El modelo yugoslavo VI

Fundado en 1919 con el nombre de Partido Socialista de los Trabajadores de Yugoslavia y conocido entre 1920 y 1952 como Partido Comunista de Yugoslavia, la organización padeció desde su origen el conflicto entre centralistas y federalistas que se deriva de la propia configuración del país. La revolución bolchevique despertó grandes expectativas en algunos sectores de la izquierda yugoslava, y especialmente entre serbios y montenegrinos, lo que propició un fuerte crecimiento del partido en sus primeros momentos. Así, en las elecciones para la Asamblea Constituyente celebradas en noviembre de 1920, los comunistas obtuvieron una importante representación. Sin embargo, en julio del año siguiente, tras el asesinato del ministro del Interior por uno de sus militantes, el partido fue declarado ilegal.

José Carlos Lechado y Carlos Taibo, Los conflictos yugoslavos, p. 17.

La crisis social y económica


El orden vigente hasta 1914, basado en una economía capitalista, una estructura jurídico-constitucional de tipo liberal, una hegemonía social de la burguesía, y un marcado eurocentrismo, se quebró tras el fin de la Gran Guerra. En los años posteriores al conflicto éste sistema sufrió un constante proceso de erosión, surgiendo así importantes alternativas de tipo económico, político, social y mental:

– En el ámbito político fueron apareciendo ideologías antisistema tales como el comunismo, el autoritarismo y el fascismo.

– En materia económica, aparte de los desajustes surgidos tras el final de la guerra, también se desarrollaron alternativas al capitalismo, tales como el socialismo y la autarquía.

– En lo social la burguesía perdió el protagonismo exclusivo, pasando a compartir éste con la nueva clase emergente: el proletariado.

– Durante éstos años Europa perdió la supremacía sobre el mundo: el poder financiero de Londres y la potencia industrial alemana fueron sustituidos por el nuevo gigante americano, que pasó a convertirse en la primera potencia mundial.

El declive de Europa.

Con el final de la Gran Guerra, las grandes potencias mundiales tenían que enfrentarse a los trastornos y problemas provocados por más de cuatro años de enfrentamientos. Al coste demográfico, entre 50 y 60 millones de afectados, hay que añadir que justamente dentro de ese grupo se encontraban los grupos más productivos de la fuerza de trabajo; es decir, los varones jóvenes que marcharon al frente. Sin embargo, no sólo los militares se vieron afectados por la guerra, también murieron civiles, de entre los cuales muchos fallecieron a causa de la epidemia de gripe de 1918-19. En fin, las naciones beligerantes sufrieron las consecuencias de un importante descenso demográfico, dentro del cual habría que tener en cuenta también a los no nacidos durante ese periodo.

Además, la guerra trajo consigo otros problemas, como son la disminución de las reservas de capital, el desgaste del material y de la maquinaria, la insuficiente renovación de los equipos y el freno a la inversión. Todo esto contribuyó a lastrar el despegue del sistema productivo y económico de las potencias beligerantes, las cuales, además, tenían que hacer frente a las deudas contraídas durante los años de enfrentamiento. Estuvieron, pues, los primeros años veinte marcados por un continuo proceso inflacionista y por la contracción del producto.

En lo que se refiere al aspecto social, estos años estuvieron marcados por una enorme inestabilidad, que sin lugar a dudas favoreció el aumento de la incertidumbre. Distinguimos dos etapas dentro de ésta crisis social:

– Crisis del final de la guerra; caracterizada por la ruptura del consenso prebélico –“catástrofe de la euforia”- y por la generalización de los desórdenes, bien en forma de huelgas, motines militares o revoluciones bolcheviques.

– Fin de la guerra; las tensiones contenidas durante el periodo bélico explotaron al término de éste. De ésta forma, en algunos países se fueron produciendo revoluciones, y en otros, a causa de su capacidad de acomodación, reformas se produjo una profunda reestructuración de la correlación de fuerzas.

El coste de la guerra.

