De la historia II

Artículo publicado por Historia en Presente el 3 de febrero de 2009.


Continúo profundizando acerca de lo que son y lo que deben ser la historia y el oficio del historiador. El primer artículo dedicado a esta cuestión nacía como consecuencia de una discusión de sobremesa. Este segundo tiene como origen el post escrito por Citoyen en su blog de Lorem-ipsum. En el fondo no es más que un comentario a lo que él ha dicho –sigo hasta su propio esquema-, por tanto, es recomendable leerle primero.

A Demócrito, cuya aportación también se agradece, le contesté en forma de comentario en el primero de mis artículos. Tanto su réplica como mi contrarréplica podrían considerarse entradas en sí mismas más que simples comentarios. Sin embargo, esa posibilidad no se me ocurrió en el momento. En fin, espero que continuemos intercambiando ideas, porque yo no descarto escribir un “De la historia III”.

La historia como industria

En su artículo Citoyen presenta una interesante analogía entre la historia y la producción industrial. Como analogía -en parte igual y en parte distinto- es muy útil para exponer un punto de vista, aunque sin tomarlo al pie de la letra. No estando totalmente de acuerdo con la comparación –lo que no implica un total desacuerdo- voy a aceptar la terminología económica de mi compañero, puesto que así se ha planteado el debate.

La historia –dice Citoyen- ha de tener una utilidad social; yo no me opongo, es más, en mi primer artículo, indico cual es a mi entender esa utilidad social. Por esa razón, pienso que los historiadores no hemos de tener ningún reparo en someternos al juicio de eficiencia del sistema económico.

Estoy de acuerdo con ese afán, lógico por otra parte, de evitar la aparición de parásitos en la sociedad. Cada cual ha de realizar su trabajo de la mejor manera posible, siempre que esa labor sirva a la sociedad. Si no fuera así no quedaría más remedio que eliminar esa profesión. Quizás me expliqué mal, o tal vez fui poco preciso en De la historia, pero nunca tuve la intención de poner en duda eso.

La producción de la historia, pone al descubierto mi alergia hacia el concepto de utilidad entendido como consecuencialismo. Resulta bastante sencillo comprender muchos de mis planteamiento sobre la historia si se descubre la diferencia entre valor y utilidad. El segundo paso es reconocer la primacía del primero de estos dos conceptos. A este respecto, me parece fundamental aplicar esto a las personas, que han de ser respetadas porlo que son, no por sus méritos (el mérito, no obstante, añade valor al ser).

El trabajo del historiador puede ser útil, pero sobre todo es valioso. A una sociedad o cultura determinada no le es útil conocer aspectos de su pasado, pero pobre de ella si pierde su identidad.

Por esa razón, pienso que los recursos dedicados a la investigación histórica no caen en saco roto. Están plenamente justificados, ya que las aportaciones de los distintos historiadores permiten formar ese stock de conocimiento del que habla Citoyen. Este no ha de ser entendido sólo como cúmulo de datos, reglas y tendencias, sino como interpretación personal y aportación intelectual del propio historiador.

Desacuerdos sobre el método

La historia pertenece al campo de las ciencias sociales, por tanto, tratar de aplicarle el método de las ciencias naturales es un error. Los historiadores, y en ocasiones personas ajenas a la historia, han tratado de llevar a cabo esa equiparación en numerosas ocasiones. Los resultados, en general, han sido bastante frustrantes. Quizás el objeto de investigación sea la causa de esos sucesivos fracasos.

La libertad humana, que nos permite actuar de forma irracional e, incluso, contranatura, convierte a la persona en un fenómeno imprevisible. Dentro de las ciencias sociales, tampoco tiene mucho sentido equiparar el método histórico al sociológico.

Son ciencias complementarias que se apoyan mutuamente, y, en ocasiones, con muy buenos resultados. Sin embargo, no se puede aplicar a la historia el paradigma de la sociología, entre otras cosas, porque es anterior en el tiempo. Afirmar que la historia utiliza el método sociológico equivaldría a renegar de medio siglo de historial científico.

Los dos desacuerdos enunciados en el párrafo anterior me parecen comprensibles, en tanto que han formado parte del debate historiográfico a lo largo de todo el siglo XX. Sin embargo, afirmar que la historia, y las ciencias sociales en su conjunto, son una rama de la economía, me parece infantil. Me recuerda al clásico debate ciencias versus letras del instituto, que no es más que la prolongación del “mi papá tiene un coche más grande que el tuyo”, propio de la primaria.

Con la perspectiva que me da el estudiar y leer sobre cuestiones históricas, tomaré la afirmación de Citoyen como una consecuencia de la crisis económica en la que estamos inmersos. Porque a nadie se le escapa que, de pronto, se ha extendido la fiebre entre todo el mundo –me incluyo- por aprender economía. La historia nos enseña que esto es pasajero, y si no lo fuera nos llevaría al desastre, porque una sociedad no puede subsistir únicamente con economistas.

La historia tiene pretensiones científicas propias. Posee un método, pero no el de la sociología, la economía o la física. El historiador analiza una realidad pretérita a partir de las fuentes con las que cuenta.

El profesional de la historia realiza sus hipótesis, las confirma y establece, no sólo modelos, sino un discurso histórico que puede incluir dentro de él reglas, tendencias y modelos. No obstante, como sabe de la complejidad de su objeto y de sus propias limitaciones como persona –no es omnisciente-, sus conclusiones están abiertas a revisiones constantes. Salvo en la rama de arqueología, los historiadores no tenemos laboratorios.

