traducción al castellano se conocen como los «niveladores», formularon los primeros argumentos en contra de la monarquía absoluta y las desigualdades sociales.

Este grupo de pequeños propietarios, que en su momento formaron parte del ejército de Oliver Cromwell, se organizaron como partido en 1646. Desde ese momento aparecen como opositores al dictador, cuya política les había defraudado.

Una de las ideas básicas del liberalismo político, la defensa de la sociedad como un conjunto de personas libres que comparten los mismos derechos fundamentales, surgió en el seno de este grupo. Además, los levellers sostenían que la persona o grupo de personas que detentaban el poder debían contar con el consentimiento de los gobernados, ante los que tenía la obligación de rendir cuentas. Por tanto, el gobierno no podía ser absoluto de ninguna manera.

Como garantía de la salvaguarda de los derechos individuales, debía tener poderes limitados. A su vez, los levellers defendían la plena libertad de expresión, religión, asociación y comercio.

El origen de la sociedad

El pensamiento político de John Locke se recoge fundamentalmente en sus Dos tratados sobre el Gobierno Civil (1689). En esta obra trata de descubrir el origen de la sociedad, así como el fin para el que fue constituida.

En cuanto al origen, el autor inglés parte del estado de naturaleza, donde los hombres son plenamente libres, pero también susceptibles de sufrir la agresión de los demás sobre su persona y sus propiedades.

Por esa razón, el ser humano abandona esa situación para construir la sociedad. Al incorporarse a ella renuncia a todo el poder sobre los demás, que pasa a ser competencia exclusiva de la autoridad pública, recibiendo, como contraprestación la garantía de que su integridad física y sus propiedades serán respetadas.

Por tanto, mediante un supuesto contrato social, el ser humano abandona el estado de naturaleza para garantizar su seguridad y la de sus pertenencias, cediendo parte de su libertad al estado. Sin embargo, esa cesión afecta única y exclusivamente a la potestad que la persona tiene sobre sus iguales, a la posibilidad de aplicar él mismo la justicia. Esta, así como el poder coercitivo, pasan a depender del soberano.

Los límites del poder político

Una vez explicado el origen de la sociedad, John Locke se plantea la manera de evitar que el depositario del poder cedido abuse de sus competencias. Busca establecer, por tanto, los límites del poder, que permitan al individuo mantener su parcela de autonomía y libertad.

De esta manera, tal como había enunciado anteriormente Harrington en Oceana (1656), y como haría Montesquieu en El espíritu de las Leyes (1748), establece un sistema de separación de poderes. Esta división permite construir un sistema de contrapesos mediante el que ninguna persona o institución acumula todo el poder.

Además, los distintos poderes están sometidos a un control y dependencia entre ellos, de tal manera que la labor de uno es supervisada por los otros. John Locke distingue tres órganos de poder: legislativo -encargado de la elaboración y aprobación de las leyes-, ejecutivo -con competencias en justicia y gobierno interior- y el federativo -responsable de la política exterior.

La tolerancia religiosa como manifestación de libertad

Durante esos convulsos años John Locke abordó otra de las grandes polémicas de la época: la libertad religiosa. En 1667 su Ensayo sobre la tolerancia, donde defendía el derecho de los puritanos a vivir libremente sus creencias sin ser molestados por las autoridades públicas, de orientación anglicana.

Los argumentos de esta primera obra fueron completados y puestos al día en Cartas sobre la tolerancia (1689).

En esta ocasión, en lugar de hacer uso de argumentos económicos -la pérdida de riqueza que suponía la emigración de los puritanos con todas sus propiedades y negocios-, el autor se centra en aspectos políticos. De esta manera, establecía los dos únicos motivos por los que a una persona se le podía negar la libertad religiosa: el perjuicio de los derechos de otro individuo y el atentado contra la existencia misma del Estado.

El pensamiento económico de Adam Smith


Adam Smith (1723-1790) puede ser considerado con toda justicia el padre del liberalismo económico; además del teórico económico más importante del siglo XVIII.

Este escocés, imbuido por las ideas de su tiempo, se basó en el planteamiento newtoniano de las leyes de la física para enunciar las de su propia ciencia, la economía. Sus planteamientos fueron recogidos en su obra más conocida: Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, publicada en 1776.

A lo largo de los siguientes párrafos nos sumergiremos en el mundo cultural y científico de la Ilustración escocesa y de la escuela económica clásica, con el fin de repasar, de forma amena y concisa, las principales ideas de Adam Smith.

Los economistas clásicos

Aquellos autores británicos que, entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX, desarrollaron un nuevo tipo de análisis social y político centrado en el crecimiento económico, son conocidos como “economistas clásicos”.

Dentro de este grupo cabe destacar a hombres como David Ricardo, Jeremy Bentham, James Mill, T. R. Malthus, John Stuart Mill y, especialmente, Adam Smith.

A su vez, algunos de estos autores -es el caso del personaje que nos ocupa- se incluyen también dentro del grupo de ilustrados escoceses, donde encontramos personajes de reconocida valía intelectual: David Hume, Adam Ferguson y John Millar.

Los «economistas clásicos» trataron de descubrir los motivos explicativos del comportamiento de las personas en el ámbito de la economía. El objetivo era, por tanto, llevar las leyes de la física, enunciadas por Newton, al ámbito económico y aplicarlas a un sujeto tan impredecible y complejo como el ser humano.

A su vez, estos autores llegaron a dos conclusiones que, a la postre, resultaron fundamentales para el posterior desarrollo de la economía occidental: la importancia del principio de división del trabajo como fuente del crecimiento, y la constatación de una relación causal entre población, riqueza y progreso.

La riqueza de las naciones y las leyes de la economía

Dentro de la producción intelectual de este grupo de teóricos de la economía, destacó La riqueza de las naciones, de Adam Smith. En ella el autor escocés enumeraba sus tres leyes básicas de la economía:

  • La tendencia natural al lucro de todos los seres humanos.
  • La necesidad de la libre competencia.
  • El imperio de la ley de la oferta y la demanda a la hora de fijar los precios y salarios.
A su vez, en esa misma obra, Adam Smith explicó otras ideas claves de su doctrina económica, la mayor parte de ellas compartidas por los llamados «economistas clásicos».

En primer lugar, defendía el papel del trabajo y la producción como las principales fuentes de riqueza. Este argumento se mostraba contradictorio con el pensamiento de los fisiócratas franceses, contemporáneos de Adam Smith que afirmaban la importancia de la tierra como origen de la riqueza.

