El reinado de Isabel la Católica


Isabel I, casada con Fernando de Aragón subió al trono en 1474, tras la muerte de Enrique IV. Sin embargo, nada más comenzar su reinado tuvo que hacer frente a una guerra civil contra su sobrina Juana, hija de Enrique IV, que se prolongó a lo largo de cuatro años (1475-1479). Este fue un conflicto que afectó a todo el reino castellano, ya por su extensión territorial como por su influencia en todos los estratos sociales –especialmente en la nobleza-; pero también a los reinos vecinos, ya que Portugal apoyo a Juana y Aragón a Isabel.

Tras unos comienzos favorables a la causa de Juana, el bando isabelino logró cambiar la situación de la guerra tras su victoria en la batalla de Toro (1476). Después de estos hechos la mayoría de los grandes nobles se adhirió a la causa de Isabel, lo que con el tiempo acabó facilitando la derrota de los portugueses; confirmada en los tratados de Alcaçovas. En virtud de estos acuerdos, además del reconocimiento portugués de Isabel como reina de Castilla, se concertaron varios compromisos matrimoniales entre ambos reinos. De esta manera, se inició en este reino una etapa de clara estabilidad que se prolongó hasta la muerte de la reina en 1504.

En lo que se refiere a la estructura del Estado, durante la etapa isabelina asistimos a un fortalecimiento de los mecanismos judiciales y administrativos. Las Cortes, a pesar de que se reunieron muy poco a lo largo de este reinado, tuvieron una gran importancia en los inicios del mismo, marcado por las reuniones de Madrigal (1476) y Toledo (1480). El Consejo Real, liberado del peso de los distintos bandos nobiliares, continuó siendo el principal órgano político del Estado, aunque funcionó de una manera más profesionalizada gracias a la reorganización administrativa llevada a cabo por las Cortes de 1480.

Por su parte, la centralización de la administración de justicia estuvo marcada por la reorganización y consolidación del sistema de Audiencias y Chancillerías, donde los pleitos eran divididos entre criminales y civiles antes de pasar a manos de los alcaldes y oidores.

La Hacienda siguió asentándose en los mismos impuestos que los reinados anteriores; hasta el punto de que, el creciente peso que en aquellos habían tenido las alcabalas, continuó aumentando. No obstante, la etapa isabelina también tuvo sus innovaciones fiscales, como fueron el sistema recaudatorio de encabezamiento, o la utilización de la Santa Hermandad para tal fin. Esta organización, fundada en 1476 con el fin de asegurar el orden público, adquirió, especialmente tras perder su carácter militar, funciones de recaudación fiscal.

Hemos de destacar dos factores fundamentales para entender la estabilidad reinante durante este periodo: los aciertos en política económica y el amplio apoyo social a los monarcas. En lo relativo a este último punto hemos de destacar que todos los grupos sociales se mostraron favorables a los reyes: la nobleza por la confirmación real de sus posesiones señoriales, la oligarquía urbana por el respeto de la Corona hacia sus privilegios, y las capas populares por la eficacia que mostraba el gobierno en las labores administrativas y judiciales. Además, a lo largo de buena parte de su mandato, los Reyes Católicos utilizaron en su favor un complejo, para esa época, aparato propagandístico, mediante el que supieron mostrar sus triunfos más de cerca de sus súbditos.

La tolerancia religiosa en John Locke


John Locke, uno de los principales teóricos del liberalismo británico del XVII, asumió como propia una problemática heredada por el estado y la sociedad británica desde un siglo antes. En ese contexto, que es también el de las guerras de religión en Europa, el autor inglés abordó la cuestión en dos de sus principales obras: Ensayo sobre la tolerancia y Carta sobre la tolerancia.

La influencia de este autor en la revolución gloriosa de 1688 iba a conducir a la imposición de un pensamiento liberal en materia religiosa.