No podemos aislar una realidad histórica para estudiarla en todas sus variantes. Eso que para los físicos y los economistas es tan sencillo, para nosotros es imposible. Incluso los sociólogos, con un objetos tan complejo como la sociedad, pueden utilizar la calle como laboratorio. Nosotros no, porque nuestro objeto, además de ser impredecible, ya no existe: es pasado.

Por tanto, no somos chamanes. Tenemos nuestras reglas a la hora de investigar. Sin embargo, no se nos puede pedir objetividad. Podemos ser coherentes, honrados, pero nunca objetivos, ya que eso requiere un conocimiento muy detallado de la realidad estudiada. Nos comprometemos a utilizar el mayor número de fuentes posibles para ampliar nuestro juicio, pero nunca serán suficientes. Me atrevería a decir que un historiador no cuenta con más de un diez por ciento de la información sobre una cuestión a la hora de analizarla.

Con eso se pueden hacer maravillas, pero no llegar a la ansiada objetividad. Utilizaré como ejemplo algo que Citoyen mencionaba en su artículo: las teorías de la evolución. Hoy día parece evidente que se ha producido una evolución en la conformación del ser humano. No obstante, existen un sinfín de árboles filogenéticos, casi uno por escuela. Si a eso le añadimos que cada descubrimiento arqueológico provoca un terremoto dentro de todos ellos… En fin, sobre esa base tan inestable trabajamos los historiadores.

No es oro todo lo que reluce ¿verdad? Sin embargo, eso no nos ha de llevar a despreciar el trabajo de esos profesionales: poco a poco, a base de descartar hipótesis, se va avanzando. Además, cada aportación no sólo es una realidad historiográfica más, sino lo que una persona, como ser intelectual, ofrece a la sociedad de la que forma parte.

Con los pies en el suelo y cada uno en su rama

Me ha parecido oportuno finalizar este artículo-comentario con un apartado que, en el fondo, no es más que un cajón de sastre. Anteriormente he abordado dos cuestiones bien diferenciadas –la utilidad y el método-, ahora voy a escribir sobre una serie de asuntos que no guardan apenas relación entre sí. Sin embargo, según avance en mi exposición se entenderá mejor el título del epígrafe.

En su artículo, Citoyen muestra su confianza en el potencial de la razón y el progreso humano. Sin negarlo, ya que estoy a favor de ambas cosas, si quiero matizar un poco su optimismo.

En nuestro afán por conocer y controlar las diversas realidades del mundo, hemos de aspirar a lo máximo, pero sin olvidar que somos limitados, que no podemos abarcarlo todo. Ahora no hablo sólo de la historia, sino también de las demás ciencias.

Creer que nosotros, con las mil y una limitaciones que se hacen patentes todos los días, podemos llegar a un conocimiento ilimitado es, precisamente, dar una patada a la razón. No creo que mi compañero se refiera a eso en su artículo, pero es lo que creí entrever en su último párrafo. En definitiva, pienso que lo racional es confiar en el ser humano, pero sin caer en la ceguera. A esto me refería cuando escribía ese “con los pies en el suelo”.

“Cada uno en su rama”: esta es la segunda idea. La producción de la historia, carece de referencias a teóricos del conocimiento histórico. En el artículo de Citoyen se citan teorías de diversos intelectuales. Eso es fantástico, y yo debería empezar a hacerlo con más frecuencia. No obstante, todos ellos pertenecen a campos ajenos al que nos ocupa.

Me parece absurdo pedirle una formación sobre teoría de la historia que no tienen porque tener. Yo también carezco de esa formación en muchos campos donde él es experto. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que sería una tontería tratar de analizar la economía, la sociología o la física con las teorías de hombres como Ranke, Toynbee, Spengler, Pirenne, Bloch o Braudel. Sin que sirva de alegato contra la colaboración interdisciplinar, que valoro mucho, he de insistir en que las aportaciones teóricas están bien, pero en su rama.

De la historia

Artículo publicado por Historia en Presente el 27 de enero de 2009.


La idea de escribir este artículo surgió el sábado durante la larga e interesante sobremesa que compartí con otros miembros de Lorem-ipsum. El motivo de la reunión fue la conferencia de Rafael Rodrigo en El Escorial. Mis felicitaciones a todos, y especialmente al ponente; podemos afirmar que el evento fue un éxito. Por esa razón, como tributo al autor del blog “De la guerra”, me ha parecido oportuno emular el título cambiando el sustantivo. Pido disculpas de antemano por el contenido del artículo, ya que no es muy ortodoxo y, muchas de sus ideas, merecerían un repaso o profundización. Dejo esto para el debate, si lo hubiera, o para posteriores artículos. De momento me conformo con estas pinceladas.

Primer acto: la historia liberada

Desde mi punto de vista, el historiador es un privilegiado, pues tiene por objeto de estudio el elemento más complejo e interesante de cuantos existen: la persona. El ser humano, con toda la dignidad que le otorgan los textos legales nacionales e internacionales, las creencias religiosas, escuelas filosóficas e ideologías de la más diversa índole, es único e irrepetible. No obstante, también es imprevisible y limitado.

