Presentimientos de decadencia II

Los años mismos de la Gran Guerra no trajeron aún la peripecia. La atención de todos quedaba cautivada por las preocupaciones inmediatas: arrostrémos la guerra con todas nuestras fuerzas, y después, cuando haya pasado, lo reconstruiremos todo en un nivel muy superior; más aún: llegaremos a crear una bienandanza perdurable. Incluso los primeros años de la posguerra transcurrieron para muchos en la expectación optimista de un internacionalismo bienhechor. Luego, el incipiente pseudoflorecimiento de la industria y del comercio que quedó truncado en 1929, impidió durante algunos años el que surgiera en general pesimismo acerca de la cultura.

Pero ahora la conciencia de que vivimos en una tremenda crisis cultural, que arrastra al mundo hacia una catástrofe final, se ha difundido en amplias esferas. «La Decadencia de Occidente», de Spengler, dio la voz de alerta a un sinnúmero de gentes de todo el mundo. No es que todos los lectores del famoso libro se hayan convertido a las opiniones allí expuestas. Pero a los que estaban instalados firmemente en una impremeditada fe progresista les ha familiarizado con la idea de un posible descenso de la cultura actual.

Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 18.

De la historia II

Artículo publicado por Historia en Presente el 3 de febrero de 2009.


Continúo profundizando acerca de lo que son y lo que deben ser la historia y el oficio del historiador. El primer artículo dedicado a esta cuestión nacía como consecuencia de una discusión de sobremesa. Este segundo tiene como origen el post escrito por Citoyen en su blog de Lorem-ipsum. En el fondo no es más que un comentario a lo que él ha dicho –sigo hasta su propio esquema-, por tanto, es recomendable leerle primero.

A Demócrito, cuya aportación también se agradece, le contesté en forma de comentario en el primero de mis artículos. Tanto su réplica como mi contrarréplica podrían considerarse entradas en sí mismas más que simples comentarios. Sin embargo, esa posibilidad no se me ocurrió en el momento. En fin, espero que continuemos intercambiando ideas, porque yo no descarto escribir un “De la historia III”.

La historia como industria

En su artículo Citoyen presenta una interesante analogía entre la historia y la producción industrial. Como analogía -en parte igual y en parte distinto- es muy útil para exponer un punto de vista, aunque sin tomarlo al pie de la letra. No estando totalmente de acuerdo con la comparación –lo que no implica un total desacuerdo- voy a aceptar la terminología económica de mi compañero, puesto que así se ha planteado el debate.

La historia –dice Citoyen- ha de tener una utilidad social; yo no me opongo, es más, en mi primer artículo, indico cual es a mi entender esa utilidad social. Por esa razón, pienso que los historiadores no hemos de tener ningún reparo en someternos al juicio de eficiencia del sistema económico.

Estoy de acuerdo con ese afán, lógico por otra parte, de evitar la aparición de parásitos en la sociedad. Cada cual ha de realizar su trabajo de la mejor manera posible, siempre que esa labor sirva a la sociedad. Si no fuera así no quedaría más remedio que eliminar esa profesión. Quizás me expliqué mal, o tal vez fui poco preciso en De la historia, pero nunca tuve la intención de poner en duda eso.

La producción de la historia, pone al descubierto mi alergia hacia el concepto de utilidad entendido como consecuencialismo. Resulta bastante sencillo comprender muchos de mis planteamiento sobre la historia si se descubre la diferencia entre valor y utilidad. El segundo paso es reconocer la primacía del primero de estos dos conceptos. A este respecto, me parece fundamental aplicar esto a las personas, que han de ser respetadas porlo que son, no por sus méritos (el mérito, no obstante, añade valor al ser).

El trabajo del historiador puede ser útil, pero sobre todo es valioso. A una sociedad o cultura determinada no le es útil conocer aspectos de su pasado, pero pobre de ella si pierde su identidad.

Por esa razón, pienso que los recursos dedicados a la investigación histórica no caen en saco roto. Están plenamente justificados, ya que las aportaciones de los distintos historiadores permiten formar ese stock de conocimiento del que habla Citoyen. Este no ha de ser entendido sólo como cúmulo de datos, reglas y tendencias, sino como interpretación personal y aportación intelectual del propio historiador.

