Prólogo: conocimiento científico y vida humana

Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científico se están encaminando a producir vida también “artificial”, a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza. El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar “plasma de germen congelado perteneciente a personas de demostrada habilidad con el microscopio a fin de producir seres humanos superiores”, y de “alterar (su) tamaño, aspecto y función”; y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.

Este hombre futuro –que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman- parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como nos se ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o los políticos profesional.

Hannah Arendt, La condición humana, p. 22.

Introducción: el ser superfluo del totalitarismo

La conclusión de Arendt ya no es un juicio de intenciones: “El totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos”.

Es por todo ello por lo que no incurre en el error, tranquilizador en el fondo, de considerar el nazismo –y a los nazis, por extensión- como una patología de la historia. Su opinión acerca de Eichmann resulta, a ese respecto, absolutamente inequívoca. En 1961 Hannah Arendt recibió de la revista americana The New York Times el encargo de informar sobre el proceso contra el dirigente nacionalsocialista. Su contacto personal con él no hizo otra cosa que reafirmar sus convicciones: “Me impresionó la manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable –al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado- era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruosos”. Nada hay de sorprendente, ni mucho menos de provocador, en estas afirmaciones, que se limitan a ser mera aplicación de las categorías. Ese hombre del montón es un hombre de la masa, y la característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales.

Hannah Arendt, La condición humana, p. V-VI.

La originalidad del historiador

El historiador será aquel que, dentro de su sistema de pensamiento (pues, por amplias que sean su cultura y, como suele decirse, su abertura de espíritu, todo hombre, por lo mismo que adopta una forma, acepta unas limitaciones), sepa plantear el problema histórico del modo más rico, más fecundo, y acierte a ver qué preguntas interesa hacerle a ese pasado. El valor de la historia, y por tal entiendo tanto su interés humano como su validez, se halla, en consecuencia, estrechamente subordinado al genio del historiador -pues, según decía Pascal, «cuanto más talento se tiene, más se encuentra que son numerosos los hombres originales», y más los tesoros por recuperar en el pasado del hombre.

Henri-Irénée Marrou, El conocimiento histórico, p. 54.