La primera de estas características entra en contradicción con los propósitos de todo aquel que, desde el campo de las ciencias sociales, busca en su manera de actuar argumentos racionales perfectamente explicables y, por tanto, predecibles cual objeto de ciencias naturales. El segundo, afecta al estudioso, que ha de ser siempre consciente de que no es omnisciente [1].

Los historiadores nos percatamos hace unas décadas de nuestra incapacidad tanto para narrar “lo que realmente ocurrió” como para “predecir lo que sucederá en unas circunstancias concretas”. Eso es en cierto modo lo que llamamos “la crisis de la historia”.

Sin embargo, lo realmente sorprendente es que hayamos tardado dos siglos en caer en la cuenta. Esto puede llevarnos a cerrar el quiosco y poner el cartel de “cerrado por no tener nada que ofrecer”, pero yo no lo haría. Mi opinión es que, detrás de la supuesta crisis, se esconde algo que purga la conciencia de los historiadores de los mitos positivistas y materialistas.

Se trata de la vuelta del historiador, del autor que deja de ser cronista o adivino para ofrecer a la sociedad en la que vive una narración imperfecta en cuanto a los hechos –no puede abarcar todo [1]-, pero llena de vitalidad en tanto que es una creación intelectual. Perdemos quizás la pretensión de totalidad –por otro lado imposible de alcanzar-, pero ganamos el juicio de una persona que, tras estudiar las fuentes pone a nuestra disposición su visión de los acontecimientos.

No es omnisciente, verdad; pero en tanto que creación humana, sujeta a unas reglas historiográficas y a la honradez del historiador, posee un gran valor [1].

Segundo acto: toda la historia es contemporánea

O dicho de otro modo -para que no se me enfaden los colegas de Antigua, Medieval y Moderna-, la historia se escribe desde el presente. El historiador no es sólo deudor de una herencia histórica e historiográfica; no es un ser que se traslada a una época lejana y analiza los hechos desde la mentalidad de un determinado pasado.

El profesional de la historia es hijo de su tiempo, de sus prejuicios, logros, miedos, creencias… En un libro de historia no sólo encontramos una narración de hechos pretéritos, sino también el reflejo del presente en que se escribió.

No hemos de olvidar que el autor es una persona, y como tal no puede ser transplantada de manera antinatural a una realidad que no es la suya. Como mucho puede tratar de entender la mentalidad de la época que estudia, pero no librarse de la propia. Es más, esto le da al trabajo del historiador un valor añadido en tanto que lo que escribe es más personal.

El caballo del que nos hemos caído en las últimas décadas es el de pensar que los autores de los libros e investigaciones históricas son autómatas objetivos que trasladan unos hechos al papel. Desde esa mentalidad se considera negativa la aportación personal de los historiadores, pues esta viene a ensuciar un supuesto legado que recibimos del pasado. Siento decir que de nuestros antecesores no nos llega nada más que un cúmulo de fuentes diversas que los profesionales de la historia tienen que recomponer para conformar un discurso coherente.

Por tanto, no son meros papagayos que repiten un legado, sino más bien creadores que, a partir de esas fuentes y de las obras de historia escritas anteriormente, ofrecen a la sociedad un trabajo intelectual original [2].

Tercer acto: para que sirve la historia

No se recomienda la lectura de este último epígrafe del artículo a los adoradores de la diosa Utilidad. Lo siento tanto por ellos como por los que sostienen que la historia es útil o “sirve para algo”, pero no comparto su visión. Ahora bien, a nadie medianamente inteligente se le escapa el hecho de que existen “fuerzas” aparentemente inútiles que mueven montañas.

Determinadas doctrinas morales, ideológicas o religiosas pueden llevar a una sociedad al envejecimiento demográfico o a la superpoblación. Por tanto, eso que era inútil, al calar en la mentalidad de los grupos humanos puede generar problemas políticos, económicos, sociológicos… Eso por no hablar de la recurrente crisis de Occidente, que en ocasiones nos lleva a ceder, en el seno de nuestras propias sociedades democráticas, ante movimientos intolerantes de carácter fundamentalista.

Es problema de ellos por ser lo que son, o nuestro por no creer en nuestros valores. Si no creemos en ellos tal vez sea porque un día nos planteamos que no servían para nada. Las repercusiones de esas “fuerzas” son difíciles de medir, pero es mejor no tomárselas a la ligera.

A través del trabajo de los historiadores los grupos humanos conocen los orígenes de su cultura, su identidad.

Esto les permite abandonar una peligrosa orfandad, así como legitimar su forma de vida, que no las estructuras de las que hablaban los marxistas. Además, la historia nos proporciona ejemplos que, sin ser idénticos a las circunstancias presentes, se pueden aplicar de alguna forma o utilizar como bandera de los más diversos movimientos.

De ahí que las modas y la perspectiva en la historia varíen, puesto que ese recurso a las figuras del pasado es algo muy humano. Desde hace siglos, los distintos grupos humanos han buscado diversos modelos, personales y sociales, en función de sus circunstancias. En resumen, cada generación tiene la obligación de reescribir, basándose en la historiografía anterior, la historia de su cultura.

Bibliografía:

[1] El conocimiento histórico, Henri-Irénée Marrou – Barcelona – Idea Books – 1999.

[2] La sociedad internacional en el cambio de siglo (1885-1919), Paloma García Picazo – Madrid – UNED – 2003.

La historia como producto intelectual

El pasado es un concepto temporal y en tanto que lleva aparejada una representación, esta es la de un caos; mientras que la Historia es un producto intelectual.

