En los inicios de la Transición, la primera tarea que el gobernador civil de cualquier provincia tenía que afrontar cada mañana era la autorización o denegación de las reuniones públicas que le habían sido solicitadas, con un mínimo de setenta y dos horas de antelación. Constituían cada decisión una curiosa y extraña mezcla de discrecionalidad gubernativa, prudencia política, miedo al error y test de aperturismo. Y de este cóctel salía el SÍ o el NO personal del gobernador, influido a veces por el jefe superior de Policía y, en los casos más significativos, por el temor de presencia masiva en el acto o por la adscripción política de los promotores. Cuarenta años de abstinencia habían provocado hambre de manifestaciones.
Salvador Sánchez-Terán, La Transición. Síntesis y claves, p. 92