Como último factor de ésta gran crisis de posguerra, hay que señalar los efectos negativos de las decisiones de algunos gobiernos. Las desacertadas medidas de los dirigentes mundiales, o la ausencia de las mismas, se plasmaron en los siguientes campos:

– Político; errores sustentados en dos pilares, las directrices de los acuerdos de paz y el aislamiento de los EE.UU., que impidió el desarrollo de un programa general de ayuda a los países afectados.

– Económico; desde un principio los estadistas trataron de dejar a un lado la economía de guerra para volver al sistema vigente en 1914. Sin embargo, eso resultó más difícil de lo esperado: tras el auge inicial, provocado por la demanda reprimida durante el tiempo de guerra, surgió una grave recesión -a partir de 1920- caracterizada por el descenso de precios, de la producción y de la demanda. De ésta manera, se produjo un rápido aumento del desempleo. En ésta situación, los gobiernos tomaron dos posturas distintas para solventar la crisis: política de deflación o “apretarse el cinturón” para volver a gozar de la prosperidad de los años anteriores a la Gran Guerra; o mantener el déficit presupuestario por razones políticas y sociales; no castigar más a los ciudadanos.

El problema fue la falta de concordancia entre ambos sistemas, por eso no funcionó. Los primeros redujeron las exportaciones y establecieron préstamos a alto interés; mientras que los otros eligieron exportar y pedir préstamos. La deflación dio buenos resultados, al tiempo que el déficit presupuestario constituyó una trampa mortal para los gobiernos que lo abrazaron. Nada pudieron hacer ante el proteccionismo y la política de créditos caros de las otras potencias.

Esto agravó los problemas de los países centroeuropeos, que se sumieron de pronto en el caos de la inmediata posguerra. La mayor manifestación de esto fue la hiperinflación de Austria y Alemania. Éstos, además de ser países beligerantes derrotados, ser sometidos a amputaciones territoriales y al pago de fuertes indemnizaciones, fueron también víctimas de la locura económica de aquellos años.

Por tanto la política social, el no querer que la población continuara sufriendo, acabó por hundir más a estos países y a sus propios ciudadanos. El ambicioso proyecto social alemán cayó víctima de un déficit presupuestario excesivo, cuyas consecuencias fueron: el aumento progresivo del precio de la vida y la inflación e hiperinflación. En el año 1923 -“el año inhumano”- Alemania sufrió de una manera brutal las consecuencias de esa crisis. Su retraso en el pago de las reparaciones, la firmeza en no pagar a Francia, y la resistencia pasiva de los obreros del Ruhr, abrieron las puertas del infierno para la nación germana:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “Viví días en que pagué cincuenta mil marcos por el periódico de la mañana, y cien mil por el de la tarde. El que tenía que cambiar dinero extranjero, distribuía la conversión por horas, pues a las cuatro recibía multiplicada la suma que se pagaba a las tres, y a las cinco, varias veces más que sesenta minutos antes. Recuerdo que entonces remití un manuscrito a mi editor, fruto de un año de trabajo, y casi creí asegurarme pidiendo el pago por adelantado del porcentaje correspondiente a diez mil ejemplares. Pero cuando recibí el cheque, éste cubría apenas el importe que una semana antes había gastado en el franqueo del paquete de cuartillas. Los billetes de tranvía costaban millones de marcos; el papel moneda, del banco del Reich, se transportaba en camiones a los demás bancos, y quince días después se encontraban billetes de cien mil marcos flotando en un desagüe (…) por doquier se hacía evidente que a todo el mundo le resultaba insoportable aquella sobreexcitación, aquel enervante tormento diario en el potro de la inflación, como también era evidente que toda la nación, cansada de la guerra, en realidad anhelaba orden y sosiego, un poco de seguridad y de vida burguesa, y que en secreto odiaba a la República, no porque reprimiera esta libertad desordenada, sino, al contrario, porque aflojaba demasiado las riendas. Quien vivió aquellos meses y años apocalípticos, hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una reacción, una reacción terrible (…) los oficiales degradados se organizaban en sociedades secretas; los pequeños burgueses que se sentían estafados en sus ahorros se asociaron en silencio y se pusieron a disposición de cualquier consigna que prometiera orden. Nada fue tan funesto para la República Alemana como su tentativa idealista de conceder libertad al pueblo e incluso a sus propios enemigos (…) Nada envenenó tanto al pueblo alemán, nada encendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación”.