Paloma García Picazo, La sociedad internacional en el cambio de siglo (1885-1919).

Las limitaciones del historiador

Si, hijo mío, tú no eres más que un hombre, y esto no es razón para renunciar a llevar a cabo tu tarea, tu tarea del hombre-historiador, humilde, difícil, pero dentro de sus limitaciones, seguramente fecunda.

Henri-Irénée Marrou, El conocimiento histórico, p. 47.

La originalidad del historiador

El historiador será aquel que, dentro de su sistema de pensamiento (pues, por amplias que sean su cultura y, como suele decirse, su abertura de espíritu, todo hombre, por lo mismo que adopta una forma, acepta unas limitaciones), sepa plantear el problema histórico del modo más rico, más fecundo, y acierte a ver qué preguntas interesa hacerle a ese pasado. El valor de la historia, y por tal entiendo tanto su interés humano como su validez, se halla, en consecuencia, estrechamente subordinado al genio del historiador -pues, según decía Pascal, «cuanto más talento se tiene, más se encuentra que son numerosos los hombres originales», y más los tesoros por recuperar en el pasado del hombre.

Henri-Irénée Marrou, El conocimiento histórico, p. 54.

La complejidad del conocimiento histórico

Citaré el ejemplo, ya clásico, que propuso Ch. Morazé: consideremos el advenimiento de Jules Ferry a la jefatura del gobierno francés. Su historiador habrá de establecer, evidentemente, las circunstancias concretas de su acceso al poder, las negociaciones que le llevaron a alcanzarlo y la situación parlamentaria francesa en septiembre de 1880. ¿Parlamentaria? Digamos más en general y más profundamente la situación política y, por lo tanto, social, económica, etcétera. ¿Francesa? No cabe pasar por alto la coyuntura internacional: la encuesta se irá ampliando con nuevos registros. Pero volvamos a Jules Ferry. ¿Quién es este hombre? Un temperamento, una psicología, la culminación, en 1880, de una historia personal ya dilatada (nuestro colega, el psicoanalista, insistirá en que se prolongue hasta la etapa prenatal); pero el hombre Ferry, ¿es solamente el producto de una evolución iniciada en el instante de su concepción? Jules Ferry es también Saint-Dié, la emigración alsaciana, los algodoneros de Mulhouse, el protestantismo francés, etc. (pues habríamos de remontarnos hasta los orígenes del cristianismo). Pero hay también otra pista: la burguesía industria,el hundimiento de los precios agrícolas y una nueva serie de circunstancias que nos llevará, a través del estudio de las estructuras agrarias, de la campiña francesa, hasta las roturaciones de la prehistoria. Y todo esto no son sino indagaciones que nuestra mente concibe como posibles; pero también sabemos en qué medida depende del azar la posibilidad de que cada una ocurra; resulta igualmente legítimo postular la existencia de otras series causales, además de las enumeradas.

Henri-Irénée Marrou, El conocimiento histórico, p. 46.

La crisis cultural


La Guerra acabó por minar la confianza que el hombre contemporáneo había depositado en la razón. De esta forma, durante el periodo posbélico un enorme pesimismo invadió la cultura europea: se había perdido la fe ciega en el progreso ilimitado y en el hombre occidental. Además, a esta crisis intelectual se sumó una profunda transformación moral, tras la cual los valores de preguerra quedaron completamente trastocados. Como bien señala Walter Gropius, un mundo había llegado a su fin:

“Esto es algo más que una guerra perdida. Un mundo ha llegado a su fin. Debemos buscar una solución radical a nuestros problemas”.

Al mismo tiempo, con el regreso de los soldados a casa, se fue forjando el mito de la generación perdida. Esos jóvenes que en el verano de 1914 se habían lanzado a las calles en favor de la guerra, esos mismos que se habían alistado llevados por un hondo sentimiento romántico, volvían ahora del frente tras cuatro años de duros enfrentamientos. Todos habían perdido buena parte de su juventud en la trinchera, pero a algunos la guerra les habían quitado algo más. A los heridos, a los lisiado, a los ciegos… les había sido arrebatado su futuro, su vida. Es justamente uno de esos “desfiles de lisiados” el que narra E. M. Remarque en El regreso.

Creación literaria.

En lo referente a la cuestión literaria, hemos de destacar en primer lugar el importante cambio de rumbo que se produjo en la orientación de éstas obras. La crisis de los fundamentos ideológicos se tradujo en el ámbito cultural en un apogeo del pesimismo, cuyas principales manifestaciones fueron:

– O. Spengler en La decadencia de Occidente describía la estructura cíclica de las civilizaciones con el objetivo de señalar que la occidental se acercaba a su fin.

– H. Hesse en Demian criticó duramente los ideales de la guerra y planteaba la construcción de una nueva civilización con valores distintos.

– Marcel Proust elaboraba un entramado de obras en las que planteaba recuperar el tiempo perdido por el arte en los largos años de conflicto.

– L. Pirandello en sus obras teatrales planteaba el problema de la incertidumbre; afirmaba que el hombre no era ni quien creía ser ni el que los demás creían.