En segundo término, establecía las bases de la economía en la industria y el comercio, siendo la división del trabajo un factor esencial para el desarrollo. Una vez más, los postulados de Adam Smith se mostraban contrarios a los de los fisiócratas, defensores de la primacía agraria.

Además, en íntima conexión con la primera de sus leyes económicas, establecía que la propiedad privada era indispensable para la existencia de lucro.

El papel del Estado

Adam Smith reservaba en su teoría un papel muy limitado para las autoridades públicas. En La riqueza de las naciones, indicaba que el Estado no debía intervenir en la vida social y económica.

Para el economista escocés, el papel de las autoridades se limitaba a los terrenos de defensa, administración de justicia y a proporcionar servicios sociales y económicos con carácter subsidiario.

La tolerancia religiosa en John Locke


John Locke, uno de los principales teóricos del liberalismo británico del XVII, asumió como propia una problemática heredada por el estado y la sociedad británica desde un siglo antes. En ese contexto, que es también el de las guerras de religión en Europa, el autor inglés abordó la cuestión en dos de sus principales obras: Ensayo sobre la tolerancia y Carta sobre la tolerancia.

La influencia de este autor en la revolución gloriosa de 1688 iba a conducir a la imposición de un pensamiento liberal en materia religiosa.

El nacimiento del anglicanismo

1534. Enrique VIII rompía el vínculo existente entre el reino de Inglaterra y la Iglesia de Roma. El monarca británico, con el fin de divorciarse de su esposa Catalina de Aragón, se autoproclamó cabeza de una nueva tendencia dentro del cristianismo: la anglicana.

Eduardo, único hijo de Enrique VIII, siguió la senda marcada por su padre, si bien introdujo numerosas novedades de carácter calvinista. Su prematura muerte en 1553, cuando contaba con sólo dieciséis años, llevó al trono a María Tudor. Las convicciones católicas de esta reina devolvieron a Inglaterra al seno de la Iglesia romana hasta su muerte.

Cinco años duró la reina María en el trono y, puesto que falleció sin descendencia, su hermana Isabel heredó la monarquía inglesa en 1558.

Su largo reinado -murió en 1603- permitió que el anglicanismo, esbozado por su padre Enrique VIII y reformado por su hermano Eduardo VI, tomará fuerza hasta convertirse en la religión única del estado británico.

Los orígenes históricos de una intolerancia

Isabel I dio fuerza a una nueva concepción religiosa, no sólo con novedosas convicciones y dogmas, sino también con el fortalecimiento de la figura de la reina como cabeza del nuevo credo. Sin embargo, el compromiso de la monarquía con la religión anglicana dejaba a los que no profesaban esa fe fuera de la ley.

Por supuesto, los católicos -denominados despectivamente como «papistas»- debían ser perseguidos por obedecer a un poder enemigo y extranjero: Roma.

No obstante, los teólogos y juristas dudaban sobre el estatus que se debía conceder a las concepciones del cristianismo surgidas de la Reforma protestante, especialmente a los puritanos y calvinistas.

Tendría que pasar todo un siglo, el XVII, para que finalmente fueran aceptadas en el seno de Inglaterra las restantes religiones reformadas. Dos revoluciones y el pensamiento de un hombre, John Locke, iban a ser decisivas en ese proceso.

La ruptura de la unidad religiosa

La aparición del puritanismo, que aspiraba a la libertad religiosa con respecto a la Corona y a un modelo de organización anti-jerárquico o no episcopaliano, llevó a la ruptura de la unidad anglicana.

Esta nueva concepción religiosa se mantuvo en la clandestinidad durante los reinados posteriores a Isabel. No obstante, la revolución de la década de 1640, en la que el rey Carlos I Estuardo fue ejecutado, y la república que se instauró como consecuencia de esta, favorecieron el avance de la causa de los puritanos.

Así, durante el protectorado de Oliver Cromwell hubo de hecho un reconocimiento de las distintas sectas protestantes, si bien nunca se estableció con claridad cuál era la situación legal de los puritanos.

En 1660 los Estuardo, en la figura del rey Jacobo, volvieron al poder. Con ellos retornó también la intolerancia religiosa y el debate sobre la cuestión puritana.

Los ensayos de John Locke sobre la tolerancia religiosa

En el contexto que venimos describiendo, John Locke publicó en 1667 su Ensayo sobre la tolerancia. En esa obra se manifestaba en favor de la tolerancia para con los disidentes religiosos.

El argumento de fondo del autor liberal inglés era el mayor peso de las ventajas económicas y religiosas de la tolerancia con respecto a la intolerancia.

Desde el punto de vista de Locke, la falta de libertad religiosa obligaría a los puritanos a emigrar, perdiendo el estado una parte de su población, así como la riqueza asociada a ellos. A su vez, consideraba que el contacto entre distintas religiones sólo podía enriquecer a ambas.

Esta misma argumentación fue recogida y ampliada en Cartas sobre la tolerancia en 1689, un año después de la revolución liberal que derrocó al rey Jacobo Estuardo. En esa segunda obra, Locke abordó la problemática desde una perspectiva política. Establecía que la tolerancia religiosa sólo era inadmisible en el caso de perjudicar a los derechos de otro individuo o atentar contra la existencia misma del Estado.

De la historia II

Artículo publicado por Historia en Presente el 3 de febrero de 2009.


Continúo profundizando acerca de lo que son y lo que deben ser la historia y el oficio del historiador. El primer artículo dedicado a esta cuestión nacía como consecuencia de una discusión de sobremesa. Este segundo tiene como origen el post escrito por Citoyen en su blog de Lorem-ipsum. En el fondo no es más que un comentario a lo que él ha dicho –sigo hasta su propio esquema-, por tanto, es recomendable leerle primero.

A Demócrito, cuya aportación también se agradece, le contesté en forma de comentario en el primero de mis artículos. Tanto su réplica como mi contrarréplica podrían considerarse entradas en sí mismas más que simples comentarios. Sin embargo, esa posibilidad no se me ocurrió en el momento. En fin, espero que continuemos intercambiando ideas, porque yo no descarto escribir un “De la historia III”.

La historia como industria

En su artículo Citoyen presenta una interesante analogía entre la historia y la producción industrial. Como analogía -en parte igual y en parte distinto- es muy útil para exponer un punto de vista, aunque sin tomarlo al pie de la letra. No estando totalmente de acuerdo con la comparación –lo que no implica un total desacuerdo- voy a aceptar la terminología económica de mi compañero, puesto que así se ha planteado el debate.

