“Por fin -¡pequeño e insuficiente consuelo!- descubre María Antonieta que, por una única ventana de la escalera de la torre, en el tercer piso, puede acecharse aquella parte del patio en la cual juega a veces el delfín. Y allí se está durante horas enteras, innumerables veces y con frecuencia en vano, esta mujer que en otro tiempo fue reina de todo un reino, a la espera de ver si puede descubrir fugazmente en el patio de su prisión, de una manera furtiva, un aspecto de la clara silueta querida. El niño, que no sospecha que desde un ventanuco enrejado sigue cada uno de sus movimientos la mirada, con frecuencia turbia por el llanto, de su madre, juega alegre y despreocupado. El muchacho se va adaptando velozmente, demasiado velozmente, a su ambiente nuevo; ha olvidado, en su alegre abandono, de quién es hijo, qué sangre corre por sus venas y cuál es su nombre. Valiente y en voz alta, sin sospechar su sentido, canta la Carmagnole y el Ça ira, que le ha enseñado Simón y sus compañeros; lleva la gorra roja de los sans-culottes…”