– T. S. Eliot en Tierra baldía abordaba la cuestión de la esterilidad del mundo presente: “Abril es el mes más cruel, criando / lilas de la tierra muerta, mezclando / memoria y deseo, removiendo / turbias raíces con lluvia de primavera. / El invierno nos mantenía calientes, cubriendo / tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / un poco de vida con tubérculos secos. / El verano nos sorprendió, llegando por encima de Starnbergersee / con un chaparrón; nos detuvimos en la columnata, / y seguimos a la luz del sol, hasta el Hofgarten, / y tomamos café y hablamos un buen rato. / “Bin gar keine Russin, stamm´ aus Litauen, echt deutsch. / Y cuando éramos niños, estando con el archiduque, / mi primo, me sacó en un trineo, / y tuve miedo. El dijo, Marie, / Marie, agárrate fuerte. Y allá que bajamos. / En las montañas, una se siente libre. / Yo leo, buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur

– James Joyce en Ulysses trataba la sordidez del mundo presente. A éste irlandés, cuya obra estaba destinada a revolucionar la literatura y el pensamiento de su tiempo, nos lo describe Stefan Zweig en El mundo de ayer:

“…en un rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento (…) El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro”.

– F. Kafka describe la impotencia del ser humano en obras como El proceso y El castillo.

– T. Mann en La montaña mágica analiza una Europa enferma.

– A. Malraux en La tentación de Occidente critica los hábitos occidentales contraponiéndolos a los orientales.

– P. La Rochelle; Fuego fatuo.

Sin embargo, el balance de todo éste fenómeno, la obra que resumió toda su complejidad, fue El Anticristo de J. Roth. En él encontramos la esencia y la síntesis del pesimismo literario imperante en aquel periodo.

Fundamentos científicos e ideológicos.

En el ámbito científico y humanístico se apreciaron también los efectos de la crisis, plasmados fundamentalmente en el triunfo de la irracionalidad y de la filosofía vitalista. A continuación analizaremos éstos fenómenos de una forma más sistemática:

El pensamiento de éste periodo estuvo profundamente marcado por el auge de la irracionalidad, la intuición y la experiencia, poniéndose fin así al imperio de la razón. Esto afectó profundamente al campo de la especulación científica, donde:

– Se produjo una degradación del análisis.

– El principio de causalidad fue sustituido por la casualidad.

– Predominó el escepticismo especulativo.

– El principio de la incertidumbre de W. Heisenberg sumió en una profunda crisis a la teoría de Max Plank.

– La física tradicional entró en crisis con la aparición de la teoría de la relatividad de A. Einstein.

– Exaltación de disciplinas como la biología, la medicina y la genética; es decir, todo aquello que, por su relación con la naturaleza, era considerado superior a la razón.

En el campo económico, tras una larga guerra en la que se había consolidado el papel predominante del Estado en la vida económica de los países, se vio claramente que no era posible un retorno al liberalismo clásico. De ésta manera, fueron surgiendo nuevas teorías que tenían como fin último reorganizar la vida económica de posguerra en base a unos nuevos principios; o, más bien, acomodar los ya existentes a la nueva situación. Entre éstos teóricos destacó Keynes, acérrimo defensor del intervencionismo estatal, que en su opinión debía basarse en dos principios:

– La regulación de la economía a través de la gestión de la demanda.

– La solución de las crisis cíclicas a las que estaba condenado el liberalismo clásico.

En el ámbito de las ciencias humanas se produjo una exaltación de las fuerzas irracionales y una profunda crítica de la razón. Esto tuvo una enorme importancia para el Derecho, ya que el parlamento pasó a ser considerado como el aspecto racional de la organización política, y la autoridad y la fuerza la irracional. Por tanto, según este modelo de pensamiento, tomar el gobierno de una manera antidemocrática no sólo estaba perfectamente legitimado, sino que éste se consideraba un poder superior al emanado del parlamento.

También se desarrolló enormemente la música atonal –con ausencia de relaciones armónicas (tonalidad)-, donde destacaron figuras como Berg, Schönberg y Webern.

A modo de conclusión, podemos añadir que no sólo se trató de un declive de los propios valores, bases e ideas del mundo contemporáneo, sino que también influyó la pujanza de las alternativas culturales y científicas.

Alternativas a la crisis.

La crisis mental y cultural posterior a la Gran Guerra llevó a muchos artistas a buscar nuevas salidas: formas de afrontar y superar los problemas surgidos de ella. El fracaso de la razón, plasmado en la catástrofe bélica de 1914, llevó a muchos a renegar de ella, formándose así movimientos culturales que exaltaban la irracionalidad, el vitalismo y el absurdo. Sin embargo, otros prefirieron la huída, física o imaginaria, de la Europa de su tiempo. De ésta manera, podemos distinguir cuatro reacciones ante la crisis, dos del primer tipo y dos del segundo:

– El movimiento dadaísta, fundado en Zurich durante la Gran Guerra, trataba de denunciar el mal funcionamiento de la cultura, la moral, la sociedad… a través del arte. Para ello, argumentando que sólo la nada tenía significado, se basaron en lo absurdo, en lo carente de sentido. Entre sus miembros destacaron: H. Arp, Georg Grosz, T. Tzara…

– El surrealismo, derivación tardía del dadaísmo (1920-1923), estuvo también enormemente influido por las teorías de Sigmund Freud. De ésta manera, podemos considerar que éste movimiento artístico se formó a partir de dos herencias: el valor de lo absurdo y el afán de protesta dadaísta, y el automatismo psíquico -subconsciente e irracionalidad- de Jung y Sigmund Freud. Sobre éste último nos habla Stefan Zweig en sus memorias:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “Había conocido a Sigmund Freud –ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma humana-, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño, obstinado y meticuloso (…) se había aventurado en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la época había solemnemente declarado tabú. Sin darse cuenta de ello, el mundo del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión de los instintos por parte de la razón y el progreso, y de que ponía en peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de sacarlas a la luz”.