La historia –dice Citoyen- ha de tener una utilidad social; yo no me opongo, es más, en mi primer artículo, indico cual es a mi entender esa utilidad social. Por esa razón, pienso que los historiadores no hemos de tener ningún reparo en someternos al juicio de eficiencia del sistema económico.

Estoy de acuerdo con ese afán, lógico por otra parte, de evitar la aparición de parásitos en la sociedad. Cada cual ha de realizar su trabajo de la mejor manera posible, siempre que esa labor sirva a la sociedad. Si no fuera así no quedaría más remedio que eliminar esa profesión. Quizás me expliqué mal, o tal vez fui poco preciso en De la historia, pero nunca tuve la intención de poner en duda eso.

La producción de la historia, pone al descubierto mi alergia hacia el concepto de utilidad entendido como consecuencialismo. Resulta bastante sencillo comprender muchos de mis planteamiento sobre la historia si se descubre la diferencia entre valor y utilidad. El segundo paso es reconocer la primacía del primero de estos dos conceptos. A este respecto, me parece fundamental aplicar esto a las personas, que han de ser respetadas porlo que son, no por sus méritos (el mérito, no obstante, añade valor al ser).

El trabajo del historiador puede ser útil, pero sobre todo es valioso. A una sociedad o cultura determinada no le es útil conocer aspectos de su pasado, pero pobre de ella si pierde su identidad.

Por esa razón, pienso que los recursos dedicados a la investigación histórica no caen en saco roto. Están plenamente justificados, ya que las aportaciones de los distintos historiadores permiten formar ese stock de conocimiento del que habla Citoyen. Este no ha de ser entendido sólo como cúmulo de datos, reglas y tendencias, sino como interpretación personal y aportación intelectual del propio historiador.

Desacuerdos sobre el método

La historia pertenece al campo de las ciencias sociales, por tanto, tratar de aplicarle el método de las ciencias naturales es un error. Los historiadores, y en ocasiones personas ajenas a la historia, han tratado de llevar a cabo esa equiparación en numerosas ocasiones. Los resultados, en general, han sido bastante frustrantes. Quizás el objeto de investigación sea la causa de esos sucesivos fracasos.

La libertad humana, que nos permite actuar de forma irracional e, incluso, contranatura, convierte a la persona en un fenómeno imprevisible. Dentro de las ciencias sociales, tampoco tiene mucho sentido equiparar el método histórico al sociológico.

Son ciencias complementarias que se apoyan mutuamente, y, en ocasiones, con muy buenos resultados. Sin embargo, no se puede aplicar a la historia el paradigma de la sociología, entre otras cosas, porque es anterior en el tiempo. Afirmar que la historia utiliza el método sociológico equivaldría a renegar de medio siglo de historial científico.

Los dos desacuerdos enunciados en el párrafo anterior me parecen comprensibles, en tanto que han formado parte del debate historiográfico a lo largo de todo el siglo XX. Sin embargo, afirmar que la historia, y las ciencias sociales en su conjunto, son una rama de la economía, me parece infantil. Me recuerda al clásico debate ciencias versus letras del instituto, que no es más que la prolongación del “mi papá tiene un coche más grande que el tuyo”, propio de la primaria.

Con la perspectiva que me da el estudiar y leer sobre cuestiones históricas, tomaré la afirmación de Citoyen como una consecuencia de la crisis económica en la que estamos inmersos. Porque a nadie se le escapa que, de pronto, se ha extendido la fiebre entre todo el mundo –me incluyo- por aprender economía. La historia nos enseña que esto es pasajero, y si no lo fuera nos llevaría al desastre, porque una sociedad no puede subsistir únicamente con economistas.

La historia tiene pretensiones científicas propias. Posee un método, pero no el de la sociología, la economía o la física. El historiador analiza una realidad pretérita a partir de las fuentes con las que cuenta.

El profesional de la historia realiza sus hipótesis, las confirma y establece, no sólo modelos, sino un discurso histórico que puede incluir dentro de él reglas, tendencias y modelos. No obstante, como sabe de la complejidad de su objeto y de sus propias limitaciones como persona –no es omnisciente-, sus conclusiones están abiertas a revisiones constantes. Salvo en la rama de arqueología, los historiadores no tenemos laboratorios.

No podemos aislar una realidad histórica para estudiarla en todas sus variantes. Eso que para los físicos y los economistas es tan sencillo, para nosotros es imposible. Incluso los sociólogos, con un objetos tan complejo como la sociedad, pueden utilizar la calle como laboratorio. Nosotros no, porque nuestro objeto, además de ser impredecible, ya no existe: es pasado.

Por tanto, no somos chamanes. Tenemos nuestras reglas a la hora de investigar. Sin embargo, no se nos puede pedir objetividad. Podemos ser coherentes, honrados, pero nunca objetivos, ya que eso requiere un conocimiento muy detallado de la realidad estudiada. Nos comprometemos a utilizar el mayor número de fuentes posibles para ampliar nuestro juicio, pero nunca serán suficientes. Me atrevería a decir que un historiador no cuenta con más de un diez por ciento de la información sobre una cuestión a la hora de analizarla.

Con eso se pueden hacer maravillas, pero no llegar a la ansiada objetividad. Utilizaré como ejemplo algo que Citoyen mencionaba en su artículo: las teorías de la evolución. Hoy día parece evidente que se ha producido una evolución en la conformación del ser humano. No obstante, existen un sinfín de árboles filogenéticos, casi uno por escuela. Si a eso le añadimos que cada descubrimiento arqueológico provoca un terremoto dentro de todos ellos… En fin, sobre esa base tan inestable trabajamos los historiadores.

No es oro todo lo que reluce ¿verdad? Sin embargo, eso no nos ha de llevar a despreciar el trabajo de esos profesionales: poco a poco, a base de descartar hipótesis, se va avanzando. Además, cada aportación no sólo es una realidad historiográfica más, sino lo que una persona, como ser intelectual, ofrece a la sociedad de la que forma parte.

Con los pies en el suelo y cada uno en su rama

Me ha parecido oportuno finalizar este artículo-comentario con un apartado que, en el fondo, no es más que un cajón de sastre. Anteriormente he abordado dos cuestiones bien diferenciadas –la utilidad y el método-, ahora voy a escribir sobre una serie de asuntos que no guardan apenas relación entre sí. Sin embargo, según avance en mi exposición se entenderá mejor el título del epígrafe.

En su artículo, Citoyen muestra su confianza en el potencial de la razón y el progreso humano. Sin negarlo, ya que estoy a favor de ambas cosas, si quiero matizar un poco su optimismo.

