Géza Losonczy

Este texto forma parte de un conjunto de breves biografías que he elaborado sobre la Revolución Húngara de 1956. Para ver la lista completa, pincha aquí.


Geza_Losonczy(1917-1957) Colaborador y hombre de confianza de Imre Nagy, periodista y miembro del Partido Comunista desde la época de la clandestinidad, fue condenado con pruebas falsas en 1951 en uno de los procesos del estalinismo-rákosismo húngaro; en 1954 fue rehabilitado. Losonczy era jefe de redacción del periódico Magyar Nemzet (Nación Húngara) cuando en 1956 Nagy le nombró Ministro de Estado. Una vez derrotada la insurrección, Géza Losonczy permaneció refugiado junto a Nagy en la embajada de Yugoslavia y lo acompañó en sus día de reclusión en Rumania. Con él fue procesado y murió en la cárcel al agravarse su estado de salud por una huelga de hambre que protagonizó para protestar por lo ignominioso del arresto y del proceso iniciado contra el grupo.

Gyula Kállay

Este texto forma parte de un conjunto de breves biografías que he elaborado sobre la Revolución Húngara de 1956. Para ver la lista completa, pincha aquí.


Gyula_Kallai(1910-1996) Estaba vinculado de antiguo al círculo de confianza más próximo a János Kádár, y fue Ministro de Asuntos Exteriores entre 1949 y 1951. Abandonó el cargo acusado injustamente de actuaciones contra el Partido, pero en 1954 fue rehabilitado. Dos años más tarde, en julio de 1956, fue elegido miembro del Comité Central del Partido Obrero Húngaro. En la insurrección de 1956 apoyó a Kádár, que el 4 de noviembre lo nombró miembro de su Gobierno. Por decisión de Kádár presidió la Comisión gubernamental encargada de negociar con Nagy y sus compañeros una vez recluidos éstos en Rumania. El 5 de abril de 1957 Kállay presentó en nombre del Gobierno la acusación que abrió el proceso criminal contra el grupo de Nagy. Años más tarde, entre 1965 y 1967, ocupó el cargo de Primer Ministro y se mantuvo como miembro del Comité Central del Partido Socialista Obrero Húngaro hasta 1989.

¿Cuando nació Europa?

Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 9 de mayo de 2007.


El 9 de mayo de 1950 Robert Schuman lanzaba a las naciones del Viejo Continente un reto llamado CECA. La primera comunidad europea, la del Carbón y del Acero, marcó el inició del largo camino de integración en el que todavía hoy estamos inmersos. Europa como proyecto hecho realidad surgió en el preciso instante en que el ministro de exteriores francés pronunció su discurso invitando a los demás países a subirse en la barca comunitaria.

Alemania, gobernada por el cristianodemócrata Konrad Adenauer, ya había mostrado con anterioridad su posición favorable hacia el sueño de Schuman y Monet. Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo acompañaron a franceses y alemanes en este primer viaje paneuropeo.

En esa misma década también tuvieron lugar el fallido proyecto de la Comunidad Europea de Defensa, la Conferencia de Messina y los Tratados de Roma. Posteriormente el marco comunitario se fue ampliando, tanto en lo relativo a logros y acuerdos como en lo que a integrantes se refiere. Sin embargo, el primer paso –el fundamental- lo protagonizó Robert Schuman el 9 de mayo de 1950; y por esa razón, en tan señalada fecha, celebramos el Día de Europa.

El pasado 25 de marzo conmemoramos el quincuagésimo aniversario de la Comunidad Económica Europea y la EURATOM. “Cincuenta años -decían muchos titulares periodísticos- no son nada”, pero lo cierto es que a todos nos gusta celebrarlos como se merecen. Los Tratados de Roma sacaron a Europa de un atolladero que podía haber acabado con el sueño de la solidaridad europea. Sin embargo, la ignorancia de muchos informadores y políticos les ha llevado a identificar esta fecha con la del nacimiento de Europa. Nada más lejos de la realidad: esta barca no tiene cincuenta años, sino siete más.

En ese periodo de tiempo el proyecto inicial ha variado mucho, tanto en actores como en medios y siglas. Sin embargo, los principios que hoy mueven la Unión son los mismos que lo hicieron desde los tiempos de Schuman. Por esa razón, no cabe plantearse la existencia de “muchas europas” desde la CECA hasta la presidencia alemana de Angela Merkel. Europa ha sido una, si bien de diversas formas, durante estos cincuenta y siete años. El cambio de ropajes no varía la esencia del sueño paneuropeo.

Después de esta defensa del 9 de mayo como fiesta europea, cabe preguntarse si no existían esos principios antes del discurso de Schuman. Si fuese así, que lo es, Europa como proceso integrador tendría muchos más años. No podemos ignorar a personajes como Coudenhove-Kalergi o Aristide Briand: europeistas convencidos que defendieron la construcción de una Europa unida.