El nacimiento del anglicanismo

1534. Enrique VIII rompía el vínculo existente entre el reino de Inglaterra y la Iglesia de Roma. El monarca británico, con el fin de divorciarse de su esposa Catalina de Aragón, se autoproclamó cabeza de una nueva tendencia dentro del cristianismo: la anglicana.

Eduardo, único hijo de Enrique VIII, siguió la senda marcada por su padre, si bien introdujo numerosas novedades de carácter calvinista. Su prematura muerte en 1553, cuando contaba con sólo dieciséis años, llevó al trono a María Tudor. Las convicciones católicas de esta reina devolvieron a Inglaterra al seno de la Iglesia romana hasta su muerte.

Cinco años duró la reina María en el trono y, puesto que falleció sin descendencia, su hermana Isabel heredó la monarquía inglesa en 1558.

Su largo reinado -murió en 1603- permitió que el anglicanismo, esbozado por su padre Enrique VIII y reformado por su hermano Eduardo VI, tomará fuerza hasta convertirse en la religión única del estado británico.

Los orígenes históricos de una intolerancia

Isabel I dio fuerza a una nueva concepción religiosa, no sólo con novedosas convicciones y dogmas, sino también con el fortalecimiento de la figura de la reina como cabeza del nuevo credo. Sin embargo, el compromiso de la monarquía con la religión anglicana dejaba a los que no profesaban esa fe fuera de la ley.

Por supuesto, los católicos -denominados despectivamente como “papistas”- debían ser perseguidos por obedecer a un poder enemigo y extranjero: Roma.

No obstante, los teólogos y juristas dudaban sobre el estatus que se debía conceder a las concepciones del cristianismo surgidas de la Reforma protestante, especialmente a los puritanos y calvinistas.

Tendría que pasar todo un siglo, el XVII, para que finalmente fueran aceptadas en el seno de Inglaterra las restantes religiones reformadas. Dos revoluciones y el pensamiento de un hombre, John Locke, iban a ser decisivas en ese proceso.

La ruptura de la unidad religiosa

La aparición del puritanismo, que aspiraba a la libertad religiosa con respecto a la Corona y a un modelo de organización anti-jerárquico o no episcopaliano, llevó a la ruptura de la unidad anglicana.

Esta nueva concepción religiosa se mantuvo en la clandestinidad durante los reinados posteriores a Isabel. No obstante, la revolución de la década de 1640, en la que el rey Carlos I Estuardo fue ejecutado, y la república que se instauró como consecuencia de esta, favorecieron el avance de la causa de los puritanos.

Así, durante el protectorado de Oliver Cromwell hubo de hecho un reconocimiento de las distintas sectas protestantes, si bien nunca se estableció con claridad cuál era la situación legal de los puritanos.

En 1660 los Estuardo, en la figura del rey Jacobo, volvieron al poder. Con ellos retornó también la intolerancia religiosa y el debate sobre la cuestión puritana.

Los ensayos de John Locke sobre la tolerancia religiosa

En el contexto que venimos describiendo, John Locke publicó en 1667 su Ensayo sobre la tolerancia. En esa obra se manifestaba en favor de la tolerancia para con los disidentes religiosos.

El argumento de fondo del autor liberal inglés era el mayor peso de las ventajas económicas y religiosas de la tolerancia con respecto a la intolerancia.

Desde el punto de vista de Locke, la falta de libertad religiosa obligaría a los puritanos a emigrar, perdiendo el estado una parte de su población, así como la riqueza asociada a ellos. A su vez, consideraba que el contacto entre distintas religiones sólo podía enriquecer a ambas.

Esta misma argumentación fue recogida y ampliada en Cartas sobre la tolerancia en 1689, un año después de la revolución liberal que derrocó al rey Jacobo Estuardo. En esa segunda obra, Locke abordó la problemática desde una perspectiva política. Establecía que la tolerancia religiosa sólo era inadmisible en el caso de perjudicar a los derechos de otro individuo o atentar contra la existencia misma del Estado.