Entre los miembros de este movimiento, en su inmensa mayoría profundamente comprometidos con diversos grupos políticos, hay que destacar a los poetas G. Stein, A. Breton, P. Eluard y L. Aragon; a los pintores Y. Tanguy, R. Magritte, Joan Miró, P. Delvaux y Salvador Dalí; y al cineasta Luis Buñuel. Así nos describe El mundo de ayer la actividad de éstos nuevos fenómenos artísticos y culturales:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua (…) se tiraba a la basura toda la literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia (…) Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico a quedar atrasados y ser considerados “inactuales”, con desesperada rapidez se maquillaron con fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios”.

– La expatriación física fue otra de las salidas que se le presentó a la intelectualidad de la época: abandonar la patria para huir de la desilusión que había supuesto la guerra. Dentro de éste grupo encontramos a personajes como H. Hemingway, James Joyce, D. Herbert Lawrence y Lawrence de Arabia.

– Se produjo también una huída de Europa por medio de la imaginación, cuyos objetivos fueron civilizaciones lejanas o perdidas: H. Hesse se refugió en la India con su obra Siddartha; D. Herbert Lawrence, retornó al pasado azteca con La serpiente emplumada; Lawrence de Arabia se adentró con Los siete pilares de la sabiduría en el mundo árabe; H. Hemingway prefirió orientar su imaginación hacia el continente africano; Malinowski, fiel a su disciplina, retorno a épocas pasadas sirviéndose de teoría antropológicas; J. R. R. Tolkien se refugió en la Tierra Media, cuya defensa convirtió en una alegoría de la lucha entre la naturaleza y la industrialización que la destruye; Marcel Proust, como ya indicamos más arriba, continuó con su búsqueda del tiempo perdido; Otros prefirieron el regreso a la religión antigua. Éste fue el caso de J. Maritain y su neotomismo.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[6] El regreso; Erich Maria Remarque – 1931.

El mundo de entreguerras


Los siguientes artículos están dedicados al periodo de entreguerras. Este bloque se inserta dentro de un grupo más amplio que, emulando a Stefan Zweig, he titulado El mundo de ayer. Les dejo con la cita introductoria que he sacado del citado autor:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros; leía con desconfianza cualquier decreto, cualquier proclama del Estado. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo lo que había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos, exagerados y hasta brutales”.

La crisis cultural
La crisis social y económica
El americanismo
Los años de la catástrofe
La crisis ideológica

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

El seismo político de postguerra


Al seísmo territorial, señalado en el artículo anterior, hay que añadir otro de tipo político: el fin de la guerra supuso el triunfo universal del sistema democrático-liberal. Después de que Rusia abandonase a sus aliados al firmar la paz por separado con Alemania, las potencias de la Triple Alianza trataron de presentar el conflicto como una lucha entre la democracia –representada por ellas mismas- y el autoritarismo –personificado en los imperios centrales-. De esta forma, la victoria de los occidentales sobre los imperios centrales trajo consigo la consolidación del sistema democrático en todo el continente

Podemos señalar las siguientes manifestaciones del cambio político producido en Europa tras el término de la Gran Guerra:

– La desaparición de los imperios autocráticos: Rusia, Austria-Hungría, Alemania y Turquía.

– La proclamación de repúblicas democráticas en Alemania, Polonia, Austria, Checoslovaquia, Turquía, Letonia, Lituania, Finlandia y Estonia.

– La creación de nuevos estados en base a los postulados de autodeterminación wilsonianos. De hecho, el presidente de los EE.UU. se convirtió en el héroe de aquella inmediata postguerra, en la que sus catorce puntos estaban llamados a formar un mundo nuevo basado en la paz, la democracia y la concordia. No obstante, su derrota electoral acabó por convencer a los utópicos seguidores de Wilson de que los EE.UU. preferían el aislamiento al compromiso: Europa, al igual que Wilson, se quedo sin el apoyo americano en la fundamental tarea de construir el mundo de posguerra. Stefan Zweig nos narra en sus memorias cómo percibían los europeos la figura de Woodrow Wilson:

“Creíamos en el grandioso programa de Wilson, que suscribíamos por entero (…) Quien vivió aquella época recuerda que las calles de todas las ciudades retronaban de júbilo al recibir a Wilson como salvador del mundo, y que soldados enemigos se abrazaban y besaban; nunca en Europa había existido tanta fe como en aquellos primeros días de paz…”

– Elaboración de textos constitucionales basados en los principios del liberalismo:

(Programa del gobierno provisional alemán, mil novecientos dieciocho) “…todas las elecciones para corporaciones públicas se efectuarán de ahora en adelante con arreglo al derecho de sufragio universal; serán secretas y se regirán por el sistema proporcional participando en ellas todos los varones y mujeres de edad no inferior a veinte años. Este derecho de sufragio es también válido para la Asamblea Constituyente, sobre la cual se publicarán ulteriores disposiciones más detalladas”.

– Reformas electorales en los países donde la democracia ya estaba consolidada; introducción del sufragio femenino y desarrollo de nuevas fórmulas de representación más proporcionales.

