Sionismo: radiografía de un concepto demonizado II

Cuando el fenómeno estalló con toda su virulencia en la Francia de la Revolución y de los Derechos del Hombre, cuando al calor del affaire Dreyfus las muchedumbres gritaban «¡muerte a los judíos!» por las calles de París, algunos intelectuales judíos que hasta la fecha se sentían despreocupadamente asimilados empezaron a sospechar que la emancipación de los hebreos de Europa era una quimera. Así, en el caso del «problema judío», la crisis de la solución liberal allanó el camino a la solución nacional.

Varios Autores, En defensa de Israel, p. 87-88.

El Churchill de Sebastian Haffner y la Guerra Fría

Winston_ChurchillArtículo de Juan Antonio González Fuentes publicado en OjosDePapel el 19 de abril de 2007.

Caminando la pasada semana por las calles de París, me tropecé de repente con la expresiva y lograda estatua que en la capital gala tiene el militar, escritor y político inglés Winston Churchill. Y entonces, observándola, me vinieron a la cabeza las diversas biografías que de él existen y sus escritos políticos o recuerdos, reeditados constantemente en nuestro país, sobre todo últimamente, cuando los libros sobre la II Guerra Mundial y su contexto proliferan con algún éxito de ventas.

Hay biografías de Churchill magníficas, y en mi biblioteca tengo algunas de ellas. Pero entre todas, quizá por ser la más literaria, la más asequible, tiene un lugar especial en mi memoria la que escribió el periodista y novelista alemán Sebastian Haffner, Winston Churchill. Una biografía, editada hace algunos años por la editorial barcelonesa Destino, y que seguro aún puede encontrarse en las mejores librerías.

El Winston Churchill de Haffner, según cuentan los créditos, apareció en 1967, es decir, sólo dos años después de la muerte del inglés. Este dato no debe pasar desapercibido para ningún lector, dado que el juicio del autor no pudo estar refrendado ni por el tiempo, ni por la montaña de bibliografía que ha ido generándose en torno al polifacético aristócrata.

Sabedor de estas circunstancias, y de que él no era historiador, sino periodista, Haffner no se empeñó en dejarnos una biografía con vocación de definitiva. Por eso el subtítulo del libro, “una biografía”, se ajusta a lo que ofrecen sus páginas, dejando el terreno abierto a la posibilidad de “otras” incursiones en la vida de sir Winston. Nuestro biógrafo enfocó su mirada hacia una sola faceta del personaje, la del hombre con formación y vocación militar que intenta poner en práctica ambas desde el ejercicio del poder político. Quedan así sin tocar apenas por Haffner aspectos tales como la dedicación a la escritura o la vida parlamentaria, facetas de la vida de Churchill que presentan sin duda un gran interés.

Así, Haffner nos muestra a un hombre cuyas cualidades sólo podían brillar con total intensidad en los momentos de crisis social absoluta, es decir, en tiempos de guerra. Una inagotable energía dirigida hacia el trabajo, sobresalientes dotes de estratega, ciega convicción en los principios que defendía, innata valentía personal, seguridad en sí mismo y en sus ideas, capacidad de riesgo, una sutil inteligencia analítica, y la suficiente carga de inconsciencia propia de los que han nacido para ser héroes, son algunas de las aptitudes que poseía Churchill y que facilitaron el que se colocase en primera línea de mando cuando Inglaterra lo necesitó, fundamentalmente durante los terribles primeros años de la II Guerra Mundial, y muy en especial durante el periodo 1940-42, cuando ejerció a la vez de Primer Ministro y ministro de defensa.

Sin embargo, según Haffner, estas mismas “cualidades” dificultaban a Churchill su adecuado desenvolvimiento político en tiempos de paz. Su bulliciosa energía, su hambre de mando y protagonismo, hacían de él un incómodo compañero de partido, además de un miembro de gobierno que, aunque valioso, se mostraba poco dócil para los Primeros Ministros con los que trabajó: Asquith, Lloyd George o Neville Chamberlain.

Una segunda tesis defendida por Haffner hace referencia a la capacidad de Churchill para atisbar en el horizonte futuros acontecimientos políticos; capacidad favorecida por la sagaz lectura de los datos de primera mano que manejaba, por su vasto conocimiento de la historia, y por el tan acertado retrato psicológico que sabía dibujar no ya sólo de sus enemigos, sino también de aquellos a los que las circunstancias habían colocado entre sus aliados.

