De las Tullerías a la Asamblea Nacional, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Mientras tanto son ya las siete de la mañana, ha llegado la vanguardia de los sublevados, una partida desordenada de gentes mal armadas, no temibles por sus capacidades guerreras, sino sólo por su indomable resolución. Algunos de ellos se reúnen ya delante del puente levadizo. La resolución no puede ser dilatada por más tiempo. Roederer, el procurador general, percibe su responsabilidad. Ya una hora antes ha aconsejado al rey que se traslade a la Asamblea Nacional y se ponga bajo su protección. Pero entonces María Antonieta habla furiosa: «Señor mío, tenemos aquí bastantes fuerzas, y ha llegado por fin el momento de saber quién debe obtener el triunfo, si el rey o los sublevados, si la Constitución o los revolucionarios». Mas el mismo rey no encuentra ahora ninguna enérgica palabra. Respirando penosamente, permanece sentado en su sillón, con azorada mirada, y espera no sabe para qué; sólo quiere prolongar aún la situación, no decidir el momento. Entonces vuelve otra vez Roederer, con su banda sobre el pecho, que en todas partes le abre el paso; algunos consejeros municipales le acompañan. «Sire -dice enérgicamente a Luis XVI-, Vuestra Majestad no tiene ya ni cinco minutos que perder; no hay ya ninguna otra seguridad para ella sino en la Asamblea Nacional». «Pero no veo todavía mucha gente en la plaza del Carrousel», responde Luis XVI, que angustiosamente quiere ganar tiempo. «Sire, una inmensa muchedumbre llega de los arrabales, arrastrando doce cañones».

«Un consejero municipal, un comerciante de encajes en cuya casa la reina, en otros tiempos, había realizado compras con frecuencia, une las suyas a las advertencias de Roederer: «Cállese usted, señor. Deje hablar al procurador general», le suelta al instante, como una ducha, María Antonieta (siempre siente igual cólera cuando alguien a quien ella no aprecia quiere salvarla). Se vuelve entonces hacia Roederer: «Pero, señor, tenemos una fuerza armada». «Señora, todo París está en marcha, la acción es inútil; la resistencia, imposible».María Antonieta no puede dominar ya su excitación; la sangre se le sube al rostro. Tiene que dominarse para no estallar contra aquellos hombres en toda su debilidad, ninguno de los cuales muestra un pensamiento viril. Pero la responsabilidad es inmensa; en presencia del rey de Francia, una mujer no debe dar órdenes para el combate. Espera, pues, la decisión del eternamente indeciso. Levanta éste por fin su pesada cabeza, mira a Roederer durante algunos segundos, después suspira y dice, feliz de haber resuelto: «¡Vámonos!».Y por medio de las filas nobles que lo contemplan sin ningún aprecio, ante sus soldados suizos, a quienes olvida decir algunas palabras para que sepan si deben o no combatir, por medio de la muchedumbre del pueblo, cada vez más compacta, que injuria públicamente al rey, a su mujer y a los escasos fieles, y hasta los amenaza, abandona Luis XVI, sin combate, sin una tentativa de resistencia, el palacio edificado por sus antepasados y que jamás debe volver a pisar. Recorren el jardín, delante el rey con Roederer, detrás la reina del brazo del ministro de Marina, con su hijito al lado. Se dirigen con indigna prisa hacia el manège cubierto, donde en otro tiempo se divertía con cabalgatas la corte, alegre y despreocupada, y donde ahora la Asamblea Nacional del pueblo presencia, orgullosa, cómo un rey, temblando por su vida, busca su protección sin haber luchado. Son aproximadamente doscientos pasos de camino. Pero con estos doscientos pasos, María Antonieta y Luis XVI han caído irreparablemente del poder. Ha terminado la monarquía».