– Reformas en la estructura económica; jornada de ocho horas, convenios colectivos, arbitrajes obligatorios, y desarrollo de la pequeña propiedad.

– Creación de instituciones internacionales; entre estas destacaba la Sociedad de Naciones que, regida por el voto democrático de los distintos países, estaba encargada del arbitraje de las relaciones entre las potencias.

La crisis del parlamentarismo.

El retroceso del sistema democrático en Europa fue adquiriendo, a medida que pasaba el tiempo, un ritmo más acelerado. De ésta forma, en el periodo comprendido entre 1920 y 1945, todos aquellos sistemas parlamentarios surgidos tras la Gran Guerra fueron desapareciendo. El terreno conquistado por la democracia en 1918 se había perdido a la altura de 1938. Tan sólo se mantenía en ocho países europeos: Gran Bretaña, Suecia, Finlandia, Suiza, Checoslovaquia, Francia, Bélgica y Holanda. A esto hay que añadir que en 1945 ese número se veía reducido a cuatro, ya que las últimas –Checoslovaquia, Francia, Holanda y Bélgica- también habían desaparecido. Expresado de manera esquemática, este era el panorama que presentaba el Viejo Continente:

– Rusia; dictadura del proletariado desde 1917.

– Hungría; sistema comunista durante el breve mandato de Bela Kun (1919), y fascismo con Miklós Horthy (1920-1944).

– Polonia; dictadura de Josef Pildsuski.

– Alemania: Adolf Hitler.

– Austria; fascismo de Engelbert Dollfuss (1932-1934), y triunfo del nacionalsocialismo tras la anexión con Alemania (1938).

– Italia; fascismo forjado por Benito Mussolini entre 1922 y 1925, que se mantuvo durante casi veinte años.

– España; regímenes dictatoriales de Miguel Primo de Rivera (1923-1929) y Francisco Franco (1939-1975).

– Portugal: dictaduras de Antonio Óscar Carmona (1926) y Antonio de Oliveira Salazar (1932).

– Países bálticos: regímenes antidemocráticos en Lituania (1926), Letonia (1934) y Estonia (1934).

-Países balcánicos: regímenes antidemocráticos en Albania (1928), Yugoslavia (1929), Bulgaria (1926), Grecia (1922) y Rumania (1938).

Teoría de las oleadas antidemocráticas.

Con el fin de explicar esta debacle del parlamentarismo, surgió la teoría de las oleadas antidemocráticas. Según esta, la desaparición de los sistemas democráticos fue fruto de dos oleadas protagonizadas por las fuerzas antisistema, que coincidieron con dos situaciones de crisis: la postguerra y la Gran Depresión. No obstante, aunque es verdad que muchos estallidos antidemocráticos surgieron en esos dos momentos, nos encontramos con algunas objeciones:

– Existieron oleadas intermedias que no se pueden enmarcar en ninguno de esos dos contextos. Nos referimos al ascenso de Miguel Primo de Rivera en España (1923), de Antonio de Oliveira Salazar en Portugal (1925) y del príncipe Alejandro I en Yugoslavia (1927).

– Surge la dificultad de en qué momento situar el fin del parlamentarismo en naciones como Alemania y Rumania.

– Se produjeron algunos reflujos democratizadores en países donde ya se había asentado el modelo autoritario: España y Grecia.

– Dentro de cada país las variantes antidemocráticas -es decir, de izquierdas y de derechas- se sucedieron (caso de Hungría).

– Fue un periodo en el que también funcionaron mal las democracias de los países tradicionalmente democráticos.

Pugna de legitimidades.

Continuamos, tras descartar las oleadas de la crisis de posguerra y la Gran Depresión, sin resolver el enigma de por qué el triunfo de la democracia fue tan evidente como su repliegue. No obstante, viendo como ante dificultades similares en algunos estados se mantuvo el parlamentarismo y en otros no, cabe plantearse si el problema no radicó en la escasa legitimidad que alcanzó entre los habitantes de algunos países al sistema democrático. De esta forma, comprobamos como en esos años tres tipos de legitimidad se enfrentaron reclamando para sí ese privilegio: la tradicional, la democrática y la popular o de masas.

Además, mientras estos tres modelos pugnaban por alcanzar la supremacía, se produjeron tres procesos paralelos que acabaron por minar las estructuras del mundo liberal. Tres crisis –moral, socioeconómica e ideológica- que prepararon el terreno para el advenimiento de los sistemas antidemocráticos:

– Crisis moral e intelectual; se aprecia durante este periodo un avance de la cultura del pesimismo y de las fuerzas irracionales, caracterizadas por la pérdida de la fe en la razón y el triunfo de la casualidad sobre la causalidad.

– Crisis social y económica; con el fin de la Gran Guerra se comprobó que el sistema económico vigente en la preguerra era inadecuado para los nuevos tiempos: se hizo imposible un retorno al liberalismo clásico. Así, el fin del capitalismo imperante desde la década de 1880 fue debido a tres fenómenos: las distorsiones propias de la posguerra, la intervención estatal en la economía durante el conflicto, y el alcance universal y la duración inusitada del enfrentamiento.