Sin su labor, la CECA, y todo lo que llegó tras ella, hubiera resultado imposible: abrieron las puertas intelectuales y políticas al paneuropeísmo. No obstante, sin desmerecer la fundamental tarea de estos “abuelos de Europa”, conviene recordar que no lograron plasmar con forma institucional su pensamiento y esfuerzos. Con ellos la Unión no era más que un embrión; un sueño que no se haría realidad –nacer, al fin y al cabo- hasta 1950.

Pienso que los europeos tenemos una referencia cronológica clara en lo referente al nacimiento de la Unión: el discurso Schuman del 9 de mayo. Existen otras efemérides que celebrar y otros personajes a los que admirar, a los que reconocer sus méritos. No todo lo que se plasmó en el Tratado de París salió de la chistera del ministro de exteriores francés; ni siquiera de los que colaboraron con él.

Estos hombres eran deudores de las ideas de otros, de siglos de Historia en común que habían labrado una cultura capaz de abrazar esos deseos de integración. Sin embargo, les tocó a ellos plasmar esa herencia y esos sueños en el primero de los numerosos tratados que conforman la actual Europa. Antes de ellos no había más que ideas. Fueron los constructores de la CECA los que transformaron la potencia de estas en algo tangible donde fortalecer la colaboración y solidaridad entre los estados miembros.

La obra posterior –las ampliaciones a otros países y los diversos tratados que han acabado por configurar la actual Unión Europea-, aunque importante e innovadora, sigue básicamente la pauta marcada por los “padres de Europa”; esos personajes que supieron poner el primer ladrillo de este gran edificio.

En fin, todas las piezas del puzzle son importantes, pero por algún punto se empieza. El 9 de mayo de 1950 constituye esa primera pieza. Por eso, sin desmerecer los hitos del resto del proceso integrador, hemos de celebrarlo como el momento más importante del mismo. Sería una pena que en la conciencia de los ciudadanos europeos faltara un referente básico a la hora de forjar nuestra identidad.

Bibliografía:

[1] La Unión Europea: guiones para su enseñanza; Antonio Calonge Velázquez (Coord.) – Comares – Granada – 2004.

[2] El proceso de integración comunitario en marcha: de la CECA a los Tratados de Roma; Guillermo A. Pérez Sánchez – Comares – Granada – 2007.

[3] Por Europa; Robert Schuman – Encuentro – Madrid – 2006.

[4] Robert Schuman, padre de Europa (1886-1963); René Lejeune – Palabra – Madrid – 2000.

[5] Paneuropa: dedicado a la juventud de Europa; Richard Coudenhove Kalergi – Tecnos – Madrid – 2002.

Los Tratados de Roma vistos desde Moscú

 Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 8 de abril de 2007.


Han pasado 50 años de la firma de los Tratados de Roma; un periodo de tiempo en el que el proceso integrador ha ido consolidándose. Este se ha enfrentado a no pocas dificultades. Una de ellas, sin lugar a dudas de las más difíciles de superar, ha sido la oposición de la Unión Soviética. Sin embargo, desde hace pocos años contemplamos un fenómeno impensable hace décadas: Europa se extiende más allá de lo que fuera el “Telón de Acero”.

La incorporación en mayo de 2004 y enero de 2007 de los países excomunistas al proyecto europeo ha venido a cumplir uno de los grandes sueños de las personas que, tras la II Guerra Mundial, iniciaron su construcción. Éste ha sido el gran triunfo de miles de occidentales. Pero también el de tantos otros ciudadanos del Este que, con su oposición desde el interior al régimen comunista, o con su actividad desde el exilio, han permitido la caída del totalitarismo de izquierdas en Europa.

Desde sus inicios -Tratado de París, 1951- el proceso integrador era visto por los líderes soviéticos como una amenaza para el “statu quo” de posguerra.

Sin embargo, la oposición del Parlamento francés a la construcción de la Comunidad Europea de Defensa (1954) precipitó el fracaso de la misma. En un pacto extraño, gaullistas y comunistas -los primeros por miedo al rearme alemán y los segundos siguiendo órdenes del Partido Comunista de la Unión Soviética- echaron por tierra el que estaba llamado a ser el segundo gran paso de la nueva Europa.

Tras estos hechos el Kremlin bajó la guardia: el peligro paneuropeo parecía desvanecerse. Aún así, la consigna era clara: en caso de que el embrión de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero se fortaleciera habría que descargar contra él toda la artillería propagandística comunista. Los Tratados de Roma (1957) vinieron a corroborar los temores de Moscú. Desde entonces se inició un pulso que, con mayor o menor virulencia, acabó a finales de los años ochenta.