En nuestro afán por conocer y controlar las diversas realidades del mundo, hemos de aspirar a lo máximo, pero sin olvidar que somos limitados, que no podemos abarcarlo todo. Ahora no hablo sólo de la historia, sino también de las demás ciencias.

Creer que nosotros, con las mil y una limitaciones que se hacen patentes todos los días, podemos llegar a un conocimiento ilimitado es, precisamente, dar una patada a la razón. No creo que mi compañero se refiera a eso en su artículo, pero es lo que creí entrever en su último párrafo. En definitiva, pienso que lo racional es confiar en el ser humano, pero sin caer en la ceguera. A esto me refería cuando escribía ese “con los pies en el suelo”.

“Cada uno en su rama”: esta es la segunda idea. La producción de la historia, carece de referencias a teóricos del conocimiento histórico. En el artículo de Citoyen se citan teorías de diversos intelectuales. Eso es fantástico, y yo debería empezar a hacerlo con más frecuencia. No obstante, todos ellos pertenecen a campos ajenos al que nos ocupa.

Me parece absurdo pedirle una formación sobre teoría de la historia que no tienen porque tener. Yo también carezco de esa formación en muchos campos donde él es experto. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que sería una tontería tratar de analizar la economía, la sociología o la física con las teorías de hombres como Ranke, Toynbee, Spengler, Pirenne, Bloch o Braudel. Sin que sirva de alegato contra la colaboración interdisciplinar, que valoro mucho, he de insistir en que las aportaciones teóricas están bien, pero en su rama.

De la historia

Artículo publicado por Historia en Presente el 27 de enero de 2009.


La idea de escribir este artículo surgió el sábado durante la larga e interesante sobremesa que compartí con otros miembros de Lorem-ipsum. El motivo de la reunión fue la conferencia de Rafael Rodrigo en El Escorial. Mis felicitaciones a todos, y especialmente al ponente; podemos afirmar que el evento fue un éxito. Por esa razón, como tributo al autor del blog “De la guerra”, me ha parecido oportuno emular el título cambiando el sustantivo. Pido disculpas de antemano por el contenido del artículo, ya que no es muy ortodoxo y, muchas de sus ideas, merecerían un repaso o profundización. Dejo esto para el debate, si lo hubiera, o para posteriores artículos. De momento me conformo con estas pinceladas.

Primer acto: la historia liberada

Desde mi punto de vista, el historiador es un privilegiado, pues tiene por objeto de estudio el elemento más complejo e interesante de cuantos existen: la persona. El ser humano, con toda la dignidad que le otorgan los textos legales nacionales e internacionales, las creencias religiosas, escuelas filosóficas e ideologías de la más diversa índole, es único e irrepetible. No obstante, también es imprevisible y limitado.

La primera de estas características entra en contradicción con los propósitos de todo aquel que, desde el campo de las ciencias sociales, busca en su manera de actuar argumentos racionales perfectamente explicables y, por tanto, predecibles cual objeto de ciencias naturales. El segundo, afecta al estudioso, que ha de ser siempre consciente de que no es omnisciente [1].

Los historiadores nos percatamos hace unas décadas de nuestra incapacidad tanto para narrar “lo que realmente ocurrió” como para “predecir lo que sucederá en unas circunstancias concretas”. Eso es en cierto modo lo que llamamos “la crisis de la historia”.

Sin embargo, lo realmente sorprendente es que hayamos tardado dos siglos en caer en la cuenta. Esto puede llevarnos a cerrar el quiosco y poner el cartel de “cerrado por no tener nada que ofrecer”, pero yo no lo haría. Mi opinión es que, detrás de la supuesta crisis, se esconde algo que purga la conciencia de los historiadores de los mitos positivistas y materialistas.

Se trata de la vuelta del historiador, del autor que deja de ser cronista o adivino para ofrecer a la sociedad en la que vive una narración imperfecta en cuanto a los hechos –no puede abarcar todo [1]-, pero llena de vitalidad en tanto que es una creación intelectual. Perdemos quizás la pretensión de totalidad –por otro lado imposible de alcanzar-, pero ganamos el juicio de una persona que, tras estudiar las fuentes pone a nuestra disposición su visión de los acontecimientos.

No es omnisciente, verdad; pero en tanto que creación humana, sujeta a unas reglas historiográficas y a la honradez del historiador, posee un gran valor [1].

Segundo acto: toda la historia es contemporánea

O dicho de otro modo -para que no se me enfaden los colegas de Antigua, Medieval y Moderna-, la historia se escribe desde el presente. El historiador no es sólo deudor de una herencia histórica e historiográfica; no es un ser que se traslada a una época lejana y analiza los hechos desde la mentalidad de un determinado pasado.

El profesional de la historia es hijo de su tiempo, de sus prejuicios, logros, miedos, creencias… En un libro de historia no sólo encontramos una narración de hechos pretéritos, sino también el reflejo del presente en que se escribió.

No hemos de olvidar que el autor es una persona, y como tal no puede ser transplantada de manera antinatural a una realidad que no es la suya. Como mucho puede tratar de entender la mentalidad de la época que estudia, pero no librarse de la propia. Es más, esto le da al trabajo del historiador un valor añadido en tanto que lo que escribe es más personal.

El caballo del que nos hemos caído en las últimas décadas es el de pensar que los autores de los libros e investigaciones históricas son autómatas objetivos que trasladan unos hechos al papel. Desde esa mentalidad se considera negativa la aportación personal de los historiadores, pues esta viene a ensuciar un supuesto legado que recibimos del pasado. Siento decir que de nuestros antecesores no nos llega nada más que un cúmulo de fuentes diversas que los profesionales de la historia tienen que recomponer para conformar un discurso coherente.

Por tanto, no son meros papagayos que repiten un legado, sino más bien creadores que, a partir de esas fuentes y de las obras de historia escritas anteriormente, ofrecen a la sociedad un trabajo intelectual original [2].

Tercer acto: para que sirve la historia

No se recomienda la lectura de este último epígrafe del artículo a los adoradores de la diosa Utilidad. Lo siento tanto por ellos como por los que sostienen que la historia es útil o “sirve para algo”, pero no comparto su visión. Ahora bien, a nadie medianamente inteligente se le escapa el hecho de que existen “fuerzas” aparentemente inútiles que mueven montañas.

