La revelación del agente en el discurso y la acción II

El error básico de todo materialismo en la política -y dicho materialismo no es marxista y ni siquiera de origen moderno, sino tan antiguo como nuestra historia de la teoría política- es pasar por alto el hecho inevitable de que los hombres se revelan como individuos, como distintas y únicas personas, incluso cuando se concentran por entero en alcanzar un objeto material y mundano. Prescindir de esa revelación, si es que pudiera hacerse, significaría transformar a los hombres en algo que no son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene consecuencias propias es sencillamente ilusorio.

La esfera de los asuntos humanos, estrictamente hablando, está formada por la trama de relaciones humanas que existe dondequiera que los hombres viven juntos. La revelación de «quien» mediante el discurso, y el establecimiento de un nuevo comienzo mediante la acción, cae siempre dentro de la ya existente trama donde pueden sentirse sus inmediatas consecuencias. Juntos inician un nuevo proceso que al final emerge como la única historia de la vida del recién llegado, que sólo afecta a las historias vitales de quienes entran en contacto con él. Debido a esta ya existente trama de relaciones humanas, con sus innumerables y conflictivas voluntades e intenciones, la acción siempre realiza su propósito; pero también se debe a este medio, en el que sólo la acción es real, el hecho de que «produce» historias con o sin intención de manera tan natural como la fabricación produce cosas tangibles. Entonces esas historias pueden registrarse en documentos y monumentos, pueden ser visibles en objetos de uso u obras de arte, pueden contarse y volverse a contar y trabajarse en toda clase de material. Por sí mismas, en su viva realidad, son de naturaleza diferente a estas reificaciones. No hablan más sobre sus individuos, el «héroe» en el centro de cada historia, que cualquier producto salido de las manos humanas lo hace sobre el maestro que lo produjo y, sin embargo, no son productos, propiamente hablando. Aunque todo el mundo comienza su vida insertándola en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabras, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor.

Que toda vida individual entre el nacimiento y la muerte pueda contarse como una narración con comienzo y fin es la condición prepolítica y prehistórica de la historia, la gran narración sin comienzo ni fin. Pero la razón de que toda vida humana cuente su narración y que en último término la historia se convierta en el libro de las narraciones de la humanidad, con muchos actores y oradores y sin autores tangibles, radica en que ambas son el resultado de la acción. Porque el gran desconocido de la historia, que ha desconcertado a la filosofía de la historia en la Época Moderna, no sólo surge cuando uno considera la historia como un todo y descubre que su protagonistas, la humanidad, es una abstracción que nunca puede llegar a ser un agente activo; el mismo desconocido ha desconcertado a la filosofía política desde su comienzo en la antigüedad y ha contribuido al general desprecio que los filósofos desde Platón han tenido por la esfera de los asuntos humanos. La perplejidad radica en que en cualquier serie de acontecimientos que juntos forman una historia con un único significado, como máximo podemos aislar al agente que puso todo el proceso en movimiento; y aunque este agente sigue siendo con frecuencia el protagonista, el «héroe» de la historia, nunca nos es posible señalarlo de manera inequívoca como autor del resultado final de dicha historia.

Por este motivo Platón creía que los asuntos humanos (ta tôn anthropon pragmata), el resultado de la acción (praxis), no han de tratarse con gran seriedad; las acciones de los hombres parecen como los gestos de las marionetas guiadas por una mano invisible tras la escena, de manera que el hombre parece ser una especie de juguete de un dios. Merece la pena señalar que Platón, que no tenía indicio alguno del concepto moderno de la historia, haya sido el primero en inventar la metáfora de un actor tras la escena que, a espaldas de los hombres que actúan, tira de los hilos y es responsable de la historia. El dios platónico no es más que un símbolo por el hecho de que las historias reales, a diferencia de las que inventamos, carecen de autor; como tal, es el verdadero precursor de la Providencia, la «mano invisible», la Naturaleza, el «espíritu del mundo», el interés de clase, y demás, con los que los filósofos cristianos y modernos intentaron resolver el intrincado problema de que si bien la historia debe su existencia a los hombres, no es «hecha» por ellos (Nada indica con mayor claridad la naturaleza política de la historia -su carácter de ser una narración de hechos y acción en vez de tendencias, fuerzas o ideas- que la introducción de un actor invisible tras la escena a quien encontramos en todas las filosofías de la historia, las cuales sólo por esta razón pueden reconocerse como filosofías disfrazadas. Por el mismo motivo, el simple hecho de que Adam Smith necesitara una «mano invisible» para guiar las transacciones en el mercado de cambio muestra claramente que en dicho cambio está implicado algo más que la pura actividad económica, y que el «hombre económico», cuando hace su aparición en el mercado, es un ser actuante y no sólo un productor, negociante o traficante).

El autor invisible tras la escena es un invento que surge de una perplejidad mental, pero que no corresponde a una experiencia real. Mediante esto, la historia resultante d  la acción se interpreta erróneamente como una historia ficticia, donde el autor tira de los hilos y dirige la obra. Dicha historia ficticia revela su hacedor, de la misma manera que toda obra de arte indica con claridad que la hizo alguien; esto no pertenece a la propia historia, sino sólo al modo de cobrar existencia. La diferencia entre una historia real y otra ficticia estriba precisamente en que ésta fue «hecha», al contrario de la primera, que no la hizo nadie. La historia real en la que estamos metidos mientras vivimos carece de autor visible o invisible porque no está hecha. El único «alguien» que revela es su héroe, y este es el solo medio por el que la originalmente intangible manifestación de un único y distinto «quien» puede hacerse tangible ex post facto mediante la acción y el discurso. Sólo podemos saber quién es o era alguien conociendo la historia de la que es su héroe, su biografía, en otras palabras; todo lo demás que sabemos de él, incluyendo el trabajo que pudo haber realizado y dejado tras de sí, sólo nos dice cómo es o era. Así, aunque sabemos mucho menos de Sócrates, que no escribió una sola línea, que de Platón o Aristóteles, conocemos mucho mejor y más íntimamente quién era, debido a que nos es familiar su historia, que Aristóteles por ejemplo, sobre cuyas opiniones estamos mucho mejor informados.

Hannah Arendt, La condición humana, p. 207-210.