Vivimos en un mundo enloquecido. Y lo sabemos. A nadie sorprendería que, huido el espíritu, la locura estallase de repente en frenesí, dejando embrutecida y mentecata a esta pobre humanidad europea, bajo el ondear de sus banderas y el zumbido de sus motores.
Por doquier surgen dudas acerca de la estabilidad de nuestro régimen social, un vago miedo al mañana, sensaciones de decadencia y derrumbamiento. No son meras pesadillas de esas que sobrecogen en las horas muertas de la noche, cuando la llamita de la vida reduce su luz. Son previsiones meditadas, fundadas en la observación y juicio. Los hechos nos abruman. Nos encontramos con que casi todas las cosas que antes considerábamos más sólidas y sagradas, empiezan a bambolearse: la verdad y la humanidad, la razón y la justicia. Vemos formas de Estado que ya no funcionan, sistemas de producción que están a punto de desmoronarse. Descubrimos fuerzas sociales que no cesan de trabajar, en loco frenesí. La máquina retumbante de este formidable tiempo está a punto de parar en seco.
Pero en seguida se impone el contraste. Más y mejor que nunca el hombre de hoy tiene conciencia de que le incumbe la imperiosa tarea de colaborar a la conservación y el perfeccionamiento del bienestar y la civilización terrenales. La dedicación al trabajo es tan grande como en el momento en que más lo haya sido. Jamás el hombre ha estado tan dispuesto a trabajar, a correr riesgo, a consagrar en cada momento su valor y toda su persona a una salvación común. No ha perdido la esperanza.
Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 15