Determinadas doctrinas morales, ideológicas o religiosas pueden llevar a una sociedad al envejecimiento demográfico o a la superpoblación. Por tanto, eso que era inútil, al calar en la mentalidad de los grupos humanos puede generar problemas políticos, económicos, sociológicos… Eso por no hablar de la recurrente crisis de Occidente, que en ocasiones nos lleva a ceder, en el seno de nuestras propias sociedades democráticas, ante movimientos intolerantes de carácter fundamentalista.

Es problema de ellos por ser lo que son, o nuestro por no creer en nuestros valores. Si no creemos en ellos tal vez sea porque un día nos planteamos que no servían para nada. Las repercusiones de esas “fuerzas” son difíciles de medir, pero es mejor no tomárselas a la ligera.

A través del trabajo de los historiadores los grupos humanos conocen los orígenes de su cultura, su identidad.

Esto les permite abandonar una peligrosa orfandad, así como legitimar su forma de vida, que no las estructuras de las que hablaban los marxistas. Además, la historia nos proporciona ejemplos que, sin ser idénticos a las circunstancias presentes, se pueden aplicar de alguna forma o utilizar como bandera de los más diversos movimientos.

De ahí que las modas y la perspectiva en la historia varíen, puesto que ese recurso a las figuras del pasado es algo muy humano. Desde hace siglos, los distintos grupos humanos han buscado diversos modelos, personales y sociales, en función de sus circunstancias. En resumen, cada generación tiene la obligación de reescribir, basándose en la historiografía anterior, la historia de su cultura.

Bibliografía:

[1] El conocimiento histórico, Henri-Irénée Marrou – Barcelona – Idea Books – 1999.

[2] La sociedad internacional en el cambio de siglo (1885-1919), Paloma García Picazo – Madrid – UNED – 2003.

Sobre el fin de la Historia

Artículo publicado por Historia en Presente el 10 de diciembre de 2008.


En el año 1988, Francis Fukuyama publicaba en la revista The Nacional Interest un artículo titulado The End of History? En él afirmaba que la Historia había llegado a su fin.

No es mi propósito debatir acerca de los planteamientos de este autor, y tampoco tengo intención de hacer un repaso exhaustivo de los mismos. Mi objetivo es más modesto: enunciar las principales claves expuestas por Fukuyama para que, a través de ellas, cada uno extraiga sus propias conclusiones.

Tampoco me voy a detener en explicar el contexto histórico que acompaña, de modo inevitable, a la publicación de este artículo. Tan sólo recordar que a finales de esa década comenzó a desmoronarse el sistema socialista-soviético, principal alternativa al modelo liberal-capitalita.

He distinguido cinco claves en el artículo de Francis Fukuyama:

1. La consagración del sistema liberal –identificado con la democracia y el mercado-, fruto más de su victoria sobre el modelo socialista que de la convergencia de los sistemas políticos y económicos, es la responsable del final de la Historia.

2. El final evolutivo de las formas de gobierno se debe tanto a la perfección alcanzada por el modelo de democracia liberal como a la ausencia de alternativas viables.

3. Como consecuencia del triunfo del sistema democrático-liberal, los hombres, despreocupados en lo que respecta al sistema político, se dedicarán de manera casi exclusiva a las actividades económicas.

4. En este contexto, el nacionalismo y el fundamentalismo se erigen como los únicos peligros ideológicos para sistema.

5. En este planteamiento el Tercer Mundo queda al margen de la Historia, condenado a una situación de subdesarrollo y reducido a escenario de conflictos internacionales.

Bibliografía:

[1] The End of History?, Francis Fukuyama – The Nacional Interest – 1988.

[2] Teoría breve de las relaciones internacionales, Paloma García Picazo – Madrid – Tecnos – 2004.

Sobre la Historia y el cine II

Artículo publicado por Historia en Presente el 27 de mayo de 2008.


Continuamos con las reflexiones acerca de la relación entre Historia y cine. En la primera parte de este artículo –“Sobre la Historia y el cine I”– nos centrábamos en la importancia de la imagen para conocer y dar a conocer el pasado. En esta segunda el objetivo es analizar la influencia del cine sobre la sociedad y sus miembros.

La influencia del cine histórico sobre el espectador

“Consecuentemente, como historiadores hemos de estudiar los films como productos de consumo; hemos de intentar analizar la influencia que la organización requerida para producir y vender las películas tienen sobre las mismas”. [1]

Hasta el momento hemos abordado la cuestión del cine histórico desde el ámbito de los estudiosos del pasado. El centro del debate lo ha ocupado su validez como fuente para la construcción del discurso histórico o su uso como lenguaje divulgativo de esos contenidos. Este epígrafe, tal como indica su título, presenta la cuestión desde otro punto de vista, el del espectador.

Hablamos de personas con escasos conocimientos acerca de la temática que se trata; con ningún o escaso interés por observar la película con ojos críticos. Son gente más fácil de influenciar por el contenido del film, y es poco probable que acudan a fuentes bibliográficas para ampliar o corregir los conocimientos que han adquirido gracias a él. Por tanto, la visión que van a tener de un acontecimiento o de un personaje histórico se va a limitar a lo que observan en la gran pantalla.

Es evidente que la televisión y el cine tienen mucha más influencia sobre la sociedad que los historiadores. Las personas forman su composición de la Historia a través de lo que observan en la pantalla y, en ocasiones, con algún libro que cae en sus manos. Los films tienen una capacidad divulgativa infinitamente mayor que la de los estudiosos del pasado, por grandes que sean sus conocimientos o por muy vendidos que sean sus libros.

En definitiva, los que forman la conciencia histórica de las personas no son los historiadores, sino la industria del cine.

Eso no nos debe llevar a la conclusión de que todo está perdido, sino todo lo contrario: si hay cine histórico es porque la Historia atrae a los espectadores; les interesa. La cuestión pasa a ser qué hacer con el gigante audiovisual; pregunta a la que ya respondimos más arriba. Se trata de influir en las producciones que traten temas históricos, en asesorar a los profesionales del cine para evitar que den una visión distorsionada de la Historia.

En la mayor parte de los casos los historiadores son poco comprensivos con los directores de cine y demás personas responsables de la realización de un film histórico. Hemos de ser conscientes de las dificultades que supone trasladar un acontecimiento del pasado a la gran pantalla, de las limitaciones y ventajas de este proceso, y de las condiciones en las que se mueven los responsables de producción.

El cine histórico, por la complejidad de su temática, se encuentra en la mayor parte de los casos unido a las superproducciones. Esta gran inversión requiere, para ser rentable, una comercializadas a escala mundial, lo cual limita notablemente la manera de tratar el relato; ha de hacerse atractivo en culturas diversas y para un público heterogéneo.

