La democracia en Alexis de Tocqueville


El discurso teórico de Alexis de Tocqueville, presente especialmente en La democracia en América (1840), presenta dos puntos centrales: la tendencia de las sociedades modernas hacia la democracia y la igualdad, y los conflictos que pueden generarse entre ellas.

La tendencia hacia la democracia constituye una especie de filosofía de la historia dentro de sus planteamientos. Es decir, Alexis de Tocqueville defiende que, de manera inevitable, el devenir de las sociedades modernas las conduce en esa dirección. Con respecto al conflicto entre libertad e igualdad, Tocqueville manifiesta que, en caso de producirse, las sociedades humanas siempre optarán por la primera.

La concepción filosófica de la historia

Como ya hemos indicado, Alexis de Tocqueville veía inevitable el triunfo de la democracia en las sociedades modernas. Desde su punto de vista, en este triunfo participaban, no sólo sus partidarios, sino también otros grupos que, de manera inconsciente, aceleraban su proceso de establecimiento.

Además, el autor francés sostenía que incluso los enemigos de la democracia, con sus actos, favorecían su implantación. En medio de la vorágine, y contra la nueva corriente predominante, estos grupos fracasarían, siendo absorbidos por el nuevo orden.

Sin embargo, Alexis de Tocqueville no era partidario del establecimiento de un modelo democrático uniforme y cronológicamente coincidente.

En cada estado deberían respetarse las propias tradiciones, así como el ritmo de su evolución socio-política. De esta forma, no todas las naciones accederían a la vez al sistema democrático. Además, este no tendría las mismas formas en cada una de ellas, sino que se adaptarían a un modelo identitario propio.

La sociedad estamental

A la hora de definir la sociedad democrática, Alexis de Tocqueville parte de la enumeración de los principales rasgos de la estamental, propia del Antiguo Régimen.

La sociedad estamental se organizaba a partir de tres estamentos a los que se accedía, no por los propios logros de las personas, sino por adscripción.

Es decir, en función de su origen familiar una persona quedaba encuadrada de por vida entre los privilegiados o entre los no privilegiados.

Sin embargo, este hermetismo entre los estamentos se complementaba con la acción recíproca de cada uno de ellos. Así, la tarea específica de un grupo repercutía en los restantes, existiendo una clara conexión entre ellos. Esta situación provenía del origen feudal de los estamentos que, desde el medioevo, se había mantenido hasta comienzos del siglo XIX.

El planteamiento era el siguiente: la nobleza con su espada defendía a la sociedad, el clero hacía lo propio con las armas espirituales, mientras que sobre el estado llamo recaía la obediencia y el mantenimiento de los otros dos grupos.

El tercer rasgo de la sociedad estamental era la concentración de poderes en los grupos privilegiados. Estos controlaban la política, la economía y la cultura.

Principios de la sociedad democrática

Una vez definidos los rasgos de la sociedad estamental, Alexis de Tocqueville enumera, en contraposición con el régimen anterior, tres principios del tipo social democrático.

En primer lugar sitúa la desaparición de las desigualdades. El autor francés identificaba esta característica con el debilitamiento de la adscripción. De esta manera, aunque el nacimiento continuaba teniendo su peso en la posición social de las personas, el elemento fundamental para su clasificación por grupos pasaba a ser el logro.

La meritocracia defendida por Tocqueville no significaba, a su vez, que unas personas valieran más que otras. Desde su perspectiva todos los seres humanos eran iguales. La diferencia radica, por tanto, en el esfuerzo puesto por la persona en sí para alcanzar una posición preeminente. Así como en el servicio que con esa dedicación presta a la sociedad.

Una vez explicado el principio de igualdad y la importancia del logro, Tocqueville nos presenta el segundo rasgo de la sociedad democrática: el valor del trabajo. El autor francés sostiene que, si se eliminan las barreras que impiden el acceso de determinados grupos a la riqueza, estos buscarán enriquecerse y ganar prestigio social.

La única manera de alcanzar esta meta en una sociedad meritocrática es, precisamente, el trabajo. Este, desde su origen egoísta, pues el ser humano únicamente busca el propio lucro, redundará a la larga en beneficio de toda la sociedad.

Por último, y basándose una vez más en la igualdad, Tocqueville defenderá el acceso de todos a la toma de decisiones. Es decir, consagrará el principio de participación ciudadana en la vida política.

El antisemitismo como insulto al sentido común I

La principal para nuestro propósito es el gran descubrimiento que Tocqueville hizo (en L`Ancien Régime et la Révolution, libro II, cap. 1) de los motivos del violento odio que, al estallar la Revolución, experimentaban las masas francesas hacia la aristocracia -un odio que estimuló a Burke a señalar que la Revolución se mostraba más preocupada por «la condición de un caballero» que por la institución de un rey. Según Tocqueville, el pueblo francés odiaba a los aristócratas a punto de perder su poder más de lo que les odiaba antes, precisamente porque su rápida pérdida del auténtico poder no se había visto acompañada por ningún declive considerable de sus fortunas. Mientras la aristocracia mantuvo vastos poderes de jurisdicción fue no sólo tolerada, sino respetada. Cuando los nobles perdieron sus privilegios, entre ellos el privilegio de explotar y de oprimir, el pueblo les consideró parásitos, sin ninguna función real en el gobierno del país. En otras palabras, ni la opresión ni la explotación como tales han sido nunca la causa principal del resentimiento; la riqueza sin función visible es mucho más intolerable, porque nadie puede comprender por qué debería tolerarse.

Análogamente, el antisemitismo alcanzó su cota máxima cuando los judíos habían perdido sus funciones públicas y su influencia y se quedaron tan sólo con su riqueza. Cuando Hitler llegó al poder, los bancos alemanes estaban casi totalmente judenrein (y era precisamente en ese sector donde los judíos habían mantenido posiciones decisivas durante más de cien años), y la judería alemana, en conjunto, tras un largo y firme progreso en estatus social y en número, estaba declinando tan rápidamente que los estadísticos predecían su desaparición en el plazo de unas pocas décadas. Es cierto que las estadísticas no apuntaban necesariamente a los verdaderos procesos históricos; sin embargo, vale la pena señalar que para un estadístico la persecución y el exterminio nazis podían parecer una insensata aceleración de un proceso que en cualquier caso se habría producido.

Cabe decir lo mismo de casi todos los países de Europa occidental. El affaire Dreyfus no estalló bajo el Segundo Imperio, cuando la judería francesa se hallaba en la cumbre de su prosperidad e influencia, sino bajo la Tercera República, cuando los judíos habían desaparecido casi por completo de las posiciones importantes (aunque no de la escena política). El antisemitismo austríaco no se tornó violento bajo Metternich y Francisco José, sino en la República austríaca de la posguerra, cuando se hizo evidente que ningún otro grupo había sufrido tal pérdida de influencia y de prestigio en razón de la desaparición de la monarquía en los Habsburgo.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, p. 66-67.