Los ejemplos más relevantes del caso son tres. Primero, la asunción resignada del final de Gran Bretaña como lider del mundo occidental. Segundo, la toma definitiva del relevo en dicho papel por los EE.UU., quienes salieron de la II Guerra Mundial como la indiscutible primera potencia militar y económica de Occidente, algo a lo que Winston Churchill no puso ninguna traba u objeción política, trabajando antes bien por afianzar unas sólidas bases sobre las que Inglaterra pudiera ejercer ante el mundo de amigo predilecto del gigante americano. El tercero, y en principio el más significativo de los ejemplos, hace referencia al por entonces aliado soviético. Haffner se muestra convencido de que Churchill, tras la entrada en la guerra de los EE.UU., intuyó que ganar el conflicto iba a ser ya sólo cuestión de tiempo, y que una vez aniquilada la Alemania nazi, el principal problema al que tendrían que enfrentarse los aliados “occidentales” sería el planteado por el reforzado posicionamiento de la también vencedora Unión Soviética. Tras los acontecimientos de Pearl Harbour y sus inmediatas consecuencias en el campo militar y político, Churchill supo que había que luchar no sólo para derrotar a los ejércitos del Eje, además había que hacerlo con la mirada puesta en adquirir una posición de ventaja estratégica-territorial frente al creciente poder soviético, y siempre con la clara conciencia de que a medio plazo iba a ser ineludible un pulso entre Occidente y la URSS.

Aquí radica la principal razón por la que el Churchill estratega propuso a los EE.UU el definitivo desembarco aliado en Italia y no donde al final se produjo, en Normandía. Churchill pretendía avanzar más rápido hacia el corazón del territorio alemán y toda la Europa central, buscando no dar opciones a que los soviéticos conquistasen estos espacios y los mantuvieran bajo su influencia tras la guerra. Sin embargo, los dirigentes norteamericanos, con una sociedad sensibilizada ante las cuantiosas bajas acaecidas en sus fuerzas, preferían que buena parte del esfuerzo bélico lo llevasen sobre sus espaldas los rusos en el frente oriental, y como sabemos, finalmente decidieron desembarcar en la costa atlántica francesa, con el objetivo de atrapar a los alemanes entre dos frentes abiertos. Esta decisión cambió para siempre la historia y confirmó los presagios del político inglés con respecto a la futura política mundial. Puede afirmarse que los pilares de la Guerra Fría se construyeron con arena de las playas normandas.

Estaba tan convencido Churchill de que la URSS sería el inmediato enemigo a combatir, que como apunta Haffner, el Primer Ministro incluso pensó en utilizar a los derrotados soldados alemanes como fuerza de choque de los aliados occidentales con el fin de empujar a los rusos hacia sus fronteras y confinarlos en ellas, impidiendo así su presencia en la nueva Europa que comenzaba entonces a gestarse. Como es sabido estas ideas nunca se pusieron en práctica, y el final de la guerra dibujó un escenario político y territorial parecido al pronosticado por Churchill en sus peores augurios. Un escenario cuyos rasgos más característicos no se vieron ostensiblemente modificados hasta el incuestionable derrumbe del imperio soviético en las dos últimas décadas del pasado siglo. Así, lo que de este libro quizá llamará más la atención del lector es la capacidad de análisis geo-político demostrada por Churchill en momentos tan poco favorables para la reflexión; y también su empeño en la defensa de los valores éticos y políticos sobre los que se asienta Occidente, cuestión que en nuestros días se presenta revestida de una notoria actualidad.

No es la de Haffner la mejor biografía de Churchill, y no creo que el autor albergase esa intención cuando la escribió. Pero esta “modesta biografía” sí me parece que tiene la virtud de ofrecer una entretenida aproximación al Churchill estadista, siendo su lectura muy recomendable tanto para quienes deseen iniciarse en el universo del inglés, como para quienes quieran pasar, sencillamente, un buen rato junto a un libro.

Francia ante el fracaso de la CED


El 9 de mayo de 1950 Robert Schuman, ministro de exteriores galo, lanzaba a los Estados europeos una ambiciosa propuesta: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Un año después seis países –Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo- firmaban este tratado en París, y elegían a otro francés, Jean Monnet, como Alta Autoridad de este organismo. La andadura europea comenzaba, y lo hacía con el impulso de una gran nación: Francia.

Todo esto hubiera sido imposible sin el apoyo de los demás integrantes, pero el protagonismo francés parece claro.