Desacuerdos sobre el método

La historia pertenece al campo de las ciencias sociales, por tanto, tratar de aplicarle el método de las ciencias naturales es un error. Los historiadores, y en ocasiones personas ajenas a la historia, han tratado de llevar a cabo esa equiparación en numerosas ocasiones. Los resultados, en general, han sido bastante frustrantes. Quizás el objeto de investigación sea la causa de esos sucesivos fracasos.

La libertad humana, que nos permite actuar de forma irracional e, incluso, contranatura, convierte a la persona en un fenómeno imprevisible. Dentro de las ciencias sociales, tampoco tiene mucho sentido equiparar el método histórico al sociológico.

Son ciencias complementarias que se apoyan mutuamente, y, en ocasiones, con muy buenos resultados. Sin embargo, no se puede aplicar a la historia el paradigma de la sociología, entre otras cosas, porque es anterior en el tiempo. Afirmar que la historia utiliza el método sociológico equivaldría a renegar de medio siglo de historial científico.

Los dos desacuerdos enunciados en el párrafo anterior me parecen comprensibles, en tanto que han formado parte del debate historiográfico a lo largo de todo el siglo XX. Sin embargo, afirmar que la historia, y las ciencias sociales en su conjunto, son una rama de la economía, me parece infantil. Me recuerda al clásico debate ciencias versus letras del instituto, que no es más que la prolongación del “mi papá tiene un coche más grande que el tuyo”, propio de la primaria.

Con la perspectiva que me da el estudiar y leer sobre cuestiones históricas, tomaré la afirmación de Citoyen como una consecuencia de la crisis económica en la que estamos inmersos. Porque a nadie se le escapa que, de pronto, se ha extendido la fiebre entre todo el mundo –me incluyo- por aprender economía. La historia nos enseña que esto es pasajero, y si no lo fuera nos llevaría al desastre, porque una sociedad no puede subsistir únicamente con economistas.

La historia tiene pretensiones científicas propias. Posee un método, pero no el de la sociología, la economía o la física. El historiador analiza una realidad pretérita a partir de las fuentes con las que cuenta.

El profesional de la historia realiza sus hipótesis, las confirma y establece, no sólo modelos, sino un discurso histórico que puede incluir dentro de él reglas, tendencias y modelos. No obstante, como sabe de la complejidad de su objeto y de sus propias limitaciones como persona –no es omnisciente-, sus conclusiones están abiertas a revisiones constantes. Salvo en la rama de arqueología, los historiadores no tenemos laboratorios.

No podemos aislar una realidad histórica para estudiarla en todas sus variantes. Eso que para los físicos y los economistas es tan sencillo, para nosotros es imposible. Incluso los sociólogos, con un objetos tan complejo como la sociedad, pueden utilizar la calle como laboratorio. Nosotros no, porque nuestro objeto, además de ser impredecible, ya no existe: es pasado.

Por tanto, no somos chamanes. Tenemos nuestras reglas a la hora de investigar. Sin embargo, no se nos puede pedir objetividad. Podemos ser coherentes, honrados, pero nunca objetivos, ya que eso requiere un conocimiento muy detallado de la realidad estudiada. Nos comprometemos a utilizar el mayor número de fuentes posibles para ampliar nuestro juicio, pero nunca serán suficientes. Me atrevería a decir que un historiador no cuenta con más de un diez por ciento de la información sobre una cuestión a la hora de analizarla.

Con eso se pueden hacer maravillas, pero no llegar a la ansiada objetividad. Utilizaré como ejemplo algo que Citoyen mencionaba en su artículo: las teorías de la evolución. Hoy día parece evidente que se ha producido una evolución en la conformación del ser humano. No obstante, existen un sinfín de árboles filogenéticos, casi uno por escuela. Si a eso le añadimos que cada descubrimiento arqueológico provoca un terremoto dentro de todos ellos… En fin, sobre esa base tan inestable trabajamos los historiadores.

No es oro todo lo que reluce ¿verdad? Sin embargo, eso no nos ha de llevar a despreciar el trabajo de esos profesionales: poco a poco, a base de descartar hipótesis, se va avanzando. Además, cada aportación no sólo es una realidad historiográfica más, sino lo que una persona, como ser intelectual, ofrece a la sociedad de la que forma parte.