El ascenso de los EE.UU.

La situación de los EE.UU. contrastaba enormemente con la postración que se vivía en Europa. Esto fue debido entre otros factores a que la guerra no se desarrolló en suelo estadounidense. Sin embargo, los americanos aprovecharon tres ventajas más que les ofrecía el conflicto para crecer económicamente: sustituyeron a las importaciones europeas en los mercados, abastecieron a Europa durante la guerra y a las colonias desatendidas por sus metrópolis.

EE.UU. era, tras un proceso de crecimiento espectacular, la mayor potencia económica del mundo, la mayor potencia comercial -primera exportadora y segunda importadora-, y el mayor acreedor. Además, los americanos también aprovecharon ésta situación para, con su excedente comercial, liquidar los títulos estadounidenses en poder de extranjeros. No cabía duda, todo esto confirmaba que había despertado un gigante al otro lado del Atlántico.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

Aceleración del ritmo histórico


El estallido de la guerra no trajo consigo únicamente el enfrentamiento entre las grandes potencias mundiales en el conflicto más sangriento que hasta entonces había visto la Humanidad, sino que también favoreció la aceleración del ritmo histórico. Los nuevos fenómenos surgidos durante el periodo bélico acabaron por derribar las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales del mundo contemporáneo; siendo así imposible una vuelta al orden vigente en el periodo anterior a la Gran Guerra.

Oleadas revolucionarias y crisis.

Tras los primeros meses de euforia y exaltación nacional, aquella guerra que en teoría iba a ser rápida y victoriosa parecía alargarse. De esta manera, la duración del conflicto, el poco previsible término del mismo a corto plazo, las dificultades en el frente y en la retaguardia, y los errores políticos y militares de determinados mandos, condujeron a crear un enorme descontento entre la población de las potencias combatientes. Como indica S. Haffner en el siguiente fragmento, la revolución fue preparándose poco a poco:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “Y entonces, a partir de octubre, empezó a avecinarse la revolución. Ésta fue preparándose poco a poco, como la guerra, con palabras y conceptos nuevos que de repente zumbaban en el aire y, lo mismo que la guerra, al final la revolución llegó casi por sorpresa”.

El fin del consenso social y político logrado en el verano de 1914, abrió una etapa de crisis y revoluciones dentro de los países contendientes. De la adaptación del gobierno a las estructuras vigentes y a las reivindicaciones de sus ciudadanos dependía que se tratase de lo primero –crisis- o de lo segundo –revolución-. Sin embargo, para facilitar la comprensión de estos fenómenos, seguiremos un criterio cronológico en su descripción:

-Revoluciones socialista y conflictos profesionales (mil novecientos diecisite y mil novecientos dieciocho) manifestados en: movimientos huelguistas en Rusia, Suecia, Alemania, Austria, Italia y Gran Bretaña; motines militares en Rusia, Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Austria, Bulgaria, Turquía y Portugal; y revoluciones bolcheviques en Rusia y Finlandia.

– Estallido socialdemócrata (otoño de mil novecientos dieciocho) en Alemania, Hungría, Suecia, Dinamarca, Holanda, Suiza y Noruega.

– Revoluciones comunistas en Centroeuropa -Alemania, Hungría y Austria-, y agitaciones marginales en Italia, Francia y Gran Bretaña (1919).

Factores desestabilizadores.