Las sucesivas incorporaciones de la Europa del Este a la Unión Europea son reflejo de la lucha de dos mundos contra la maquinaria soviética: el oriental buscaba emanciparse, y el occidental consolidarse.

El porqué de la actitud hostil de la URSS es, a primera vista, evidente. Los protagonistas de la construcción europea siempre dejaron claro que esta quedaba abierta a todo el Continente. Por su parte, Moscú veía en esas declaraciones una amenaza a su “imperio” de Estados satélite. Además, en plena pugna con los otros vencedores de la II Guerra Mundial por el futuro germano, el Kremlin no podía permitir que la República Federal de Alemania fuera una de las protagonistas en la configuración de las Comunidades Europeas.

Esto no sólo suponía reconocer la división del pueblo alemán en dos Estados, sino que también venía a demostrar la viabilidad de la mitad occidental. La Unión Soviética siempre había sido partidaria de un solo país de carácter neutral y, en su defecto, una República Democrática que demostrase su superioridad sobre la otra parte. Lógico que, ante las perspectivas abiertas por los tratados de París y Roma, surgiera la alarma entre las élites comunistas.

Los ideólogos soviéticos respondieron al fortalecimiento del constructo europeo con dos documentos: uno en 1957, formado por 17 tesis, y otro en 1962, de 32 puntos. Ambos están magistralmente estudiados en La URSS contra las Comunidades Europeas, obra de Ricardo M. Martín de la Guardia y Guillermo A. Pérez Sánchez.

En este libro también se resalta la importancia de la efeméride que celebramos: clave para el despegue de Europa que tanto revuelo levantó al otro lado del “Telón de Acero”. En definitiva se trata de una investigación que, bajo la excusa de ofrecer una explicación a los postulados soviéticos, repasa casi cuarenta años de coexistencia entre los proyectos europeos y el bloque comunista.

La situación actual del panorama comunitario y continental viene a desmentir muchos de los argumentos esgrimidos en su momento –algunos, incluso, han llegado hasta nuestros días- por intelectuales prosoviéticos. Las Comunidades Europeas no constituían la última resistencia del capitalismo contra el inevitable triunfo del socialismo real; entre otras cosas porque era éste el que estaba condenado al fracaso. Y, por supuesto, tampoco constituía una organización militarista auspiciada por los EE.UU. con el fin de derrotar a la URSS; hoy no existe dicho Estado y, a pesar de todo, Europa sigue su andadura.

Bibliografía:

[1] La URSS contra las Comunidades Europeas: la percepción soviética del mercado común (1957-1962); Ricardo M. Martín de la Guardia, Guillermo A. Pérez Sánchez – Valladolid- Universidad – 2005.

[2] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[3] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[4] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[5] La Unión Europea: guiones para su enseñanza; Antonio Calonge Velázquez (Coord.) – Comares – Granada – 2004.

[6] El proceso de integración comunitario en marcha: de la CECA a los Tratados de Roma; Guillermo A. Pérez Sánchez – Comares – Granada – 2007.

La otra herencia de la II Guerra Mundial

 Artículo publicado por la web Club Lorem Ipsum el 23 de marzo de 2007.


En un artículo anterior indicaba que el nuevo orden internacional surgido tras la II Guerra Mundial era, en buena medida, obra del nacionalsocialismo. La postguerra que planeó Hitler explica como en los propios postulados de dictador alemán se encontraba el germen del sistema de bloques que dio lugar a la llamada “Guerra Fría”.

Él pensaba que el III Reich sería el encargado de dirigir el Imperio del Este contra el poder anglosajón. Sin embargo, como bien sabemos hoy, el conflicto acabó por dejar en bandeja a la Unión Soviética esa posición de privilegio. Hitler fracasó en su intento de llevar a los alemanes hacia la primacía mundial, pero parte de sus pronósticos fueron acertados: el mundo quedó dividido tras el conflicto que sacudió el orbe entre 1939 y 1945.

Pues bien, en este nuevo artículo, en cierto modo continuación del que venimos comentado hasta ahora, trato de mostrar otro de los legados del austriaco: el proceso de integración europea. Esta afirmación, como es lógico, hay que matizarla para evitar que el lector se escandalice; a esa tarea dedicaré el resto del escrito.

La guerra provocada por el mundo nacionalsocialista fue uno de los factores indirectos que permitieron a los sueños de Coudenhove-Kalergi –autor de Paneuropa– hacerse realidad. En la mente de personajes como Robert Schuman, Konrad Adenauer o Jean Monet, estaba muy presente la idea de evitar una nueva guerra civil europea. Este miedo, lógicamente, surgía de la experiencia de dos conflagraciones en apenas treinta años.