El intento de fuga, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Por fin, una sombra de esperanza: descanso nocturno en Châions. Aguardan allí todos los ciudadanos detrás de un arco de triunfo de piedra, el cual -¡ironía de la historia!- es el mismo que hace veintiún años fue erigido en honor de María Antonieta cuando pasó por allí, en un coche de gala encristala do, aclamada por el pueblo, viniendo de Austria al encuentro de su futuro esposo. Sobre el friso de piedra está grabada esta inscripción: «Perstet oeterna ut amor», «Persista eterno como el amor». Pero el amor es más transitorio que el buen mármol y la piedra tallada. Como un sueño le parece ahora a María Antonieta que cierta vez, bajo este mismo arco, haya recibido a la nobleza vestida de gala, que las calles hayan estado sembradas de luces y llenas de gente y que de las fuentes haya manado vino en honor suyo. Ahora sólo la espera una fría cortesía, compasiva en el mejor de los casos, pero que siempre hace bien después de tanto descarado, ruidoso a inoportuno odio. Pueden dormir, mudarse de ropa; pero a la siguiente mañana el enemigo sol abrasa de nuevo y tienen que proseguir el camino de su martirio. Cuanto más se acercan a París, tanto más se muestra hostil la población; suplica el rey que le den una esponja mojada para quitarse del rostro el polvo y la suciedad, y un empleado le responde con escarnio: « Eso es lo que se saca viajando». Vuelve a subir la reina al estribo de la carroza después de breve descanso, cuando detrás de ella oye silbar, como serpiente, una voz femenina: «¡Vamos, pequeña; más negras las pasarás aún!». Un noble que la saluda es arrancado de su caballo y asesinado a tiros y cuchilladas. Sólo ahora comprenden el rey y la reina que no es únicamente París el que ha caído en el «error» de la Revolución, sino que en todos los campos de su reino ha brotado en fertilísima floración la nueva simiente; pero acaso no conservan ya fuerzas para sentir todo esto; poco a poco, la fatiga los va haciendo plenamente insensibles. En su agotamiento, permanecen en el coche, indiferentes ya a lo que les reserva el destino, cuando, por fin, en el último momento, llegan correos a caballo que anuncian que tres miembros de la Asamblea Nacional salen a su encuentro para proteger el viaje de la familia real. La vida está salvada, pero nada más».

De Versalles a las Tullerías, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Diciembre de 1790: María Antonieta a su hermano el emperador Leopoldo II: «Si, mi querido hermano, nuestra situación es espantosa, lo siento, lo veo y vuestra carta lo ha adivinado todo… El asesinato está a nuestras puertas; un puedo aparecer en una ventana, aún con mis hijos sin ser insultada, por un populacho ebrio, al cual jamás hice el menor mal sino todo lo contrario, y sin duda hay entre ellos muchos desdichados a quienes socorrí con mi propia mano. Estoy preparada para cualquier cosa y escucho con sangre fría a quienes piden mi cabeza».

Camille Desmoulins y la toma de la Bastilla, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«El día 12 de julio, antes del mediodía, llegan a París informes de la destitución de Necker, y con ello la chispa cae en el polvorín. En el Palais Royal, Camille Desmoulins, uno de los miembros del club del duque de Orleans, se encarama sobre una silla empuñando una pistola, proclama que el rey prepara una noche de San Bartolomé y grita «al arma». En un minuto encuentra el símbolo de la sublevación, la escarapela tricolor que llega a ser bandera de la república; algunas horas más tarde, el ejército es atacado en todas partes, son saqueados los arsenales y cerradas con barricadas las calles. El 14 de julio, veinte mil hombres salidos del Palais Royal marchan contra la aborrecida fortaleza de París, la Bastilla, la cual, horas más tarde, es tomada por asalto y la cabeza del gobernador que había querido defenderla oscila lívida sobre la punta de una pica; por primera vez lanza sus rayos esta cruenta linterna de la Revolución. Nadie osa ya oponer resistencia contra esta elemental explosión de la furia popular; las tropas, que no han recibido de Versalles ninguna orden clara, se retiran, y por la noche, con millones de antorchas, se dispone París a celebrar su victoria (…) El duque de Lianncout llega a todo galope a Versalles, en un caballo cubierto de espuma, para traer noticias de los sucesos de París. Le declaran que el rey está durmiendo. Insiste en que lo despierten; por último lo dejan penetrar en el santuario del sueño. Comunica: «La Bastilla, tomada por asalto. El gobernador, asesinado. Su cabeza clavada en una pica, es llevada por toda la ciudad».

«Pero ¡eso es una revuelta!», balbucea, espantado, el infeliz soberano.

Mas con despiadada severidad corrige el mal mensajero: «No, Sire, es una revolución».

La caída de La Fayette, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«La muchedumbre de diez mil sublevados tiene el palacio entre sus negras manos manchadas de sangre como si fuese un cascaroncito de nuez, delgado y quebradizo; de este abrazo no hay ya posibilidad de huir ni de escapar. Están acabadas las negociaciones y los tratos del vencedor con el vencido; gritando con millares de voces, la masa hace retumbar al pie de las ventanas la exigencia que ayer y hoy le han sugerido secretamente, murmurando en su oído, los agentes de los clubes: «¡El rey a París! ¡El rey a París!». Las vidrieras vibran con el rebotar de las amenazadoras voces, y los retratos de los antepasados regios se estremecen de espanto en las paredes del viejo palacio. Ante este grito que ordena imperiosamente, el rey dirige a La Fayette una mirada interrogadora ¿Debe obedecer o, más bien, le es indispensable obedecer? La Fayette baja los ojos. Desde ayer, este ídolo del pueblo sabe que está destronado».