En contra de lo que se pensó en un principio, la oleada revolucionaria del final de la Gran Guerra no se limitó al espacio ruso; es más, Rusia ni siquiera fue el origen. Por tanto, con el fin de extraer un modelo aplicable a los distintos países beligerantes, hemos de buscar los factores comunes de la crisis:

– Factor psicológico; las repercusiones de una guerra larga y los efectos negativos de la propaganda, tornaron la euforia de los primeros días del conflicto en desilusión. Tanto entre las trincheras como en la retaguardia crecía la indignación y, de forma global, la sensación de vivir una guerra inútil. Los frentes se estabilizaron, favoreciendo la falta de actividad de los propios soldados, entre los que aumentaba día tras día la desmoralización, la indisciplina y las deserciones.

– Factor político; por su parte, los movimientos pacifistas fueron tomando fuerza. De esta forma podemos distinguir tres tendencias: a título individual, cuyos principales representantes fueron B. Russel, R. Rolland, S. Zweig, Guilboux…; de inspiración católica, de la mano del Papa Benedicto XV; y de inspiración socialista, mediante la convocatoria de tres congresos: primero uno para los partidos socialistas de los países neutrales, celebrado en Copenhague (1915); después otro para los partidos socialistas de cada uno de los bloques por separado, en Londres y Viena respectivamente; y por último se convocó uno de carácter general en Estocolmo, que nunca llegó a realizarse.

-Factor económico; la escasez de alimentos, plasmada en las largas colas para recoger los cupones de racionamiento, las listas de productos racionados, y las “recetas milagrosas” recogidas en los periódicos, propició que naciera un nuevo frente de guerra: la retaguardia. Faltaban alimentos, el vestuario era escaso y la población se hacinaba en incómodos y pequeños alojamientos. Además, los ciudadanos comprobaban también como iban perdiendo poder adquisitivo; es decir, como subían más los precios que los salarios. El jefe de la policía berlinesa nos aporta una visión global de las consecuencias de la guerra en la retaguardia:

“…nadie aquí puede aguantar por mucho tiempo con las raciones entregadas, y menos cuando las raciones de pan, de materias grasas, de patatas y de carne se han ido viendo reducidas varias veces ya (…) Durante el verano se ha ido pasando con lo que se ha tenido y podido, pero para el invierno hay centenares de miles de personas que se encuentran ante un problema insoluble: cómo –con unos modestos recursos- vestirse y calzarse; para ello hay que hacer cola noches enteras ante las tiendas de calzados (…) Hay una carestía tal de pequeños y medianos apartamentos, que no hay la menor perspectiva de poder preparar un fuego y un techo a los soldados que volverán a Berlín al acabarse la guerra”.

Con este panorama una de las pocas soluciones que se les presentaba a los habitantes de las ciudades era buscar, en la frontera y en las zonas rurales, los bienes a los que no tenían acceso. Así relata E. M. Remarque una de esas expediciones al ámbito rural en busca de alimentos:

(E. M. Remarque, Después) “Los merodeadores se reúnen en la estación ya al atardecer y por la noche, para internarse de madrugada por las aldeas. Nosotros salimos en el primer tren para que nadie se nos adelante… Nos cruzamos con enjambres enteros de merodeadores, rondando en torno a los corrales como avispas hambrientas alrededor de un panal de miel. Viéndolos comprendemos que los aldeanos se exasperen y nos insulten. La necesidad no conoce límites. Seguimos andando, a pesar de todo; de unas partes nos echan, en otras sacamos algo, coincidimos con otros competidores que nos insultan, como nosotros los insultamos a ellos y así vamos haciendo la jornada. Por la tarde nos reunimos todos en la taberna, donde nos hemos dado cita. El botín no es grande. Un par de libras de patatas, un poco de harina, unos cuantos huevos, manzanas, algunas verduras y carne. A Willy es al único a quien le hace sudar la carga. Es el último que llega, y viene con media cabeza de cerdo bajo el brazo. Por los bolsillos le asoman otros cuantos paquetes. Lo que no trae es abrigo. Lo cambió por las vituallas, fiando en que tiene otro en casa y en que algún día vendrá la primavera…”

Por último vamos a proceder a analizar los efectos de la guerra en los países beligerantes y en los neutrales. En las naciones combatientes la producción se orientó a las necesidades de la guerra -economía de guerra-, acentuándose el comercio interno ante las dificultades que presentaba el exterior. Además se apreció un claro descenso de la inversión. En los países neutrales se produjo una reactivación del comercio exterior ante la demanda de los países beligerantes. Ésta exigía un importante aumento de la productivo, que condujo a un rápido proceso de enriquecimiento. Sin embargo, las naciones no beligerantes tuvieron que enfrentarse a dos graves problemas: la sustitución de los bienes que habitualmente importaban por otros de fabricación nacional, y el desabastecimiento de los propios mercados por la mayor rentabilidad de la exportación.

