Compara los apoyos, argumentos y actuaciones de proteccionistas y librecambistas a lo largo del XIX


QUINCUAGÉSIMO NOVENO ESTÁNDAR DEL TEMARIO QUE, DE ACUERDO CON LO ESTIPULADO POR LA CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN DE CASTILLA Y LEÓN, PODRÁ SER OBJETO DE EXAMEN EN LA EBAU, ANTIGUA SELECTIVIDAD.

La doctrina librecambista defiende que la actividad económica debe desarrollarse sin la intervención del Estado y, en el ámbito comercial, sin el establecimiento de aranceles u otro tipo de trabas a determinados productos. De esta manera, al tener que adaptar a la competencia, las empresas innovan más y se vuelven más eficientes y competitivas. Además, según los defensores del librecambismo, el consumidor se ve beneficiado por la lucha entre las empresas por ganar cuota de mercado, ya que eso debe conducir a un producto de mayor calidad a un precio más bajo.

Por el contrario, el proteccionismo se basa en la defensa del producto nacional frente al foráneo. Es decir, en el caso concreto de la España decimonónica, los promotores de esa doctrina trababan de proteger las empresas autóctonas de la competencia británica fundamentalmente. De entre los apoyos de la política proteccionista cabe destacar aquellos grupos que preconizaban la ruina del producto nacional si se aplicaba el librecambismo. Nos referimos, tanto al capital textil catalán, como por los terratenientes andaluces, la industria harinera castellana y la siderurgia vasca.

Si bien con breves periodos de librecambismo, a lo largo del XIX la política comercial española estuvo marcada por la aplicación de medidas proteccionistas. De entre las excepciones cabe destacar la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, la reforma tributaria de Mon Santillán (1845), el arancel con matices librecambistas aprobado en 1849 y el Arancel Figuerola de 1869, ya durante el Sexenio Democrático. Ahora bien, solo esta última medida puede considerarse netamente librecambista, pues suprimía el derecho diferencial de bandera.

Especifica las causas y consecuencias de las dos primeras guerras carlistas


TRIGÉSIMO NOVENO ESTÁNDAR DEL TEMARIO QUE, DE ACUERDO CON LO ESTIPULADO POR LA CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN DE CASTILLA Y LEÓN, PODRÁ SER OBJETO DE EXAMEN EN LA EBAU, ANTIGUA SELECTIVIDAD.

La primera Guerra Carlista fue un conflicto civil que se desarrolló en España entre 1833 y 1840. La causa principal era que los carlistas querían que el rey fuese el infante Carlos María Isidro y que se mantuviese el absolutismo, mientras que los liberales deseaban que fuese Isabel II para así implantar el liberalismo. Por su parte, la Segunda Guerra Carlista tuvo lugar entre 1846 y 1849, y se debió al menos en teoría, al fracaso de los intentos de casar a Isabel II con el pretendiente carlista, Carlos Luis de Borbón. El conflicto se limitó a un levantamiento popular en distintos puntos de Cataluña.

Las consecuencias de las guerras carlistas deben ser tenidas en cuenta para poder entender gran parte del siglo XIX español, tanto en cuestiones políticas, como económicas. En primer lugar, hay que señalar que, la primera de ellas, fue un conflicto muy sangriento, generando un alto coste en vidas humanas. Además, en el plano político contribuyó a la definitiva inclinación de la Monarquía española hacia el liberalismo, pues el agrupamiento de los absolutistas en torno a la causa carlista convirtió a los liberales en el único apoyo al trono de Isabel II

Estos conflictos también condujeron al reforzamiento del protagonismo de los militares en la política española, pues el ejército fue un elemento fundamental para la defensa del sistema liberal. En lo económico, hay que destacar los enormes gastos generados por la Primera Guerra Carlista, que pesaron como una losa sobre la pésima situación de la Hacienda española. Estas dificultades condicionaron la orientación de ciertas reformas, como la desamortización, ya que terminaron por primar las necesidades financieras del Estado.

BIBLIOGRAFÍA:

  1. Historia de España 2 – Editorial Anaya.
  2. Historia de España – Editorial Vicens Vives.
  3. Atlas ilustrado del carlismo; Pablo Sagarra – Susaeta.

De la asociación al sindicalismo


Poco a poco, los obreros se dieron cuenta de la necesidad de crear una organización propia formada exclusivamente por trabajadores. Por primera vez se iniciaron agrupaciones estables de trabajadores, no movilizaciones esporádicas más o menos masivas o violentas. Estas se dotaron de medios para una lucha permanente en defensa de sus derechos.

Ya no era una lucha del pobre contra el rico, sino el enfrentamiento de dos concepciones económico-sociales, la de los trabajadores contra la de los propietarios.

El primer tipo de organización obrera fue la Sociedad de Socorros Mutuos, a menudo clandestina. Actuaban como sociedades de resistencia y, a veces, provenían de antiguas formas de protección de los artesanos por oficios. Ayudaban al trabajador en caso de enfermedad o de paro y organizaron las primeras huelgas gracias al cobro de cuotas que permitían crear cajas de resistencia.

