Cada día plantéase con más urgencia el dilema ante el cual nos pone el tiempo. Contemplemos una vez más el mundo en su confusión política. Por doquiera hay embrollos que, dentro de poco, exigirán imperiosamente una solución. Pero es el caso que cualquier espectador imparcial ha de reconocer la imposibilidad de encontrar una solución que no perjudique a algún interés legítimo, ni frustre algún deseo razonable. Trátase unas veces de minorías étnicas; otras, de fronteras trazadas absurdamente; otras, de prohibiciones que impiden agrupaciones naturales; otras, de relaciones económicas insoportables. Cada una de estas condiciones es tolerada con una exasperación que las convierte en otros tantos focos peligrosísimos, hogueras dispuestas a arder al menor chispazo. En cada una de esas condiciones, un derecho se opone a otro derecho. Sólo hay dos posibilidades de solución. Una es la fuerza armada. La otra es un arreglo a base de intensa benevolencia internacional, de renuncia mutua a exigencias razonables, de respeto por el derecho e intereses ajenos. En definitiva, la solución del interés y de la justicia.
El mundo actual se encuentra, al parecer, más lejos que nunca de esas virtudes. Son muchos los hombres que han abandonado incluso la fundamental exigencia de la justicia internacional y del bienestar internacional. El Estado de poderío desenfrenado absuelve de antemano, con sus doctrinas, a todo usurpador. El mundo está desamparado, amenazado por la locura de la guerra destructora, que lleva en su seno una nueva especie de espanto o salvajismo.
Hay fuerzas públicas que actúan para atajar el mal insondable y trabajar por llegar a acuerdos y conciertos mutuos. El más pequeño éxito de la Sociedad de Naciones -aunque lo acoja Marte con escarnio sardónico- vale ahora más que toda una galería de glorias navales y militares. Pero si no cambia el espíritu, no bastarán, a la larga, las energías de un sensato internacionalismo. Y como el restablecimiento del orden y el bienestar en sí no garantiza la purificación de la cultura, tampoco cabe esperarla de los esfuerzos meritorios por prevenir la guerra mediante la política internacional. Una cultura nueva sólo puede ser obra de una humanidad purificada.
Los griegos llamaban katharsis (purificación) al estado de espíritu en que quedaban después de haber contemplado la tragedia. Es el silencio del corazón, cuando la compasión y el terror han desaparecido. Es la purificación del alma, cuando ha comprendido la causa profunda de las cosas, purificación que nos prepara de nuevo para los actos del deber y para la aceptación del destino, que quebranta en nosotros la “hybris”, tal como la representaba la tragedia y que desarraiga en nosotros los apetitos vehementes de la vida conduciendo nuestra alma a la paz.
Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana, p. 213