La euforia de la catástrofe.

Dos factores, la duración y dureza del conflicto -en el frente y en la retaguardia-, hicieron posible que de la “euforia de la catástrofe” se pasase a la “catástrofe de la euforia”. Poco a poco se fue generalizando el malestar hacia el conflicto; surgieron así importantes movimientos contrarios al mismo que exigían a los gobernantes la paz. En éste contexto se propagaron, además, las ideas revolucionarias, por lo que podemos afirmar que durante los últimos meses de guerra se vivió un ambiente prerrevolucionario. Pues bien, en el caso alemán, ante la más que previsible derrota militar, todo esto se acentuó notablemente. Sebastian Haffner, como testigo de estos sucesos, nos va narrando en sus memorias como vivió él ese cambio de ánimos en la retaguardia:

(Sebastian Haffner, Historia de un alemán) “Por aquel entonces tampoco me pasó inadvertido el hecho de que, con el trascurso del tiempo, muchos, muchísimos, casi todos se habían formado una opinión respecto de la guerra distinta a la mía, si bien mi postura había sido inicialmente la más generalizada (…) oía a las mujeres quejarse y pronunciar palabras malsonantes dando muestras de una gran disconformidad”.

También E. Glaeser en Los que teníamos doce años nos describe los efectos de la guerra en la retaguardia:

“La guerra comenzaba a saltar por encima del frente y a hincar su garra en los pueblos. El hambre hizo flaquear aquella hermosa unión de los primeros días y hasta los hermanillos se robaban unos a otros sus raciones (…) pronto las mujeres que esperaban delante de las tiendas, formando largas colas oscuras, hablaban ya más del hambre de sus niños que de la guerra o de los peligros de sus maridos en el frente”.

Sin embargo, la escasez no sólo afectó a la retaguardia; la penosa situación en la que se encotraban las tropas del frente, embarcadas en una inútil guerra de trincheras desde cuatro años atrás, acabo por minar también la moral de los soldados. Veamos como describe E. M. Remarque el frente alemán durante los últimos meses de guerra:

(E. M. Remarque, Sin novedad en el frente) “…nabos cortados en seis trozos y cocidos tan sólo en agua; pequeñas zanahorias llenas, todavía, de tierra. Las patatas picadas son ya un manjar exquisito y la suprema delicia es una sopa de arroz, muy clara, en la que, se supone, deben nadar unos pequeños pedazos de tendón de buey. Sin embargo, están cortados a trocitos tan menudos que no es posible encontrarlos. Naturalmente nos lo comemos todo. Si alguien, por casualidad, se siente tan opulento que no termina de rebañar el plato, hay diez más que esperan hacerlo con mucho gusto. Tan sólo los restos que la cuchara no puede coger caen, junto con el agua del fregadero, en los barriles de basura. También alguna vez pueden mezclarse pieles de zanahoria, unos pedazos de pan enmohecidos y otras porquerías”.

En definitiva, la población y los soldados de las distintas naciones combatientes estaban hartos de la guerra que con tanto júbilo habían acogido en un principio. Anhelaban la paz, la vuelta a la normalidad, el fin de la escasez… El conflicto dejó grabado un sentimiento de rechazo ante la guerra en la conciencia de sus contemporáneos; todos coincidían en que la paz era necesaria, en que aquella catástrofe no debía repetirse:

(E. Toller, Una juventud en Alemania) “El pueblo sólo piensa en la paz. Se ha pasado demasiado tiempo pensando en la guerra y creyendo en la victoria… El pueblo no quiere pasar un nuevo invierno en guerra, no quiere volver a pasar hambre y frío en habitaciones sin calefacción, no quiere más sangre, está harto de morirse de hambre y desangrarse. El pueblo quiere la paz”.