Además, la estructura dramática que requiere toda narración fílmica –planteamiento, nudo y desenlace- es ajena al mundo de la Historia. Ahí no existe una estructura clara; el relato está abierto y las causas del desenlace se nos escapan. Otro de los factores que condicionan la realización de producciones históricas es el relativo al tiempo utilizado. El cine narra en presente, mientras que, salvo cuando usamos el presente histórico, la Historia se escribe en pasado.

En definitiva, a un historiador, por lo general, no le van a convencer las películas con temática histórica; no obstante, ha de ser comprensivo, pues la tarea de realización no es fácil. Además, ese film que el considera imperfecto influye, en la mayor parte de los casos, mucho más que las investigaciones históricas puestas por escrito.

La influencia del cine sobre la sociedad

“Entre los diversos aspectos que debemos tener en cuenta para aprender a juzgar un film histórico, ninguno es tan importante como el de la invención. Es el punto central, la palabra clave para entender la historia como relato filmado y, por ello, el más controvertido. De hecho, es el que separa más al cine histórico de los ensayos, que, en principio, evitan la ficción (aunque aceptan la ficción principal que supone considerar que la gente, los movimientos y las naciones viven hechos con un desarrollo lineal y moral). Si podemos encontrar un mecanismo que nos permita aceptar y juzgar las invenciones que cada film comporta, entonces podremos aceptar las alteraciones menores -omisiones y combinación de distintos episodios- que hacen que la historia en imágenes sea tan diferente de la impresa en los textos”. [4]

A los historiadores les ha de interesar la visión que los grandes medios de masas, en especial el cine, dan sobre la materia que trabajan.

Esa es una cuestión que hemos tratado en el apartado anterior. Sin embargo, la influencia de estos sobre sus receptores no sólo ha de ser motivo de preocupación, sino de estudio. Y no exclusivamente en el campo del cine histórico, sino en todos aquellos films del pasado considerados de interés por el historiador de un determinado tema. Al referirnos a Siegfried Krakauer decíamos que el cine era reflejo de la sociedad que lo producía y consumía. Podemos completar esa afirmación al defender su importancia como agente de la Historia.

Las obras cinematográficas del pasado les pueden servir a los historiadores tanto para estudiar una determinada sociedad como para conocer la influencia de la gran pantalla sobre la misma. Si nos preocupa la visión que actualmente dan las películas sobre determinados acontecimientos históricos, nos han de interesar también los valores que transmitían en el pasado. La temática tratada por el cine en cada época y lugar, así como la forma de presentarlo, no son una cuestión baladí.

Las pautas para el análisis de una producción cinematográfica que presenta J. M. Caparrós en Análisis histórico de los films de ficción no es exclusivo de las películas actuales; se puede aplicar al cine del pasado. Y ha de hacerse tanto para comprender esa sociedad como para conocer de qué forma se veía influida por la gran pantalla. Más difícil, seguramente, sea llegar a conocer el grado de esa influencia.

Conclusiones: fuente, lenguaje y agente

“Un partidario de la radio y de la película como medios de enseñanza ha escrito un libro: The decline of the writen word (El ocaso de la palabra escrita), en donde, con alegre convicción, vaticina un porvenir próximo en el cual los niños se alimentarán con reproducciones cinematográficas y con palabras habladas. ¡Enrome paso hacia la barbarie! ¡Eficacísimo medio para paralizar en la juventud el pensamiento y mantenerla en un estado de puerilidad y además, probablemente, sumergirla en profundo aburrimiento!” . [5]

Tras varios párrafos alabando la grandeza del cine y su utilidad para la construcción y divulgación de la Historia, la cita de Johan Huizinga nos puede servir para volver a poner los pies en el suelo. Suscribo todo los afirmado en las páginas anteriores, pero precisa de una matización. La defensa hecha de los medios audiovisuales como instrumentos validos para el trabajo del historiador no significa que estos sean los únicos o los más importantes. Hemos de valorar el cine en su justa medida. Puede que mi afán por atacar algunos prejuicios existentes me haya llevado en algún momento a dar al cine una importancia mayor que a otras fuentes o trabajos de Historia. Sin embargo, no es esa mi opinión.

A lo largo de las páginas anteriores hemos tratado el cine como fuente para el trabajo del historiador; tanto en lo referente a documentos históricos como a películas comerciales de épocas pasadas.

En este último ámbito distinguíamos aquellas que reflejaban a la sociedad de la época de las que trataban de influir en ellas; lo cual no quiere decir que ambos aspectos no se encontraran presentes en la mayor parte de las producciones cinematográficas. También extendíamos nuestro análisis a su capacidad de divulgar, bien por medio de documentales como por la vía del cine histórico. Hemos defendido, al fin y al cabo, el valor del cine como fuente, lenguaje y agente de la Historia.

Bibliografía:

[1] Análisis histórico de los films de ficción; José María Caparrós Lera y Sergio Alegre- Barcelona – 1999.

[2] Fotogramas de papel y libros de celuloide: el cine y los historiadores. Algunas consideraciones; Julio Montero.

[3] El pasado como espectáculo: reflexiones sobre las relación entre la Historia y el cine; José-Vidal Pélaz López – Valladolid – Universidad de Valladolid – 2008.

[4] El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de la historia; Robert A. Rosenstone – Barcelona – Ariel – 1997.

[5] Entre las sombras del mañana; Johan Huizinga – Barcelona – Península – 2007.

Sobre la Historia y el Cine I

 Artículo publicado por Historia en Presente el 23 de mayo de 2008.


En el siguiente artículo trato de analizar la compleja relación existente entre Historia y cine. Pienso que la temática es adecuada para este blog, pues la gran pantalla es el medio de divulgación -también en contenidos históricos- más importante en la actualidad. Esto, no cabe duda, afecta a nuestra visión del pasado, bien sea reciente o lejano. 

Esta entrada tiene una segunda parte que puede leerse pulsando en el enlace: «Sobre la Historia y el Cine II».