Con los pies en el suelo y cada uno en su rama

Me ha parecido oportuno finalizar este artículo-comentario con un apartado que, en el fondo, no es más que un cajón de sastre. Anteriormente he abordado dos cuestiones bien diferenciadas –la utilidad y el método-, ahora voy a escribir sobre una serie de asuntos que no guardan apenas relación entre sí. Sin embargo, según avance en mi exposición se entenderá mejor el título del epígrafe.

En su artículo, Citoyen muestra su confianza en el potencial de la razón y el progreso humano. Sin negarlo, ya que estoy a favor de ambas cosas, si quiero matizar un poco su optimismo.

En nuestro afán por conocer y controlar las diversas realidades del mundo, hemos de aspirar a lo máximo, pero sin olvidar que somos limitados, que no podemos abarcarlo todo. Ahora no hablo sólo de la historia, sino también de las demás ciencias.

Creer que nosotros, con las mil y una limitaciones que se hacen patentes todos los días, podemos llegar a un conocimiento ilimitado es, precisamente, dar una patada a la razón. No creo que mi compañero se refiera a eso en su artículo, pero es lo que creí entrever en su último párrafo. En definitiva, pienso que lo racional es confiar en el ser humano, pero sin caer en la ceguera. A esto me refería cuando escribía ese “con los pies en el suelo”.

“Cada uno en su rama”: esta es la segunda idea. La producción de la historia, carece de referencias a teóricos del conocimiento histórico. En el artículo de Citoyen se citan teorías de diversos intelectuales. Eso es fantástico, y yo debería empezar a hacerlo con más frecuencia. No obstante, todos ellos pertenecen a campos ajenos al que nos ocupa.

Me parece absurdo pedirle una formación sobre teoría de la historia que no tienen porque tener. Yo también carezco de esa formación en muchos campos donde él es experto. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que sería una tontería tratar de analizar la economía, la sociología o la física con las teorías de hombres como Ranke, Toynbee, Spengler, Pirenne, Bloch o Braudel. Sin que sirva de alegato contra la colaboración interdisciplinar, que valoro mucho, he de insistir en que las aportaciones teóricas están bien, pero en su rama.

La crisis cultural


La Guerra acabó por minar la confianza que el hombre contemporáneo había depositado en la razón. De esta forma, durante el periodo posbélico un enorme pesimismo invadió la cultura europea: se había perdido la fe ciega en el progreso ilimitado y en el hombre occidental. Además, a esta crisis intelectual se sumó una profunda transformación moral, tras la cual los valores de preguerra quedaron completamente trastocados. Como bien señala Walter Gropius, un mundo había llegado a su fin:

“Esto es algo más que una guerra perdida. Un mundo ha llegado a su fin. Debemos buscar una solución radical a nuestros problemas”.

Al mismo tiempo, con el regreso de los soldados a casa, se fue forjando el mito de la generación perdida. Esos jóvenes que en el verano de 1914 se habían lanzado a las calles en favor de la guerra, esos mismos que se habían alistado llevados por un hondo sentimiento romántico, volvían ahora del frente tras cuatro años de duros enfrentamientos. Todos habían perdido buena parte de su juventud en la trinchera, pero a algunos la guerra les habían quitado algo más. A los heridos, a los lisiado, a los ciegos… les había sido arrebatado su futuro, su vida. Es justamente uno de esos “desfiles de lisiados” el que narra E. M. Remarque en El regreso.

Creación literaria.

En lo referente a la cuestión literaria, hemos de destacar en primer lugar el importante cambio de rumbo que se produjo en la orientación de éstas obras. La crisis de los fundamentos ideológicos se tradujo en el ámbito cultural en un apogeo del pesimismo, cuyas principales manifestaciones fueron:

– O. Spengler en La decadencia de Occidente describía la estructura cíclica de las civilizaciones con el objetivo de señalar que la occidental se acercaba a su fin.

– H. Hesse en Demian criticó duramente los ideales de la guerra y planteaba la construcción de una nueva civilización con valores distintos.

– Marcel Proust elaboraba un entramado de obras en las que planteaba recuperar el tiempo perdido por el arte en los largos años de conflicto.

– L. Pirandello en sus obras teatrales planteaba el problema de la incertidumbre; afirmaba que el hombre no era ni quien creía ser ni el que los demás creían.