(E. Glaeser, Paz) “La paz ¿Qué era la paz? Era estar allí, estar en casa. Estar en la era, detrás del mostrador, en la mesa, a la hora de comer; en la iglesia a la hora de Misa (…) estar en casa y poder decir: vámonos a la cama, y apagar la luz y dar las buenas noches, poseerse, repelerse, amarse, odiarse, pero estar allí juntos: eso era la paz (…) anhelaban volver a aquella paz y a aquel orden que en agosto del 14 habían perdido en un falso arrebato de entusiasmo. Ansiaban retornar al hogar y volver a sentarse en las viejas sillas”.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[3] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[4] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[6] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[7] Paz; Ernst Glaeser – Madrid – Cenit – 1930.

[8] Los que teníamos doce años; Ernst Glaeser – Madrid – Cenit – 1929.

[9] Sin novedad en el frente; Erich Maria Remarque – Barcelona – Edhasa – 2007.

[10] Una juventud en Alemania; Ernst Toller – Buenos Aires – Imán – 1937.

El consenso y la propaganda


«¿Qué les ha pasado a los alemanes? El 5 de marzo de 1933 la mayoría de ellos votó en contra de Hitler ¿Qué ha sido de esa mayoría? ¿Acaso ha muerto? ¿Se la ha tragado la tierra? ¿O es que se ha vuelto nazi tardíamente? ¿Cómo es posible que no se produjera ni la más mínima reacción por su parte?»

El objetivo de convertir a Alemania en una fuerte y homogénea comunidad nacional pasaba por lograr el consenso de los alemanes en torno al ideal nacionalsocialista. Con este fin se desarrollaron una serie de mecanismos creadores de consenso. Estos, junto a los de represión antes descrita, acabaron por moldear la sociedad alemana al gusto de los dirigentes nazis. Pues bien, en este proceso -de ahí el título del capítulo- jugó un papel fundamental la propaganda. Esta, siguiendo las directrices marcadas por Goebbels, penetró a fondo en la mentalidad de los ciudadanos del III Reich.

Sebastian Haffner alude en numerosas ocasiones a la propaganda nazi en la segunda parte de su libro. Hace lo posible por describir el ambiente en el que vivía, esa presión que lo envolvía todo, y su efecto sobre las personas. Además, en determinados momentos también podemos vislumbrar cómo se fue creando la comunidad nacional: los que se sentían dentro la defendían y los que estaban fuera perdían toda esperanza de victoria o redención.

La omnipresencia de la propaganda.

«Uniformes pardos en las calles, desfiles, gritos de “Heil” (…) se celebraban desfiles a diario, se conmemoraban masivas horas solemnes, había continuas expresiones públicas de agradecimiento por la liberación nacional, música militar de la mañana a la noche, homenajes a los héroes, bendición de las banderas… La gente comenzó a participar, primero sólo por miedo. Sin embargo, tras haber tomado parte una primera vez, ya no quisieron hacerlo por miedo, así que terminaron incorporando el convencimiento político necesario. Éste es el mecanismo emocional básico del triunfo de la revolución nacionalsocialista».

El régimen nacionalsocialista se sirvió, para cumplir sus objetivos, de una propaganda omnipresente. Esta, con el fin de llegar al mayor número de individuos, puso en práctica abundantes innovaciones en el campo de la comunicación. La utilización de todos los resortes que encontrasen a su disposición y la intromisión en todos los ámbitos de la vida de las personas, tanto el público como el privado, fueron dos de las características fundamentales de la maquinaria propagandística de Goebbels.

