Si bien se dieron episodios anteriores de gran expansión europea, como fue el caso de la Monarquía Hispánica, la Corona de Portugal o el propio Imperio Británico en América del Norte, a partir de mediados del XIX los estados occidentales se lanzaron a la conquista del globo. Las cancillerías europeas se convirtieron en el escenario donde los territorios de otros continentes -el caso más significativo fue el de África- quedaban repartidos entre las potencias imperialistas. A su vez, la rivalidad por ocupar mayor espacio, por obtener mayores riquezas y, especialmente, por tener mayor prestigio internacional, condujo a una escalada del nacionalismo que, a principios del siglo XX llevaría al estallido de la Primera Guerra Mundial. En este vídeo se introduce la cuestión del Imperialismo, haciendo especial hincapié en sus diferencias con el colonialismo y sus principales rasgos. En clases posteriores se abordan las causas de este fenómeno, las formas de expansión de los imperios coloniales, el reparto de África y las consecuencias de esto en la política interna de Europa.
Para la mejor comprensión de este fenómeno, es preciso considerar brevemente el momento histórico de aparición del término “imperialismo”.
La tradición milenaria de “imperio” se ve ampliada a mediados del siglo XIX con nuevas dimensiones. Su primera asociación terminológica se da en Francia con los partidarios del “bonapartismo”; un régimen imperial que se reanuda con el Segundo Imperio de Napoleón III.
Las connotaciones se extienden posteriormente a los defensores del viejo imperio alemán.
La versión más precisa se produce en Gran Bretaña, hacia 1850, donde el imperialismo designa al régimen de Luis Napoleón, fundado en la “gloria nacional” y el prestigio militar.
Pasados veinte años empieza a aplicarse en la propia Gran Bretaña para señalar sus lazos con el imperio de que es titular: William Gladstone, desde el liberalismo, se opone a la política colonial de Disraeli y la descalifica como “imperialista”.
El significado del término evoluciona entre los propios liberales británicos –Salisbury y Chamberlain- y adquiere connotaciones más complejas, entendiendo que el imperio es un marco de difusión de valores superiores ligada a un humanismo genérico que lo convierte en una cosa admirable.
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El fenómeno colonizador -es decir, el asentamiento de población en un territorio para controlar su política, economía y cultura- no es exclusivo del siglo XIX, sino que se ha dado a lo largo de prácticamente toda la historia de la humanidad. Sin embargo, durante la segunda mitad de esa centuria, este proceso adquirió una nueva dimensión -un nuevo significado- que nos permite hablar de Imperialismo como un concepto distinto a colonialismo. Este vendría definido por una intensificación del control de los países occidentales sobre el resto del mundo.
Precisamente, la primera característica que hay que destacar del imperialismo es que afectó a un cuarto del territorio mundial. Y, de manera especial, a los continentes de África y Asia, donde hasta el momento la presencia de las potencias europeas había sido muy reducida. A esto se ha de añadir la existencia de dos países iniciadores del proceso, Gran Bretaña y Francia, a los que posteriormente se unieron otros, como fue el caso de Alemania, Rusia, los Países Bajos, Bélgica e Italia entre otros. También es preciso señalar la participación en el proceso de dos potencias no europeas, los Estados Unidos y Japón. Por último, la administración de las colonias presento diversas formas en función de los países a los que nos refiramos. De esta manera, se puede hablar de colonias de poblamiento, bases estratégicas, protectorados, mandatos, etc.
En términos generales, las corrientes de análisis sobre el fenómeno imperialista pueden agruparse en torno a cuatro variables.
La primera sitúa el énfasis en los aspectos económicos del imperialismo y comprende tanto la posición liberal como la marxista. Se centra en las consecuencia de la crisis de 1870 -medidas proteccionistas, necesidad de mercados y de materias primas- y en las mejoras tecnológicas y los excedentes de producción propios de la segunda revolución industrial.
Objeción a esta explicación: la expansión colonial no es siempre rentable.
La segunda conecta el imperialismo con un complejo ideológico que vincula lo que supone que son actitudes básicas del ser humano. El afán de dominio y la lucha por la supervivencia sustentados por teorías sobre biología, superioridad racial, valores éticos y normas estéticas.
La tercera se sustenta en consideraciones militares y estratégicas ligadas al conjunto de teorías y prácticas comprendidas bajo la noción de “geopolítica”.
La cuarta es puramente ideológica y cultural, y posee connotaciones de tipo mesiánico fundadas en creencias como el providencialismo político, la superioridad de una determinada civilización, la conversión religiosa…
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Exceptuando los territorios mediterráneos y algunos enclaves portugueses en el sur del continente, a comienzos del siglo XIX África un territorio prácticamente desconocido para los europeos. Los primeros que se adentraron en ella fueron los miembros de las expediciones protagonizadas por David Livingstone, Henry Stanley y Pierre Savorgnan de Brazza entre otros. De esta manera, la expansión colonial europea se intensificó dando lugar a la ocupación del interior del continente, siendo las vías de penetración los grandes ríos: los británicos utilizaron el Níger, los franceses el Senegal y los belgas el río Congo. La expansión por el continente africano reavivó las rivalidades entre las potencias imperialistas, sobre todo entre Gran Bretaña y Francia. De entre ellas hay que destacar dos:
En primer lugar, la lucha por el control del canal de Suez, que conecta el mar Mediterráneo con el mar rojo y, por tanto, con el Océano Índico. Este, al situarse Egipto en la órbita de Francia, quedó bajo la influencia de ese país. Sin embargo, aprovechando la guerra franco-prusiana y la caída de Napoleón III, los británicos se hicieron con el control de Egipto y, por tanto, del canal de Suez.