Es más, incluso si nos remontamos a la prehistoria de las Comunidades Europea tenemos que destacar a otro político de ese país, Aristide Briand, como impulsor del proyecto. Europa siempre –incluso actualmente- ha estado mirando a Francia, y su construcción como proceso integrador ha dependido bastante de la actitud de aquel país. Por esa razón, en estos más de cincuenta años, los franceses han tenido tanto la fuerza de dar grandes impulsos a Europa, como la capacidad de frenarla introduciendo en su seno procesos de crisis.

Una de las características más curiosas de los sucesivos rechazos del Estado francés a las directrices marcadas por Europa es que cada vez lo ha hecho de un modo distinto. Hemos visto como lo vetaban en la Asamblea Nacional –Comunidad Europea de Defensa (1954)-, como sus representantes abandonaban los organismos comunitarios –crisis de la “silla vacía” (1966)-, y como el pueblo soberano expresaba su oposición mediante el mecanismo del referéndum –Constitución Europea (2005)-.

La otra característica a tener en cuenta es que, salvo en la crisis de 1966, el gobierno francés, favorable a la profundización en la integración, se encontró con la oposición institucional o popular. Resulta frecuente en todo este periplo histórico encontrarse con una Francia dividida; con un poder ejecutivo que no es respaldado en el momento adecuado por los diputados o el electorado. Las consecuencias de los sucesivos rechazos franceses a los proyectos europeos también han sido de los más dispares:

  • En 1954 perdieron la iniciativa en la construcción comunitaria.
  • En 1966 el general De Gaulle logró reducir las exigencias de la Comisión, retrasando así la aparición del Estado Federal Europeo.
  • En 2005 dejaron a toda la Unión paralizada y a la espera del resultado de las elecciones presidenciales de 2007.
En fin, el peso de Francia en la Unión Europea es, aunque muchos quieran negarlo, enorme.

El primer portazo que Francia dio al proceso de integración fue su rechazo a la Comunidad Europea de Defensa (CED) en 1954. Robert Schuman y Jean Monet, ingenieros de la CECA, presentaron a las naciones europeas un nuevo proyecto que buscaba complementar al primer triunfo comunitario. El objetivo era crear un sistema de defensa común, cuestión que no solo respaldaban los seis gobiernos integrantes, sino también los EE.UU.

Los franceses, pues, lanzaron un nuevo reto a Europa, y esta lo aceptó. Sin embargo, fue la propia Francia la que impidió que la Comunidad de Defensa se hiciera realidad. La, en apariencia, alianza imposible entre guallistas y comunistas, facilitó que la Asamblea Nacional se mostrara contraria al nuevo proyecto europeo.

Con la crisis de 1954 Francia perdió la iniciativa en el proceso de construcción europeo.

Desde ese momento fueron otros los encargados de sacar a Europa del atolladero con un nuevo proyecto comunitario. La Conferencia de Messina (1956) y los posteriores Tratados de Roma (1957) no tuvieron a los franceses como protagonistas. Fue principalmente el genio de Paul Henri Spaak el que sustituyó a Schuman y Monet en esa labor de ingeniería.

Francia ya no era la locomotora ideológica y simbólica de Europa; París dejaba de ser su capital en beneficio de Bruselas. El rechazo de la Asamblea Nacional a la Comunidad de Defensa marcó el inicio de una nueva etapa para el proceso de integración; un periodo en el que, sin dejar de ser importante, Francia abandonaba su posición de predominio.

Zoltán Szántó

Este texto forma parte de un conjunto de breves biografías que he elaborado sobre la Revolución Húngara de 1956. Para ver la lista completa, pincha aquí.


Zoltan_Szanto(1893-1977) Militante comunista desde los primeros tiempos, había pasado los años de entreguerras en el exilio. Terminada la Segunda Guerra Mundial se dedicó a la diplomacia: fue embajador en Belgrado de 1947 a 1949; en París, de 1949 a 1954, y en Varsovia, de 1955 a 1956. En el momento de la revolución era miembro del Comité Central del Partido y el 1 de noviembre formó parte de la comisión gestora del nuevo partido de Kádár, el Partido Socialista Obrero Húngaro. Fue Zoltán Szántó quien negoció con el embajador yugoslavo en Budapest la entrada del grupo de Nagy en dicha legación diplomática. Por sus vínculos con el grupo también terminó recluido en Rumania junto a Nagy y sus compañeros, pero finalmente no fue procesado y se retiró de la política.