– T. S. Eliot en Tierra baldía abordaba la cuestión de la esterilidad del mundo presente: “Abril es el mes más cruel, criando / lilas de la tierra muerta, mezclando / memoria y deseo, removiendo / turbias raíces con lluvia de primavera. / El invierno nos mantenía calientes, cubriendo / tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / un poco de vida con tubérculos secos. / El verano nos sorprendió, llegando por encima de Starnbergersee / con un chaparrón; nos detuvimos en la columnata, / y seguimos a la luz del sol, hasta el Hofgarten, / y tomamos café y hablamos un buen rato. / “Bin gar keine Russin, stamm´ aus Litauen, echt deutsch. / Y cuando éramos niños, estando con el archiduque, / mi primo, me sacó en un trineo, / y tuve miedo. El dijo, Marie, / Marie, agárrate fuerte. Y allá que bajamos. / En las montañas, una se siente libre. / Yo leo, buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur

– James Joyce en Ulysses trataba la sordidez del mundo presente. A éste irlandés, cuya obra estaba destinada a revolucionar la literatura y el pensamiento de su tiempo, nos lo describe Stefan Zweig en El mundo de ayer:

“…en un rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento (…) El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro”.

– F. Kafka describe la impotencia del ser humano en obras como El proceso y El castillo.

– T. Mann en La montaña mágica analiza una Europa enferma.

– A. Malraux en La tentación de Occidente critica los hábitos occidentales contraponiéndolos a los orientales.

– P. La Rochelle; Fuego fatuo.

Sin embargo, el balance de todo éste fenómeno, la obra que resumió toda su complejidad, fue El Anticristo de J. Roth. En él encontramos la esencia y la síntesis del pesimismo literario imperante en aquel periodo.

Fundamentos científicos e ideológicos.

En el ámbito científico y humanístico se apreciaron también los efectos de la crisis, plasmados fundamentalmente en el triunfo de la irracionalidad y de la filosofía vitalista. A continuación analizaremos éstos fenómenos de una forma más sistemática:

El pensamiento de éste periodo estuvo profundamente marcado por el auge de la irracionalidad, la intuición y la experiencia, poniéndose fin así al imperio de la razón. Esto afectó profundamente al campo de la especulación científica, donde:

– Se produjo una degradación del análisis.

– El principio de causalidad fue sustituido por la casualidad.

– Predominó el escepticismo especulativo.

– El principio de la incertidumbre de W. Heisenberg sumió en una profunda crisis a la teoría de Max Plank.

– La física tradicional entró en crisis con la aparición de la teoría de la relatividad de A. Einstein.

– Exaltación de disciplinas como la biología, la medicina y la genética; es decir, todo aquello que, por su relación con la naturaleza, era considerado superior a la razón.

En el campo económico, tras una larga guerra en la que se había consolidado el papel predominante del Estado en la vida económica de los países, se vio claramente que no era posible un retorno al liberalismo clásico. De ésta manera, fueron surgiendo nuevas teorías que tenían como fin último reorganizar la vida económica de posguerra en base a unos nuevos principios; o, más bien, acomodar los ya existentes a la nueva situación. Entre éstos teóricos destacó Keynes, acérrimo defensor del intervencionismo estatal, que en su opinión debía basarse en dos principios:

– La regulación de la economía a través de la gestión de la demanda.

– La solución de las crisis cíclicas a las que estaba condenado el liberalismo clásico.

En el ámbito de las ciencias humanas se produjo una exaltación de las fuerzas irracionales y una profunda crítica de la razón. Esto tuvo una enorme importancia para el Derecho, ya que el parlamento pasó a ser considerado como el aspecto racional de la organización política, y la autoridad y la fuerza la irracional. Por tanto, según este modelo de pensamiento, tomar el gobierno de una manera antidemocrática no sólo estaba perfectamente legitimado, sino que éste se consideraba un poder superior al emanado del parlamento.

También se desarrolló enormemente la música atonal –con ausencia de relaciones armónicas (tonalidad)-, donde destacaron figuras como Berg, Schönberg y Webern.

A modo de conclusión, podemos añadir que no sólo se trató de un declive de los propios valores, bases e ideas del mundo contemporáneo, sino que también influyó la pujanza de las alternativas culturales y científicas.

