El cardenal Tarancón no fue un hombre que asumiera el Concilio Vaticano II, sino que era ya un obispo plenamente conciliar y eclesial mucho antes del Concilio. Tuve el privilegio de conocer a “don Vicente” en el año 58, al asumir la Presidencia Nacional de la Juventud de Acción Católica, cuando él era obispo de Solsona y secretario de la Conferencia de Metropolitanos -un organismo distante-. Hemos hablado docenas de veces durante nuestras vidas. Siempre defendió la apertura de la Iglesia al mundo moderno, las libertades de los ciudadanos, la autonomía respecto al Régimen de los movimientos obreros y juveniles del apostolado seglar; la entrega de la Iglesia a los más necesitados. Sin él no hubiera sido posible el cambio de rumbo metodológico y de acción que tomó la Acción Católica en los años 60. Luchó hasta el límite de sus fuerzas por evitar la “crisis de la Acción Católica” decretada por sus hermanos en el Episcopado, y nos defendió a los dirigentes de los ataques de “filomarxismo” lanzados desde el Régimen y “afirmó que en los movimientos de A. C. hay una voluntad firme de aplicar el Concilio y que el papa Pablo VI está con ellos”.
Acompañé a Tarancón muchas veces en momentos importantes de su vida. Era un hombre clarividente, cordial, con sentido del humor, muy fumador. Pero recuerdo especialmente aquella tarde del 21 de diciembre de 1973, en el entierro de Carrero Blanco, cuando el Príncipe Juan Carlos marchaba detrás del féretro y el cardenal vivía su particular “vía dolorosa”, rodeado de jóvenes “ultras” enloquecidos que vociferaban “Tarancón al paredón”. Yo iba a escaso metros suyos. Su cara era una emotiva síntesis de profundo dolor, de resignación y de perdón.
Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 275-276.