Algunos aspectos previos

“Y el cine es la gran tentación. El cine, el medio de expresión contemporáneo capaz de tratar el pasado y atraer a grandes audiencias. ¿No parece evidente que éste es el formato en el que elaborar trabajos históricos que lleguen al gran público? ¿Se pueden hacer films históricos que satisfagan a los que hemos dedicado nuestras vidas a entender, analizar y recrear el pasado con palabras? ¿No hará el cine cambiar nuestra concepción de la historia? ¿Estamos dispuestos a ello? La cuestión se resume así: ¿Es posible explicar la historia en imágenes sin que perdamos todos la dignidad profesional e intelectual?” [4]

Las luces se apagan y da comienzo la película. La tendencia general es de curiosidad; una mínima tensión se deja sentir en medio de la oscuridad. Tendemos a recostarnos un poco más en la butaca: es imprescindible estar cómodo para poder poner los cinco sentidos en la enorme pantalla. Durante un tiempo las imágenes nos arrastran por vidas ajenas que, poco a poco, vamos haciendo propias. Nos identificamos con algunos de los personajes; a veces, con casi todos. Se van creando lazos con ellos. Tras un periodo variable, la “evasión” toca a su fin.

En medio de la música, vuelven a encenderse las luces. Ha terminado todo, pensamos. Pero, ¿realmente es así? Pienso que no. Ese tiempo frente a la pantalla, viviendo experiencias ajenas, admirando personajes, observando sus gestos, aptitudes y costumbres, han dejado un poso en nosotros. El cine no es sólo un entretenimiento. Nos transmite pensamientos y modos de conducta; influye en nuestro comportamiento y en nuestra manera de ver el mundo. Es, en palabras de Rosenstone, un desafío.

Cuando los hermanos Lumière presentaron La llegada del tren, no sólo descubrían al mundo un modo de entretenimiento más. El desafío estaba presente en el Salon Indien del Gran Café de París aquel 28 de diciembre de 1895.

Desde ese día a la narración se le abría un nuevo campo para comunicarse. El paso de lo oral a lo escrito –la invención de la escritura en torno al IV milenio antes de Cristo- ha sido tenido tradicionalmente como una de las grandes revoluciones de la Historia humana. En una situación similar se encontrarían la invención de la imprenta por parte de Johannes Gütemberg en el siglo XV o la aparición de la fotografía en el XIX.

Considerar a esas imágenes móviles, al cine en definitiva, como una revolución no parece del todo descabellado. El sueño de los hermanos Lumière y de todos los que han seguido sus pasos desde entonces era avanzar un poco más en el afán humano por contar historias, transmitir experiencias, exponer ideas. El oficio de narrar se vio, pues, perfeccionado con la aparición del séptimo arte.

Hablamos más arriba de desafío. Es cierto lo que hemos comentado hasta ahora: el cine abre puertas –posibilidades- al narrador. No obstante, también le enfrenta a nuevos problemas y conflictos. La complicación, una vez resuelta por el que cuenta, se traslada al receptor. Este, además de tratar de entender el mensaje que se le transmite, ha de defenderse de él, de sus engaños. Todo relato posee una pequeña dosis de ilusión necesaria para atraer al oyente.

El problema del cine –quizás su ventaja- es que en él ese artificio parece más real. Los medios que posee la imagen móvil, y más aún en la actualidad, le permiten crear ficciones tan presentables que llegan, incluso, a confundirse con la realidad.

La influencia de todo esto sobre el espectador es, si este no tiene un mínimo sentido crítico, enorme. Por esa razón, en el momento en que se encienden las luces y suena la música, no termina todo. Lo que hemos visto nos interpela, nos afecta. Lógicamente, el efecto se multiplica cuando en la mente de los que elaboran la película está presente ese objetivo de influir, de inculcar ideas. En el caso de los documentales y films históricos, ese fin se presupone.

Cuando el desafío llega a la Historia

“No se puede entender la Edad Contemporánea sin estudiar la producción cinematográfica de cada momento. Es imposible comprender la Alemania de Hitler sin acercarnos a Leni Riefenstahl o a la trayectoria de la URSS sin conocer el cine de Eisenstein. Pero tampoco la América de Roosevelt sin Frank Capra, o si se apura el argumento, la de Bush, sin el cine de Michael Moore”. [3]

El desafío al que nos venimos refiriendo afecta de lleno a los profesionales de la Historia. Si hemos aceptado los textos y las fotografías como fuentes válidas para la construcción del discurso histórico, qué impedimento hay en utilizar con el mismo fin una grabación de tiempos pretéritos.

No se trata de menospreciar el documento tradicional, pero la comunidad de historiadores ha de ser consciente de la riqueza que aporta el cine a sus estudios.

La sucesión de imágenes nos ofrece una información que pocos textos o fotografías pueden igualar. Y, además, lo hace de forma sencilla; si se me permite, entra por los ojos. Esto no quiere decir que con el mero hecho de observar nos hayamos apropiado de toda la información presente en esa fuente. El cine precisa de un análisis; trabajo sobre y a partir de los fotogramas.

Sin embargo, por qué limitarnos a imágenes móviles de un suceso histórico cuando podemos recurrir al cine de cada época para conocer mejor esa sociedad, sus anhelos, los mensajes que les llegaban a partir de la gran pantalla… Tal como indicaba Siegfried Kracauer en su ensayo sobre el cine de la República de Weimar, este es el medio artístico que mejor refleja la mentalidad de una nación. No sólo de las personas que acuden masivamente a las salas, sino de sus propios dirigentes, de los hombres y mujeres que marcan las orientaciones culturales de cada época con uno u otro fin.

El hecho de que cada película, sea cual sea su temática, tenga un valor histórico es de una importancia capital. Si pretendemos conocer a las personas de una época y un lugar determinado debemos saber qué gustos tenían, qué leían, qué comía, cuál era su sueldo, cómo eran sus viviendas… y qué iban a ver al cine. Esas películas –seguimos con Kracauer- reflejan sus anhelos, pero también los elementos que influían en su vida, en su manera de pensar y actuar.

Los profesionales de la Historia cometerían un gran error si se mantuvieran al margen de un fenómeno tan rico como el cine. Abandonar esta fuente para su trabajo no sólo perjudicaría la calidad de los mismos, sino que dejaría este enorme campo a los académicos de otras áreas que, sin duda, no tendrán ningún prejuicio en explotar. Los historiadores terminarían por aislarse en su mundo de fuentes escritas que, insisto, son necesarias, pero no son las únicas.

El valor de las imágenes del pasado, bien realizadas con fines documentales o como entretenimiento, comienza a ser reconocido por numerosos investigadores. Sin embargo, no debemos darle una importancia excesiva. Basarnos, principal o exclusivamente, en el cine a la hora de realizar un trabajo de Historia sería cometer el mismo error en dirección inversa. El trabajo del historiador ha de integrar el mayor número de fuentes que sea posible. El cine, con todos sus defectos y virtudes, no deja de ser un elemento más entre el material de investigación.