Fue en Inglaterra, a partir de la derogación de las leyes antiasociativas (1825), cuando el sindicalismo dio un gran paso adelante. Los obreros se agruparon en organizaciones por oficios, que se fueron transformando en Trade Unions (uniones de oficios). La más importante de estas fue el Gran Sindicato General de Hiladores (1829), dirigido por John Doherty, que abrió el camino a la proliferación de numerosos sindicatos.

Para adherirse era necesario pagar una cotización elevada, lo cual reducía el acceso a una minoría de trabajadores altamente cualificados.

En 1834, bajo la dirección de Robert Owen, se produjo la unión de los diversos sindicatos de oficios, que formaron la Great at Trade Union, que rápidamente llegó a tener más de medio millón de afiliados.

En Francia, la expansión del sindicalismo se inició en la década de 1830, sobre todo a raíz de las grandes huelgas de París y Lyon, que culminaron en 1843 con la fundación de la Unión Obrera. Mientras que en España, el primer sindicato, la Asociación de Tejedores de Barcelona, nació en 1840.

Los orígenes de la nación alemana


A lo largo de la Edad Moderna, nos encontramos con un mundo alemán fragmentado en un sinfín de principados y pequeños Estados, a los que hay que sumar la presencia de las grandes potencias en determinados territorios del ámbito germano.

Sin embargo, tras las guerras napoleónicas surgió un nacionalismo forjado en la lucha contra el enemigo francés, que terminó de modelarse al entrar en contacto con las corrientes culturales del romanticismo.

El romanticismo alemán

Las corrientes romanticistas, con un predominante carácter idealista, pregonaban el establecimiento de una sociedad basada en la idea de justicia, que, encarnado en la supuesta superioridad moral de los alemanes, se convirtió en el gran motor de la unidad germana.

En plena guerra contra el Imperio francés, Fichte escribió en Berlín su obra Discurso a la nación alemana, que recoge los postulados de la doctrina nacionalista germana.

En este texto resaltó la importancia histórica de la identidad alemana, plasmada en una lengua y una cultura propia, reclamando para ella un Estado independiente.

Posteriormente surgieron otros inspiradores del movimiento intelectual en los más diversos campos de la cultura, entre los que destacaron Ranke y Hegel; sin embargo, en un principio, este sentir fue algo muy minoritario, que tardó un tiempo en llegar a las capas populares.

La revolución de 1848 en Alemania

El contagio de los sucesos revolucionarios franceses y del levantamiento de Viena llegó a los territorios alemanes en marzo de 1848. En un primer momento se trató de una revuelta rural que reclamaba la supresión de las cargas señoriales y exigiendo algunas reformas de índole similar, pero finalmente toda esa agitación se trasladó a las ciudades.

En el medio urbano las protestas fueron de menor magnitud, destacando las que se produjeron en las regiones del sur -especialmente Baviera- Kandern y Alsacia. Entre sus reivindicaciones hay que resaltar: la libertad de presa y asociación, la creación de una guardia nacional, y la formación de asambleas representativas.

Otro suceso destacable de esta revolución de 1848 en Alemania fue la reunión de Heidelberg (5 de marzo), a la que asistieron representantes liberales de los distintos Estados alemanes de sur.

Estos se mostraron favorables a la construcción de un Estado federal de Alemania, y acordaron reunirse otra vez, en forma de Parlamento Previo representante de todos los alemanes, a finales del mismo mes en Frankfurt.

Fue justamente en esa misma ciudad donde a mediados del mes de mayo se constituyó la Asamblea Nacional Constituyente, cuyo presidente, Heinrich von Gagern, procedió a formar un gobierno provisional.

Los trabajos de la Asamblea de Frankfurt

Dentro de la Asamblea germana de reciente creación encontramos dos bloques bien diferenciados. La inmensa mayoría era partidaria de respetar los derechos de las monarquías reinantes, mientras que una minoría planteaba la creación de un Estado federal a imagen del de los EE.UU.

El principal problema de los representante reunidos en Frankfurt fue la debilidad del organismo que habían constituido: la Asamblea carecía de verdadera fuerza para imponer lo acordado, siendo imprescindible para ella buscar el apoyo de los diversos Estados.

No obstante, su labor legislativa y organizativa fue muy importante, destacando la Constitución Imperial alemana (27 de marzo de 1849), que recogía los derechos fundamentales del pueblo alemán, la existencia de un emperador que compartía el gobierno con el Reichstag o Parlamento, y el carácter bicameral del Reichtag, con una cámara elegida por sufragio universal y otra territorial.

Poco a poco se fueron configurando dos grandes corrientes dentro de la Asamblea. Por un lado, los liberales y protestantes, que defendía una “Pequeña Alemania”: una federación bajo el control de Prusia. Por otro, los católicos y demócratas, que abogaban por la “Gran Alemania”; incluyendo también todos los territorios de los Habsburgo.

Finalmente triunfo el movimiento de la “Pequeña Alemania”: la Asamblea de Frankfurt ofreció la corona imperial a Federico Guillermo IV de Prusia.

Sin embargo, la negativa de este y el triunfo de los sectores más radicales desembocó en un nuevo estallido revolucionario, que fue duramente reprimido por los distintos monarcas germanos