La Asamblea Nacional, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Al cabo de pocos días, los dos brazos privilegiados, la nobleza y el clero, están ya en agria hostilidad contra el Tercer Estado; rechazado este, se declara constituido en Asamblea Nacional por su propio poder, y en la sala del Juego de Pelota presta juramento de no disolverse antes de que esté cumplida la voluntad del pueblo y votada la Constitución. La corte se espanta ante ese demonio popular que ella misma ha ido a sacar de su guarida (…) De un día a otro, la muda criatura llamada «pueblo» ha adquirido voz por medio de la libertad de prensa, proclama sus derechos en centenares de folletos, y en inflamados artículos de periódicos descarga su furor revolucionario».

La convocatoria de los Estados Generales, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«…resuelve el rey, en el último momento, después de las habituales vacilaciones, convocar los Estados Generales, que desde hace doscientos años representan realmente a todo el pueblo. Para privar de su supremacía anticipadamente a aquellos en cuyas manos están todavía los derechos y la riqueza, el primero y el segundo Estado, la nobleza y el clero, ha duplicado el rey, por consejo de Necker, el número de representantes del tercer Estado. Así, ambas fuerzas están en equilibrio y el monarca se reserva con ello el poder decidir en última instancia. La convocatoria de la Asamblea Nacional aminorará la responsabilidad del rey y fortalecerá su autoridad: así se piensa en la corte. Pero el pueblo piensa de otro modo; por primera vez se siente convocado, y sabe que sólo por desesperación, y nunca por bondad, llaman los reyes a sus consejos al pueblo. Una tarea inmensa es atribuida con ello a la nación, pero también se da la ocasión que no volverá a presentarse; el pueblo está decidido a aprovecharla. Un arrebato de entusiasmo se desborda por ciudades y aldeas; las elecciones son una fiesta; las reuniones, lugares de mística exaltación nacional. Por fin puede comenzar la obra: el 5 de mayo de 1789, día de la apertura de los Estados Generales, por primera vez es Versalles no sólo residencia de un rey, sino la capital, el cerebro, el corazón y el alma de todo Francia».

El recurso a Necker, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Conforme se siente venir con mayor rapidez el hundimiento, tanto más inquieta se siente la corte. Por fin, se comienza a comprender que no basta cambiar de ministros, sino que hay que cambiar de sistema. Al borde de la bancarrota, por primera vez, no se exige ya del anhelado salvador público que sea de familia ilustre, sino, ante todo, que sea popular -concepto nuevo en la corte francesa- e infunda confianza a ese desconocido y peligroso ser llamado «pueblo». Tal hombre existe, se le conoce en la corte; ya antes, estrechados por la necesidad, han llegado a solicitar sus consejos, aunque sea de origen burgués, extranjero, suizo, y, lo que es mil veces peor, un verdadero hereje, un calvinista (…) Pero como ve todavía vacilante a su siempre indeciso marido, acude resuelta a este hombre peligroso como se echa mano de una traca. En agosto de 1788 hace venir a Necker a su gabinete particular y emplea la reina todo su arte de persuasión en ganar para su causa a ese hombre. Necker alcanza en aquellos minutos un doble triunfo: ser no sólo llamado, sino suplicado por una reina, y, al mismo tiempo, ver exigida por todo un pueblo su presencia en el gobierno».

La reina y París, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Pero ¿qué ve de París María Antonieta? En los primeros días examina por curiosidad toda suerte de cosas dignas de ser vistas: los museos, los grandes comercios; asiste a una fiesta popular, y hasta una vez a una exposición de pinturas. Mas con ello queda plenamente satisfecha, para los próximos veinte años, su necesidad de instruirse en París. En general, se consagra exclusivamente a los lugares de diversión: va con regularidad a la Ópera, a la Comedia Francesa, a la Commedia italiana, a bailes; visita las salas de juego; por tanto, precisamente el Paris at night, el Paris city of pleasure de las norteamericanas ricas de hoy. Lo que más le atrae son los bailes de la Ópera, pues la libertad del disfraz es la única permitida a aquella joven prisionera de su categoría (…) Pero jamás, en todos aquellos años, penetra en una casa burguesa, jamás asiste a una sesión del Parlamento o de la Academia, jamás visita un hospital, un mercado; ni una sola vez intenta conocer algo de la existencia cotidiana de su pueblo. María Antonieta permanece siempre, en estas escapadas parisienses, dentro del estrecho círculo centelleante de los placeres mundanos, y piensa haber hecho ya bastante por las buenas gentes, el bon peuple, correspondiendo con una sonrisa indolente a sus entusiastas aclamaciones… mientras que en su falta de presentimientos se imagina renunciar a la corte y hacerse popular en París con sus diversiones, pasa realmente en su lujosa carroza de muelles, encristalada y chirriante, durante veinte años, al lado del verdadero pueblo y del París verdadero, sin verlos».

La reina se encuentra con el pueblo, en «María Antonieta» de Stefan Zweig


«Conmovida, le escribe a su madre: «El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado de un modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al vernos. En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento»».