– Crisis ideológica; los grupos antisistema, que se proclamaban superiores a la decadente democracia, fueron tomando fuerza durante este periodo. Se trataba, en la mayoría de los casos, de grupos antagónicos, enfrentados entre sí; sin embargo, hemos de tener en cuenta que la legitimidad o deslegitimidad del parlamentarismo no sólo dependía de la fuerza de un grupo antisistema, sino de la del conjunto de éstos. Georg Grosz narra así la aparición de estos grupos antidemocráticos:

(Georg Grosz, Un sí menor y un No mayor) “…algunos llevaban la vela negra, otros blanca, otros roja. Había embarcaciones que llevaban gallardetes con tres signos que simbolizaban el rayo, con la hoz y el martillo, o con la cruz gamada sobre un casco de acero… y a cierta distancia, todos esos signos mostraban algo parecido”.

Por su parte, Stefan Zweig nos describe sus primeros encuentros con uno de esos movimientos antisistema, el nacionalsocialismo:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “No recuerdo cuando oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre del que ya desde hace años nos vemos obligados a recordar o pronunciar en relación con cualquier cosa todos los días, casi cada segundo, el nombre del hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo que cualquier otro en todos los tiempos. Sin embargo, debió ser bastante pronto, pues nuestra Salzburgo, situada a dos horas y media de tren, era como una ciudad vecina de Munich, de modo que los asuntos puramente locales de allí nos llegaban bastante rápido. Sólo sé que un día –no sabría precisar la fecha- me visitó un conocido de allá quejándose de que en Munich volvía a reinar la agitación. Había sobre todo un agitador tremebundo llamado Hitler que celebraba reuniones con muchas broncas y peleas e incitaba a la gente del modo más vulgar contra la República y los judíos (…) También me cayó una vez en las manos aquel periodicucho del nuevo movimiento nacionalsocialista, el Miesbacher Anzeiger (del que más tarde nacería el Völkische Beobachter)”

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] Un sí menor y un No mayor; Georg Grosz – Madrid – Anaya – 1991.

[6] La revolución alemana de 1918-1919; Sebastian Haffner – Barcelona – Inédita – 2005.

El surgimiento de nuevos Estados


El final del conflicto bélico, y la inmediata firma de los distintos tratados de paz entre las potencias vencedoras y vencidas, configuró un nuevo mapa de Europa. A partir de los grandes imperios plurinacionales de finales del XIX –en su mayoría derrotados en la Gran Guerra- surgieron una serie de nuevas y, por lo general, pequeñas naciones. También se reestructuraron las fronteras entre los países que existían antes del estallido del conflicto. Toda esta transformación del mapa Europeo se efectuó por medio del llamado Sistema de Versalles, que anuló la paz de Brest Litovsk. Sin embargo, como en lo referente al aspecto territorial Versalles ratificó las pérdidas rusas contenidas en el tratado germano-soviético, podemos distinguir dos grandes elementos en la transformación territorial de Europa: la paz de Brest-Litovsk y el sistema de Versalles.

La paz de Brest-Litovsk; sancionó la aparición de cinco nuevos Estados a partir de la desmembración del antiguo Imperio ruso: Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia. Además, los soviéticos se comprometieron en virtud de este tratado a ceder Besarabia a Rumania.

El sistema de Versalles; el complejo entramado político y territorial que funcionó en Europa desde finales de la Gran Guerra hasta el advenimiento de Adolf Hitler, estuvo marcado por las discrepancias surgidas entre las potencias vencedoras durante su proceso de formación. De esta manera, mientras David Lloyd George buscó defender los intereses británicos, y Woodrow Wilson hacer realidad sus catorce puntos, Georges Clemenceau basó toda su actuación en alcanzar la seguridad de Francia, para lo que vio necesario hundir a Alemania. Además, otras potencias de menor rango, como Italia o Japón, vieron con creciente descontento como los esfuerzos de la guerra resultaban poco productivos tras la firma del tratado: esperaban sacar más partido de la victoria del que realmente les permitió la paz. No obstante, los vencedores lograron superar sus discrepancias y alcanzar los siguientes acuerdos:

– Alemania; además de cargar sobre hombros alemanes la responsabilidad de la guerra, Versalles sometió a Alemania a una dura amputación territorial. La nación germana perdió numerosos territorios europeos, poblados además por una mayoría étnica alemana, y todas sus colonias. A todo esto habría que añadir las pérdidas económicas y demográficas de éstas pérdidas, y las humillantes cláusulas del diktat: desmilitarización, reparaciones económicas, reconocimiento de la propia culpabilidad del conflicto…

– Austria-Hungría; éste imperio, como paradigma de plurinacionalidad y plurietnicidad, estaba condenado tras su derrota a un complejo proceso de disolución territorial. A partir de la antigua Austria-Hungría surgieron tres naciones: Austria, Hungría y Checoslovaquia. Pero, además, el antiguo imperio tuvo que ceder buena parte de sus territorios a los países vecinos.

– Bulgaria; en la paz de Neully los búlgaros fueron tratados con especial dureza por las potencias vencedoras. A las pérdidas territoriales se unieron fuertes sanciones económicas que, para una nación como Bulgaria, constituyeron un muro en su proceso de desarrollo.

– Turquía; el caso turco (Paz de Sevres) fue muy similar al de las tres potencias anteriores. Sin embargo, en lo que respecta a sus pérdidas territoriales, hay que señalar que, tras la victoria lograda en la guerra contra Grecia (1920-1922), Turquía recuperó buena parte de sus antiguos territorios (Paz de Lausana, 1923).

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.