El segundo conflicto tiene que ver con las aspiraciones francesas y británicas por crear ejes territoriales continuos en África. El Imperio Británico pretendía unir todos sus territorios de norte a sur; es decir, de El Cairo a Ciudad del Cabo. Por su parte, los franceses pretendían hacer lo propio de oriente a occidente. Y, bueno, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que realizar los dos proyectos a la vez es imposible, pues son incompatibles. Por tanto, en algún momento británicos y franceses se iban a encontrar en algún lugar de África, y eso sucedió en el año 1898 en Fashoda. En ese lugar, la expedición británica de Lord Kitchener se encontró con la francesa de Baptiste Marchand, provocando un conflicto diplomático que a punto estuvo de llegar a las manos. Finalmente, a pesar de la oposición de Marchand y de buena parte de la opinión pública francesa, Fashoda quedó bajo el control británico.
Como ocurre con frecuencia en la historia, para llegar a comprender en su totalidad un fenómeno planteado y desarrollado en un momento concreto, hay que dar marcha atrás en el tiempo y buscar las claves que lo han propiciado e impulsado.
Esto ocurre, sin duda, en el proceso de expansión europea que se pone en marcha en torno a 1880.
En este caso, esa marcha atrás nos sitúa en el inicio de los años setenta, en ese momentos histórico que marca el comienzo de una nueva época para el mundo occidental:
En líneas generales, cabe afirmar que entre esa fecha (1870-1871) y el comienzo de la I Guerra Mundial (1914-1918), el continente europeo alcanzó su máxima plenitud en todos los sentidos.
En el terreno político, se había dado fin al ciclo de las revoluciones liberales y burguesas, aspirándose, por el momento, a consolidar la estabilidad conseguida.
Antes de iniciarse un nuevo proceso reivindicativo, protagonizado en este caso por el proletariado.
En el económico, se disfrutaba de los beneficios de haber iniciado en su seno un proceso de industrialización, conocido como “segunda revolución industrial”.
Estrechamente ligado a esta, se produjo un espectacular desarrollo de la ciencia y de la técnica, posibilitado por una investigación sistemática y en profundidad. Esto sirvió a su vez de base y de apoyo para seguir avanzando en el camino del desarrollo y el progreso.
Finalmente, también el nivel alcanzado por la cultura y la civilización en Europa fue importante, como consecuencia del proceso de evolución y maduración iniciado a comienzos del XIX.
Por todo ello, el europeo se sentía orgulloso de sí mismo y del marco en el que se desarrollaba su existencia.
Es más, se sentía superior a los habitantes de otros continentes y a los hombres de otras razas. En cierta manera, quería transmitirles todo aquello que considera un triunfo de su civilización. Al tiempo que se veía presionado por una serie de circunstancias de tipo político o estratégico y económico que surgieron como consecuencia del desarrollo.
La unión de estos dos factores desembocó en el fenómeno del expansionismo europeo, que tuvo consecuencias tan trascendentales y negativas para la propia estabilidad de Europa. Con el dominio sobre amplios territorios de ultramar, los países europeos no hicieron más que trasladar y agudizar las tensiones existentes en su propio suelo.
El afán de no quedar rezagado, perdiendo por tanto una parte de protagonismo, llevó a todos estos países a iniciar una auténtica carrera expansionista.
A esta se unieron, a partir de 1894, los Estados Unidos y Japón.
Por todo ello, el inicial colonialismo europeo derivó hacia un auténtico imperialismo que, en definitiva, marcó el principio del fin de la hegemonía europea.
En resumen, el imperialismo se puede considerar como un fenómeno histórico propiciado por la relación de las grandes potencias con aquellos Estados o zonas menos desarrolladas, ya sea bajo dominio económico o militar.
La fase de la expansión colonial que se inició en los años setenta llegando hasta vísperas de la contienda mundial constituye el periodo de máxima hegemonía europea.
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Las relaciones iniciales entre los europeos y sus futuras colonias fueron de carácter económico. A lo largo del siglo XIX, las potencias occidentales -y, de manera especial, Gran Bretaña y Francia- ejercieron el control sobre la economía de otros territorios a través de préstamos, acuerdos comerciales y construcción de infraestructuras. El paso siguiente fue el control territorial y político: su conversión en colonias. Los europeos establecieron su dominio sobre otras regiones a través de las siguientes fórmulas:
Conquista y administración directa del territorio por la potencia occidental que dominaba una colonia, comúnmente conocida como metrópoli.
El protectorado se caracterizó por respetar las estructuras de gobierno local. Si bien la metrópoli participaba de manera activa en las decisiones importantes a través de un representante, ya fuera diplomático o militar.
La modalidad de bases económicas se basaba en el control de la economía de unos países supuestamente independientes desde el punto de vista político.
Las bases de carácter estratégico eran pequeños enclaves que permitían controlar las rutas comerciales y, en caso de conflicto bélico, el traslado de tropas y armas.
Las colonias de poblamiento eran aquellos territorios dominados por los europeos que recibieron una gran cantidad de migrantes. El traslado de europeos a esos lugares podía ser espontáneo; es decir, que la gente decidiera por algún motivo irse a esos territorios. Sin embargo, en muchos casos eran las potencias occidentales las que fomentaban el traslado de población a un determinado territorio con el fin de controlarlo mejor y para contrarrestar el poder indígena.
Existió un sexto modelo colonial, los llamados mandatos de la Sociedad de Naciones. No obstante, al ser un fenómeno que se dio después de la Primera Guerra Mundial, y que está asociado fundamentalmente a la desmembración del Imperio Otomano, lo dejaremos para futuras explicaciones.