Alternativas a la crisis.

La crisis mental y cultural posterior a la Gran Guerra llevó a muchos artistas a buscar nuevas salidas: formas de afrontar y superar los problemas surgidos de ella. El fracaso de la razón, plasmado en la catástrofe bélica de 1914, llevó a muchos a renegar de ella, formándose así movimientos culturales que exaltaban la irracionalidad, el vitalismo y el absurdo. Sin embargo, otros prefirieron la huída, física o imaginaria, de la Europa de su tiempo. De ésta manera, podemos distinguir cuatro reacciones ante la crisis, dos del primer tipo y dos del segundo:

– El movimiento dadaísta, fundado en Zurich durante la Gran Guerra, trataba de denunciar el mal funcionamiento de la cultura, la moral, la sociedad… a través del arte. Para ello, argumentando que sólo la nada tenía significado, se basaron en lo absurdo, en lo carente de sentido. Entre sus miembros destacaron: H. Arp, Georg Grosz, T. Tzara…

– El surrealismo, derivación tardía del dadaísmo (1920-1923), estuvo también enormemente influido por las teorías de Sigmund Freud. De ésta manera, podemos considerar que éste movimiento artístico se formó a partir de dos herencias: el valor de lo absurdo y el afán de protesta dadaísta, y el automatismo psíquico -subconsciente e irracionalidad- de Jung y Sigmund Freud. Sobre éste último nos habla Stefan Zweig en sus memorias:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “Había conocido a Sigmund Freud –ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma humana-, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño, obstinado y meticuloso (…) se había aventurado en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la época había solemnemente declarado tabú. Sin darse cuenta de ello, el mundo del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión de los instintos por parte de la razón y el progreso, y de que ponía en peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de sacarlas a la luz”.

Entre los miembros de este movimiento, en su inmensa mayoría profundamente comprometidos con diversos grupos políticos, hay que destacar a los poetas G. Stein, A. Breton, P. Eluard y L. Aragon; a los pintores Y. Tanguy, R. Magritte, Joan Miró, P. Delvaux y Salvador Dalí; y al cineasta Luis Buñuel. Así nos describe El mundo de ayer la actividad de éstos nuevos fenómenos artísticos y culturales:

(Stefan Zweig, El mundo de ayer) “La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua (…) se tiraba a la basura toda la literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia (…) Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico a quedar atrasados y ser considerados “inactuales”, con desesperada rapidez se maquillaron con fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios”.

– La expatriación física fue otra de las salidas que se le presentó a la intelectualidad de la época: abandonar la patria para huir de la desilusión que había supuesto la guerra. Dentro de éste grupo encontramos a personajes como H. Hemingway, James Joyce, D. Herbert Lawrence y Lawrence de Arabia.

– Se produjo también una huída de Europa por medio de la imaginación, cuyos objetivos fueron civilizaciones lejanas o perdidas: H. Hesse se refugió en la India con su obra Siddartha; D. Herbert Lawrence, retornó al pasado azteca con La serpiente emplumada; Lawrence de Arabia se adentró con Los siete pilares de la sabiduría en el mundo árabe; H. Hemingway prefirió orientar su imaginación hacia el continente africano; Malinowski, fiel a su disciplina, retorno a épocas pasadas sirviéndose de teoría antropológicas; J. R. R. Tolkien se refugió en la Tierra Media, cuya defensa convirtió en una alegoría de la lucha entre la naturaleza y la industrialización que la destruye; Marcel Proust, como ya indicamos más arriba, continuó con su búsqueda del tiempo perdido; Otros prefirieron el regreso a la religión antigua. Éste fue el caso de J. Maritain y su neotomismo.

Bibliografía:

[1] Historia Universal Contemporánea II; Javier Paredes (Coord.) – Barcelona – Ariel – 2004.

[2] La guerra del mundo: los conflictos del siglo XX y el declive de occidente (1904-1953); Niall Ferguson – Barcelona – Debate – 2007.

[3] El periodo de entreguerras en Europa; Martin Kitchen – Madrid – Alianza Editorial – 1992.

[4] Sociedad y cultura en la República de Weimar: el fracaso de una ilusión; José Ramón Díez Espinosa – Valladolid – Universidad – 1996.

