Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, estrictamente hablando, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles. Porque, a diferencia del bien común, tal como lo entendía el cristianismo -salvación de la propia alma como interés de todos-, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir. Trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público. La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quiera salvar de la natural ruina del tiempo. Durante muchas épocas anteriores a la nuestra -hoy día, ya no- los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo o algo que tenían en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena.
Hannah Arendt, La condición humana, p. 64.