Sin estas el ansia de paz hubiera sido imposible. Pues bien, no hemos de olvidar que la segunda de estas dos guerras fue obra, deseo y voluntad de Hitler. Los “padres” de Europa querían dejar atrás para siempre las rivalidades existentes dentro del Continente, esas que tanto habían azuzado el expansionismo alemán y el “revanchismo” francés. Pretendían crear un organismo supranacional basado en la colaboración de todos sus miembros desde una posición de igualdad.

Europa se edificó sobre cimientos de ilusiones y buenos deseos, pero también sobre el miedo a los nazis. Este, no lo olvidemos, fue un factor fundamental en la construcción del edificio europeo en sus primeros años.

No obstante, esta no fue la única aportación de Hitler al proyecto paneuropeo. La colaboración, especialmente de carácter económico, estaba esbozada en los planteamientos hitlerianos. El dictador austriaco tenía un proyecto de lo que debía ser, en el plano productivo y comercial, la Europa de postguerra. Y, como es lógico, la supresión de las aduanas y la planificación económica común estaban presentes en este plan.

Es más, esto no fue sólo una idea en la mente de los economistas del Reich; desde 1941 los nacionalsocialistas fueron ejecutando esa unión económica. Hitler se percató de que los europeos necesitaban colaborar para crecer, de que en las pugnas de las últimas décadas las necesidades económicas jugaban un importante papel.

De esta manera, los dirigentes alemanes fueron configurando esa estructura productiva y comercial en los territorios ocupados. Su éxito, todo hay que decirlo aunque este mal visto, fue notable: la maquinaria de guerra del III Reich se mantuvo más tiempo del previsto gracias a ese modelo económico.

El plan Schuman de 1950 presentaba al mundo un proyecto bastante reducido, pero ambicioso en sus aspiraciones. La CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) trataba de solucionar un problema del que Europa comenzaba a ser consciente: el futuro pasaba por la colaboración. Sin ella la paz no sería nunca un valor seguro, y las economías salidas de la guerra no podrían crecer.

Tras las reuniones y discursos que configuraron la primera Comunidad Europea asomaban algunos fantasmas, uno era el de Adolf Hitler. Él provocó la II Guerra Mundial y el miedo a una nueva conflagración europea; él pensó y puso en práctica primero los planes de colaboración económica. La paradoja es que, en la década que siguió a la derrota del nacionalsocialismo, la recuperación económica tenía que fundamentarse en las bases de colaboración europea impuestas por el III Reich a la Europa ocupada.

En cierto modo eso fue lo que hizo la URSS en el centro y este del continente, donde mantuvo la planificación económica de bloque al servicio de Moscú en lugar de Berlín. A esa conclusión también había llegado Jean Monet al presentar su famoso plan para Francia en 1947.

La construcción europea, aunque suene muy mal, era deudora de Hitler en aquellos primeros años. Muchos fueron los factores que condicionaron su formación; el austriaco fue uno de ellos. No obstante, la idea y puesta en práctica del proyecto hitleriano se diferencia en un aspecto fundamental de las incipientes Comunidades Europeas de los años cincuenta. Los alemanes entendían la colaboración entre Estados como una jerarquía: todos debían servir al astro rey, el Reich germano de los mil años. Por su parte, los “padres” de Europa postulaban la igualdad de todas las naciones que integrarían la comunidad. No existirían siervos ni señores; se trataría de una colaboración de todos en favor de todos.

De esta manera, las naciones occidentales del Viejo Mundo comenzaron la postguerra sometidas a dos grandes potencias. En cierto modo Hitler tenía razón cuando, consciente de su derrota, consideró que con él Europa había perdido su “última oportunidad”. Creía profundamente que sólo él y su Reich podrían salvarla de la amenaza bolchevique y anglosajona.

Al fin y al cabo, el final de la II Guerra Mundial vino a confirmar el declive del Continente y su dependencia con respecto a los enemigos de Hitler. Sin embargo, los europeos ya habían tomado su decisión: preferían llevar su propio camino –por muy humillante que fuera- antes que someterse a los mandatos de un megalómano. Ahora que celebramos los cincuenta años después de los Tratados de Roma (25 de marzo de 1957) da la sensación de que la elección fue correcta.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] Postguerra. Una historia de Europa desde 1945; Tony Judt – Madrid – Taurus -2006.

[3] La Unión Europea: guiones para su enseñanza; Antonio Calonge Velázquez (Coord.) – Comares – Granada – 2004.

[4] El proceso de integración comunitario en marcha: de la CECA a los Tratados de Roma; Guillermo A. Pérez Sánchez – Comares – Granada – 2007.

[5] Anotaciones sobre Hitler; Sebastian Haffner – Galaxia Gutenberg – Barcelona – 2002.

[6] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.