[5] El mundo de ayer. Memorias de un europeo; Stefan Zweig – Barcelona – El Acantilado – 2002.

[6] El regreso; Erich Maria Remarque – 1931.

La historiografía de los totalitarismos


Al hablar del totalitarismo como forma de organización política solemos distinguir entre regímenes de izquierdas y de derechas. Esta diferenciación tiene su base sólida: la filiación ideológica de los mismos. Sin embargo, a nadie se le escapa que detrás de cada uno de ellos se esconde un sustrato común. Descubrirlo al lector no es la misión de este breve artículo.

Sin embargo, me parecía imprescindible partir de esa premisa antes de abordar su verdadera temática. Los paralelismos entre el nacionalsocialismo y el socialismo real de tipo soviético –sin duda los representantes más paradigmáticos de ambas familias- son evidentes, y sus manifestaciones abundantes. Con ocasión de este escrito me interesa destacar tan sólo una: el total rechazo hacia la ideología democrático-liberal. Y más en concreto a su forma de entender y “hacer” la Historia.

En oposición al discurso histórico predominante en el siglo XIX, tanto los nazifascistas como los marxistas plantearon una nueva interpretación del pasado que, a su vez, abría las puertas a un futuro con sus respectivas ilusiones mesiánicas.

La historiografía de los totalitarismos es, pues, la cuestión a tratar en este artículo. No obstante, entiendo que abarcar ambos espectros ideológicos, con su respectiva amplitud cronológica y evolutiva, es una tarea que me excede en estos momentos. Por esa razón, he preferido centrarme tan sólo en el ámbito nazifascista. Nos centraremos en los años que van de 1914 a 1945 –inicio y final de las dos guerras mundiales-, época difícil para las ideología liberal y su manera de ver la Historia.

El auge de las llamadas morfologías históricas fue la nota predominante de este periodo. Teóricos como Spengler o Toynbee sostenían que la Historia se componía de regularidades repetidas a lo largo del tiempo.

Estos postulados, más ideológicos que científicos, hablaban de las distintas fases en el discurrir histórico, comparando estas con el desarrollo biológico de los organismos.

Siguiendo este esquema, proponían la solución totalitaria como mejor sustitutivo para el “agotado” modelo liberal-burgués. Afirmaban que, tras la Gran Guerra (1914-1918), la Historia exigía un cambio brusco de sistema; era necesario echar mano de un nuevo proyecto. No es de extrañar que muchos defensores del totalitarismo de derechas se sirvieran de estas teorías para defender el advenimiento de regímenes nazifascistas.

En pleno siglo XX se generalizó la búsqueda de leyes “naturales” que tenían como fin explicar y predecir el comportamiento humano. Los propios títulos de las obras, o la denominación de esta corriente historiográfica –historiografía morfológica- nos hablan a las claras del trasfondo de este intento de encontrar factores suprahistóricos que rijan el desarrollo humano en su devenir temporal.

Pettrie publicaba en 1911 su famosa obra Las revoluciones de la civilización, en la que postulaba la existencia de siete civilizaciones mediterráneas en su desarrollo “biológico”; con su nacimiento, desarrollo y muerte. Spengler fue más allá: en 1922 publicó La decadencia de occidente. En este estudio aplicó los conceptos biológicos al caso concreto de la cultura occidental.

Siguiendo un modelo que daba a cada civilización una duración de más o menos mil años, concluía que la humanidad se encontraba en esos momentos a las puertas de una nueva era. A la luz de esta teoría se entiende mejor esa idea nacionalsocialista del Reich de los mil años. Sin embargo, resulta aún más sorprendente comprobar que la publicación del libro coincide con el ascenso al poder de Mussolini.

En los albores de la II Guerra Mundial, Toynbee aplicó los principios de la supervivencia de las especies a los pueblos. En definitiva, no sólo legitimaba el “lebensraum” –espacio vital- que perseguía Adolf Hitler, sino toda su teoría, contenida en Mein Kampf, sobre la lucha de razas como motor de la Historia. No obstante, a modo de defensa de estos autores, hemos tener en cuenta el momento histórico en el que se escribieron todas estas obras.

Existía una especie de conciencia profética generalizada, un afán de codificar el pasado en grandes estructuras ante la certeza de estar en un mundo que se desmoronaba.