El cine como lenguaje de la Historia

“El historiador profesional es el consumidor principal de las publicaciones históricas, al menos en España. Quizá sea éste uno de los motivos de las reducidas tiradas –salvo excepciones- de este tipo de libros. Sólo cuando un título desborda el interés –los intereses- del reducido círculo de los historiadores profesionales llega a ser popular”. [2]

En el epígrafe anterior analizábamos brevemente el papel del cine como fuente histórica. Lo estudiábamos desde dos perspectivas: la del documento que refleja realidades acaecidas en el pasado, y la del film que tiene como objetivo entretener al espectador. A continuación nos detendremos en otro atributo del cine: su valor como transmisor de la Historia, como trabajo acabado en lugar de cómo fuente.

Si nos preguntásemos que nos resulta más cómodo leer un libro o ver una película, casi todos escogeríamos la segunda opción. Eso, orientado al campo de la divulgación, y entendiendo esta como una de la misiones de los historiadores, nos lleva a una conclusión clara: la Historia necesita utilizar el canal audiovisual para darse a conocer. En ocasiones, las personas que investigan pueden llegar a pensar que la sociedad, o más bien las personas que la componen, están obligadas a leer, o al menos conocer, el objeto y resultado de su trabajo. No cabe duda de que un poco de cultura le viene bien a todo el mundo; pero pretender que gente con otros problemas y obligaciones lea libros largos, tediosos y demasiado específicos, es mucho pedir.

Cabe plantearle al señor investigador la posibilidad de facilitar a los demás el acceso a su trabajo; y qué mejor medio que el cine.

Eso no significa que los historiadores deban organizarse para constituir empresas productoras de películas, pero han de buscar influir en el mundo del cine. Ese peso se concreta de dos maneras: promoviendo la elaboración de films con un contenido histórico, y supervisando trabajos de otras personas con el objetivo de que den una visión realista de los hechos pretéritos.

Las críticas al cine como transmisor de la Historia son, desde el ámbito académico, todavía mayores que aquellas referidas a su valor como fuente. A los historiadores les suele incomodar que otras personas, o incluso los propios profesionales de la Historia, se dediquen a presentar trabajos cinematográficos relacionados con su especialidad, bien en forma de documentales o como películas con pretensiones de historicidad. Sin embargo, parece que no es tanto un problema de los responsables de las productoras como una necesidad –demanda- de los propios consumidores.

A las personas nos atrae la Historia, queremos conocer más sobre determinados aspectos, situaciones o personajes de la misma.

Ese es un fenómeno que, con la llegada del cine, parece amenazar a los expertos de las distintas temáticas históricas; es como si creyeran que les van a arrebatar algo que tienen como propio. La realidad es bien distinta: se le da la posibilidad de contribuir, de dar a conocer su trabajo. Esa tarea es para los historiadores, y si ellos no la llevan a cabo, otros la harán. Seguirán apareciendo películas de cine histórico y documentales sobre diversas épocas, civilizaciones, y acontecimientos. Los profesionales de la Historia pueden criticar ese tren -dejar que pase, sin más- o ponerse al frente de ese proceso. En definitiva, nos encontramos de nuevo ante el desafío que describíamos más arriba.

La negación del cine como documento histórico

“El filósofo Ian Jarvie, autor de dos ensayos sobre cine y sociedad, defiende una postura totalmente opuesta. Las imágenes sólo pueden transmitir “tan poca información” y padecen tal “debilidad discursiva” que es imposible plasmar ningún tema histórico en la pantalla. La historia, explica, no consiste en “una narración descriptiva de aquello que sucedió” sino en “las controversias entre historiadores sobre lo que pasó, por qué sucedió y su significado”. Aunque es cierto que “un historiador podría explicar su punto de vista por medio de una película o de una novela, ¿cómo podría defenderlo, introducir notas al pie y refutar a sus críticos?” [4]

Los académicos que niegan al cine el estatus de documento histórico le acusan, por motivos evidentes, de tender a comprimir la información del pasado. Argumentan que la historia presentada en la pantalla es lineal y cerrada como consecuencia de los objetivos del director y de la propia incapacidad de los films para expresar la compleja realidad. Cabe preguntarse si realmente existen trabajos históricos que logren atrapar en sí mismos toda la complejidad de un periodo pasado.

Sin poner en duda la existencia de una realidad, de una verdad histórica, me parece demasiado pretencioso creer que podemos llegar a conocerla al cien por cien. Si el cine, con todas sus carencias, presenta al espectador algo de esa realidad, bienvenido sea. Tampoco los libros de Historia escritos por el máximo experto en una determinada cuestión lograrán aportarnos una visión total de los acontecimientos.

No obstante, hay algo de cierto en la cita sobre Ian Jarvie que reproducimos al inicio del epígrafe. El documental se presenta al espectador como algo cerrado. Esto afecta notablemente a su capacidad de generar debate. Surge como creación inamovible, que no requiere del visto bueno de la comunidad científica. Las imágenes se visten de tal forma que resulta muy difícil negar la verdad de lo que se nos presenta; parece tan real que no genera ningún tipo de duda o inquietud.

Además, mientras todo libro o artículo histórico muestra en algún apartado del mismo las fuentes utilizadas para su realización, el documental no suele informarnos acerca del origen de su información. Es, en cierto modo, como algo venido de los alto que hemos de aceptar por su belleza, amenidad y perfección técnica.

De todo lo dicho con anterioridad se puede extraer una conclusión: el cine es un medio eficaz para dar a conocer la Historia, pero no puede compararse con el libro.

Ambos son muy diferentes. El primero divulga mejor, pero genera menos debate que el segundo. El texto da la impresión de ser más académico, mientras que la imagen es más agradable al aficionado a la Historia. Eso en lo relativo al cine como lenguaje histórico, porque en lo que a fuentes se refiere no tiene porque ser de menor valor que los documentos escritos. En ese último caso dependerá de la calidad e importancia de la fuente ante la que nos encontremos.

Bibliografía:

[1] Análisis histórico de los films de ficción; José María Caparrós Lera y Sergio Alegre- Barcelona – 1999.

[2] Fotogramas de papel y libros de celuloide: el cine y los historiadores. Algunas consideraciones; Julio Montero.

[3] El pasado como espectáculo: reflexiones sobre las relación entre la Historia y el cine; José-Vidal Pélaz López – Valladolid – Universidad de Valladolid – 2008.

[4] El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de la historia; Robert A. Rosenstone – Barcelona – Ariel – 1997.