Adolfo Suárez pagó un alto precio personal por su liderazgo de la Transición. Sufrió la animadversión de la inmensa mayoría de los altos mandos militares; recibió durísimos ataques del PSOE de Felipe González, que sabía que, para acceder al poder, había que derribar a Suárez; vio destruirse su obra: la UCD; por la ambición de los “barones” y por los errores del propio partido. “No fui capaz de hacer un partido político”., como aseveró varios años después. Sus excelentes relaciones con la Iglesia se deterioraron, al final, a causa de la Ley de Divorcio de Fernández Ordóñez; nunca tuvo, a pesar de los Pactos de la Moncloa, un apoyo claro del empresariado y de las altas finanzas, etc.
Su obra sólo recibiría el elogio unánime, y numerosas distinciones, cuando abandonó definitivamente la política, tras la frustrada experiencia del CDS. Alfonso Osorio, su vicepresidente político en el primer Gobierno, ha escrito de él: “Adolfo Suárez pasará a la Historia como el hombre que estuvo en el lugar preciso a la hora justa. Y eso es así porque para hacer la Transición política -y dejando aparte el papel impulsor y arbitral del Rey- era necesario alguien que tuviera inteligencia suficiente, conocimiento adecuado, capacidad de diálogo, paciencia infinita, modales exquisitos y simpatía arrolladora, y esas cualidades no las teníamos ninguno de los políticos en presencia en 1976”.
Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 259.