En Historia de un alemán se destaca también, en lo referente a la propaganda, la omnipresencia de la misma y los múltiples canales por los que ésta viajaba. Los desfiles, los carteles, la radio, la prensa, el cine, el ámbito profesional, la familia… el partido lograba entrar en la vida del individuo y empaparla de sus ideales, logros y proyectos. Esto, como vemos en la obra de Haffner, podía provocar entusiasmo, miedo o rechazo; pero, independientemente de cual de las tres suscitase –también podía suceder que una persona la percibiese de dos o tres maneras a la vez-, lo que está claro es que a nadie dejaba indiferente. El nacionalsocialismo estaba, para bien o para mal, en boca de todos.

La creación de un amplio consenso.

«Ni siquiera los que por entonces se convirtieron en nazis sabían realmente en lo que se estaban convirtiendo; tal vez pensasen que estaban a favor del nacionalismo, del socialismo, en contra de los judíos y a favor de 1914-1918, y la mayoría se alegraban en secreto por la perspectiva de vivir nuevas aventuras ante el gran público y presenciar un nuevo 1923, pero todos, por supuesto, manteniendo las formas “humanitarias” propias de un “pueblo cultivado”. Probablemente la mayoría le miraría a uno con sorpresa ante la pregunta de si estaban a favor de las salas oficiales de tortura permanente o de los pogromos ordenados por el Estado».

La creación de consensos fue una de las grandes obras maestras de los nacionalsocialistas: lograr, de manera eficaz, la adhesión a su causa de distintos grupos por medio de las posibles coincidencias ideológicas o de intereses fue fundamental para la creación de la comunidad nacional y, por tanto, para el triunfo de Hitler. Así, durante el III Reich se llegaron a identificar con el nacionalsocialismo una serie de ideales que compartían la mayoría de los alemanes. Por tanto, el que no era nazi no defendía esas ideas y, en consecuencia, resultaba peligroso para la comunidad nacional.

Esos consensos vienen muy bien reflejados y analizados en la obra de Sebastian Haffner. El intelectual alemán trata de conducirnos en varias ocasiones por la mente de aquellos alemanes que, compartiendo parte del programa del nacionalsocialismo, decidieron abrazar, en virtud de esos puntos, la ideología hitleriana. Eran, según nos muestra Haffner, personas que no respaldaban de forma directa los crímenes nazis, pero que con su apoyo al ideario común sostenían también aquello con lo que no comulgaban. Era como un mal menor e ineludible para alcanzar esos grandes ideales.

La exaltación del nacionalismo.

«…la alegría ávida e infantil que supone el hecho de ver el propio país representado en el mapa por una mancha de color cada vez más y más grande, la sensación de triunfo por las victorias conseguidas, el placer ante la humillación y el sometimiento ajenos, el gozoso paladeo del temor que uno inspira, el autobombo nacional al estilo de “maestros cantores”, la manipulación onanista en torno al pensamiento “alemán”, al sentimiento “alemán”, a la lealtad “alemana”, al hombre “alemán”…»

Sin duda, de entre los ideales que hicieron posibles la formación de consensos y, por tanto, la configuración de la comunidad nacional, el nacionalismo fue el que jugó un papel más destacado. La identificación del partido nazi con la nación y, en consecuencia, la exclusión de la misma de todo aquel contrario al nacionalsocialismo, tuvo un peso vital en el triunfo de Hitler.

Sebastian Haffner refleja de un modo muy particular esa exaltación nacional: nos remite a su propia figura; es decir, un alemán que tiene que renunciar a su patria por el hecho de no comulgar con un régimen totalitario. Así, con ese negarse a despreciar lo extranjero, lo extraño, va engrosando las filas de los que resultan peligrosos para la comunidad nacional. No comparte el afán germanizador de los nacionalistas, esa exaltación infantil de lo alemán. Por esa razón, no tiene más remedio que “jugar” contra su propio país: desear su ruina.

Bibliografía:

[1] Historia de un alemán; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2005.

[2] El pacto con el diablo; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2007.

[3] Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Sebastian Haffner – Barcelona – Destino – 2006.

[4] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[5] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[6] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[7] La Primera Guerra Mundial; Hew Strachan – Barcelona – Crítica – 2004.

[8] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[9] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[10] El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 2006.